He aquí un artículo que escribí la primavera pasada sobre la presunta decadencia de Madrid, entonces un tema relativamente actual, que desde entonces ha estado reposando en la nevera de una revista, a la espera de su publicación, hasta que finalmente ha pasado la fecha de su caducidad y se ha visto abocado al mismo proceso de corrupción sublunar que señalamos aristotélicamente en el texto: los juicios sobre Madrid (a favor, en contra o neutros) el viento se los lleva todos sin remedio. En el artículo se cita el libro Thomas Piketty en francés no por esnobismo, que también, sino porque ese era el idioma en que yo lo había leído y todavía no se había traducido ni al castellano ni (creo recordar) al inglés; eso que me hubiera ahorrado. Lo mismo puede decirse de Victor Lenore, cuya opinión sobre la música hipster sí requería por aquel entonces de presentaciones y preliminares; no era una idea innata surgida por ciencia infusa. Supongo que habrá cientos de incorrecciones como éstas. Calificar a Pablo Iglesias “bestia parda de las tertulias” y publicarlo una semana después de la cantada histórica de llamarle “don Pantuflo” a Eduardo Inda en La Sexta Noche, un suicidio mediático en toda regla, más que incorrecto suena a juicio intempestivo, o visto desde otro punto de vista, absolutamente profético. Uno es hijo de su tiempo, pero el texto es eterno. Pasarán los años, nos olvidaremos, ¿será posible?, de Pablo Iglesias y de Eduardo Inda, pero ahí seguirá el texto. En Castra Castro somos muy amigos, ¡qué remedio!, del texto sin salario ni lector. Apiádense de este caso.
I.
La ambigüedad característica del
Anticristo, retratado en El día de la
bestia (Alex de la Iglesia, 1995) como un niño vagabundo que quizás traiga
el Armaggedon, pero también la salvadora παρουσία,
planea últimamente sobre la ciudad de Madrid, asolada por una depresión
económica que algunos perciben como oportunidad y el resto, la mayoría, como
desastre. Cualquier estado de la mente es transitorio, sin embargo, y los
medios de comunicación pasan del pesimismo a la euforia —véase el caso de Podemos o del Atlético de Madrid— en
menos que Herman Tertsch cambia de opinión sobre la prostitución en Eurovegas.
¿Cómo entender estos vaivenes de la opinión pública? Vamos por partes.
En octubre de 2013 El País publicó un
reportaje de Rafael Méndez y Álvaro de Cozar sobre la decadencia de Madrid. El
ABC respondió con un editorial donde decían que esta “gran capital europea” había sido la primera en salir de la recesión, que su renta per capital es un
38% superior a la media nacional y que concentra el 68% de toda la inversión
extranjera en España. Dejando de lado la referencia inútilmente performativa a
la salida de la crisis, pensar que la realidad se ajusta a tus deseos o a las
declaraciones del gobierno no deja de ser un síntoma de psicosis más que otra cosa, los
términos de la repuesta cavernaria tenían cierto aire de coña: la inversión
extranjera, como muestra Thomas Piketty en Le
capital au XXIe siècle, cumple una función menor en las economías boyantes
y saneadas; concederle importancia demuestra hasta qué punto nos peleamos los
españoles por las migajas del pastel y el dato de la renta per cápita no
explica cómo se distribuye la guita y quién la ha ganado exactamente. Guinea Ecuatorial tiene una renta per cápita de 34.000 €; Madrid de 31.500 €. Si no sumamos los apellidos de
las grandes fortunas y restamos los porcentajes de desigualdad, estas cifras no
dicen mucho.
No se hizo esperar la respuesta de la
izquierda cuarentona madrileña, desalojada de las instituciones desde mucho
antes del Tamayazo, pero notablemente revoltosa en las calles y en los textos
desde que sus miembros tenían 20-30 años. Con motivo por ejemplo del 11M.
Aquella manifa convocada via SMS la noche previa a las elecciones generales de 2004
reclamado veracidad sobre los atentados de la estación de Atocha pasará a los
anales del movimiento como paradigma de tecnología políticamente aprovechada.
Nada menos que la Comuna de MAD, según Toni Negri. O el No a la Guerra, que fue
el momento de confluencia de una serie de luchas que durante la
primera década del milenio sostuvieron agentes (en materia ambienta, política o cultural)
como Ecologistas en Acción, Rompamos el Silencio o La Dinamo, por decir uno de
cada palo. La respuesta izquierdista a El País, en realidad una precisión sobre
las premisas sociata-liberales del reportaje, estaba firmada por el
Observatorio Metropolitano, artífice entre otros libros de Madrid, ¿la suma de
todos?, un estudio del paradigma madrileño de especulación inmobiliaria, cuya
versión extendida para la totalidad del capitalismo hispano reciente
(1959-2010) la tradujo la New Left Review
a raíz del 15M.
El Observatorio Metropolitano comenzaba
subrayando la ausencia de una prensa local como factor central de la identidad
madrileña, demasiado asociada con el gobierno como para distinguirse con una
narrativa municipal propia. Y tienen razón. Pero resulta curioso que quienes
más hicieron porque hubiera un sistema de publicaciones independiente de los
beneficios comerciales y las limosnas autonómicas, ofreciendo libremente sus
contenidos y generando contrapesos a la influencia de la publicidad en la
prensa digital gracias a las suscripciones, el crowdfunding o las plantillas de
personal mínimo (véase el pionero rebelion.org, que lleva desde 1996 sin
gastarse una peseta en remunerar las colaboraciones, o recientemente eldiario.es, que se aplica el cuento de la
transparencia y publica anualmente sus balances de ingreso y gasto: dos
propuestas de información que terminan volviéndose modelos de emprendizaje capitalista,
el primero abriendo la veda de lo que es hoy escribir sin cobrar en Internet,
la visibilidad como único salario); resulta curioso —digo— que los miembros del
Observatorio Metropolitano, que publican con Traficantes de Sueños, la
editorial por excelencia del copyleft, no atribuyan la categoría de prensa
local a todas las cabeceras que han ido surgiendo al calor primero de la
cultura libre, principal campo de lucha contra el gobierno socialista (Ley
Sinde) antes del estallido de la burbuja urbanística, y luego del contexto
pos-15M: son periódicos como Diagonal, Madrilonia o La Marea (por no hablar del
canal de televisión vallecano —TeleK— donde se forjó esa bestia parda de las
tertulias llamada Pablo Iglesias, junto con los habituales de La Tuerka CMI)
los que han ido formando una narrativa madrileña subterránea sin necesidad del
chovinismo pueblerino (siempre he pensado que la ventaja de ser madrileño y de
izquierdas es ahorrarse el sentimiento de pertenencia de otras CCAA, que tu
prensa local hable de cosas más allá de tu nariz) ofreciendo la información que
permite contestar a El País con algo más que el sentimiento de superioridad que
suele gastar el Observatorio Metropolitano con sus oponentes ideológicos.
Hay que decir que el tiempo juega a favor
de los prudentes que esperan sentados en la puerta de su casa a ver pasar el
cadáver del enemigo: los replicadores y replicantes de El País no podían prever
que la imagen que ilustraba el reportaje, la Puerta de Sol hasta arriba de
detritus, se volvería en cuestión de meses en un emblema del triunfo plebeyo.
La huelga de basuras, una marea sin color. A todo esto, ¿cuál es el pigmento de
la suciedad? ¿Verde moco? ¿Marrón mierda? ¿Amarillo grasiento? Tanto monta, el
caso es que su victoria constató el poder de presión de la logística, el punto
ciego de las economías dizque posfordistas, que todavía requieren de los
servicios de transporte y de limpieza para seguir con las cosas de la iEconomy. El contraste con los mineros
asturianos que lucharon y perdieron, a pesar de haberlos recibido la multitud
con fuegos de artificio cuando marcharon hacia Madrid, cruzando en Moncloa el
Arco de la Victoria Facha entre gritos de “Madrid / obrero / saluda a los
mineros”, no puede ser más elocuente: desde el punto de vista del turismo,
columna del desarrollo de Hispañistán, no todos los cuellos azules valen lo
mismo. Limpieza sí, minería no.
Lo que sí resultaba predecible era el
éxito de la marea blanca. A diferencia de su homóloga educativa, larvada por la
sospecha de ineptitud que los alumnos suelen proyectar sobre unos funcionarios
visiblemente desorientados por las tropecientas reformas de enseñanzas medias
como hemos visto, mayoritaria y finalmente acomodados a la formación del mínimo
esfuerzo (todo afecto y dogma, los psicopedagogos les enseñaron a enseñar sin
tener antes que saber o aprender: malabarismo epistemológico a la altura del
maestro ignorante de Jacques Ranciere), la marea blanca sí que luchó contra un
atraco a mano armada. El modelo Alzira de
privatización/externalización/partenariado. You
name it: el hospital de Collado Villalba, cuya apertura estaba anunciada
para 2012, sigue virgen mientras redacto esta frase y cuesta 9000.000 € cada
mes que IDC Salud se embolsa por gestionar un edificio fantasma. El descalabro
del copago sanitario, sin embargo, tuvo mucho de división interna del PP, cuya
mano izquierda (extractiva) desconoce las operaciones de su mano ultraderecha
(españolista). Que por mucho que Cesar Molinas recurra a la palabra de Daron
Acemoglu y James Robinson en Why Nations
Fail?, las tan traídas y llevadas élites extractivas carecen de objetivos
clasistas uniformes y quien se desea, se pelea. Así Javier Fernández-Lasquetty,
barón de Sanitas y Adeslas en Madrid, decidió imitar el euro por receta de la
Generalitat justo cuando los abogados de Marino lo estaban denunciando ante el
Tribunal Constitucional por vulnerar la igualdad de todos los españoles (a
buenas horas con esas) y el privilegio impositivo del Estado (a Mariano lo que
es de Mariano). Conclusión: la capital del Reino, punta de lanza del movimiento
soberanista contra el gobierno.
Están locos estos neoliberales.
II.
Los reporteros de El País manifestaban su
preocupación porque “Madrid tampoco tiene una marca, una postal que identifique
la ciudad, un relato que la haga conocida e interesante”. Es una llorera
habitual. El ideal regulativo de la ciudad-postal parecía reclamar la
existencia a fines del siglo pasado de edificios elevados que los guiris puedan
siluetear y mandar corriendo a sus parientes. Los cuadros del Museo del Prado
satisfacían la máxima de Horacio, entretienen enseñando y lo hacen en voz
bajita, pero está visto que no daban la talla como skyline. Una vez tuvimos los
deseados rascacielos, Florentino Pérez mediante, las élites se vieron en el
brete de tener que rellenar de contenido ese páramo norteño llamado Business
Area, donde las hienas acechan día y noche. Llegó la obsesión por el
storytelling. Si no podemos ser NYC, la ciudad del cristal puesto en vertical,
tengamos un concepto de pertenencia indefinido como el “I Am Sterdam”. Así
podría reconstruirse la sinapsis neuronal que lleva a Oliva Muñoz-Rojas, la
experta en ¿sociología? que entrevistan para el reportaje de El País, a decir
que “Madrid es cool en si misma” precisamente porque carece de toda pretensión.
De toda narrativa.
Quizá tenga razón. El frenesí cultural
berlinés posterior a la caída del muro debe mucho a la falta de interés en
planificar que mostraron los dirigentes políticos, demasiado ocupados con los
problemas de unificación administrativa y transición a la economía de mercado
como para molestarse en desalojar a los okupas que se hacían cargo de los
edificios abandonados. Íbidem puede decirse de Nueva York: la acuñación del I
(love) NY por Milton Glaser, inspirado por la campaña publicitaria del Estado
de Virginia, que desde 1969 buscaba ganarse las pingües visitas de los hippies
con el lema “Virginia is for lovers”, lejos de reflejar el triunfo del verano del amor,
constataba su decadencia: en 1977 las finanzas de la alcaldía estaban en
quiebra mientras los clubes empezaban a vencer el pulso que tenían con los
conciertos típicamente sesenteros. Los logos para turistas, igual que la
lechuza de Minerva, levantan el vuelo demasiado tarde. El caso más extremo de
desfase tuvo lugar en los años 50, cuando algunos anglosajones siguieron
comprando la imagen de París, metrópoli de la vanguardia, y aguardaban cruzarse
con Ernest Hemingway en la rivera izquierda cuando este andaba en su periplo
taurino por España y aquella, la maltratada vanguardia, se la habían vendido a
los neoyorquinos a cambio de una victoria aliada. ¿Y qué es la Movida Madrileña
sino la rentabilización política de una efervescencia sociocultural que viene
de mucho atrás y que Tierno Galván no inventa sino simplemente instrumentaliza
a su favor?
Sin embargo, los articulistas parecen
molestos porque lo más reconocible de la capital sean los azulejos de imitación
del 100 Montaditos. Madrid = ciudad de franquicias. Valorar esta asociación
como algo negativo en nombre de alguna especie de mística del pequeño comercio,
más celebrado cuanto menos concurrido, suele ser signo de hipocresía, como si
la cerveza barata que los 100 Montaditos ofrece tirada en jarra no fuera un
signo de la integración europea, exótica cara a la galería, que reclaman las
agencias de viajes para España. Nos tragamos nuestras propias patrañas:
curiosamente, los consumidores preferenciales de estos establecimientos son
población nativa, lo que constata que una mentira contada dos veces se vuelve
realidad. Al menos para el mentiroso.
La comparativa con Barcelona es
inevitable, porque aquella se vende como una ciudad hasta arriba de bares
customizados donde puedes estar tomando birras hasta altas horas de la noche,
frente a los estrictos horarios madrileños. Nada más lejos de la verdad: si hay
una alcaldía paranoide con el civismo en el espacio público, esa es la de
Barcelona, que desde mucho antes de los Juegos Olímpicos apostó por extender un
modelo de plaza dura que facilitara la circulación, evitando los trapicheos ocultos
de las zonas ajardinadas, lo que supuso la inmediata conversión de la ciudad en
un skatepark mastodóntico. Fue peor la cura que la enfermedad, al menos desde
el punto de vista del vecindario, porque la oleada masiva de skaters puso al
alcalde en una situación comprometida. Podía apoyar a los skaters, consumidores
ostentosos y nuevo emblema de la ciudad, o a los habitantes de la ciudad, que
en última instancia son los que votan cada cuatro año y le renuevan en el
puesto. La solución de compromiso consiste en estipular penas de hasta 1.500 €
por patinar que nunca se aplican, apenas sobre cuatro chivos expiatorios.
Madrid va a la zaga en la conversión del espacio público en un solar donde
grabar spots de publicidad, pero buena parte de la deuda de 7.000 € que dejó
como legado Gallardón se invirtió en soterrar autopistas y calles para dejar
espacio a la tierra prensa y el granito, como es el caso de Madrid Río o el
Paseo de la Castellana.
En el ámbito musical, el crítico musical
Victor Lenore ha subrayado la decadencia y recuperación del hipsterismo
madrileño, articulado en torno a locales como el Wurlitzer o la sala
Maravillas, abierta de nuevo esta última después de varios meses cerrada por
rentabilidad deficiente. Un eterno retorno medio zombie del elitismo gafapasta
que Lenore contrapone a sitios como Fabrik, la discoteca poligonera por
excelencia, de forma un tanto maniquea. Hay que recordar, como señala Eloy
Fernández Porta, que los llamados hipsters, lejos de ser aristócratas que
humillan a los situados inmediatamente después en la cadena social, es gente
que ha comprado su vuelo de ida a la clase media a través del consumo ostentoso
de ropa y cultura. Pero hay algo de verdad. Sinónimo de bondad clasista para
todo aquel que conceda carta blanca de autenticidad proletaria a los pokeros,
es cierto que Fabrik ha pasado sin pena ni gloria por la prensa musical
española a pesar de obtener repetidas veces la distinción de mejor sala tecno
del año en Europa que concede la revista DJ Mag.
Nos gustaría hablar de espacios
underground en la estela de La Faena II, un garaje en el barrio de Suanzes
donde la teoría de David Byrne sobre los espacios, que cada música tiene el
suyo, se hace patente, pero se trata de un caso aislado. La novedad de Madrid
es la falta radical de espacios musicales con menos de treinta años a las
espaldas, una carencia que tiene unos efectos particulares. A falta de espacios
públicos para escuchar música, la gente suele practicar el llamado sodcasting,
escuchar música a todo tren desde el móvil. Lo que ha generado respuestas como
el movimiento MEMPEC (Métete El Movil Por El Culo) o el Semilla Boombox en
Villaverde Alto: un sistema de altavoces en una cancha de baloncesto donde
puedes reproducir música desde tu móvil. El problema es que hay gente que quiere
escuchar el “Cara al Sol” y no son una minoría; durante varias semanas
estuvo sonando de manera ininterrumpida el himno de la falange. Dentro del
apartado sonoro también estarían proyectos como SoundReaders, que intentaron
recuperar la memoria auditiva del Matadero, una vez convertido en avanzadilla
de la gentrificación hipster en el barrio de Arganzuela, entrevistando a los
jubilados que trabajaron como matarifes en el edificio: una reflexión sobre la
reconversión industrial española, varias décadas después de las medidas de
Solchaga.
El mínimo común denominador de la escena
cultural emergente madrileña seguramente sea la mentalidad empresarial,
revestida del discurso de la knowledge economy. Un ejemplo sería el Vivero de
Iniciativas Ciudadanas, que pretende poner en contacto iniciativas barriales de
apropiación del espacio público con el mismo espíritu de las Credital Default
Swaps de Wall Street. Otro caso serían los espacios de coworking: solo seis
años del arranque del fenómeno, somos el tercer país con más centros de este
tipo, 10 más en Madrid que en Barcelona, y se calcula que hay unos 7.000
freelances y startups, nombre finolis para el autónomo y la pequeña burguesía
de toda la vida. Uno de los centros de coworking más concurridos está pared con
pared con el MediaLab Prado, un espacio de trabajo multimedia que encarna todas
las tensiones irresueltas de lo que se llama el procomún. Tachado de
neoliberales y promotores de la irresponsabilidad estatal por los apocalípticos
(en el sentido de Umberto Eco) de la revista Brumaria, los defensores del
procomún suelen sacar adelante proyectos empresariales con externalidades
culturales positivas. En el caso del MediaLab, puede haber en paralelo una
fiesta de Mahou y un congreso de Sociología Ordinaria, montado por Amparo Lasen
y Elena Casado. Todos estos sitios se venden como plataformas de acumulación de
capital social, motores del networking colaborativo, pero los rendimientos
económicos de tanta brainstorm están todavía por demostrar; por ahora solo
puede decirse que la gente paga para no estar sola y obligarse a quitarse el
pijama. Como pasa con el gimnasio, el coworking es la cara B de una vida
sedentaria marcada por los contactos personales de superficie.