5 de marzo de 2015

Desenladrillar el Reino de España.

Las fotografías de Ignacio Navas invitan a reflexionar sobre ciertos universales antropológicos. El problema de la identidad, la reconstrucción del pasado o los límites de la sociabilidad son algunas cuestiones modulares que atraviesan unas imágenes cargadas de potencial nostálgico. Tengo la suerte de conocer a Navas en persona desde mucho antes que comenzara a mostrar sus obras en el circuito artístico oficioso y puedo indicar, cuan hipster que percibe como su cantante marginal de juventud llega a triunfar entre el público masivo, viéndose rodeado de advenedizos que llegaron a comprender —tarde y mal— el potencial de aquella joya en bruto, que Navas lleva desde el principio interesado en salir a cazar la realidad bajo un encuadre.1 Esta vez tarde y mal significa veintitrés primaveras, la edad que tenía Navas cuando —hará casi doce meses cuando salga este texto— expuso en la galería Ponce + Robles, el artista más joven del catálogo. Desde aquella primera vez se ha ido ganando, gracias a premios y artículos que subrayan la calidad de su apuesta, un huequito entre las jóvenes promesas, epítome que puede resultar incluso injusto cuando hablamos —como es el caso— de una obra cuyos frutos tienen lugar en el presente, sin necesidad de vaticinar una potencia a realizar mañana o pasado.

Navas refleja mejor que nadie las virtudes de abandonar la universidad cuando viene siendo tiempo de empezar la carrera profesional. En concreto, Ignacio Navas compatibilizó los estudios universitarios con sus estudios en Blank Paper, y luego estuvo en Berlín como asistente del ínclito Andrés Marroquín Winkelmann. Su lema vital («Ofrecer en lugar de pedir») nada tiene que ver, como pueden imaginar, con las facultades de Bellas Artes. Entrar hecho un pincel y salir como una brocha, todo ello gracias a la ayuda de profesores castrantes y programas de investigación sin especialización vocacional, viene siendo la tónica habitual de estos espacios académicos normalmente claustrofóbicos. Tomen buena nota, jóvenes, pues estamos hablando del drama de la educación española, el hecho de puntuar bajísimo en las estadísticas internacionales, lo cual quizá tenga tanto que ver con las limitaciones del presupuesto cuanto con —valga la redundancia— las pocas ganas de ganarse las habichuelas por cuenta propia.

También recuerdo arruinar la primera exhibición (o quizá fuera la segunda) de este artista en Madrid. Estábamos presentando la inauguración unos colegas escritores cuando un servidor, a la sazón maestro de ceremonias del encuentro, tuvo de improviso una ocurrencia romántica que —resumiendo muchísimo— implicaba dibujar una silueta a carboncillo sobre las proyecciones fotográficas mientras continuaba perorando sobre cuarenta filósofos sin ninguna relación superficial (o profunda) con la obra del agraviado inopinado de Ignacio Navas. Tuve que frotar luego los restos de mi pintada pedante. Aprendí entonces el valor de una imagen. También la importancia de (i) conceder la palabra a las obras mismas, expresión repetida varias veces en este ensayo; (ii) hablar desde la apariencia inmediata que generan, una fenomenología de la recepción ignorante; (iii) olvidar las grandes teorías, cosa que haré como pueda en este ensayo.

Según el modelo oficioso de exposición ensayística, tendría que haber dicho hace tiempo las señas del artistas, en lugar de hablar nuestra relación personal o exponer mis intenciones ensayísticas; lo hago ahora, cumpliendo las obligaciones del teórico seriote, siguiendo de ahora en adelante el principio kantiano-baconiano (De nobis ipsis silemus): nacido en Tudela (Navarra) hacia 1989; adolescente tudelanos, estudiante madrileño con amistades variopintas, migrante español en Berlín, retornado a Madrid (para una buena temporada, esperemos), trabaja ahora mismo como freelance —eufemismo anglosajón para la precariedad de la vocación creativa— utilizando su cámara y su mirada; Ignacio Navas tiene la ventaja de ser la primera persona a la cual tengo el recuerdo de haber escuchado pronunciar la palabra epistemología. Una vez hechas las presentaciones vayamos a las obras mismas.

I.
Nuestro fotógrafo resulta conocido2 gracias a sus trabajos sobre la identidad personal y la construcción del pasado. Obtuvo especial fortuna el proyecto Yolanda, una reconstrucción tremendamente interesante en términos historiográficos, pues sitúa bajo una óptica visual aquello que pensamos en términos de relaciones abstractas. ¿Cómo ahondar en el concepto de familia? No basta con tirar aquí de la orla, la foto de grupo. Tampoco resulta suficiente el recurrir a esquemas de carácter arbóreo. El objetivo consiste en trabajar la ausencia desde ella misma. Hacer visibles los pasados hipotéticos que nunca tuvieron existencia, aquellas realidades paralelas que quedaron apartadas, las migajas dejadas sobre el mantel de la Historia. Aunque el revoloteo retórico propio de nuestro ensayo pueda llegar sugerir determinadas trascendencias intelectuales, tenemos que despejar cualquier sospecha de petulancia acerca de las intenciones del artista. La idea de Navas tiene mucho cotidiano, poco intelectual. Todo empieza, según dice Tania Pardo en su descripción para Exit, “cuando Ignacio Navas descubre en una fotografía de su propio bautizo la existencia de una joven desconocida que le sostiene en sus brazos”. A partir de este punto, momento de anagnórisis, la búsqueda del quién, del cómo y del cuándo devienen en la fuerza motriz de la vocación de reconstruir el ayer desde sus ruinas. Responder a los interrogantes principales tanto de la filosofía como del periodismo (¿cómo se llamaba esa mujer?) implican un proceso retrospectivo de construcción donde los límites entre la realidad y ficción quedan puestos entre paréntesis.

“Una serie de fotografías domésticas extraídas de álbumes familiares se entremezclan con las imágenes producidas actualmente por el joven fotógrafo en aquellos lugares que se convirtieron en el escenario donde se desarrolló la vida de esta joven. Una historia cargada de guiños generacionales, retazos de una vida truncada. Un relato cargado de una gran contención emocional”, según el preciso análisis que elabora Pardo, cuyo juicio sobre el proceso resulta acertado en tanto subraya la presencia indeleble de Gabriel, pareja de Yolanda y tío de Ignacio, quien también colabora en la verosimilitud de la reconstrucción de los escenarios ofreciendo su particular archivo fotográfico. Y sus declaraciones, pues tras cada imagen familiar se esconde una historia de adicción a las drogas (Yolanda muere en 1996 de SIDA). Una fotografía que cualquier instagramer desaprensivo hubiera etiquetado como #cute, la silueta de Gabriel andando en mangas de camisa sobre unas montañas nevadas, resulta encubrir un intento de escapada, unas ganas terribles de huir de uno mismo: “Con la pasta que me he gastado —declara Gabriel entrevistado por Ignacio— no he disfrutado de unas vacaciones en mi vida. Todas las vacaciones íbamos a intentar dejar la droga. Cuando vas a desengancharte, el mono. No te apetece nada, estar a todo trapo y no poder disfrutar de ello. No hemos hecho más que perder el tiempo, el dinero, perder la vida y malgastarlo todo.” ¿Qué cabe añadir sobre la fotografía hogareña donde los ojos rojos del cocker spaniel, el perro de Yolanda y Gabriel, distraen la atención del papel aluminio y los mecheros, situados entre botellas de kas naranja? La propia imagen sugiere, sin necesidad de acudir a La carta robada de Edgar Allan Poe, todas las reflexiones que pueda imaginar sobre la capacidad que tenemos de esconder verdades ocultas visibles a plena vista de todos. La obscenidad también puede cegar. En la composición resultante apenas resulta posible distinguir qué fue pasado efectivo, dónde comienza la imaginación retrospectiva, cuánto puede atrapar una imagen que versa sobre lo no sido.

Entre las imágenes que componen Yolanda destaca aquella donde nuestra estimada protagonista aparece tomándose una fotografía en el espejo. Ignoramos si estamos ante un robado natural o se trata de una captura posada. ¿Acaso importa la diferencia? El mismo gesto de hacerse visible ante una superficie reflectante, la propia acción de pensarse enajenado sobre el cristal, la voluntad de inmortalizar el momento fugitivo, implican para empezar un conjunto de registros dramáticos, una batería de disposiciones hacia la alteridad que vuelven estúpida —así las cosas— la mismísima distinción. Aprecio en concreto esta imagen porque también quisiera percibir en ella una suerte de broma, uno de los guiños citados por Tania Pardo, pero justo en la dirección contraria a la esperable hablando de los años 90. Lejos quedan las referencias a David Bowie flanqueado por brillantes katanas, el triángulo de los coches viejos entre la luna y la ventana del copiloto, o el mal trago de quedar rapado para la mili. Lo interesante del mentado autorretrato en el cuarto de baño estriba en la capacidad de aventurar las estrategias para la construcción de la identidad especular hegemónica hoy día, cuando la presencia asfixiante de las cámaras digitales y los móviles de novísima generación hacen que nadie pueda escapar, ni siquiera Scarlett Johanson, a la sentencia del tribunal supremo llamado imagen reflectante sobre una superficie.

II.
En algunos trabajos aparece la faceta documentalista —si se me permite el insulto— de Navas. Es el caso de Linde, una colección de los instantes atrapados en los bajos fondos, una serie de rostros donde habita el vaciamiento,3 unos espacios que cualquier pedantote podría confundir con los no lugares. Como nuestro ensayo implica una redacción sin nombres propios, como compete a unas imágenes en blanco y negro —sin pie de foto— donde los sujetos muestran su carácter a través del anonimato, vamos a ahorrar también a los lectores la reflexión número 647 sobre Marc Augé y sus sobrevaloradas publicaciones. Nos interesa llamar la atención sobre el detalle, tampoco porque busquemos reproducir los conocidos pasajes de Roland Barthes sobre el punctum, reflexiones conocidas por cualquiera que alcance a leer este texto hasta aquí mismo, lugar donde tengo que confesar que Linde me resulta interesante justamente por los aspectos urbanos que entran en juego desde el fondo del plano, comenzando seguramente por las personas mismas, sin que nadie repare en ellos.

Para nada quiero restar importancia a las figuras centrales, las que terminan llenando el encuadre de contenido emocional, como sucede en la fotografía del semáforo con esa niña cuyas trenzas son —junto a su mirada cabizbaja de 1.000 metros— los protagonistas indiscutibles del escenario. Nada más lejos de mi voluntad que rechazar el interés objetivo que tienen estas postales sociales, los retratos de costumbres recogidos por Ignacio Navas, las señoras bailando delante de la cámara. Es cierto que las conexiones visuales sugeridas tienden muchas veces a incurrir en un simbolismo trasnochado, como sucede cuando las ramas de los árboles cercadas por una barandilla buscan sugerir la ausencia de libertad, pero estamos hablando de casos puntuales, altibajos dentro de un catálogo que termina arrojando un poderoso contrapunto entre fotos del montón y algunas imágenes singulares. ¿Qué razón tiene Ignacio Navas para retratar tantas veces abrazos perdidos en mitad de la calle? ¿Qué provecho creativo atesoran estos instantes efusivos? Además de excitar el lagrimal del respetable, ¿qué función pueden llegar a desempeñar estos truncados instantes de privacidad? 4

Volviendo a nuestra cuestión, el fondo del plano, quisiera llamar la atención sobre detalles triviales como las luces de la ciudad, esas farolas que cualquiera podría tomar desde lejos por luciérnagas, aquellos insectos iluminados por si mismos de los cuales hablaba Pier Paolo Pasolini cuando buscaba reflexionar acerca de la ilustración ciudadana autogestionada, la habilidad que estaban perdiendo los ciudadanos italianos de brillar con luz propia, todo ello gracias a la decadencia de la existencia comunitaria. ¿Y qué decir sobre las inopinadas construcciones geométricas que terminan componiendo varios coches aparcados? Quien tuvo coches para jugar cuando niño bien sabe que los desórdenes, vistos desde un punto de vista privilegiado, también responden a una voluntad sugerida o premeditada. Esta ilusión teleológica, la creencia sobre la existencia de una intención, pero también la sensación de vulnerabilidad que transmite —entre otras muchas cosa— un caballito eléctrico ignorado por los jinetes infantiles, están siempre detrás de las fotografías de Ignacio Navas.

El fotógrafo consigue arrojar sentido sobre unos barrios que carecen del mismo.5 Los programas urbanísticos madrileños, cuya concreción sobre el terreno estamos intentando retratar en imágenes y con palabras, son el epítome del despropósito organizado electoralmente, una expansión enladrillada (¿quién la desenladrillará?) cuya musculatura económica está en baja forma desde 2008. Mientras esperamos el reverdecer de la confianza mercantil, según reza el broteverdismo inopinado y manirroto de los representantes parlamentarios, nuestro Godot personal, podemos interrumpir un momento el sálvese quien pueda, contemplar las fotografías de Ignacio Navas, una mirada a tomar en serio —ya seamos pescados o pescadores— cuando arrecian tiempos revueltos como los nuestros.

[Publicado originalmente en Atlántica. Febrero de 2015.]
______________________________

1 Sería ciertamente lamentable el mantener en privado los comentarios, discrepancias y reflexiones que Ignacio Navas ha formulado a las cuestiones desarrolladas en el cuerpo del texto. Vamos a otorgar cierto espacio aquí abajo para que el artista pueda hablar con voz propia. La idea sería que estas notas quedaran como señales de humo contra el misunderstanding del crítico sabiondo o —mejor dicho— como posibilidades alternativas de interpretación. Sobre la peliaguda cuestión de «cazar la realidad bajo un encuadre» señala en concreto Ignacio Navas su discrepancia intelectual: «Estoy un poco en contra de este tipo de idea de la fotografía como cazar/capturar/sinónimos mix. Es algo que ha sido superado ya y ahora la fotografía está en otro punto, los fotógrafos tenemos otras necesidades, es casi un tópico para hablar de fotógrafos. A mi particularmente me gusta pensar la fotografía como una excusa para irse de aventuras. Una herramienta para embarcarse en búsquedas o procesos que de otro modo serían bastante complicados de llevar acabo. Y el hecho de hacer públicos esos caminos que he recorrido es compartir. No consiste en decir esto es así, sino más bien en crear un mapa done cada persona que quiera entrar a recorrerlo lo haga como quiera, llegando al punto que quiera navegando en mis imágenes. Es precioso construir nuevas visiones del mundo desde esas premisas.»

2 <<Conocido... bueno supongo que sí. He tenido suerte, he trabajado mucho y estoy muy agradecido a muchas personas que han confiado en mi trabajo y lo han apoyado. Pero no olvides que solo he publicado dos trabajos, no se si es la mejor forma de hablar de alguien que esta empezando. Pero no lo malinterpretes, agradezco mucho el gesto.>>

3 El artista considera peliagudo el término vaciamiento por el contrario apropiadas las expresiones «limbos emocionales» o «contención emocional» para designar estas honduras psicológicas muchas veces impenetrables para la cámara. Y sigue: «No son los bajos fondos, es la periferia madrileña. Fui a lugares como el Barrio del Pilar o La Gavia porque están completamente desprovistos de una identidad visual fuerte, la vida cotidiana tal cual, sin ningún tipo de decorado. Es muy visible la linde emocional en este contexto, esos estados en los que nos sumergimos las personas y que al final se acaba filtrando al entorno y configurándolo, al igual que guían una gran parte de nuestras decisiones vitales. Entiendo lo que quieres decir pero creo que puede malentenderse, hay un vacío en los lugares (algunos eran de reciente construcción y todavía no había ni farmacias, todavía no había vida de barrio pese a haber gente viviendo allí), pero no en ese sentido, el de los rostros de los que hablas ¿Quien soy yo para decir que una persona que apenas conozco esta vacía? ¡Por favor espero que nunca caiga en eso!.».

4 «La rama de los árboles —apostilla Ignacio Navas— No dejan de ser ramas de arboles alado de una barandilla, nunca pretendí evocar nada como al ausencia de libertad que hablas. Simplemente es mostrar lo feo, el descuido y la dejadez que está arraigada en muchos rincones de estos lugares. Hablando con un comisario de fotografía me dijo que le encantaba cuando fotografiaba cosas que ocurrían en la parte de abajo de los edificios, ese sitio que parece ser que todos los arquitectos descuidan, pero paradójicamente es lo más cercano, me parece muy acertada la observación. Ese simbolismo creo que no está ahí.». ¿Qué vino primero, el huevo o la gallina, los sucesivos booms inmobiliarios o la fragilidad de las relaciones personales? Comienza un meritorio ejercicio de humildad por parte del fotógrafo: «Linde fue mi primer pasito en la fotografía. Un proyecto que surgió cuando estudiaba en Blank Paper, para mí fue un proceso de aprendizaje y una forma de posicionarme como fotógrafo. Una forma de delimitar las áreas donde quería trabajar partiendo de esa gran selva que es lo más cercano: la cotidianidad». «Como todo aprendiz, era torpe, pero las cosas se aprenden haciéndolas». «Fue un proyecto hecho desde la intuición, desde el atreverse, la inocencia y las ganas de aprender. Igual que la experiencia al publicar un primer fanzine, con la arrogancia sana que supone» ¿Y qué pasa con los abrazos? «No era una cuestión de excitar el lagrimal (aunque todo el trabajo tenga un punto emocional) sino de crear un ritmo, unos ecos visuales con la idea de linde, un abrazo también es un límite en cierto modo. Aunque sí es cierto que ahora cambiaría muchas cosas del proyecto, está mal editado, mal secuenciado y por consiguiente con una narrativa torpe... aprendizaje»

5 <<No se si los barrios carecen de sentido. No me gusta tomar a nadie por tonto y supongo que estos barrios cuando se planificaron tuvieron el sentido que tuvieron o trataban de responder alguna necesidad (o interesaban a alguien) y ahora están ahí>> corrige Ignacio Navas, «A mi me sirven de excusa, de escenario, para fotografiar e indagar en intereses o curiosidades que tengo». En relación a este último aspecto me comenta Ignacio Navas un documental (El siglo del individualismo), una entrevista (de Jordi Ébole a Arturo Peréz-Reverte) o la obra de Jirō Taniguchi. Y remata: «Ernesto, me gusta mucho el título de tu artículo porque no era consciente pero de alguna forma es cierto que mis proyectos (sobretodo los que te comenté que estoy trabajando ahora) no se dirigen a hablar de lo que esta pasando, de los ladrillos, sino de lo que cubren esos ladrillos, pero desde lo más cotidiano, lo más nimio, pero al final es lo que más nos importa. Hace poco leí una entrevista de Javier Krahe comentando el famoso "España es el país del pelotazo: enriqueceos". Somos la generación hija de esa idea. >>

No hay comentarios:

Publicar un comentario