Todavía no había terminado
Ernest Castro su traducción y Benito Brooks ya estaba allí. Una
virgen novicia en el templo la narrativa británica, cuya primera novela,
traducida a nuestro idioma hace poco, algunos consideran mierda de vaca. Esta
es la opinión mayoritaria en la prensa anglo, dice Benito, mientras enumera una
retahíla de periódicos, que quizá no lean las adolescentes londinenses, esas
que Benito penetra, mediante sus escritos, tanto en cuerpo como en alma. Pero
Ernest sí lee —cuan snob— las noticias en inglés: The Guardian, The Times, The Independent, The Observer, ¿quién no
sueña con codearse en el estrellato de la te,
la hache y la e? A la mierda con Brooks, concluye Castro. Tanta The junta no puede —no debe— despistar
su atención. Su tarea esa noche consiste en hacer de traductor gratuito para Sin Permiso, un semanario internauta, socialista y
republicano. En el campo de visión del madrileño se interpone, sin embargo, el resplandor
de los piercings del gloucesterciense, cuyo
labio facial superior está tan agujereado de tachuelas que, si uno pudiera ignorar las bien pagadas publicaciones anglosajonas, también podría —dado el caso— confundir la boca hipster de Benito Brooks con un morro chav, un hocico choni, unas fauces redneck
o cualquier cosa que brille en la oscuridad como si estuviera compuesto de
diamantes. A fin de cuentas, lo malo del cristalino fulgor que emana este Ernesto Hemingway sin barba
y tatuado, esta generación de turistócratas sin la virilidad de los de
antaño, esta Barcelona venida a menos en términos de barbarie, cuya plaza de
toros devino en centro comercial con mirador, es que —hasta donde sabemos— no
todo lo que resplandece tiene la calidad de Swarovski.
Y es que Benito Brooks vive de la
escritura. No me refiero a llenar cupones de la Once
o del Ministerio. Hacer quinielas no vale. En el centro de la córnea
amarillento-azulada de Brooks aparece una libra esterlina sometida a devaluación periódica conforme a la política monetaria de una nación soberana. En las cuencas de Castro,
por el contrario, solo un iris rescatado in
extremis por el BCE, una retina de €€€s a punto de transmutar en δραχμές, una triste pupila desahuciada. Una mierda de vaca,
vaya. Ya había terminado Benito Brooks su quinta novela y Ernest Castro todavía
estaba allí, tirando con su Beca de Movilidad, agradeciendo la piedad de La
Caixa, rezando en dirección a Wall St., escribiendo textos como ceros a la
izquierda —inútiles y todos los que quiera— mientras regala su fuerza de
trabajo intelectual a Sin Permiso,
descuidando sus obligaciones académicas, poniendo en peligro la posibilidad de
seguir viviendo del cuento, con moraleja en su caso incluida, pudiendo él
empalmar sucesivas subvenciones a la investigación, o cuanto menos intentarlo,
susurrando trapicheos en los departamentos de Filosofía, haciendo de
correveidile, en suma, como aspiraban hacer sus compañeros de clase —sí— sus uniformados
y burocratizados class comrades.
Visto lo visto, resulta preferible el transcribir 5.000 palabras por una causa
legítima en ambos idiomas, antes que perder los trabajos y las noches con cierta anarca de
pueblo, o recibir encargos de traducción por editoriales que nunca pagan, pues Hispañistan is different —Benito Brooks, amigo/my friend— y las narices de los traductores castellanos no soportan, aun
ingresando los billetes europeos suficientes, el peso de cuatro quilates
diamantinos. O eso piensa Ernest Castro. Mejor dicho, por Antoni Domènech:
Sin Permiso se hace gratis et amore, con la disciplina y con la generosidad de los viejos combatientes socialistas: de nuestros mayores anarcosindicalistas aprendimos que la disciplina sin generosidad es una ilusión farisaica; y de nuestros mayores marxistas, que la generosidad sin disciplina es una ilusión filistea.
En este brete tenemos, por
tanto, a nuestro joven traductor. Convertido en una cucaracha kafkiana porque
no tiene —porque le falta— una expresión castellana que haga las veces de epic fail. Castro está traduciendo un artículo,
firmado por William Black, sobre el último epic
fail de Niall Ferguson. En una reciente conferencia, Ferguson ha vuelto a
desmelenarse —y dale— otra vez diciendo que los keynesianos hipotecan el
futuro, estimulan la economía, ignoran el largo plazo, porque el pater familias de esta corriente
intelectual, John Maynard Keynes, era maricón perdido y no tuvo descendencia.
Este es el retrato robot aproximado: John, amante de alemanes; Maynard, cónyuge
de bailarinas; Keynes, declamador de versos. Según esta desastrosa calumnia
conservadora, el pensador británico estaría liberado de los lazos morales con
el mañana porque, no teniendo progenie alguna conocida, tampoco tendría interés in the long run, donde nuestros vivitos descendientes —con suerte— no estarán todos muertos. Por supuesto,
tomar esta lectura como una hipótesis válida para discutir sobre economía solo
reporta para los lectores una moralización infamante de los clásicos. ¿Cómo
expresar en español los matices del epic
fail fergusiano? Decir fracaso épico
sería asumir el propio como traductor. Algunos amigos dicen caerse con todo el equipo. Muy rebuscado para el economista que
intentó «discutir a un premio Nobel
de economía (Paul Krugman) en su propia especialidad». Otros recomiendan truño para la posteridad. Demasiado exacto para el historiador que
intentó «difuminar en la Historia la historia de su fracaso predictivo». ¿Qué
tal mierda de vaca? Dejémoslo en cagada memorable.