Corren buenos tiempos para la
divulgación historiográfica. Desde que tuvo lugar la Historikerstreit en la Alemania de los 80, los debates sobre las
principales ideologías del periodo moderno se han sucedido con pasmosa rapidez.
Solo en el contexto europeo, siguiendo el ritmo incansable de las efemérides
nacionales, las publicaciones revisionistas sobre la Revolución Francesa de los noventa pasaron el testigo a las
polémicas —muchas veces sin cuartel— sobre los
orígenes del Estado español con motivo del bicentenario de 1808, mientras
todavía seguían debatiendo sobre los vencedores (¿burguesía o terratenientes?)
de la Revolución Gloriosa en Gran
Bretaña y un novelista alemán renovaba la memoria histórica sobre la
destrucción de Dresde. En este sentido, 2014 presenta una oportunidad
impepinable para repasar en paralelo el arranque de la Primera Guerra Mundial y el final de la Guerra de Sucesión Española, fechas míticas para algunas
importantes tendencias del panorama ideológico vigente: la mentalidad
europeísta y el nacionalismo en Cataluña. Mientras tanto, las librerías
españolas continúan siendo desbordadas por una ingente producción bibliográfica
que nos recuerda con insistencia la felicidad del mundo antes de la muerte del
fatídico archiduque Francisco Fernando, llegando esta tendencia hasta el límite
mismo del paroxismo con Florian Illies y su 1913.
Un año hace cien años, una colección de anécdotas sobre aquellos efímeros
instantes proustianos.
A buen seguro que todos estos modismos
editoriales tienen en común un interés sincero de analizar los términos que
utilizamos para polarizar la opinión pública hablando de anteayer con
expresiones acuñadas ayer mismo. La
voluntad de reforzar dicotomías históricas o acrecentar la superioridad
normativa de cierta opción política llevan muchas veces a vincular —entre otras
muchas fiestas a guardar— 1789 y 1917. Una alineación
comunista (o totalitaria, según los gustos) que tendría como contraparte
ahistórica un equipo liberal (o capitalista, si se prefiere) opuestos a través
de los tiempos. Cabe tomar como reflejo de similar estado de opinión la
popularidad de franquicias como Pocket
Communism, la colección de Verso
Books destinada a remontar los orígenes del anticapitalismo hasta el mismísimo
Espartaco. Bajo estas condiciones compete a los historiadores el desmenuzar los
maniqueísmos y el matizar las similitudes, según toque en cada caso. He aquí la audacia de Los enemigos del comercio, la trilogía incompleta de Antonio
Escohotado (1941) que motiva el plantear esta entrevista, pues nada menos busca
el filósofo madrileño que hacer compatibles varias cosas que muchos juzgan
directamente incompatibles, a saber: (i)
el mantener elevados niveles de investigación historiográfica; (ii) el formular hipótesis generales
sobre la mentalidad comunista desde Atenas hasta Hugo Chavez.
El cuestionario planteado a
Escohotado, cuya obra resulta en todo punto impresentable
por extensa, prolífica y conocida, pretendía sonsacar cuestiones vinculadas con
los aciertos del recién publicado segundo volumen (indudables sobre todo cuando
plantea escindir la tradición socialista del mesianismo belicista), pero
también indicando ausencias notables en una historia del siglo XIX (¿dónde está
la Guerra de Secesión?), planteando asimismo elementos de reconciliación entre
el liberalismo del autor y el presunto fanatismo anti-mercado de los personajes
históricos estudiados. El resultado, sin embargo, termina siendo una entrevista
sobre el propio hecho de entrevistar, un recordatorio interesante sobre la
utilidad (y los inconvenientes) de la Historia para el debate político vigente.
ERNESTO CASTRO: Para empezar tengo que decir que tu libro tiene una
cosa especialmente sorprendente para cualquiera familiarizado con la historia
del anticapitalismo: su título.
Cuando sacaste el primer volumen de Los
enemigos del comercio muchos dimos por sentado que los últimos doscientos
años del movimiento obrero merecían otro
genitivo. Los enemigos del comercio brillan por su ausencia en el siglo
XIX. Tú mismo dedicas cinco capítulos a los cooperativistas anglosajones,
partidarios de la división del trabajo y el intercambio de mercancías, otros
cuatro a Marx y Engels, cuya única objeción madura contra la competencia era
que tiende a formar monopolios «naturales,
es decir, racionales». Entre
mutualistas franceses, lib-lab británicos y sindicalistas norteamericanos, los
amigos del comercio ocupan un tercio del trabajo. A tenor de su crítica del
trabajo por cuenta ajena, ¿no hubiera sido mejor título para este libro Los enemigos del salario?
ANTONIO ESCOHOTADO: Hay varias preguntas simultáneas, que al
mezclarse con varias afirmaciones transforman el cuestionario en un excurso
múltiple. Al parecer, “la historia del
anticapitalismo” no representa un movimiento convencido de que la propiedad
privada es un robo y el comercio su instrumento, y al parecer “los enemigos del
comercio brillan por su ausencia en el siglo XIX”. Ambas cosas son tan
palmariamente inciertas que quizá se me escapa algún chiste sutil.
¿En qué siglo
surgieron el comunismo blanquista, la cruzada de Weitling, Bakunin y Nechayev,
el materialismo dialéctico y el milenio laico owenita?
En cuanto a
los cooperativistas británicos ¿cómo no recordar su revisión semántica del
término, que pasa a significar “actividad no competitiva”? En cuanto a Engels y
Marx ¿realmente afirmas que “su única objeción madura contra la competencia era
que tiende a formar monopolios ‘naturales, es decir, racionales’"? ¿No
maldijeron la división del trabajo, la economía dineraria, el mecanismo de
oferta y demanda, y “los intercambios individuales” en general?
En cuanto a la
conveniencia de otro título, ¿no es omitir las 700 páginas recién publicadas? Y
si se llamase los enemigos del salario ¿qué cambiaría? Hay al menos un centenar
de páginas dedicadas a alternativas del salario, desde la Nueva Armonía de Owen
a distintas propuestas de las dos Internacionales, y lo único manifiesto en la
preferencia por el economato y sus vales es que no coincide con la preferencia
del movimiento obrero en ningún país.
Me sorprende,
por último, que sanciones implícitamente la identidad del salario con el techo,
ropa y pan del esclavo, una de las más delirantes tesis de Marx. Los
bolcheviques seguirán recurriendo a salarios, aunque lo bastante míseros como
para matar de hambre a un 21% de la población durante los primeros siete años
de su égida.
EC: Y mirando hacia el futuro, ¿por qué no bautizar a los
comunistas redentores que nos esperan en la última entrega de esta trilogía Los enemigos del Imperio? A juzgar por
sus actos, la Tercera y la Cuarta Internacional (sin mencionar la Quinta que
pensaba convocar Hugo Chavez) apoyaron ante todo movimientos de independencia
nacional-popular que terminaron beneficiando el comercio internacional a largo
plazo una vez finiquitadas las deficitarias posesiones de ultramar europeas. Dicho
de otra forma, ¿no será el imperialismo novecentista el equivalente de la
esclavitud en la Antiguedad: un freno a la empresa privada en lugar de un
incentivo, un derecho de expolio opuesto por completo a las relaciones
contractuales voluntarias, dicho brevemente, un enemigo del comercio? No has soltado prenda hasta la fecha sobre
el Tercer Mundo, tu historia moral de la propiedad no dedica una sola página de
las 1.200 publicadas a Latinoamérica, por ejemplo. ¿Acaso reservas para la
traca final la artillería pesada sobre estas regiones? Si la respuesta es
sí, ¿podrías adelantar alguna conclusión sobre los orígenes del subdesarrollo
tercermundista o es aún pronto para ello?
AE: Compruebo que el excurso propio sigue creciendo a expensas del
objeto a analizar. “¿No será el
imperialismo novecentista el equivalente de la esclavitud en la Antigüedad?”.
Sugiero que el entrevistador formule
dicha tesis como el entrevistado formula las suyas, evitando el dogmatismo por
el procedimiento de dejar que los actores se auto-expliquen. El tomo II
examina el imperialismo de los fabianos –que es eugenesia racial-, y presta
atención a su principal crítico informado, que fue J. A. Hobson. Muestra
también cómo Luxemburg y Lenin se acogieron a su caudaloso estudio como si
demostrara la exactitud del pronóstico marxista, cuando más bien iba a ser el
apoyo inmediato del keynesianismo. Discípulo de Cobden, Hobson es tan
inmisericorde con la perspectiva de Marx como Durkheim, Weber, Schumpeter,
Aron, Galbraith, Popper o cualquier otro investigador no fanatizado.
En cuanto a
“¿podrías adelantar alguna conclusión sobre los orígenes del subdesarrollo
tercermundista?”, me pregunto por qué seguir omitiendo el detalle de lo ya investigado. ¿No hay materia
suficiente en los resortes del desarrollo que se exponen al examinar la
irrupción del dinero de confianza, la propiedad intelectual, la génesis de los
sindicatos, el derecho laboral e industrial, la fabricación a gran escala, los
orígenes concretos de la jornada reducida, los debates internos de la
Internacional primera y segunda? ¿Qué
ganamos especulando sobre la de Chávez, cuando por lo demás este segundo
volumen detecta en su abrazo con Ahmadineyad el comienzo de una colaboración
todavía más estrecha entre marxistas e integristas, enemigos del comercio y
enemigos del libre examen?
EC: En el primer volumen, mientras analizabas la caída del Imperio
Romano, avanzaste una hipótesis
bastante polémica: que el tráfico de esclavos y las relaciones de servidumbre
contravienen por principio el desarrollo económico. En el segundo volumen
tuviste una oportunidad inmejorable de comprobar la validez de este enunciado,
la economía yanqui sureña, pero hete aquí que los negros desaparecen del índice
analítico y Lincoln solo figura de segundas. ¿A qué razones responde este olvido de la Guerra de Secesión? ¿Acaso el
movimiento abolicionista no constituye el epítome de las esperanzas fanáticas,
guerracivilistas y contrarias a la propiedad privada (sobre otros humanos) que
este libro pretende desmontar en términos históricos? ¿Las plantaciones
esclavistas desincentivaron quizás a los pequeños emprendedores
norteamericanos, como parecen implicar tus premisas analíticas, o todo lo
contrario?
AE: Que la sociedad esclavista sea ruinosa per se –uno de los temas
más estudiados en ambos volúmenes- solo puede parecer “una hipótesis bastante
polémica” omitiendo que era ya una evidencia para Montesquieu, y algo después
para Smith, a mediados del siglo XVIII. Me sorprende leer que “olvido” la
Guerra de Secesión, como si fuese un episodio nuclear o siquiera significativo
en una historia de la conciencia comunista.
Un nuevo
excurso afirma ahora: “¿Acaso el movimiento abolicionista no constituye el
epítome de las esperanzas fanáticas, guerracivilistas y contrarias a la
propiedad privada (sobre otros humanos) que este libro pretende desmontar en
términos históricos?”.
Pero partimos
aquí de un doble equívoco. No pretendo “desmontar” nada, sino tan solo
reconstruir una historia plagada de lagunas, sesgo y malentendidos. Con gusto intento aclarar qué quise decir
aquí y allá, aunque no puedo hacer lo mismo con los excursos sin invertir la
entrevista, porque –salvo error- dichas afirmaciones carecen de relevancia
alguna para lo analizado en ambos volúmenes, y penden de frases sueltas.
Por lo demás,
la cuestión supuestamente omitida se examina con bastante detalle en las
páginas 451-452, donde comprobamos que toda la prensa comunista inglesa toma
partido por el Sur, entendiendo que Lincoln “forma parte de la misma cruzada
capitalista, oculta ahora bajo una fraseología hipócrita”. También remito a la
monografía de Lichtheim como texto de apoyo sobre esa curiosa actitud de la
“vieja guardia” británica, que sencillamente no soporta la decadencia del
proteccionismo.
EC: Las mejores partes del libro (mis preferidas) tienen lugar allí
donde tomas parte por cierto bando inesperado. Por ejemplo cuando defiendes a
Saint-Simon ante la mala lectura realizada por Isaiah Berlin, quien quisiera
colgarle el sanbenito de comunista expropiador, cuando a tu juicio estamos más
bien ante un modelo de liberal socialmente comprometido, por decirlo
brevemente, apoyado sobre una historia realista (próxima a Hegel) del
desarrollo histórico. O cuando dices que desde un punto de vista liberal el
Tratado teológico-político «es como la
piedra miliar de las bóvedas antiguas [...] solo ella puede absorber las
tensiones de cada arco». Que alguien avise a los althusserianos: estaban
equivocados, el proscrito de Amsterdam no colabora para Le Monde Diplomatique. Dicho esto, ¿podrías resumir para el lego por qué gente tipo Keynes o Hayek tienen
más en común que en contra? ¿En qué consiste ese socialismo individualista
(verdadero oxímoron para muchos oídos) que Durkheim podría, dado el caso,
llegar a suscribir? ¿No me digas que los manuales del colegio (y de la
escuela austriaca) yerran cuando definen el socialismo como el elemento de
transición hacia el comunismo?
AE: Claro que afirmo tal cosa. Los
manuales españoles de colegio, y los universitarios, son la quintaesencia del
sesgo y la ignorancia sobre los orígenes del socialismo. Como el volumen entra
tan a fondo en la cuestión, me limito a recordar que el socialismo se adapta al
medio (como un termostato), mientras el comunismo permanece invariable (como un
reloj). Hay menciones a un socialismo mesiánico o “real”, pero se trata de
comunismo. El socialismo no puede estar reñido con el sufragio universal
secreto –como acontece, por cierto, en todas las democracias populares- sin
caer en la incoherencia de tomar al “trabajador” y al “pueblo” como un débil
mental, incapaz de autogobernarse. De ahí el comentario de Bernstein, alma
mater del SPD: “Si el socialismo no es un liberalismo comprometido con la
democracia solo será una doctrina mesiánica salvaje, alimentada por fanáticos
del recomenzar desde cero y el ‘tanto peor tanto mejor’”.
EC: Otro momento igualmente cojonudo sucede cuando arremetes contra
el llamado liberalismo maximalista, estilo Mises y Rothbard, quienes juzgan que
la crisis de fin de siècle
(1873-1896) y la existencia misma de ciclos económicos se debe «a las acrobacias sin red permitidas por el
papel moneda», acuñado por los bancos centrales sin el respaldo de un
ahorro efectivo. Según muchos, esta sería incluso la causa última de la crisis
actual. Tú posición respecto del
endeudamiento estaría digamos que entre dos aguas, la idea austriaca de que el
multiplicador keynesiano es «un
desideratum vestido de aparato matemático», y el «entender que a veces los Gobiernos deben gastar lo no ahorrado para
evitar males mayores». La frase más ambigua y repetida del libro quizás sea
«prosperidad y crisis se solicitan
recíprocamente», ¿en qué sentido? Aunque Hegel pensara que la Historia
no enseña nada, pues los vivos viven el presente desde una perspectiva
mayormente ahistórica, dime, ¿qué enseñanzas arroja Los enemigos del comercio para la situación vigente de la economía
en la Unión Europea?
AE: No se me alcanza por qué atribuir a Hegel que “la historia no
enseña nada”, cuando toda su obra insiste en lo contrario. En cuanto a las enseñanzas de mi investigación, espero que ayuden a
recortar la ignorancia sideral donde vivía yo antes de empezar a estudiar fenómenos
como la evolución del mercado financiero, el papel del empresario, la dinámica
del sindicalismo y sobre todo el contraste entre medios, fines y resultados
políticos. Me habría metido a investigar
esa materia aunque tuviese la seguridad de no publicarla nunca en vida, porque
necesitaba esa autoaclaración como un sediento beber, para morir más tranquilo.
A la luz de
los cuestionarios que evoca por ahora la publicación del libro compruebo que el
afán de averiguar datos desconocidos pesa incomparablemente menos que el deseo
de confirmar algo resuelto antes de estudiarlo, en unos casos porque el
entrevistador es pro y en otros porque es anti (libertad, mercado, riqueza,
mérito, incertidumbre, etcétera). Sin
embargo, ni una línea en Los enemigos del
comercio repite algo ya sabido, pues nace de la sorpresa correspondiente a no haber estado en lo cierto por lo que
respecta a tal o cual evento o matiz. Como superar la ignorancia gracias al
mero estudio es mi fuente primordial de satisfacción, resulta asombroso -y en parte
desazonador- que pasar del desiderátum a la verificación importe tan poco.
Cuatro de las cinco últimas entrevistas (todas ellas concedidas esta semana)
demuestran hasta qué punto insinuar o reafirmar asertos propios se sobrepone a
reconocer algo ignorado, o ponerlo en cuestión con fuentes alternativas. Eso
hace que lo fundamental de mi esfuerzo -mirar ecuánimemente el ayer- acabe en
propuesta de hablar sobre cualquier otra cosa.
EC: Una pregunta adicional sobre fórmulas políticas que podríamos
exportar a nuestro tiempo. La idea de estipular impuestos elevados sobre las
herencias, sangrar y distribuir aquella propiedad que depende de la cuna y de
la sucesión en lugar del mérito (nadie merece nacer en una familia rica o
pobre) aparece muchas veces en el siglo XIX. Tipos sociales tan distantes como
afines a cierto espíritu igualitario y meritocrático, tal que un aristócrata
libertario (Bakunin), un noble liberal (Saint-Simon) y un empresario
filantrópico (Carnegie: «quien muere rico
muere deshonrado»), formularon propuestas semejantes. No estás convencido,
sin embargo, acerca de las virtudes de la medida, pues «abolir el derecho sucesorio convirtiría a todos en dependientes de un
todopoderoso ministro de Hacienda», además de desincentivar el emprendizaje.
Pero no tiene por qué ser así. La temible dependencia puede variar según los
mecanismos de distribución de las oportunidades que acompañan a la riqueza, ya
sea indirectamente (inversión en servicios públicos) o directamente (Renta
Básica Universal). En cuanto a los
incentivos, huelga decir que el capitalismo meritocrático solo desmotiva a
quien quiera hacer del esfuero personal y las ventajas comparativas una suerte
de rancio abolengo, dando en sucesión a los hijos de los hijos una tierra que
--por definición-- será para quien la trabaje o de nadie. Por eso caen tan
mal los nuevos ricos de postín, porque hacen como los políticos en silencio,
suspiran melancólicos porque son ministros o accionistas en lugar de
emperadores o princesas. Por suerte, salvando la casta política, la heráldica
familiar y los títulos sucesorios parecen estar en franco retroceso. Y así
tiene que ser, ¿no?
AE: Nuevamente el excurso se sobrepone a la pregunta, y nuevamente
se simplifica lo que mi ensayo expone a propósito de “desincentivar el
emprendizaje”, un neologismo cuyo sentido quizá sea crear riqueza. Sigue un
“pero no tiene por qué ser así”, y el derecho sucesorio se pone en relación con
“caen tan mal los nuevos ricos de postín”. La frase termina con un “así tiene
que ser, ¿no?”
Salvo error u
omisión, aprendemos acerca de un fenómeno cuando exhumamos información al
respecto con paciencia y humildad, ya que meternos en lo estudiado a título de
fiscales o jueces no suele derramar luz sobre ello, y una medida cortés sugiere
esperar a que otros nos tengan por expertos en la materia. Me encantaría discutir lo que el libro expone sobre Saint-Simon y el
derecho de herencia, pero me lo impide el carácter asertórico del interrogante
planteado, donde la preferencia del entrevistador por escucharse a sí mismo
reduce la respuesta a sí o no.
EC: Dedicas un capítulo entero «Reconsiderando a Marx». ¿Y bien?
Además de tener «un genio satírico de
proporciones colosales, comparable con Aristófanes, Juvenal o Quevedo»,
¿cual sería los mayores logros intelectuales de este querido barbudo? Dado que
la teoría del valor-trabajo y en análisis de las clases sociales son el legado
de unos pensadores «burgueses»
anteriores que Marx nunca pudo completar del todo, según tu opinión porque se
topó con el marginalismo a tiempo, ¿acaso
no habría que valorar la confianza que Marx tenía en la clase obrera,
organizada y disciplinada, por oposición a las algaradas mesiánicas en nombre
de «los pobres de espíritu», los
estudiantes con mucho tiempo ocioso, los últimos que serán los primeros, y
demás sujetos que componen el paisaje político previo y posterior a 1848?
AE: Tras advertir que dedico un capítulo entero a la
reconsideración de Marx (colofón de otros, dos centrados en la concatenación de
su vida y su obra), la pregunta es un “¿y bien?”, seguida por “¿cuál serían los
mayores logros intelectuales de este querido barbudo?” Precisamente a ello se
dedica el espacio comprendido entre las páginas 369 y la 434, y me sorprende
dar por sabido -y mucho menos reconocido- que el concepto de clase social nada
le debe a Marx. Me costó bastante descubrir la obra recién hecha entonces por
Charles Comte, Thierry, etcétera, y sin ella no tendríamos punto de comparación
para su análisis del tema y el marxista. No
obstante, aclaro que el principal logro teórico del “querido barbudo” es a mi
juicio una ontología colectivista, cuya estructura remoza el reduccionismo
maniqueo. Como el bien y el mal en la cosmología de Mani, el hombre auténtico
–un yo/masa llamado también esencia genérica (Gattungswesen)- se contrapone al hombre individualista o no-hombre,
cuyo rasgo dominante es la tendencia a decidir por separado y acaparar. Más
conocida que esta ontología es su aplicación epistemológica, pues la codicia
del no-hombre le condena según Marx a ver las cosas aisladas de su devenir,
petrificadas. Esto remitiría a Heráclito, recordándonos la necesidad de captar
todo en su movimiento, pero al concentrar la estática en el individualista
ofrece más bien una idea cosificada de la cosificación. En vez de un engranaje
entre verbos y sustantivos –acciones y entidades- produce retahílas de epítetos
vehementes, como los 17 (que especifico en las páginas 420-421) a la hora de
definir a la mercancía.
En cuanto a
“¿acaso no habría que valorar la confianza que Marx tenía en la clase obrera,
organizada y disciplinada?”, no sé qué valor atribuir a una entelequia como la
“conciencia proletaria”, tras las abundantes aclaraciones hechas al respecto en
este volumen. Marx, Engels, Blanqui,
Bakunin, Lenin, Trotsky y Mao (también Fidel y el Che) fueron señoritos
mantenidos por sus familias, que nunca se ganaron la vida trabajando por cuenta
ajena ni propia, y Marx vio morir de hambre y frío a tres hijos cuando podía
traducir o dar clases en la academia de su colega Wolff. Me asombra también
ver omitida la crítica de Bakunin a la idea de “clase obrera organizada y
disciplinada”, quizá su análisis más lúcido. Echo de menos por último el
análisis sociológico del intelectual, que Schumpeter inauguró con la idea de
alguien tan incompetente en términos profesionales como eximio “evocando
resentimiento con cuadros de esclavitud y martirio”.
EC: No quiero dejar pasar la oportunidad de preguntarte sobre
antiguas trifulcas filosóficas, pues yo mismo soy estudiante de filosofía de
formación (mejor dicho: de vocación), y me resisto a olvidar aquella (a mi
juicio) fructífera polémica que tuviste hará trece años con Antonio
Fernández-Rañada. Fernández-Rañada pensaba entonces que Caos y Orden, el libro donde fundamentas el liberalismo sobre
argumentos científicos sacados de la física actual, confunde planos de
consideración, incurriendo en la falacia naturalista, cuando no forzando
analogías y generalizando consideraciones microscópicas que nada tienen que (a
primera vista) ver con cuestiones políticas. Visto con distancia y frialdad,
¿que sacas en claro de aquella polémica que a tantos tuvo en vilo? Puestos a elegir, ¿qué prefieres: un
muestrario histórico que argumente las ventajas del liberalismo sobre sus
competidores, dejando a otros el trabajo de fundamentación científica, o el
recurso a ciencias duras para hablar de las ventajas comparativas de la
libertad?
AE: En ningún momento Caos y Orden “fundamenta el liberalismo sobre
argumentos científicos sacados de la física actual”, y Fernández-Rañada no me
imputó tanto “forzar analogías y generalizar consideraciones microscópicas”
como ignorar la tabla del nueve y ser “posmoderno”. En su primer artículo no
percibió que uno de mis párrafos sobre la llamada teoría estándar parafraseaba
a Feynman, y alegando un “cómo se atreve a decir tal disparate” demostró
desconocer el QED de este último. Molesto por el desliz, y por lo que fui
objetando a cada uno de mis “groseros errores”, volvió a la carga con un
segundo artículo arropado por los de otros tres colegas, que pasaron de
considerar posmoderno el texto a llamarlo “bazofia” (véase el de Peregrín
Gutiérrez). Ninguno de esos artículos pasó en su análisis de la página 91 –en
un libro de 600-, limitándose a la parte que se centra en sociología de la
ciencia.
“Visto con
distancia y frialdad”, como permite el paso del tiempo, considero que la
primera parte de Caos y orden está
entre lo menos deficiente que haya escrito. Varios críticos ofrecieron “una
colección de invectivas impropia del debate científico” (J. Izquierdo,
“Leviatán y el atractor extraño: Escohotado, Sokal y la vida editorial,
Empiria, III, enero de 2000, pág. 111), sin perjuicio de que sus comentarios me
ayudaron a rectificar o matizar criterios, y lo agradecí expresamente en el
artículo de respuesta a todos (“Ciencia y cientismo”). Por lo demás, nunca me gustó del libro que sugiriese
siquiera transitar del telescopio a las urnas o de las estructuras disipativas
al catálogo de derechos civiles, algo que jamás propone pero quizá tampoco
descarta tajantemente. Al revisar la séptima edición, en 2011, suprimí el a
mi juicio único párrafo ambiguo en tal sentido, y comprobé de paso que los
capítulos dedicados a ingeniería financiera -concretamente al manejo de riesgos
guiado por el algoritmo inversor de Black y Scholes- ilustraban lo ocurrido dos
años después con el desplome de Lehmann Brothers. Por lo demás, sigo considerando valioso divulgar la obra de
Prigogine y Mandelbrot, entre otros estudiosos de la complejidad, aunque revolucionar
la termodinámica y disponer de una geometría adaptada a la realidad sigue sin
entrar en el programa de institutos y universidades, y los profesores que
denunciaron mi intrusismo pueden seguir aplazando su estudio.
En su día
lamenté que la polémica no considerase esas partes del ensayo, y por supuesto
toda su segunda mitad, de cuyos circunloquios acabó naciendo el proyecto de
repasar la historia del movimiento comunista. Espero haber contestado con esto
a la primera parte de la pregunta, que desemboca en la alternativa de
argumentar las ventajas de la libertad con el apoyo de la historia o con el de
las ciencias duras.
Esta segunda
cuestión me parece del mayor interés, así como fiel a la problemática que me
fue abriendo el curso de la vida. A la pregunta “¿qué prefieres?” respondo que la libertad se me ha impuesto como algo no
adjetivo sino substantivo. Si por liberalismo entendemos defensa de la libertad
como responsabilidad, ser liberal me parece inexcusable. Hay liberales
vacilantes, recelosos del prójimo en abstracto, como si el fundamento de la
libertad no pendiese de empezar defendiendo la ajena. Hay libertarios
entontecidos por odiar la responsabilidad. Hay también tarados, que
canalizan una existencia neurótica con vistas a lograr antes o después un summum imperium (“fuerza bruta”) sobre
su entorno, que quizá prosperan gracias a un quinto tipo de espíritu,
ejemplificado por el profeta Amós cuando maldice a “quienes disfrutan
tranquilamente”. El enemigo de la
libertad es también enemigo del comercio –entre otras muchas cosas-, y hoy
diría que solo ha descubierto la amistad basada en tener algún perseguidor
común. Mañana quizá averigüe algo más concreto sobre el asunto, pero en
términos generales pienso que el sí concentra la esencia, y el no solo nos vale
de modo transitorio –básicamente para derrocar a sucesivos campeones de la
servidumbre.
EC: Para terminar, una pregunta metodológica. Tiendes a señalar la
falta de aparato crítico en los teóricos del materialismo histórico, empezando
por la tesis de Marx sobre Demócrito y Epicuro, pésimamente documentada a tu
juicio. Sin embargo, a juzgar por el
índice bibliográfico de ambos tomos, tú mismo manejas un volumen de libros algo
discreto (30 páginas de títulos no es poco, pero tampoco mucho) para tratarse
de una historia del comunismo remontada hasta los primeros pobladores.
Autores clásicos hasta decir basta monopolizan las notas a pie de página,
abundan sobre todo las citas de Gibbons, Hayek, Hume o Schumpeter, incluyes
pocas (pero doctas) discusiones entre historiadores recientes, inclinando casi
siempre la balanza en beneficio de la «historia socialmente comprometida», y
muchas veces aparece Wikipedia como fuente última de información. No obstante,
muchos datos indican la presencia de fuentes primarias. En la Introducción
subrayaste que desde 2005 accedes a ellas gracias a Internet, y los capítulos
sobre el contexto de la Primera Internacional dan buena cuenta de cuanto habrás
usado el Marxist Internet Archive
para consultar determinados originales. Dime, por tanto, ¿cual dirías que
constituye el gran hallazgo de tus consultas en el archivo? Hay muchos
candidatos, yo apostaría por algunas anécdotas de la revuelta cantonalista,
como que Cartagena (Murcia) pidiera el ingreso en los Estados Unidos de
América, así que no seas modesto en detallar tus mejores bazas como archivista.
AE: No alego que la tesis doctoral de Marx esté “pésimamente
documentada”; aclaro más bien “su breve extensión, y un aparato crítico no
menos breve” (página 375, nota 26). De esa inexactitud pasamos a que mi índice
bibliográfico es “algo discreto”, pues la investigación se remonta “a los
primeros pobladores”. En fin.
Afortunadamente,
el excurso concluye con una pregunta sobre cuál me parece “el gran hallazgo”
derivado de las consultas, un interrogante
digno de respuesta. Quizá el más impensado fue el tratado antropológico
de Nordhoff, cuya primera versión estaba en una letra tan mala que estuve
tentado de no seguir leyendo. Me enseñó el detalle de las sociedades comunistas
fundadas en Norteamérica, y fenómenos igualmente poco conocidos entre nosotros
como los dos Despertares del país, y el tipo de feria/sínodo rural donde
maduraron mormones y otras sectas, cuya evolución resulta tan ilustrativa. Otros hitos fueron la Online Library of Liberty, donde puedes encontrar hasta la última
carta de Bentham, por ejemplo, y el admirable Marxists Internet Archive, que acaba de permitirme leer unos 6.300
documentos autógrafos de Lenin, y empezar así a hablar de su psique con
conocimiento de causa. Si me preguntas por figuras singulares, el
descubrimiento más insólito del tomo I fueron Amalric de Bène y el resto de los
“adeptos al libre espíritu”, coetáneos –cómo no- de la primera Hansa, otro
fenómeno del cual apenas sabía nada. Lo equivalente para el tomo II es Francis
Place, “el viejo calvo”, que me explicó mil cosas ignoradas sobre Inglaterra,
sencillamente con sus actos y unos pocos textos.
En cuanto al
aparato crítico, seguirá ampliándose sin perjuicio de seguir limitado a obras citadas.
Quizá no reparaste en lo sencillo que resulta transcribir bibliografías de
otros, en contraste con el rigor de limitar la cita a obras manejadas por uno
mismo.
[Publicada originalmente en Revista de Occidente. Enero 2014.]