A nadie puede sorprender que El sermón sobre la caída de Roma de
Jérôme Ferrari ganara el premio Goncourt. Nada alteraba el orden de fuerzas que
la competencia fuera Jöel Dickier y la decisión pudiera parecer reñida cara a
la galería. La verdad sobre el caso Harry
Quebert del segundo apenas alcanza la complejidad narrativa, la profundidad
sintáctica, la construcción de personajes que exhibe la novela que tenemos
entre manos. Los hechos son así: El
sermón contiene una narración cincelada sobre la página en blanco. O
hablando en plata, sus enunciados muestran una complejidad que, si no estuviera
supeditada a generar reflexiones sobre la caducidad de los intentos humanos,
una forma en última instancia de extendernos por encima de nuestras
posibilidades, estos párrafos que arrebatan el aliento —decíamos— podrían
resultar hasta ofensivos ante los enemigos de la virguería. El grosor de los
ejemplares publicados en castellano por Mondadori quizá llame a engaño. Ahora
bien, 175 páginas dan para mucho, empezando por la Primera Guerra Mundial,
siguiendo por Dien Bien Phu y terminando por unos jóvenes regentes de un garito
en Córcega. Así pues, la primera lección extraída de El sermón tiene pocos misterios: abandone el lector toda
impaciencia antes de entrar.
¿Y una vez dentro? Nos hallamos
en África, una destinación indefinida, mientras un veterano llamado Marcel
intenta hacerse cargo de la muerte de su mujer, una señorita calificada de
bobalicona justo hace unos párrafos, tonta pero feliz, cuya muerte responde a
una serie de complicaciones en el parto. Asistimos a los comienzos de una
estirpe, el linaje de los Antonetti, cuyos miembros principales cara a la
narración serán el hijo de Marcel, Jacques, y su nieto Mathieu. Este último
estudia filosofía, tiene claras inclinaciones leibnizianas, suele pensar que el
mundo efectivo es el mejor de los posibles. Permanece sin embargo impávido casi
siempre ante la destrucción de los escasos momentos de perfección que tuvo la
suerte de vivir. Su compinche de batallas será Libero, otro estudiante de
filosofía, esta vez con una tesis escrita acerca de San Agustín.
Ambos aborrecen de la
investigación académica, sobre la cual Ferrari deja caer unas cuantas verdades
como puños, tomando para ello el torrente de conciencia de Libero: “no eran
unos cabrones sino unos payasos y unos fracasados, él el primero, a los que se
había formado para producir disertaciones y comentarios tan inútiles como
irreprochables, pues tal vez el mundo aún necesitara a Agustín y a Leibniz,
pero no a los miserables exegetas de estos”. Ambos toman el camino hasta
Córcega, una vez instalados deciden probar suerte sirviendo cervezas, y tienen
la suerte de contratar unas camareras que alegran la existencia desde detrás de
la barra.
Los personajes femeninos de
Ferrari tienen siempre el discreto encanto del patriarcado, señoritas liberadas
cuyo lúbrico presente y pasado truculento aseguran un remanente de tensión
sexual hasta la última página del libro. Ahí está la cuarentona de Annie, cuyo curriculum vitae toca abreviar diciendo que tiene la virtud de acariciar la
entrepierna de los comensales. Acullá tenemos a Izaskun, criada en Zaragoza y
abandonada en una discoteca, cuyo lecho frecuenta Matthieu en calidad de
“hermano incestuoso”.
Y se preguntarán: ¿qué relación
tiene este anuncio novelado de Estrella Damm —escenario mediterráneo, féminas
por doquier, alcohol a raudales— con la caída del Imperio Romano? Bien sencillo:
la generación de Matthieu habita una nueva Edad Media sin saberlo. La drôle de guerre y la pérdida de
Indochina fueron vividas por Marcel como la invasión definitiva de los
bárbaros. La vida de los hombres sigue siendo igual de estúpida que entonces,
parece decirnos Ferrari, quien titula sus capítulos tirando de los sermones de
San Agustín, ese africano que todavía seguía siendo romano, a sabiendas de la
caducidad de cualquier institución terrenal.
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