La zarpa de Niall Ferguson me recuerda a las garras de Habermas ante Ratzinger: la escuela teoclásica contraataca de nuevo. |
Cuando los focos
calientan, las cámaras enfocan y las grabadoras recuerdan, los economistas
también se ponen en evidencia. Apremiados por la atención mediática excesiva
que incide sobre sus hombreras, hemos asistido en los últimos años a un
encadenamiento de cagadas memorables, gestadas por ciertos peritos en la
materia. Apenas ha terminado de hablar uno, y por culpa de otro, ya sube el pan
de nuevo. Cuántas veces habrá repetido David Harvey la anécdota de los miembros
de la London School of Economics siendo puestos a caer de un
burro por las preguntas de la Reina de Inglaterra. Isabel quiso saber, allá por
2009, porqué los economistas británicos, siendo tan expertos como son, no
habían predicho la crisis. Una pregunta que se hace toda hija de vecina: ¿dónde
quedó la capacidad de predicción y de prevención de nuestros asesores
financieros? Estos contestaron que cantidad de personas inteligentes habían
dedicado su carrera a estudiar —por supuesto— los menesteres del modelo
económico, pero ignorando todo este tiempo —por desgracia— los riesgos sistémicos del mismo (sistemic risks), y de ahí la inopia. Desde entonces, las metidas de gamba no
han cesado. ¿Tiene Ud. un grado en ADE? ¿Quiere arruinar su reputación? Pida
turno, por favor. El último de la cola es el historiador económico Niall
Ferguson.
En un artículo reciente, William K. Black ha analizado la retórica que utiliza Ferguson para
calumniar a sus oponentes teóricos. Perífrasis, insinuación o indirecta son las
palabras requeridas para caracterizar las recientes especulaciones
psicoanalíticas del historiador. El autor de The War of the World parece haberse arrogado el derecho de
charlacanizar a diestro y siniestro entre sus compañeros de disciplina, ya sea
oteando síntomas de traumas infantiles en el horizonte, o convirtiendo en una
patología la pluma polémica de Krugman, ya sea descubriendo túneles secretos
entre la sexualidad y el pensamiento de Keynes, ya visitados con anterioridad
por otros pensadores conservadores. Claro que esto, como todo, se realiza bajo
la pátina discursiva de las corazonadas y de las tentativas en condicional o en
subjuntivo. De ahí la importancia del circunloquio como aquella fórmula
retórica que nunca puede faltar en las explicaciones supuestamente científicas,
así como en las incursiones del francotirador solitario, quien puede rebajar sus
afirmaciones taxativas y la graduación polémica de las mismas con ciertos «quizá»
y ciertos «tal vez», que hacen las veces de salidas de emergencia, ideales para
esconder la mano tras lanzar la piedra.
Ahora bien,
pensando el ladrón sobre su condición, no podemos ser tan duros con Ferguson,
quien ya se psicoanaliza a sí mismo, ahorrándose el dinero del diván en sus
escritos. En su último libro, La gran degeneración,
encontramos una brillante declaración —para más señas— sobre la estabilidad
emocional de nuestro querido historiador. Ferguson narra cómo la sangre que
atraviesa sus arterias entró en ebullición cuando vino a descubrir que la
casita en la playa que acababa de comprar —situada en South Wales, ignorante de él— daba en verdad a un montón de desechos
esparcidos por la arena. «En lugar de Bajo
el bosque lácteo —la obra de
Dylan Thomas ambientada en una imaginaria localidad galesa—, aquello parecía
más bien Bajo el cartón de leche.
Enfurecido, y quizá [sic] dando muestras de los primeros síntomas de un
trastorno obsesivo-compulsivo, empecé a acarrear y llenar bolsas de basura negras
cada vez que salía a dar un paseo». Esta historia tiene un final agraciado —colorín, colorado— gracias a la generosa
contribución del Lions Club, una
asociación filantrópica fundada por hombres de negocios retirados de Chicago,
que desplegó toda su capacidad organizativa, limpiando la costa en un
santiamén.
El feliz
relato de los bañistas de Gales contiene una moraleja sobre la mentalidad del
historiador económico, quien prefiere deshacerse en elogios hacia la sociedad
civil británica del pasado, antes que denunciar la ausencia de regulación
gubernamental en materia de desechos marítimos, confiando en las intenciones
bondadosas del entramado onegeinista que —desde mediados de los años 80—
satisface por cuenta propia las funciones sociales de un Estado del bienestar
en retirada completa. Curar antes que
prevenir, es la máxima de Ferguson. El historiador vuelve a demostrar su
violación de los axiomas de la teoría de la racionalidad, dada su escasa
aversión hacia los riesgos sistémicos, especialmente cuando se trata de asuntos
que afectan a otras personas, mientras arremete —lanza en ristre— contra la Food and Drugs Administration (FDA): «La
justificación que se da por las rígidas
normas de la FDA es evitar la venta de un fármaco como la talidomida. Pero la
consecuencia no deseada es, casi con certeza, permitir que mucha más gente
muera prematuramente en comparación con el momento en que habrían muerto a
causa de los efectos secundarios de haber existido un régimen menos restrictivo».
¿Se han fijado en la posibilidad de escapada, en la valentía desde la barrera,
en la llamada de retirada, contenidas todas ellas en ese «casi con certeza»?
Eramos pocos y se pulverizó el Record Guiness de bañistas desnudos: 400 en Gales. |
La gran degeneración es un
título de traca para un libro de divulgación que pretende petardear los bajos
fondos del discurso demagógico en materia económica. Echando más leña a la
hoguera, sin embargo, Ferguson se permite algunas filigranas políticas en su
Introducción, gracias a los siempre presentes comentarios sobre la escasa calidad
democrática de los sistemas electorales actuales, nunca dirigidos sobre el
sistema bipartidista estadounidense. «En apariencia, los legisladores de países
como Rusia y Venezuela son elegidos en las urnas, pero ninguno de ellos puede
calificarse como una verdadera democracia a los ojos de los observadores
imparciales, y no digamos ya a los de los líderes de la oposición local»,
sentencia el historiador económico, amalgamando su particular diatriba
antichavista con el paralelo moscovita, despreciando las variaciones entre
ambos regímenes, y dibujando —sin duda—
un peculiar camino hacia la imparcialidad democrática, cuando posiciona las
declaraciones partisanas de los opositores electorales venezolanos, que por sus
actos en las calles los conocemos, muy por encima de la escala de valores de
los observadores internacionales, cuyos informes suelen refrendar por mayoría —pace Ferguson— la regularidad del
procedimiento de selección de los gobernantes.
Entrando en
materia, La gran degeneración resume
las explicaciones principales sobre el desarrollo económico expuestas con mayor
enjundia por autores como Douglas North, Jim Robinson, Daron Acemoglu, Paul
Collier, Hernando de Soto o Andrei Shleifer. La premisa del análisis
institucional neoclásico —en las palabras de la tribu de san Pablo Ferguson— es
simple, sencilla y para toda la familia: son los diseños institucionales
quienes explican el desarrollo diferencial y coordinado de la economía mundial.
Este programa de investigación historiográfico se bautiza a sí mismo como
comparatista, pero resulta sorprendente, por el contrario, la ausencia de un
estudio profundo sobre las relaciones dinámicas entre los modelos económicos
que están siendo puestos bajo la lupa. Estos modelos tuvieron concreciones
históricas muy concretas, cuyo destino y cuya suerte no está predestinado de
antemano, y menos aún escrito en la sólida piedra del entramado institucional
interno. Las relaciones con el entorno también importan. Sin embargo, el
antecedente inmediato del sistema económico mundializado, el origen de los
agravios económicos comparativos, hablamos del colonialismo, queda borrado de
un plumazo de este esquema de interpretación. Si me permiten la analogía, diría
que los institucionalistas recuperan en el nivel teórico más abstracto la vieja
cantinela sobre la autarquía como objetivo a alcanzar cuando comparan los
distintos modelos como si fueran casillas estancas de un enorme fichero donde
las partes solo comparten entre sí la mera contigüidad. Una vez reducida a mera
contraposición, la comparación histórica termina redundando en un fetichismo
sobre el milagro europeo, me temo.
Otra
característica de la vulgata institucionalista contenida en La gran degeneración es la sorprendente
conjunción entre la picardía del aprendiz de brujo y la reserva del maestro de
la sospecha que despliega Ferguson en sus páginas. A caballo entre el
politicastro desmelenado y el economista austríaco, Ferguson establece
correlaciones unívocas entre capitalismo y democracia, en la mejor estela de
los thinkers de la novísima izquierda
anglosajona, pero también mantiene sus reservas en materia de economía política,
anonadado por la complejidad irreductible de los intercambios mercantiles, ante
los cuales solo cabe dejar hacer & dejar pasar —como dicen
los franceses— y que los agentes privados solucionen el entuerto. Apoyado sobre
este dueto, Ferguson analiza con detalle cuestiones políticas de actualidad,
recetando siempre que puede el bálsamo de Fierabrás del Estado de derecho, y
echando pestes de cualquier intervención del gobierno que no sea la
contemplación pasiva de los sucesos. El historiador amplía hasta la náusea la
letra pequeña de los programas de estímulo tímidamente propuestos por la Obama Administration, entrando hasta la minuciosidad y el detallismo de
un colegio de abogados, para destacar cómo la Dodd-Frank Act —por ejemplo— se entromete en cuestiones de género,
materias allende las competencias de cualquier legislación financiera, tales
como el número de mujeres contratadas por las instituciones que manejan el
dinero. Sea como fuere, toda legislación es deficiente por defecto, salvo
aquella que incrementa el libre albedrío de los agentes privados, pues «no está
claro en absoluto cómo obligar a los bancos a tener más capital o a hacer menos
préstamos puede ser incompatible con el objetivo de una recuperación económica
sostenida».
Sin embargo,
cuando toca hablar de las virtudes de la Common
Law anglosajona, el historiador no se queda corto en sus libaciones a las
deidades liberales. Niall Ferguson se quita la toga, se afloja la corbata y se
sirve una copa, o así nos imaginamos a este caballero andante del liberalismo,
mientras sentencia la siguiente boutade
antológica, que los editores habrían hecho bien en situar en la faja del libro.
«Pocas verdades son hoy —sentencia— más universalmente reconocidas que la de
que el imperio de la ley —en particular en la medida en que sirve de freno a la
“codiciosa mano” del Estado voraz— conduce al crecimiento económico», aunque el
incremento del PIB europeo durante el liberal siglo XIX —añadiríamos nosotros— palidezca
ante el crecimiento exponencial de las economías reconstruidas, y protegidas
por el paraguas del Welfare State,
después de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo, la amalgama entre incertidumbre
y revelación, la síntesis entre las intuiciones reveladas a la conciencia del
historiador y las suspicacias despertadas por los gobiernos actuales, no hace
sino sugerir —perhaps— alguna suerte
de disonancia cognitiva partisana en el pensamiento de Niall Ferguson. Que él
mismo se lo ausculte.
[Publicado originalmente en Sin Permiso. 2 de junio de 2013.]