Buenos
días,
ya
sé que lo habitual y lo educado en estos casos es agradecer la invitación de
los organizadores y la concurrencia del público que hoy nos regala su presencia
y espero que también su atención. Ya sé que los tratados de retórica clásica
recomiendan arrancar con una captatio
benevolentiae que aparente un vínculo
especial ilusorio entre nosotros. Ya sé que no tengo por qué hablar del dinero
que cuesta que yo esté aquí delante de vosotros. Pero no quiero engañaros. Yo
estoy aquí, entre otras cosas, porque me han pagado. Porque me han pagado dos
billetes de avión, una noche de hotel y unos honorarios. El coste total bruto
son 518,48 euros (240 de honorarios; 278,48 del avión y del hotel).
Milton
Friedman, el economista de la Escuela de Chicago que, entre otras cosas,
defendió el Impuesto Negativo sobre la Renta, el antepasado monetarista de la
Renta Mínima Garantizada que ahora mismo forma parte del programa económico de
Podemos, y esto lo digo para que luego nadie me acuse de citar a autores que no
son de izquierdas, Friedman —como digo— cobraba la entrada a sus conferencias a
precio de mercado, esto es, trasladaba a la concurrencia los costes de
producción y su margen de beneficio como buen empresario de las ideas que era.
Igual que Schopenhauer, por cierto, cuando siendo un simple Privatdozent, un mero profesor
particular que cobraba por horas a sus estudiantes, quiso y no pudo arrebatarle
su audiencia masiva a Hegel, a la sazón funcionario de la Humboldt berlinesa,
olvidando que en los estudios, como en todo, la Voluntad cuenta menos que el
Estado. Los argumentos de Friedman son los siguientes:
La
pregunta que quisiera haceros es: ¿cuántos de vosotros estaríais dispuestos a
correr por cuenta propia con los gastos de este evento? Suponiendo que los
costes se dividieran entre las 24 personas que había en la sala al comienzo de
esta ponencia, aunque a estas alturas ya se habrán marchado los descontentos y
los indignados, suponiendo que no hubiera costes adicionales ni de localización
ni de transacción, que los organizadores fueran todos voluntarios y que el
edificio estuviera amortizado, ¿cuántos de vosotros pagaríais 22 euros por
asistir a una conferencia, no digo esta en concreto, que puede ser una mierda,
sino cualquiera entre todas las pronunciadas y por pronunciar? ¿Quién se gastaría 22 euros en una conferencia?
¿Podéis
levantar la mano?
Cesar
Rendueles, el autor de Sociofobia,
piensa que el hecho de que ninguno de vosotros haya levantado la mano, pero que
tampoco nadie se haya levantado y se haya ido, el hecho de que me sigáis
regalando —como ya he dicho— vuestra presencia y espero que también vuestra
atención, y que por tanto estéis concediendo cierta importancia (intelectual,
masoquista o bufonesca) a lo que estoy diciendo, lejos de ser un argumento
contra la financiación autonómica de estas jornadas, contra el hecho de que —vosotros
también— estéis siendo subvencionados por unos contribuyentes que no están
presentes ahora mismo, un tema fiscal para nada baladí en una región foral como
Euskal Herría, según Rendueles todo esto no es un argumento en contra de este subsidio público nuestro, sino más bien a favor. Precisamente
porque el mercado no representa fielmente nuestros intereses, ya sea porque
tengamos preferencias superiores no reveladas en la conducta atomizada de
compraventa (en nuestro caso: la conducta atomizada de levantar la mano), ya
sea porque los precios no contengan toda la información relevante y aseguren
por tanto el fetichismo de la mercancía (“Todo necio confunde valor y precio”,
que diría Antonio Machado), el caso es que tiene que haber un mecanismo independiente
que destine recursos a externalidades positivas como las palabras que ahora mismo salen por mi boca. El
ejemplo predilecto de Rendueles está en verso:
“Te pongo un ejemplo: yo soy muy
mal lector de poesía. Si mi juicio sobre la poesía se dirime por la cantidad de
libros de poesía que compro al año o por la cantidad de poesía que leo en
internet, será que no me interesa nada la poesía. Pero si me preguntan, si
me pregunta alguien: ¿cree usted que debe apoyarse la poesía o la música
clásica? Pues sí, sí que lo creo aunque yo no la lea, aunque yo no vaya nunca a un concierto
de música clásica. Y es una distinción esencial, el que haya un proceso
deliberativo o confiemos solo en la preferencia revelada en el mercado o en la
red.” (Lo dice a partir del minuto 5:20 de esta entrevista, cuyo vídeo no puedo colgar aquí supongo que por una cuestión de derechos.)
Ahora
bien, ¿qué interés puede tener la poesía para una asamblea soberana cuyos
integrantes no leen poesía, pero piensan que hemos de mantener a los poetas a
costa de todos, suponiendo que los poemas estén para ser leídos (sospecho que
hay controversia sobre este último punto)? Slavoj Zizek suele poner el ejemplo
de Niehls Bohr, el premio Nobel de física que colgó en la puerta de su despacho
una herradura con los extremos hacia arriba porque había oído que el artilugio
seguía dando suerte aunque uno no crea en ella, para ilustrar cómo funciona la
falsa conciencia de la realidad: creemos que la poesía sigue siendo interesante
aunque a nadie le interese, emocionante aunque a nadie le emocione, importante
aunque a nadie le importe. ¿De verdad lo creemos?
Yo
creo que no.
Cuando
le conté a una amiga (y aquí utilizo la palabra “amiga” en el sentido de los
trovadores provenzales) que hoy tenía que hablar de la precariedad económica
del arte, me contestó: “¿Y por qué no hablas de su precariedad intelectual?
Hace años que no se piensa nada nuevo.” Me sorprendió esta respuesta viniendo
de una licenciada en Historia del arte que está trabajando de camarera en el
extranjero, una persona que en principio tiene ideas pero no el dinero para
llevarlas a cabo, y yo pensaba además que el principal problema del mundo del
arte era el exceso de teoría, la ridícula posición de mistagogos que han
asumido los comisarios desde finales de los años ochenta, la proliferación de
testaferros que se creen filósofos porque trabajan en la lucrativa profesión de
rellenar los catálogos de los amigotes con citas de Jacques Derrida y analogías
con Marcel Duchamp, cuando en verdad las ideas, en este mundo nuestro, son solo
el envoltorio del Kinder Huevo, una suerte de noblesse oblige entre productores y consumidores, un encantamiento
de serpientes; pero en el fondo tuve que darle la razón a mi cara amiga.
En
el tiempo que he invertido en preparar esta conferencia he leído cuanto he
podido sobre la precariedad en el mundo del arte y he llegado a la intuición de
que el tema está más o menos estancado desde hace una década. El concepto de lo
precario se empieza a poner de moda en 2004 con el Musée precaire de Thomas Hirshhorn, una exhibición temporal de
obras maestras del Pompidou en un edificio improvisado sobre un solar de
Aubervilliers, la banlieue parisina
preferida por Guy Debord y Juan Goytisolo, que solían frecuentar juntos una
tasca de republicanos españoles exiliados a mediados de los 50, y que apenas un
año después de que Hirshhorn desmontara el campamento fue escenario de unos
disturbios, causados por la muerte de varios jóvenes musulmanes a manos de la
policía, que llevaron a la quema de hasta 10.000 coches en toda Francia, lo que
me lleva a pensar que tal vez (solo tal vez) los vecinos de Aubervilliers
tienen y tenían más urgencia de otras cosas que no son arte, máxime teniendo en
cuenta el papel gentrificador que tienen los museos. ¡Pero qué voy a contar,
queridos bilbainos, que no sepáis vosotros! Desde entonces, desde el 2004, el
debate sobre la precariedad ha estado orbitando sobre dos posiciones:
(i) los pensadores tipo Gerard Vilar, que en su
artículo “Filosofía de la precaridad” se entretiene en establecer unas
distinciones conceptuales absolutamente trilladas entre el archivo y la
enciclopedia con motivo de la última Bienal de Venecia, además de dictaminar
—el burro delante paque no se espante— que sin filosofía no habría historia del
arte y para terminar se contradice al indicar primero que la precariedad no es
una condición ontológica sino económica y luego decir que Marina Abramovic, una
artista cuya fundación se dedica a explotar el trabajo de voluntarios
cualificados, es ella misma una precaria; (ii) los activistas tipo Luis
Navarro, que promueven la formación de una marea de la cultura que defienda el
derecho de los ciudadanos a acceder libremente a los contenidos y el derecho de
los agentes a ser justamente remunerados, pero luego se pasan el tiempo
discutiendo sobre si el color de la marea debe ser el gris, como lo son
nuestras expectativas de trabajo, o el rojo, como se barajaba en una asamblea
celebrada en mayo de 2013 en el Reina Sofía, que quedó en agua de borrajas.
(Pregunta zen para más tarde: ¿cuál es el color de la cultura?)
Yo
quisiera hablar hoy desde una tercera posición: la del freelance escéptico. Freelance,
por cierto, es una palabra cuya historia tiene su gracia. La primera acepción
que conozco aparece en Ivanhoe, la
novela de Walter Scott de 1819, ambientada en pleno siglo XIII inglés, que
cuenta la historia de un caballero que ha regresado de las cruzadas bautizado en castellano como el
“Desdichado”, que Walter Scott traduce por “Disinherited
one” cuando en verdad quiere decir “Unfortunate”,
quien termina vinculado a Ricardo Corazón de León y Robin de Locksley (o sea,
Robin Hood) contra Juan sin Tierra, en una historia con referencias a la
conquista de los normandos sobre los anglosajones y a los orígenes míticos del
procomún ecologista en Gran Bretaña, La
carta de los bosques de 1215 con sus artículos sobre la explotación comunal
de la madera y los animales salvajes, en medio de lo cual aparecen dos veces
los malditos Free Lances; José
Joaquín de Mora, el primer traductor de Ivanhoe
al castellano, un liberal exiliado en Londres tras la entrada de los Cien
Mil Hijos de San Luis en España, máximo exponente del neoclasicismo en su
polémica contra el romántico Juan Nicolás Böhl de Faber, tradujo “freelance” por “hombre libre”, cuando en
verdad significa “mercenario”, que es lo que yo quiero ser hoy: un mercenario
del escepticismo. Pues en el “Diálogo en vez de prólogo” que antepone Mora a su traducción de Ivanhoe, la voz del traductor señala lo siguiente:
“[El autor] no es un cansado declamador que amontona
frases ranflonas para inculcar los principios de moral que todo el mundo sabe:
sino, un retratista consumado que nos ofrece la imagen del traidor, del
perfido, del mal amigo, para que nos llenemos de horror al mirarla y nos
astengamos de seguir sus huellas”
A
lo que su interlocutor replica: “estos estrangeros tienen al diablo en el
cuerpo”. Pues bien, querido público, dejadme que encarne al diablo por unos
minutos.
Cuando
Arantza Lauzirika, la organizadora principal de estas jornadas, me dijo que
este año tanto la temática como el presupuesto estarían, en comparación con
ediciones anteriores, en la más absoluta precariedad, pensé en lo afortunada
que debe ser la clase social de los ponentes, en comparación con el resto de la
especie humana, para juzgar que volar en avión, alojarse en hoteles y cobrar por
pensar es una situación precaria, como si tener todo esto y mucho más fuera lo
normal. Lo
normal es el Turco Mecánico, el sistema de crowdworking
de Amazon cuyo nombre remite al autómata de Wolfgang von Kempelen que
supuestamente jugaba al ajedrez, pero que en verdad tenía a un enano debajo de
la mesa, como Charles Chaplin entre los engranajes haciendo todo el trabajo, y
que para Walter Benjamin encarnaba la relación entre el materialismo histórico
y la teología, que “es pequeña y fea, y no ha de dejarse ver en absoluto”,
igual que hoy medio millón de personas de todo el mundo, pero sobre todo
mujeres yanquis y varones hindúes, realizan trabajos repetitivos como etiquetar
fotografías o resolver captchas,
tareas mecánicas donde los humanos ayudan a las máquinas a ser más humanas, por
las que apenas cobran unos poquitos céntimos. La mayor parte de los turcos
cobra entre uno y cinco euros a la semana.
Cinco
euros es el presupuesto que tienen los artistas que participan en la exposición
que se inaugura esta tarde, amadrinada por Cabello y Carceller, quienes ya
montaron una muestra colectiva en la galería Off Limits de Madrid titulada Presupuesto: 6 euros en 2010 y supongo
que seguirán repitiendo el experimento hasta que termine la crisis o se vayan aproximando asintóticamente al número cero, como la tortuga que persigue Aquiles, lo que
resulta infinitamente más probable. Como todo esto parte de la idea de Isidoro
Valcárcel Medina de montar una exposición en el Reina Sofía por 1.000 pesetas
(¡1.000 de las antiguas y anheladas pesetas!) quisiera recordar la opinión de
Valcárcel Medina sobre los quejicas y los llorones del arte: “Los que os
quejáis de la crisis porque os limita la expresión, ¡así como suena!, tal vez
tenéis poco que expresar”. Así se expresa este Premio Nacional de Artes
Plásticas que no vive del arte, sino para él, en una carta a una joven artista
que, en homenaje a Rainer María Rilke, ha publicado la editorial Con Tinta Me
Tienes, donde luego dice:
“Estás algo asustada, me dices, por el abismo abierto
entre la verdad, que tú crees representar, y la mentira, que avala el ambiente
artístico que te rodea. Pero, dime: ¿cómo es posible que sepas cuál es la
verdad? El mundo del arte se distingue precisamente por carecer de certezas. Es
como el de la ciencia, que sólo está seguro de que más tarde o más temprano su
descubrimiento será desvirtuado.”
Volviendo
al Turco Mecánico de Amazon, desde un punto de vista artístico es interesante
la iniciativa del bloguero que ofreció cincuenta centavos a quien le enviase un
selfi con una declaración escrita sobre por qué trabaja como un turco, una
iniciativa que quiso visibilizar a los enanos de la teología amazona con los
mismos instrumentos de oferta y de demanda de trabajo flexible que la
caracterizan, como si la visibilidad tuviera propiedades curativas, cuando en
realidad algunos declaran hacer el turco para matar el tiempo, para entretenerse un rato, y además resulta que esta estética del compromiso a demanda (pensemos en los
miles de fariseos que se han tirado un cubo de agua helada encima este verano
por una enfermedad minoritaria; no hubo ice
bucket challenge para el SIDA, la tuberculosis o la malaria), este cinismo
del capataz mediático que cabalga las paradojas del sistema, figura que yo
mismo encarno al venir hasta aquí en avión, es algo muy viejo. En España
tenemos a Santiago Sierra; en Bulgaria tienen esto:
Lo
interesante de la recepción del vídeo en España es que la mayor parte de las
revistas hipsters, cuyos articulistas suelen estar en contra de la política
reducida a gestos y fotitos cara a la galería, tradujeron la primera parte de
la declaración (“Mi nombre es Vurban Todorov. No tengo ninguna causa. Reto a
todo el mundo y me rocío de mierda a mi salud”) pero se olvidaron de la segunda
parte (“Ha sido un duro golpe contra la democracia búlgara. ¡No hay cultura!”),
quizás porque a los hipsters no les interesa qué pasa en Bulgaria, igual que a
nadie le interesaba qué pasaba en Ucrania hasta que pasó. No es cierto que no
haya cultura, como dice Vurban Todorov; su grabación cumple los estándares de
rareza que hoy reclaman los museos de todo el mundo para colocar algo en una
pedestal y llamarlo arte. Lo que no hay, en un mundo tan complejo y dominado
por la conducta estratégica como el nuestro, es una moral entendida como
un conjunto de disposiciones racionalmente asentadas sobre qué hay que hacer en
cada caso. Sabemos lo que es culto, pero no lo que es bueno.
Veamos
un ejemplo de genuina aporía moral motivada por una conducta estratégica. Gólgota picnic es una pieza de teatro de Rodrigo García sobre la
crucifixión en clave absurda donde los actores terminan desnudos y embadurnados
de pintura sobre panes de hamburguesa. Este verano tuvo que cancelarse el
estreno de la pieza en muchos teatros de Polonia debido a las manifestaciones,
los exorcismos y las acciones legales de ciertos grupos católicos, entre ellos
el partido Ley y Libertad que apeló al artículo 196 de la Constitución, donde
se detalla claramente una condena de hasta dos años por blasfemia. Unas semanas
antes la pieza se había cancelado en Montpellier, donde Rodrigo García es director
del centro nacional dramático, en apoyo a la huelga de los intermitentes del
espectáculo, que estaban peleando su peculiar derecho a cobrar el paro entre
una producción dramática y la siguiente. En realidad estaban luchando por las
prestaciones de un 10%, aproximadamente 11.000 intermitentes, que son los que
peligraban por las reformas de Manuel Valls. Este es un ejemplo de conducta
estratégica, la solidaridad gremial contra los recortes neoliberales: no
entramos a valorar las alternativas o los argumentos del adversario salvo que promuevan inequívocamente los intereses actuales de los nuestros. ¿Pero quienes son los nuestros? Rodrigo García escribió una carta
donde decía que se sentía como una mierda por apoyar a una huelga que no tenía
en cuenta los intereses del público y del equipo de Gólgota Picnic, españoles,
italianos y portugueses, a los que sus Estados no protegen cuando no tienen
trabajo. Un intermitente llamado Franck Ferrara le contestó lo siguiente:
“Porque yo también me siento como una mierda. Como
una mierda cuando debo aceptar el hacer una mala figuración a dos horas en
coche de mi casa sin que me paguen la gasolina. Como una mierda cuando tengo
que sonreír para ver si encuentro un papel que nunca encuentro porque siempre
es demasiado tarde. Como una mierda cuando doy talleres a chavales que se la
sopla y que consideran el teatro como una buena razón para saltarse las clases,
aunque sepa que yo empecé en el teatro como ellos. Como una mierda cuando mi
familia me pregunta por qué no soy ya una estrella, por qué no salgo en la
televisión, porque no hago cine. Como una mierda cuando les respondo que no
quiero volverme comercial y se ríen en mi cara mientras me dicen que hoy todo
el mundo lo hace. Como una mierda cuando los espectáculos que monto con mis
compañeros no hacen gira porque no llegan por acá o se pasan por allá. Como una
mierda cuando llamo diez veces a un director para que acepte leer mi pobre
dossier, como una mierda cuando entiendo que le importa un carajo mi trabajo y se cree que es mi padre. Como una mierda cuando comprendo que ese mismo director
está cogido por los huevos y que sus subvenciones se ven reducidas año tras
año. Como una mierda cuando aplaudía en la huelga con lágrimas en los ojos
sabiendo que ese será el único modo de hacer avanzar las cosas, porque hoy, en
este país, sólo las estúpidas demostraciones de fuerza logran cambiar las
cosas. Como una mierda cuando he leído tu carta y me he dicho: tiene razón,
¿qué estamos haciendo?”
A
esto me refiero cuando hablo de aporía moral.
A
estas alturas de la ponencia habrá quien piense que este es un ejemplo perfecto
de la impostura del ponente de letras, que promete hablar de una cosa y luego
habla de otra, como pasó en el precedente inmediato de estas jornadas, el VIII
Simposio Internacional organizado por la Asociación Catalana de Críticos de
Arte, donde prácticamente todos los participantes ignoraron el título del
evento, que era “Crítica de arte en el mundo global. Arte y Precariedad”, y se
dedicaron a hacer publicidad de lo suyo (Carolyn Christov-Bakagiev habló de su
dirección de dOCUMENTA; Albert Serra de su película sobre Hitler y Goethe; Dora
García de su obra Klau Match; Antoni Llena sobre su trayectoria profesional) y
los pocos que tocaron el tema o bien hablaron en términos formales (Bice
Curiger atribuyó la precariedad al estilo barroco) o bien mostraron un
entusiasmo infundado hacia el compromiso pedagógico (Francesco Jodice sostuvo
literalmente que “el arte tiene que educar para la revolución”), pero no os
preocupéis, que yo hace tres años que no creo en la revolución y mucho menos en
los revolucionarios (en los monaguillos de la revolución artística cotidiana) como
Enrique Vila-Matas, cuyo retrato de este mundillo, Kasel no invita a la lógica, es en verdad un libro sobre creerse el
centro del mundo y quererse follar a las becarias. La Sección Madrid,
un colectivo de agitprop anarquista
surgido al calor del 15M, que en su manifiesto fundacional reclamaba, entre
otras cosas, la “quema inmediata de todo local empleado para el culto de
deidades imaginadas”, lo que supongo incluye también bienales, museos y ferias, está curiosamente de acuerdo con Vila-Matas:
La
noche del 1 de septiembre de 2011, hace ahora tres años, me detuvo la policía
en Madrid por pintar un grafiti que rezaba “Tú Botín / Mi Crisis” (un juego de
palabras mazo rebelde & mazo creativo) en la fachada de la
sucursal del Banco Santander en Embajadores, una plaza que todo el mundo sabe
que es el lugar desde donde salen las cundas a por una papelina en la Cañada
Real, en la venerable tradición del “colocarse” de Tierno Galván en adelante.
Fue de hecho un drogadicto que estaba fumando papel de aluminio en las
escaleras del metro el que me avisó de que un coche patrulla me estaba
siguiendo. Yo había cometido el error de salir a pintar con la mochila llena de
pegatinas de Juventud Sin Futuro, una antología de artículos de León Trotski
editada por Público, un ejemplar de biblioteca de La economía del socialismo factible de Alec Nove y otros libros
hiperbólicamente anticapitalistas que por aquel entonces leía, en lo que
ridículamente llamábamos algunos el #otoñokaliente
del 15M, así que cuando eché a correr con toda aquella carga a la espalda, en mi
huida ante la sirena de la patrulla, les resultó muy sencillo a la pareja de
maderos pillarme. Me cayeron 1.500 € por manchar la Villa Histórica de Madrid.
Aquí
termina mi experiencia con la revolución. Y aquí empieza la de dOCUMENTA, cuyo
presupuesto prácticamente se ha multiplicado por tres en los últimos veinte
años y cuya última edición, dirigida por la kamarada komisaria
Christov-Bakagiev, contó con el patrocinio de entidades como el Deutsche Bank,
Finnazgruppe y Vokswagen, además de los fondos del gobierno alemán, lo que les ha permitido tener sedes de la muestra en hasta cuatro ciudades: Kasel
(Alemania), Kabul (Afganistán), El Cairo (Egipto) y Banff (Canadá). A pesar de
las pedanterías contra la “economía logocéntrica” y a favor de la “apertureidad
heideggeriana” que caracterizan a la kamarada
komisaria Christov-Bakagiev, en Kasel la entrada diaria costaba 20 euros, el pase de dos días 35 pavos y el bono para todo el año, la oferta más popular entre
los nativos, 100 cachirulos de nada. En Kabul, en un Afganistán todavía ocupado por
los Estados Unidos donde las analogías con Alemania después de 1945 cayeron
como una sobrada de analfabetos, nuestra estimada kamarada komisaria se marcó un discursito sobre la praxeología del como si de Hans Vaihinger que pasará
por derecho propio a la historia universal de la infamia: “Si actúas como si no
hubiera conflicto —como si no hubiera una ocupación y un sistema de seguridad
increíble— de hecho puedes interferir, interrumpir y cambiar la realidad
mediante la imaginación.” Eso díselo a la población negra de Ferguson.
O
a los currantes del mundo del arte de mi generación. En 2010, según datos del
Ministerio de Educación, se licenciaron en España 1.943 estudiantes de Bellas
artes y 1.076 de Historia del arte, de los cuales ahora mismo están afiliados a
la seguridad social el 53,2% y el 47,2% respectivamente, casi cinco puntos de diferencia que
demuestran, en términos relativos y meramente laborales, que Hegel tenía razón:
el arte es historia. Pero no toda la Galia está ocupada por los romanos; un
pequeño pueblo resiste ante el fiero invasor: hace un año, en esta universidad,
la diferencia era favorable a Bellas artes. Y en términos totales la ventaja
es de cuatro a uno, 100 afiliados a la seguridad social licenciados en Bellas artes versus solo 25 de Historia del arte. Así que, mal por Hegel. (Nota bene: hemos
tomado los índices de la seguridad social no porque resulten exhaustivos, ya
que dejan fuera toda la economía informal, sino porque hasta cierto punto son
rotundos, pero deben completarse con índices adicionales. Los colores de la gráfica, como es obvio, los he elegido yo.)
Ahora
en serio, es vergonzoso que más de la mitad de una generación de licenciados,
que ahora tienen más de 26 años y no se benefician por tanto de la cobertura de
sus padres, carezcan de la seguridad social, pero más vergonzosos son los
puestos de trabajo que encuentran los “afortunados” de mi generación. La
precarización, que Guy Standing define como la adaptación de las expectativas
vitales a un empleo mudable para el cual uno está más formado de lo necesario, no
es un problema coyuntural que podamos solucionar fusilando a los banqueros: en
la Italia del año 2000, con una tasa de paro del 4%, se calcula que un 40% de
los licenciados curraba en empleos que no requerían formación superior; es un
problema de titulitis wannabe: en
Alemania, nuestro modelo a seguir en todo salvo en lo bueno, solo un 36% de los
bachilleres ingresan en la universidad, no porque las tasas sean muy elevadas,
no porque haya una prueba de acceso chunga, sino porque hay alternativas como
la Fachhochschule, una suerte de
Escuela Técnica Superior mejorada; en España todo el mundo sabe que un
electricista promedio encuentra más ofertas de trabajo que un graduado promedio
en ADE o Derecho, y sin embargo el electricista promedio prefiere malgastar sus
ahorros promedio en que sus vástagos promedio se matriculen en carreras
promedio, todo por una noción de promoción social como para señoritos, los
estudios como marca de estatus. Con el plan Bolonia, la subida de tasas y las bufonadas
sobre la universidad de las empresas este sainete español no hace sino proseguir su función, como señala Miguel Morey en “Nacimos griegos”:
“¿cuántos de nuestros cargos académicos sobrevivirían
en una empresa cualquiera, una que tuviera el mismo número de trabajadores a su
cargo? La respuesta parece evidente, y a mi entender no los desmerece en
absoluto, al contrario, pero sí marca la distancia que media entre suscribir un
credo y llegar a alcanzar la mínima decencia requerida para poder denominarse
practicante.”
La
única advertencia que quiero por tanto lanzar a las generaciones venideras es:
“Si queréis encontrar trabajo no os matriculéis en la universidad.” O incluso:
“No os matriculéis en la universidad, solamente encontraréis trabajo”.
Muchas
gracias,
18 de diciembre de 2014.
UPV/EHU. Bilbao.
UPV/EHU. Bilbao.
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