[Repesco una reseña de Melancolía escrita cuando todavía había quien escribía sobre la esencia del arte, ese debate, y además citaba profusamente a Manolo Kant, entonces mi profeta maya personal. Por 2012 sería el año. Tras el visionado de la todavía mas infame Nymphomaniac Vol. I —nunca molará menos que ahora Lars von Trier— intuyo que todos andamos errados, el fin del mundo sí ha tenido lugar.]
Por muchos
premios que pueda obtener y por muy deprimido que uno estuviera durante su
visionado, el espectador que ha visto Melancolía
tendrá que reconocer que estamos ante la peor película de Lars von Trier, y con
diferencia. La primera parte del film se alarga de una manera insoportable, con
la adición ad nauseam de escenas de
locura sin demasiada conexión causal entre sí, hasta constituir una versión muy
cara y con muchos medios técnicos de Celebración
de Thomas Vinterberg (¡ay, dónde fue a parar el Dogma 95!). Lars trabaja
durante casi una hora el perfil psicológico de Justine (Kirsten Dunst) para
luego no recurrir a él en la segunda parte. Ante esta objeción caben dos
respuestas: (i) la respuesta low-cost de Carlos Boyero, que justifica
esta deficiencia narrativa por el hecho de que el personaje principal es
bipolar; (ii) la respuesta high-tec del lector avezado de Gilles Deleuze que copia y pega en su reseña del film una cita de Imagen-tiempo o Imagen-movimiento,
que sostiene que la lógica cinematográfica no se caracteriza por una estructura
hipotáctica (entonces…después) sino por la conjunción copulativa (y…y…y), y que
el devenir-loco de la rubia recién casada no está justificado por ningún
antecedente psicológico ni requiere de solución final alguna porque,
precisamente, se trata de un enigma que no apunta a ninguna parte (el índice de
un malestar cósmico más profundo). Eso está muy bien: todo auteur que se precie está en su derecho de trabajar de un modo
arbitrario el perfil psicológico de sus personajes con el objetivo de generar
en el espectador una sensación de extrañamiento e inquietud. Pero esta tremenda
justificación hermenéutica no solventa el problema de que Melancolía no es una obra de
arte, en el sentido kantiano, que pretenda suscitar el juicio reflexionante
autónomo de sus espectadores, sino una pieza de adoctrinamiento moral para niños-bien
en apuros que, por algún motivo, se sienten identificados con el drama
escatológico del fin del mundo al que asisten una panda de snobs de vacaciones
en su “casita del campo”. De hecho, la supuesta arbitrariedad “rizomática y
esquizofrénica” de las escenas de la primera parte está domesticada al servicio
de una clara estructura teológica de donación de sentido moral que se pone de
manifiesto en la segunda parte y que, en última instancia, se puede resumir en
un sencillo apotegma: “la vida es mala y debe ser destruida.” Y claro, cuando
entramos en los pantanosos terrenos de la teología los argumentos de Deleuze
dejan de ser válidos.
No quiero
cuestionar, por tanto, la hechura formal de este film (que tampoco me parece
como para tirar cohetes y derramar galardones sin fin), sino su contenido
social, ideológico y concreto (que, adelanto, considero despreciable).
Siguiendo con
el desarrollo de esta sencilla moraleja (“la vida es mala y debe ser
destruida”), la segunda parte de la película es una reducción al absurdo de la
ideología cristiano-redentora y pequeño-burguesa que ha latido desde siempre la
obra de Lars. Al cineasta danés siempre le ha resultado más sencillo concebir
el fin del mundo que la posibilidad de un cambio, por mínimo que sea, en las
estructuras sociales (esto es válido tanto para la clase trabajadora de Rompiendo las olas como para la sociedad
esclavista de Manderlay). Esas jaulas
de hierro, esas estructuras sociales infranqueables tampoco están ausentes en Melancolía, aunque el film parezca
mostrarnos un estado de excepción social sin jerarquías, protagonizado por
niños-bien que llegan sin problemas a fin de mes y que detentan, en una
situación de igualdad aristocrática real,
un mismo status social (con la salvedad del chaval recién contratado que es violado
sin piedad por la protagonista en el green 8). Todo lo contrario. Una
estructura social más profunda que la polarización de clase está incorporada en
la subjetividad loca, romántica y trasnochada de los personajes de Lars. Me
refiero a la estructura patriarcal que el cineasta danés ha proyectado sobre la
mayor parte de sus filmes, orquestada en torno a la polarización maniquea, que
ya aparece con toda claridad en el Anticristo:
“mujer = idolatría = naturaleza = mal” y “varón = conocimiento = debilidad de
la voluntad”.
Basta con
analizar la conducta de los personajes ante lo
inevitable de la muerte para descubrir la presencia de este clásico binomio
patriarcal en la película. (Atención,
spoiler) El varón, que posee los conocimientos astrofísicos y el
instrumental apropiado como para predecir matemáticamente la trayectoria del
planeta, sabe que no hay escapatoria
ante la destrucción del planeta; que todo rito es inútil ante la defunción como
acontecimiento brutal, físico y sin sentido actúa en consecuencia como un
estoico lector de Séneca (algunos dirán: “como un cobarde”) y se suicida. Por
contra, las mujeres que lo ignoran todo sobre la astrofísica y que carecen de
los conocimientos matemáticos como para calcular la trayectoria del planeta,
tienen que recurrir a un aparato de medición fabricado por un niño a partir de
un alambre. Ante la evidencia palmaria del fin del mundo adoptan una actitud infantil
y supersticiosa; prefieren engañarse a si mismas y al pobre chaval en lugar de
asumir de manera adulta su propia muerte; privilegian la falsa conciencia de la
realidad y el autoengaño sobre los hechos palmarios empíricamente contrastables.
¿Y qué hacen? Construyen una “cueva mágica” con tres palos y cierran los ojos.
No sé por qué,
pero creo que Melancolía es una
parábola muy sutil sobre la crísis económica leída en sede teológica, una
alegoría sobre autoengaño religioso como mecanismo compensatorio en tiempos
difíciles. Pero en realidad no es así. Melancolía
es una moraleja ejemplarizante sobre el Apocalipsis como acontecimiento
escatológico que restablece una suerte de justicia cósmica y biológica de
acuerdo con la cual Dios juega a las canicas con sus planetas porque considera
la vida como un mal que debe ser exterminado; un bodrio melodramático sobre la
bipolaridad, estructurado de acuerdo a los cánones ideológicos de la estructura
patriarcal, contado desde a través del drama psicológico de unos “rentistas del
sufrimiento”, al servicio de una subjetividad romántica trasnochada. Con estos
personajes es difícil establecer otra relación que no sea la del resentimiento.
Resumiendo: Melancolía es una película que me ha
gustado mucho porque al final los snobs bipolares terminan recibiendo lo que se
merecen. Gracias a Dios, los ricos también lloran, están tó locos y, cuando
llegue la hora de la verdad, toda su riqueza no será suficiente como para
escapar al fin del mundo.
Pésima tu critica.
ResponderEliminar