A Vanity Dust,
gracias por llevar
la compra conmigo.
Hace seis meses estaba yo buscando un habitáculo
donde pasar el año académico. Mis amigos me habían recomendado que buscara piso
fuera del Barrio Chino, donde ellos vivían hacinados
& hipsterizados por partes iguales en un pisito muy mono, con pocos electrodomésticos y demasiadas
alimañas. Un loft de 45 m2,
un primero sin ascensor y un balcón ante la Rambla del Raval constituían la
plataforma de lanzamiento de sus incursiones sobre la barriada, donde se
cobraban la cuota de mestizaje cultural que todo hombre de letras amerita. ¿Y
los costes? Una cuota no menor de degradación arquitectónica, que las paredes
de su cocina dejaban transpirar y hacían evidente, en consonancia con las
cucarachas que colonizaban la despensa. Claro que, en estas condiciones
habitacionales, cuando la susodicha hibridación intercultural se reduce a
comprar productos de consumo intracapitalistas en el badulaque, y cuando el
encuentro con la civilización musulmana consiste en conocer el nombre completo
de los camellos que trafican en la esquina, quizás resulta aconsejable el
sentarse a reflexionar dónde queremos vivir, para más tarde buscar un nuevo
hogar en otra zona de Barcelona, donde la media de diez euros de alquiler por
metro cuadrado no refleje —como sucede en El Raval— un alza artificial de los
precios, incentivada por los planes de maquillaje urbanístico que L’Ajuntament orquesta, y que gafapastistas & monopatinadores
cantan a coro con su tren de vida. La experiencia personal de mis amigos
confirmaba, en este punto, un antiguo prejuicio clasista sobre la zona. Para
los infaustos herederos de la clase media, las fachadas arrabaleras son objeto
de consumo, nunca espacio para la habitación y la convivencia. Y mientras
tanto, ¿qué pasó con Ernesto Castro? Aunque luego terminará compartiendo un
cuchitril de alta tecnología en La Barceloneta, su aventura como inquilino
empieza justo hace seis meses, cuando el Conde Castro —Ernesto El Audaz—
desecha por un instante la advertencia de sus amigos, y descuelga el auricular
imaginario de su Smart Phone:
«Bona tarda.» «Muy buenas, llamo por el piso.» «Disculpa, ¿el piso?» «Sí-sí, el piso anunciado en www.fotocasa.es o en http://www.idealista.com. No recuerdo, es vuestro, ¿me equivoco?» «Esssto, ¿me podría decir la dirección?» «Calle Picalkers, número dos, planta cuarta.» «Uf, Picalquers. ¿Coneix vostè el carrer?» «¿Mande? Disculpa. ¿Puedes repetir? No entiendo» «Que si conoce Ud. la calle.» «Ah, no, mire, yo, pues, como que soy manchego. ¿Cómo decir?: una ciudad ignota de La Mancha habito.» «Quiere decir Madrit.» «En efecto, Madriz, quiero decir.» «Vaaale, okey-dokey, d’accord. Apunto: n-o c-o-n-t-r-o-l-a e-l s-i-t-i-o.» «He visto fotos en Google Maps.» «Pero no ha estado a pie de trinchera.» «No.» «Y piensa entrar en el piso el primero de Octubre.» «Sí.» ¿Y cómo andan los ingresos bancarios regulares?» «Bien.» «¿Y bien?» «Estoy estudiando un Máster en Filosofía Analítica en la Universidad de Barcelona con La Beca de Movilidad de La Caixa.» «¿Universidad La Caixa? ¿Máster en Movilidad? ¿Analítica de Barcelona? ¿Filosofía con La Beca?» «Oiga, ¿acaso no está disponible el piso?» «No tan raudo, amigomyfriend, hay un pequeño problemilla.» «Yo solo quiero visitar el piso, ¿sabe?» «Bueno, como todo visitante de B©N sabe, el Raval es bo y la Ciutat Vella es bona pero —mi muy estimado interlocutor— me temo que Picalquers is different, y no está nada bé.» «Yo solo quiero visitar el piso, ¿sabe?» «Veamos, no quiero decir —¿cómo decir?— que los vecinos sean incívicos. Pero es habitual encontrar somieres tirados en la escalera, las paredes están mal insonorizadas ante los ruidos constantes, y la calle está plagada de carteristas nada más anochecer.» «Yo solo quiero visitar el piso, ¿sabe?» «Total, ya conoce las condiciones del alquiler. Sepa que podemos negociar el precio mensual a la baja. Entre nosotros, no tenga duda alguna, todo es mudable en los bisness del rentista. Ahora bien, el pago por adelantado de una fianza de arrendamiento por una cantidad estipulada de tres mensualidades de alquiler para indemnizar a los propietarios del inmueble en caso de incumplimiento del contrato no se toca, ¿tu hai capito bene?» «¿Mande? Disculpa. ¿Puedes repetir? No entiendo.
Quizás no fueran éstas las palabras exactas que se
pronunciaron desde ambos lados de la línea telefónica, pues tempus fugit y la memoria traiciona, pero
así recuerdo yo mi primera conversación de negocios con un terrateniente. Y
digo terrateniente, para empezar, porque los apartamentos de ciudad también
forman parte de La Terra, esa que
tantos Viscas obtiene desde la
izquierda independentista catalana, y porque el objetivo de la postergada
visita a la calle Picalquers era —en principio— acordar los términos de la apropiación
de la renta, principal fuente de beneficio de la clase terrateniente. Según la
teoría de la diferencia potencial de renta, que Neill Smith propone para explicar los procesos de
gentrificación, el susodicho terrateniente tendría que haber aprovechado la
oportunidad que ofrecía un ciudadano acomodado y responsable como yo, con mi
Beca de La Caixa y mi Máster en Filosofía Analítica, presto a ser desplumado
por cualquier capitalista de medio pelo, haciendo las veces de influencia
pacificadora sobre la presunta comunidad salvaje de vecinos —nunca han sido mi
especialidad, la verdad sea dicha, ni los somieres en la escalera, ni los
atracos en la oscuridad. Sin embargo, por alguna extraña razón, el propietario
parecía menos dispuesto que nadie a retirar el cartel que desde hacía meses —quizás
incluso un año— tenía colgando en el balcón. Si mi interlocutor hubiera sido un
político, sus excusas de clase habrían sonado cuanto menos familiares. No en
balde, mediante su ingeniería turística made
in BCN, la alcaldía ha establecido
una peculiar relación de Amor – Odio con el subproletariado barcelonés, con sus
curiosas dinámicas sociales y con sus urbanizaciones poco vistosas, pero
entrañables. Como dice bbdo-Times
en su Estudio de Mercado para el inner
Research sobre el Centro Comercial en Diagonal Mar:
Desde la presente investigación, Barcelona se ha definido como una marca construida sobre dos dimensiones: el SHOW, que representa la cara más externa y cambiante; la Imagen de Marca de Barcelona cuyos principales valores serían la versatilidad, diversidad, modernidad, dinamismo, creatividad, estilo e innovación; el SOUL, que se refiere a la dimensión más nuclear y permanente: la identidad de Barcelona cuyos valores se expresan en autenticidad, tradición, naturalidad, confortabilidad y accesibilidad.
Dentro de este sublime cóctel, el subproletariado
viene a cumplir, como decimos, una función ambivalente. Decorativamente imprescindibles,
como los desempleados indignados en los anuncios de United Colors of Benetton; políticamente incombustibles, a
diferencia de los desempleados indignados de carne, hueso y miedo; los gitanos
de La Mina y los pakistaníes del Raval parecen ser —entre otros agentes
colectivos— los caballos indomables del rebaño turístico barcelonés, pues su
mera presencia genera ambiente en los bares de Bier und Tapas, pero cualquier mañana de octubre podrían ponerse —dado
el caso— a disparar armas de fuego contra la policía, como sucedió durante el
otoño de 1990, con motivo del (que quizás sea el) conflicto vecinal más
encarnizado tras la Guerra Civil Española, la conocida “Intifada de Sant Adrià
de Besòs”. Y claro, ¿quién quiere ser alcalde cuando la chispa alcance de nuevo
a la leña? Sea como fuere, el terrateniente de la calle Picalquers parecía
asustado por las externalidades negativas generadas a largo plazo por la
cohabitación diaria con la plebs/plebis,
los underclass, la gentuza (llámalo x). Hombre responsable, empresario
bueno, el terrateniente picalqueriense buscaba (y sigue buscando) the best para sus inquilinos. Una pena que
no supiera entonces que este cliente —uséase: yo—
está (estoy) infectado, como tantos
otros izquierdistas, por el Síndrome de Pessoa, y que no hay mejor cura para
esta movida —enjoying your sympton—
que la ruina, el crimen, los fuegos. Una pena, te digo.
Síndrome Pessoa. def. (1) “Atracción morbosa hacia las miserias suburbiales que experimentan ciertos snobs” (Manuel Delgado). def. (2) “Es el más peligroso, porque tiene un punto de romanticismo agónico —como la tuberculosis del XIX— que entusiasma todo tipo de nihilismo poético” (Oriol Bohigas).
Publicado originalmente en Servisa Biar. Mayo 2013.