Las fotografías de
Ignacio Navas invitan a reflexionar sobre ciertos universales
antropológicos. El problema de la identidad, la reconstrucción del
pasado o los límites de la sociabilidad son algunas cuestiones
modulares que atraviesan unas imágenes cargadas de potencial
nostálgico. Tengo la suerte de conocer a Navas en persona desde
mucho antes que comenzara a mostrar sus obras en el circuito
artístico oficioso y puedo indicar, cuan hipster
que percibe como su cantante marginal de juventud llega a triunfar
entre el público masivo, viéndose rodeado de advenedizos que
llegaron a comprender —tarde y mal— el potencial de aquella joya
en bruto, que Navas lleva desde el principio interesado en salir a
cazar la realidad bajo un encuadre.
Esta vez tarde
y mal
significa veintitrés primaveras, la edad que tenía Navas
cuando —hará casi doce meses cuando salga este texto— expuso en
la galería Ponce + Robles, el artista más joven del catálogo.
Desde aquella primera vez se ha ido ganando, gracias a premios y
artículos que subrayan la calidad de su apuesta, un huequito entre
las jóvenes
promesas, epítome que puede resultar incluso injusto
cuando hablamos —como es el caso— de una obra cuyos frutos tienen
lugar en el presente, sin necesidad de vaticinar una potencia a
realizar mañana o pasado.
Navas
refleja mejor que nadie las virtudes de abandonar la universidad
cuando viene siendo tiempo de empezar la carrera profesional. En
concreto, Ignacio Navas compatibilizó los estudios universitarios
con sus estudios en Blank Paper, y luego estuvo en Berlín como
asistente del ínclito Andrés Marroquín Winkelmann. Su lema vital
(«Ofrecer
en lugar de pedir») nada tiene que ver, como pueden imaginar,
con las facultades de Bellas Artes. Entrar hecho un pincel y salir
como una brocha, todo ello gracias a la ayuda de profesores
castrantes
y programas de investigación sin especialización vocacional, viene
siendo la tónica habitual de estos espacios académicos normalmente
claustrofóbicos. Tomen buena nota, jóvenes, pues estamos hablando
del drama de la educación española, el hecho de puntuar bajísimo
en las estadísticas internacionales, lo cual quizá tenga tanto que
ver con las limitaciones del presupuesto cuanto con —valga la
redundancia— las pocas ganas de ganarse las habichuelas por cuenta
propia.
También
recuerdo arruinar la primera exhibición (o quizá fuera la segunda)
de este artista en Madrid. Estábamos presentando la inauguración
unos colegas escritores cuando un servidor, a la sazón maestro de
ceremonias del encuentro, tuvo de improviso una ocurrencia romántica
que —resumiendo muchísimo— implicaba dibujar una silueta a
carboncillo sobre las proyecciones fotográficas mientras continuaba
perorando sobre cuarenta filósofos sin ninguna relación superficial
(o profunda) con la obra del agraviado inopinado de Ignacio Navas.
Tuve que frotar luego los restos de mi pintada pedante. Aprendí
entonces el valor de una imagen. También la importancia de (i)
conceder la palabra a las obras mismas, expresión repetida varias
veces en este ensayo; (ii) hablar desde la apariencia inmediata que
generan, una
fenomenología
de la recepción ignorante; (iii) olvidar las grandes
teorías, cosa que haré como pueda en este ensayo.
Según
el modelo oficioso de exposición ensayística, tendría que haber
dicho hace tiempo las señas del artistas, en lugar de hablar nuestra
relación personal o exponer mis intenciones ensayísticas; lo hago
ahora, cumpliendo las obligaciones del teórico
seriote, siguiendo de ahora en adelante el principio
kantiano-baconiano (De
nobis
ipsis silemus): nacido en Tudela (Navarra) hacia 1989;
adolescente tudelanos, estudiante madrileño con amistades
variopintas, migrante español en Berlín, retornado a Madrid (para
una buena temporada, esperemos), trabaja ahora mismo como freelance
—eufemismo anglosajón para la precariedad de la vocación
creativa— utilizando su cámara y su mirada; Ignacio Navas tiene la
ventaja de ser la primera persona a la cual tengo el recuerdo de
haber escuchado pronunciar la palabra epistemología.
Una vez hechas las presentaciones vayamos a las obras mismas.
I.
Nuestro
fotógrafo resulta conocido
gracias a sus trabajos sobre la identidad personal y la construcción
del pasado. Obtuvo especial fortuna el proyecto Yolanda,
una reconstrucción tremendamente interesante en términos
historiográficos, pues sitúa bajo una óptica visual aquello que
pensamos en términos de relaciones abstractas. ¿Cómo ahondar en el
concepto de familia? No basta con tirar aquí de la orla, la foto de
grupo. Tampoco resulta suficiente el recurrir a esquemas de carácter
arbóreo. El objetivo consiste en trabajar la ausencia desde ella
misma. Hacer visibles los pasados hipotéticos que nunca tuvieron
existencia, aquellas realidades paralelas que quedaron apartadas, las
migajas dejadas sobre el mantel de la Historia. Aunque el revoloteo
retórico propio de nuestro ensayo pueda llegar sugerir determinadas
trascendencias intelectuales, tenemos que despejar cualquier sospecha
de petulancia acerca de las intenciones del artista. La idea de Navas
tiene mucho cotidiano, poco intelectual. Todo empieza, según dice
Tania Pardo en su descripción para Exit,
“cuando Ignacio Navas descubre en una fotografía de su propio
bautizo la existencia de una joven desconocida que le sostiene en sus brazos”. A partir de este
punto, momento de anagnórisis, la búsqueda del quién,
del cómo
y del cuándo
devienen en la fuerza motriz de la vocación de reconstruir el
ayer desde sus ruinas. Responder a los interrogantes principales
tanto de la filosofía como del periodismo (¿cómo se llamaba esa
mujer?) implican un proceso retrospectivo de construcción donde los
límites entre la realidad y ficción quedan puestos entre
paréntesis.
“Una serie de
fotografías domésticas extraídas de álbumes familiares se
entremezclan con las imágenes producidas actualmente por el joven
fotógrafo en aquellos lugares que se convirtieron en el escenario
donde se desarrolló la vida de esta joven. Una historia cargada de
guiños generacionales, retazos de una vida truncada. Un relato
cargado de una gran contención emocional”, según el preciso
análisis que elabora Pardo, cuyo juicio sobre el proceso resulta
acertado en tanto subraya la presencia indeleble de Gabriel, pareja
de Yolanda y tío de Ignacio, quien también colabora en la
verosimilitud de la reconstrucción de los escenarios ofreciendo su
particular archivo fotográfico. Y sus declaraciones, pues tras cada
imagen familiar se esconde una historia de adicción a las drogas
(Yolanda muere en 1996 de SIDA). Una fotografía que cualquier
instagramer desaprensivo hubiera etiquetado como #cute,
la silueta de Gabriel andando en mangas de camisa sobre unas montañas
nevadas, resulta encubrir un intento de escapada, unas
ganas terribles de huir de uno mismo: “Con la pasta que me he
gastado —declara Gabriel entrevistado por Ignacio—
no he disfrutado de unas vacaciones en mi vida. Todas
las vacaciones íbamos a intentar dejar la droga. Cuando vas a
desengancharte, el mono. No te apetece nada, estar
a todo trapo y no poder disfrutar de ello. No hemos
hecho más que perder el tiempo, el dinero, perder la vida y
malgastarlo todo.” ¿Qué cabe añadir sobre la fotografía
hogareña donde los ojos rojos del cocker
spaniel,
el perro de Yolanda y Gabriel, distraen la atención del papel
aluminio y los mecheros, situados entre botellas de kas
naranja? La propia imagen sugiere, sin necesidad de acudir
a La
carta robada de Edgar Allan Poe, todas las reflexiones que
pueda imaginar sobre la capacidad que tenemos de esconder verdades
ocultas visibles a plena vista de todos. La obscenidad también puede
cegar. En la composición resultante apenas resulta posible
distinguir qué fue pasado efectivo, dónde comienza la imaginación
retrospectiva, cuánto puede atrapar una imagen que versa sobre lo
no sido.
Entre
las imágenes que componen Yolanda
destaca aquella donde nuestra estimada protagonista aparece tomándose
una fotografía en el espejo. Ignoramos si estamos ante un robado
natural o se trata de una captura posada. ¿Acaso importa
la diferencia? El mismo gesto de hacerse visible ante una superficie
reflectante, la propia acción de pensarse enajenado sobre el
cristal, la voluntad de inmortalizar el momento fugitivo, implican
para empezar un conjunto de registros dramáticos, una batería de
disposiciones hacia la alteridad que vuelven estúpida —así las
cosas— la mismísima distinción. Aprecio en concreto esta imagen
porque también quisiera percibir en ella una suerte de broma, uno de
los guiños citados por Tania Pardo, pero justo en la dirección
contraria a la esperable hablando de los años 90. Lejos quedan las
referencias a David Bowie flanqueado por brillantes katanas, el
triángulo de los coches viejos entre la luna y la ventana del
copiloto, o el mal trago de quedar rapado para la
mili.
Lo interesante del mentado autorretrato en el cuarto de baño estriba
en la capacidad de aventurar las estrategias para la construcción de
la identidad especular hegemónica hoy
día,
cuando la presencia asfixiante de las cámaras digitales y los
móviles de novísima generación hacen que nadie pueda escapar, ni
siquiera Scarlett Johanson, a la sentencia del tribunal supremo
llamado imagen
reflectante sobre una superficie.
II.
En algunos trabajos
aparece la faceta documentalista
—si se me permite el insulto— de Navas. Es el caso de Linde,
una colección de los instantes atrapados en los bajos fondos, una
serie de rostros donde habita el vaciamiento,
unos espacios que cualquier pedantote podría confundir con los no
lugares. Como nuestro ensayo implica una redacción sin
nombres propios, como compete a unas imágenes en blanco y negro —sin
pie de foto— donde los sujetos muestran su carácter a
través del anonimato, vamos a ahorrar también a los lectores la
reflexión número 647 sobre Marc Augé y sus sobrevaloradas
publicaciones. Nos interesa llamar la atención sobre el detalle,
tampoco porque busquemos reproducir los conocidos pasajes de Roland
Barthes sobre el punctum,
reflexiones conocidas por cualquiera que alcance a leer este texto
hasta aquí mismo, lugar donde tengo que confesar que Linde
me resulta interesante justamente por los aspectos urbanos que
entran en juego desde el
fondo
del plano, comenzando seguramente por las personas mismas,
sin que nadie repare en ellos.
Para nada quiero restar
importancia a las figuras centrales, las que terminan llenando el
encuadre de contenido emocional, como sucede en la fotografía del
semáforo con esa niña cuyas trenzas son —junto a su mirada
cabizbaja de 1.000 metros— los protagonistas indiscutibles del
escenario. Nada más lejos de mi voluntad que rechazar el interés
objetivo que tienen estas postales
sociales, los retratos de costumbres recogidos por Ignacio
Navas, las señoras bailando delante de la cámara. Es cierto que las conexiones visuales sugeridas
tienden muchas veces a incurrir en un simbolismo trasnochado, como
sucede cuando las ramas de los árboles cercadas por una barandilla
buscan sugerir la ausencia de libertad, pero estamos hablando de
casos puntuales, altibajos dentro de un catálogo que termina
arrojando un poderoso contrapunto entre fotos del montón y algunas
imágenes singulares. ¿Qué razón tiene Ignacio Navas para retratar
tantas veces abrazos perdidos en mitad de la calle? ¿Qué provecho
creativo atesoran estos instantes efusivos? Además de excitar el
lagrimal del respetable, ¿qué función pueden llegar a desempeñar
estos truncados instantes de privacidad?
Volviendo a nuestra
cuestión, el
fondo del plano, quisiera llamar la atención sobre
detalles triviales como las luces de la ciudad, esas farolas que
cualquiera podría tomar desde lejos por luciérnagas,
aquellos insectos iluminados por si mismos de los cuales hablaba Pier
Paolo Pasolini cuando buscaba reflexionar acerca de la ilustración
ciudadana autogestionada, la habilidad que estaban perdiendo los
ciudadanos italianos de brillar con luz propia, todo ello gracias a
la decadencia de la existencia comunitaria. ¿Y qué decir sobre las inopinadas construcciones
geométricas que terminan componiendo varios coches aparcados? Quien
tuvo coches para jugar cuando niño bien sabe que los desórdenes,
vistos desde un punto de vista privilegiado, también responden a una
voluntad sugerida o premeditada. Esta ilusión teleológica, la
creencia sobre la existencia de una intención, pero también la
sensación de vulnerabilidad que transmite —entre otras muchas
cosa— un caballito eléctrico ignorado por los jinetes infantiles, están siempre detrás de las fotografías de Ignacio
Navas.
El fotógrafo consigue
arrojar sentido sobre unos barrios que carecen del mismo.
Los programas urbanísticos madrileños, cuya concreción sobre el
terreno estamos intentando retratar en imágenes y con palabras, son
el epítome del despropósito organizado electoralmente, una
expansión enladrillada (¿quién la desenladrillará?)
cuya musculatura económica está en baja forma desde 2008. Mientras
esperamos el reverdecer de la confianza mercantil, según reza el
broteverdismo inopinado y manirroto de los representantes
parlamentarios, nuestro
Godot personal, podemos interrumpir un momento el sálvese
quien pueda, contemplar las fotografías de Ignacio Navas,
una mirada a tomar en serio —ya seamos pescados o pescadores—
cuando arrecian tiempos revueltos como los nuestros.
[Publicado originalmente en Atlántica. Febrero de 2015.]
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