28 de enero de 2015

Auge y caída de Madrid.

He aquí un artículo que escribí la primavera pasada sobre la presunta decadencia de Madrid, entonces un tema relativamente actual, que desde entonces ha estado reposando en la nevera de una revista, a la espera de su publicación, hasta que finalmente ha pasado la fecha de su caducidad y se ha visto abocado al mismo proceso de corrupción sublunar que señalamos aristotélicamente en el texto: los juicios sobre Madrid (a favor, en contra o neutros) el viento se los lleva todos sin remedio. En el artículo se cita el libro Thomas Piketty en francés no por esnobismo, que también, sino porque ese era el idioma en que yo lo había leído y todavía no se había traducido ni al castellano ni (creo recordar) al inglés; eso que me hubiera ahorrado. Lo mismo puede decirse de Victor Lenore, cuya opinión sobre la música hipster sí requería por aquel entonces de presentaciones y preliminares; no era una idea innata surgida por ciencia infusa. Supongo que habrá cientos de incorrecciones como éstas. Calificar a Pablo Iglesias bestia parda de las tertulias” y publicarlo una semana después de la cantada histórica de llamarle “don Pantuflo” a Eduardo Inda en La Sexta Noche, un suicidio mediático en toda regla, más que incorrecto suena a juicio intempestivo, o visto desde otro punto de vista, absolutamente profético. Uno es hijo de su tiempo, pero el texto es eterno. Pasarán los años, nos olvidaremos, ¿será posible?, de Pablo Iglesias y de Eduardo Inda, pero ahí seguirá el texto. En Castra Castro somos muy amigos, ¡qué remedio!, del texto sin salario ni lector. Apiádense de este caso.


I.
      La ambigüedad característica del Anticristo, retratado en El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995) como un niño vagabundo que quizás traiga el Armaggedon, pero también la salvadora παρουσία, planea últimamente sobre la ciudad de Madrid, asolada por una depresión económica que algunos perciben como oportunidad y el resto, la mayoría, como desastre. Cualquier estado de la mente es transitorio, sin embargo, y los medios de comunicación pasan del pesimismo a la euforia —véase el caso de Podemos o del Atlético de Madrid— en menos que Herman Tertsch cambia de opinión sobre la prostitución en Eurovegas. ¿Cómo entender estos vaivenes de la opinión pública? Vamos por partes.
      En octubre de 2013 El País publicó un reportaje de Rafael Méndez y Álvaro de Cozar sobre la decadencia de Madrid. El ABC respondió con un editorial donde decían que esta “gran capital europea había sido la primera en salir de la recesión, que su renta per capital es un 38% superior a la media nacional y que concentra el 68% de toda la inversión extranjera en España. Dejando de lado la referencia inútilmente performativa a la salida de la crisis, pensar que la realidad se ajusta a tus deseos o a las declaraciones del gobierno no deja de ser un síntoma de psicosis más que otra cosa, los términos de la repuesta cavernaria tenían cierto aire de coña: la inversión extranjera, como muestra Thomas Piketty en Le capital au XXIe siècle, cumple una función menor en las economías boyantes y saneadas; concederle importancia demuestra hasta qué punto nos peleamos los españoles por las migajas del pastel y el dato de la renta per cápita no explica cómo se distribuye la guita y quién la ha ganado exactamente. Guinea Ecuatorial tiene una renta per cápita de 34.000 €; Madrid de 31.500 €. Si no sumamos los apellidos de las grandes fortunas y restamos los porcentajes de desigualdad, estas cifras no dicen mucho.
      No se hizo esperar la respuesta de la izquierda cuarentona madrileña, desalojada de las instituciones desde mucho antes del Tamayazo, pero notablemente revoltosa en las calles y en los textos desde que sus miembros tenían 20-30 años. Con motivo por ejemplo del 11M. Aquella manifa convocada via SMS la noche previa a las elecciones generales de 2004 reclamado veracidad sobre los atentados de la estación de Atocha pasará a los anales del movimiento como paradigma de tecnología políticamente aprovechada. Nada menos que la Comuna de MAD, según Toni Negri. O el No a la Guerra, que fue el momento de confluencia de una serie de luchas que durante la primera década del milenio sostuvieron agentes (en materia ambienta, política o cultural) como Ecologistas en Acción, Rompamos el Silencio o La Dinamo, por decir uno de cada palo. La respuesta izquierdista a El País, en realidad una precisión sobre las premisas sociata-liberales del reportaje, estaba firmada por el Observatorio Metropolitano, artífice entre otros libros de Madrid, ¿la suma de todos?, un estudio del paradigma madrileño de especulación inmobiliaria, cuya versión extendida para la totalidad del capitalismo hispano reciente (1959-2010) la tradujo la New Left Review a raíz del 15M.
      El Observatorio Metropolitano comenzaba subrayando la ausencia de una prensa local como factor central de la identidad madrileña, demasiado asociada con el gobierno como para distinguirse con una narrativa municipal propia. Y tienen razón. Pero resulta curioso que quienes más hicieron porque hubiera un sistema de publicaciones independiente de los beneficios comerciales y las limosnas autonómicas, ofreciendo libremente sus contenidos y generando contrapesos a la influencia de la publicidad en la prensa digital gracias a las suscripciones, el crowdfunding o las plantillas de personal mínimo (véase el pionero rebelion.org, que lleva desde 1996 sin gastarse una peseta en remunerar las colaboraciones, o recientemente eldiario.es, que se aplica el cuento de la transparencia y publica anualmente sus balances de ingreso y gasto: dos propuestas de información que terminan volviéndose modelos de emprendizaje capitalista, el primero abriendo la veda de lo que es hoy escribir sin cobrar en Internet, la visibilidad como único salario); resulta curioso —digo— que los miembros del Observatorio Metropolitano, que publican con Traficantes de Sueños, la editorial por excelencia del copyleft, no atribuyan la categoría de prensa local a todas las cabeceras que han ido surgiendo al calor primero de la cultura libre, principal campo de lucha contra el gobierno socialista (Ley Sinde) antes del estallido de la burbuja urbanística, y luego del contexto pos-15M: son periódicos como Diagonal, Madrilonia o La Marea (por no hablar del canal de televisión vallecano —TeleK— donde se forjó esa bestia parda de las tertulias llamada Pablo Iglesias, junto con los habituales de La Tuerka CMI) los que han ido formando una narrativa madrileña subterránea sin necesidad del chovinismo pueblerino (siempre he pensado que la ventaja de ser madrileño y de izquierdas es ahorrarse el sentimiento de pertenencia de otras CCAA, que tu prensa local hable de cosas más allá de tu nariz) ofreciendo la información que permite contestar a El País con algo más que el sentimiento de superioridad que suele gastar el Observatorio Metropolitano con sus oponentes ideológicos.
      Hay que decir que el tiempo juega a favor de los prudentes que esperan sentados en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver del enemigo: los replicadores y replicantes de El País no podían prever que la imagen que ilustraba el reportaje, la Puerta de Sol hasta arriba de detritus, se volvería en cuestión de meses en un emblema del triunfo plebeyo. La huelga de basuras, una marea sin color. A todo esto, ¿cuál es el pigmento de la suciedad? ¿Verde moco? ¿Marrón mierda? ¿Amarillo grasiento? Tanto monta, el caso es que su victoria constató el poder de presión de la logística, el punto ciego de las economías dizque posfordistas, que todavía requieren de los servicios de transporte y de limpieza para seguir con las cosas de la iEconomy. El contraste con los mineros asturianos que lucharon y perdieron, a pesar de haberlos recibido la multitud con fuegos de artificio cuando marcharon hacia Madrid, cruzando en Moncloa el Arco de la Victoria Facha entre gritos de “Madrid / obrero / saluda a los mineros”, no puede ser más elocuente: desde el punto de vista del turismo, columna del desarrollo de Hispañistán, no todos los cuellos azules valen lo mismo. Limpieza sí, minería no.
      Lo que sí resultaba predecible era el éxito de la marea blanca. A diferencia de su homóloga educativa, larvada por la sospecha de ineptitud que los alumnos suelen proyectar sobre unos funcionarios visiblemente desorientados por las tropecientas reformas de enseñanzas medias como hemos visto, mayoritaria y finalmente acomodados a la formación del mínimo esfuerzo (todo afecto y dogma, los psicopedagogos les enseñaron a enseñar sin tener antes que saber o aprender: malabarismo epistemológico a la altura del maestro ignorante de Jacques Ranciere), la marea blanca sí que luchó contra un atraco a mano armada. El modelo Alzira de privatización/externalización/partenariado. You name it: el hospital de Collado Villalba, cuya apertura estaba anunciada para 2012, sigue virgen mientras redacto esta frase y cuesta 9000.000 € cada mes que IDC Salud se embolsa por gestionar un edificio fantasma. El descalabro del copago sanitario, sin embargo, tuvo mucho de división interna del PP, cuya mano izquierda (extractiva) desconoce las operaciones de su mano ultraderecha (españolista). Que por mucho que Cesar Molinas recurra a la palabra de Daron Acemoglu y James Robinson en Why Nations Fail?, las tan traídas y llevadas élites extractivas carecen de objetivos clasistas uniformes y quien se desea, se pelea. Así Javier Fernández-Lasquetty, barón de Sanitas y Adeslas en Madrid, decidió imitar el euro por receta de la Generalitat justo cuando los abogados de Marino lo estaban denunciando ante el Tribunal Constitucional por vulnerar la igualdad de todos los españoles (a buenas horas con esas) y el privilegio impositivo del Estado (a Mariano lo que es de Mariano). Conclusión: la capital del Reino, punta de lanza del movimiento soberanista contra el gobierno.
      Están locos estos neoliberales.


II.
      Los reporteros de El País manifestaban su preocupación porque “Madrid tampoco tiene una marca, una postal que identifique la ciudad, un relato que la haga conocida e interesante”. Es una llorera habitual. El ideal regulativo de la ciudad-postal parecía reclamar la existencia a fines del siglo pasado de edificios elevados que los guiris puedan siluetear y mandar corriendo a sus parientes. Los cuadros del Museo del Prado satisfacían la máxima de Horacio, entretienen enseñando y lo hacen en voz bajita, pero está visto que no daban la talla como skyline. Una vez tuvimos los deseados rascacielos, Florentino Pérez mediante, las élites se vieron en el brete de tener que rellenar de contenido ese páramo norteño llamado Business Area, donde las hienas acechan día y noche. Llegó la obsesión por el storytelling. Si no podemos ser NYC, la ciudad del cristal puesto en vertical, tengamos un concepto de pertenencia indefinido como el “I Am Sterdam”. Así podría reconstruirse la sinapsis neuronal que lleva a Oliva Muñoz-Rojas, la experta en ¿sociología? que entrevistan para el reportaje de El País, a decir que “Madrid es cool en si misma” precisamente porque carece de toda pretensión. De toda narrativa.
      Quizá tenga razón. El frenesí cultural berlinés posterior a la caída del muro debe mucho a la falta de interés en planificar que mostraron los dirigentes políticos, demasiado ocupados con los problemas de unificación administrativa y transición a la economía de mercado como para molestarse en desalojar a los okupas que se hacían cargo de los edificios abandonados. Íbidem puede decirse de Nueva York: la acuñación del I (love) NY por Milton Glaser, inspirado por la campaña publicitaria del Estado de Virginia, que desde 1969 buscaba ganarse las pingües visitas de los hippies con el lema “Virginia is for lovers”, lejos de reflejar el triunfo del verano del amor, constataba su decadencia: en 1977 las finanzas de la alcaldía estaban en quiebra mientras los clubes empezaban a vencer el pulso que tenían con los conciertos típicamente sesenteros. Los logos para turistas, igual que la lechuza de Minerva, levantan el vuelo demasiado tarde. El caso más extremo de desfase tuvo lugar en los años 50, cuando algunos anglosajones siguieron comprando la imagen de París, metrópoli de la vanguardia, y aguardaban cruzarse con Ernest Hemingway en la rivera izquierda cuando este andaba en su periplo taurino por España y aquella, la maltratada vanguardia, se la habían vendido a los neoyorquinos a cambio de una victoria aliada. ¿Y qué es la Movida Madrileña sino la rentabilización política de una efervescencia sociocultural que viene de mucho atrás y que Tierno Galván no inventa sino simplemente instrumentaliza a su favor?
      Sin embargo, los articulistas parecen molestos porque lo más reconocible de la capital sean los azulejos de imitación del 100 Montaditos. Madrid = ciudad de franquicias. Valorar esta asociación como algo negativo en nombre de alguna especie de mística del pequeño comercio, más celebrado cuanto menos concurrido, suele ser signo de hipocresía, como si la cerveza barata que los 100 Montaditos ofrece tirada en jarra no fuera un signo de la integración europea, exótica cara a la galería, que reclaman las agencias de viajes para España. Nos tragamos nuestras propias patrañas: curiosamente, los consumidores preferenciales de estos establecimientos son población nativa, lo que constata que una mentira contada dos veces se vuelve realidad. Al menos para el mentiroso.
      La comparativa con Barcelona es inevitable, porque aquella se vende como una ciudad hasta arriba de bares customizados donde puedes estar tomando birras hasta altas horas de la noche, frente a los estrictos horarios madrileños. Nada más lejos de la verdad: si hay una alcaldía paranoide con el civismo en el espacio público, esa es la de Barcelona, que desde mucho antes de los Juegos Olímpicos apostó por extender un modelo de plaza dura que facilitara la circulación, evitando los trapicheos ocultos de las zonas ajardinadas, lo que supuso la inmediata conversión de la ciudad en un skatepark mastodóntico. Fue peor la cura que la enfermedad, al menos desde el punto de vista del vecindario, porque la oleada masiva de skaters puso al alcalde en una situación comprometida. Podía apoyar a los skaters, consumidores ostentosos y nuevo emblema de la ciudad, o a los habitantes de la ciudad, que en última instancia son los que votan cada cuatro año y le renuevan en el puesto. La solución de compromiso consiste en estipular penas de hasta 1.500 € por patinar que nunca se aplican, apenas sobre cuatro chivos expiatorios. Madrid va a la zaga en la conversión del espacio público en un solar donde grabar spots de publicidad, pero buena parte de la deuda de 7.000 € que dejó como legado Gallardón se invirtió en soterrar autopistas y calles para dejar espacio a la tierra prensa y el granito, como es el caso de Madrid Río o el Paseo de la Castellana.
      En el ámbito musical, el crítico musical Victor Lenore ha subrayado la decadencia y recuperación del hipsterismo madrileño, articulado en torno a locales como el Wurlitzer o la sala Maravillas, abierta de nuevo esta última después de varios meses cerrada por rentabilidad deficiente. Un eterno retorno medio zombie del elitismo gafapasta que Lenore contrapone a sitios como Fabrik, la discoteca poligonera por excelencia, de forma un tanto maniquea. Hay que recordar, como señala Eloy Fernández Porta, que los llamados hipsters, lejos de ser aristócratas que humillan a los situados inmediatamente después en la cadena social, es gente que ha comprado su vuelo de ida a la clase media a través del consumo ostentoso de ropa y cultura. Pero hay algo de verdad. Sinónimo de bondad clasista para todo aquel que conceda carta blanca de autenticidad proletaria a los pokeros, es cierto que Fabrik ha pasado sin pena ni gloria por la prensa musical española a pesar de obtener repetidas veces la distinción de mejor sala tecno del año en Europa que concede la revista DJ Mag.
      Nos gustaría hablar de espacios underground en la estela de La Faena II, un garaje en el barrio de Suanzes donde la teoría de David Byrne sobre los espacios, que cada música tiene el suyo, se hace patente, pero se trata de un caso aislado. La novedad de Madrid es la falta radical de espacios musicales con menos de treinta años a las espaldas, una carencia que tiene unos efectos particulares. A falta de espacios públicos para escuchar música, la gente suele practicar el llamado sodcasting, escuchar música a todo tren desde el móvil. Lo que ha generado respuestas como el movimiento MEMPEC (Métete El Movil Por El Culo) o el Semilla Boombox en Villaverde Alto: un sistema de altavoces en una cancha de baloncesto donde puedes reproducir música desde tu móvil. El problema es que hay gente que quiere escuchar el “Cara al Sol” y no son una minoría; durante varias semanas estuvo sonando de manera ininterrumpida el himno de la falange. Dentro del apartado sonoro también estarían proyectos como SoundReaders, que intentaron recuperar la memoria auditiva del Matadero, una vez convertido en avanzadilla de la gentrificación hipster en el barrio de Arganzuela, entrevistando a los jubilados que trabajaron como matarifes en el edificio: una reflexión sobre la reconversión industrial española, varias décadas después de las medidas de Solchaga.
      El mínimo común denominador de la escena cultural emergente madrileña seguramente sea la mentalidad empresarial, revestida del discurso de la knowledge economy. Un ejemplo sería el Vivero de Iniciativas Ciudadanas, que pretende poner en contacto iniciativas barriales de apropiación del espacio público con el mismo espíritu de las Credital Default Swaps de Wall Street. Otro caso serían los espacios de coworking: solo seis años del arranque del fenómeno, somos el tercer país con más centros de este tipo, 10 más en Madrid que en Barcelona, y se calcula que hay unos 7.000 freelances y startups, nombre finolis para el autónomo y la pequeña burguesía de toda la vida. Uno de los centros de coworking más concurridos está pared con pared con el MediaLab Prado, un espacio de trabajo multimedia que encarna todas las tensiones irresueltas de lo que se llama el procomún. Tachado de neoliberales y promotores de la irresponsabilidad estatal por los apocalípticos (en el sentido de Umberto Eco) de la revista Brumaria, los defensores del procomún suelen sacar adelante proyectos empresariales con externalidades culturales positivas. En el caso del MediaLab, puede haber en paralelo una fiesta de Mahou y un congreso de Sociología Ordinaria, montado por Amparo Lasen y Elena Casado. Todos estos sitios se venden como plataformas de acumulación de capital social, motores del networking colaborativo, pero los rendimientos económicos de tanta brainstorm están todavía por demostrar; por ahora solo puede decirse que la gente paga para no estar sola y obligarse a quitarse el pijama. Como pasa con el gimnasio, el coworking es la cara B de una vida sedentaria marcada por los contactos personales de superficie. 

27 de enero de 2015

Ficcion y aflicción.

Julian Barnes ha escrito una novela que pasará a la historia como uno de los clásicos de la literatura sobre el duelo junto con Una pena en observación de C. S. Lewis y El año del pensamiento mágico de Jean Didion, entre otras cimas de ese género a caballo entre la autobiografía y la imaginación que se viene llamando autoficción, que en este caso también tiene mucho de autoflicción, la capacidad que caracteriza a la escritura en tanto que provocación a provocación de emociones se refiere. Niveles de vida no es un título más dentro de la dilatada trayectoria novelística de Julian Barnes, un título menor, pensarán los que hayan leído la solapa, a juzgar por su extensión, su temática y los premios que ha recibido, que por el momento son cero. Todo lo contrario: es justamente la falta de reconocimiento oficial, la extensión comedida y la temática absolutamente personal, casi intransferible, lo que hace de este texto el más personal de los que ha escrito Julian Barnes. Todo lo demás, los galardones y la presentación en sociedad, es puramente contextual, como aclara cuando habla de la caída de Lehman Brothers:

“Decían que todo el sistema financiero quizá estuviese a punto de desplomarse y arder, pero no me inquietó. Si el dinero no había podido salvar a mi mujer, ¿para qué servía y qué sentido tenía salvarle el pellejo al sistema? Decían que el clima del planeta estaba alcanzando un punto sin retorno, pero si por mí fuese bien podía llegar a ese punto y sobrepasarlo.”

Y es que Niveles de vida versa en realidad sobre la muerte de la esposa de Julian Barnes. La composición deslavazada de la novela revela que estamos ante un Frankenstein sentimental compuesto a partir de una confesión muy íntima sobre lo que supone perder a un ser querido. Es la tercera parte de la novela la que contiene el cogollo de la cuestión. Las reflexiones previas, sobre ir en globo, Nadar, Victor Hugo y la lucha del hombre contra el principio de gravedad, no hacen sino anticipar metafóricamente el abismo (la gravedad emocional) que se abre bajo los pies del protagonista en las últimas cincuenta páginas del relato. Si la pregunta principal de la posmodernidad, según Jean Baudrillard, era ¿qué hacer después de la fiesta?, la pregunta que gravita sobre Julian Barnes es ¿qué hacer después de la muerte? Huelga decir que la muerte es siempre la muerte del otro. La imposibilidad ontológica de vivir la muerte en carne propia es un tema que se remonta hasta Epicuro. Derrida ha dedicado sus mejores páginas, las escritas con motivo de la muerte de sus amigos, a demostrar —por decirlo en palabras de Protágoras— que nada muerto nos es ajeno. Uno de los engorros de tener conciencia de la identidad personal a través del tiempo es la observación de cómo desaparecen todas las cosas. La ausencia del presente y la presencia de lo ausente se llama, hasta donde uno alcanza, el recordar y tener memoria. No hace falta acudir al verso de Rilke sobre el oído como el templo de los muertos para saberlo.
La aproximación de Julian Barnes es más intuitiva y seguramente genial. “Entonces, ¿cómo te sientes? Como si te hubieras caído desde una altura de sesenta metros, consciente en todo momento, y hubieras aterrizado con los pies por delante en un arriate de rosas, con un impacto tan fuerte que te ha clavado en la tierra hasta las rodillas, y una conmoción que te ha reventado los órganos internos y los ha proyectado fuera de tu cuerpo. Así se siente uno, ¿y por qué debería parecer otra cosa?” A partir de este párrafo cobran sentido las conversaciones ingeniosas de la segunda parte con Madame Sarah como protagonista, una exhibición de la agilidad wildeana que caracteriza a Julian Barnes. Madame Sarah es una globonoica. Literalmente vive en las nubes. Quiere cumplir el sueño de Victor Hugo y François Aragó: alcanzar la democracia a través de la ingravidad, un viejo sueño de la izquierda. No hace falta recordar las palabras de José Luis Rodríguez Zapatero en la cumbre de Copenhague de 2010 para recordar que la Tierra carece de dueño; como mucho será cosa del viento. Esto engarza con el aristotelismo que contienen las abuelas: toda entidad sublunar está sometida a la corrupción y eventualmente a la muerte por culpa del tiempo. La vida son dos días, vaya.
Julian Barnes tiene un sentido del tiempo revolucionario. Sitúa el año cero de su novela en el momento de la pérdida. Su poética, en último término, es la de Machado: se canta lo que se pierde, no tanto porque se quiera su retorno, sino más bien porque "la naturaleza es tan precisa, duele exactamente como el valor de la pérdida, así que en cieto modo disfrutas del dolor, creo". Estas son las palabras de un persona que quisiera emular Orfeo, cuya hazaña no consiste en bajar a las moradas de los dioses ctónicos o persuadirles de que liberen a Eurídice, cuanto echar a perder todo lo conseguido por un momento de duda. Es esa entrega incondicional a la duda, bastante próxima filosóficamente al absurdo de Kierkegaard (recordemos que Abraham confía en el absurdo mandato de sacrificar a Isaac como un cordero), la que está detrás de la posición existencial del personaje principal de esta novela.
A diferencia de lo que sucede en Una pena en observación, la magistral descripción de la relación que tuvieron C. S. Lewis y Helen Joy Davidson Gresham, en Niveles de vida no cumple ningún papel Dios. Si aquella era una relación típica de la década de los 50s, donde la religión tenía una presencia relativamente importante, ésta, la relación entre Julian Barnes, él mismo y su versión novelada, es radicalmente agnóstica en cuanto a supuestos trascendentes se refiere. Aquí aparece finalmente la dimensión sociológica del relato, por qué Niveles de vida tiene interés como diagnóstico de la secularización que han atravesado las sociedades complejas, especialmente las europeas. El cambio es drástico. Las metáforas de C. S. Lewis son bíblicas; las de Julian Barnes paganas. Allí donde estaba la figura del patriarca envejeciendo junto a la prole tenemos ahora una metáfora claramente apolínea: el problema del amor consiste en elevarse y casi tocar el cielo. Como Ícaro y sus alas de cera, mayor será la caida cuanto más alto hayas llegado. Pero de fondo está la misma pregunta: ¿por qué quienes vivieron juntos han de morir por separado? Romeo y Julieta ofrecieron una alternativa, no demasiado esperanzadora, a este dilema. La novelización de la pena, la conversión del duelo en tema de escritura, es la alternativa a la que recurre Julian Barnes, con bastante éxito por cierto.

Igual que sucede en El año del pensamiento mágico, el libro que Joan Didion dedica a la muerte de los miembros de su familiar nuclear, su marido John Gregory Dunne y su hija Quintana, el tema principal de Niveles de vida no es sino la dependencia como categoría antropológica ineludible. Allí donde la Ilustración y el nacionalismo enarbola la bandera de la independencia como ideal regulativo, ya sea bajo la forma del individuo autónomo que se atreve a pensar, ya sea bajo la forma del Estado soberano, la microhistoria de Joan Didion y Julian Barnes apunta en el sentido contrario: la dependencia es ineludible en tanto estamos unidos por lazos de solidaridad mecánica (que diría Durkheim) que hacen imposible la vida digna, la vida buena sin cooperación. Este meme se puede aplicar a todos los niveles: el libro que estoy leyendo ni lo he escrito, ni lo he editado, ni lo he traducido yo. Dependo de mis iguales a través del mercado igual que dependo, en un nivel más profundo, emocionalmente de mis allegados. Como tantas otras cosas, también la relación que existe entre vida personal y profesional es objeto de reflexión en esta Summa de la aflicción que es el libro de Julian Barnes: “Los que lloran al amado son autónomos. Me pregunto si los que lo son realmente se las arreglan mejor con el luto que los que van a trabajar a una oficina o a una fábrica. Quizá también haya estadísticas sobre esto”. Seguramente las haya, pero hay que recordar, antes de consultarlas, la profunda lección de Julian Barnes, deudor sin saberlo de las coplas de Jorge Manrique: la existencia del ser humano no puede agotarse en términos puramente cuantitativos, en términos de una fecha de nacimiento y otra de muerte, porque los muertos siguen presentes, aunque sea en la memoria de los que quedan. Lejos de los debates sobre la esperanza de vida y la calidad de vida, estos son los distintos niveles de los que quiere hablar Julian Barnes, pues parece la muerte, desde el punto de vista de los que se quedan, no es cuestión de todo o nada.

[Publicado originalmente en Letra internacional. Diciembre 2014.]

19 de enero de 2015

The act of lying.

La reacción que ha causado la emisión televisiva de Ciutat Morta, el documental de Xavier Artigas y Xapo Ortega sobre un caso sonado de arbitrariedad político-policial-judicial en Barcelona, desde los mozos de escuadra diciendo por Twitter que el contenido de la película era una rama de la literatura fantástica, pura ciencia ficción, como la metafísica según Jorge Luis Borges, hasta una Pilar Rahola que prometía escribir un artículo sobre el caso y olvidaba que ya lo había escrito (como para no olvidarse de esta perla sobre los observadores internacionales del proceso judicial popularmente conocido como el caso 4F: “los que han venido a acusarnos de racismo lo han hecho desde un paradigma racista, la suposición de que, por ser argentino o chileno, uno ya no puede ser culpable”), pasando por un Arcadi Espada que se anticipa a la ocasión para reanudar su particular cruzada freudiana contra las cosas que se alargan —primero fueron las morcillas de Jot Down y ahora el metraje de Ciutat Morta: el tamaño sí importa para Espada, que las prefiere cortitas (las películas, quiero decir) no contento con los seis minutos que los jueces censuraron para su emisión televisiva; seis minutos por cierto cruciales para entender cómo funciona la lógica de la autoridad en el Reino de España, en el de Catalunya y en de los cielos; un juez le dice a un poli: si lo que dices es cierto, yo estoy prevaricando, ergo lo que dices es mentira y criminal lo serás tú por ofensas a mi honor, pero si no dices nada (he aquí la perversión) serás un héroe; una pregunta a todo esto: por qué en el Reino de España (y en el de etc.) falsedad es sinónimo de mentira en el lenguaje cotidiano, cuando en puridad mentir implica mucho más que decir cosas falsas, implica tener algo que los españoles (y los etc.) rara vez tenemos, a saber, la posesión de la verdad que se quiere ocultar, ignorar o malversar; pero esta frase ya se nos ha ido de las manos y Espada se nos enfada con algo así de largo— lo que me lleva a concluir rápidamente lo siguiente: la gente ve la tele. Es más, ¿qué ve la gente si no es la tele? Quiero decir: el contenido de Ciutat Morta ha sido objeto de artículos de prensa (el de Gregorio Morán, por ejemplo, aquí), vídeos en Youtube (aquí, aquí y aquí) y manifestaciones constantes durante poco menos que una década, el mes que viene se cumplen nueve años de los eventos que se cuentan en la película, la propia película se estrenó antes del verano pasado y está disponible en diversas plataformas digitales, pero resulta que para muchos todo esto son buenas absolutamente nuevas. Como cuando se produjo el primer desalojo del 15M. La noticia es que hay polis que pegan. Lo que me lleva a cuestionar, no ya la idea de democracia mediatizada, sino —más modestamente y trayéndome la pelota a mi tejado— la ridícula noción de actualidad que manejamos los que alguna vez hemos escrito para la prensa. En mi caso, reseñas de libros. El colmo de la inactualidad. Palabra escrita que versa sobre sí misma. Tarea doblemente infructuosa. Visto lo visto, mañana escribo una recesión de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, de próxima adaptación audiovisual. Keep watching.

16 de enero de 2015

Hacia una historia de la recepción. Edición, crítica y traducción.

(Conferencia pronunciada en la Escuela de Escritores de Madrid el 14 de enero de 2015 a modo de presentación de la siguiente propuesta de taller, todavía pendiente de visto bueno para comenzar a impartirla, en esta institución o en cualquier otra que se preste a ello.)

Historia de la recepción (1600-2014).
Taller de edición, teoría crítica y traducción.

La idea del taller es que los escritores asistentes se familiaricen con herramientas filosóficas avanzadas como son la estética de la recepción, el debate sobre la formación del canon literario, la diferencia entre semiótica y hermenéutica o entre estudios orientalistas y teoría poscolonia, para que así puedan aplicar estas herramientas a la compresión de la historia de la literatura moderna, y sobre todo, a su lectura personal de los modern classics, como los llaman en el mundo anglosajón, enriqueciendo de este modo la experiencia que supone enfrentarse a los libros de referencia sabiendo por qué lo son, conociendo de primera mano el contexto histórico de su recepción, qué editores, críticos y traductores ayudaron a convertirlos en clásicos modernos, valga la contradictio in terminis, al mismo tiempo actuales y eternos. O eso dicen ellos.

El taller tiene una estructura de seis sesiones, una de introducción a las teorías que estaremos utilizando habitualmente en el curso del taller y cinco de carácter histórico, divididas en países y siglos, empezando por la Gran Bretaña del siglo XVII y terminando por la España actual, para que los escritores asistentes tengan una idea no sólo de cómo editaron, criticaron y tradujeron a Shakespeare, sino también como les editarán, criticarán y traducirán a ellos mismos. Cada sesión, salvo la introducción, tiene un breve resumen para hacerse a la idea de los temas, y puede acompañarse de una bibliografía recomendada de unos cuatro o cinco libros, cuya lectura seguramente ayudará a contrastar y comprobar lo dicho en clase, donde la discusión (tanto metodológica como de fondo) será siempre bienvenida.

0. Introducción. Filosofía avanzada para escritores avanzados.

I. Gran Bretaña (s. xvii). Protestantes y católicos traduciendo a Homero.

En esta sesión veremos la disputa que tiene lugar en Gran Bretaña entre protestantes y católicos sobre la correcta traducción de la Ilíada. Aunque parezca un tema abstruso y aburrido, la decisión que toma Pope traducir a Homero con pareados heroicos marca un división de la opinión pública libresca que luego vuelve a aparecer en la disputa entre neoclásicos (los herederos de Johnson) y románticos (Wordsworth, Coleridge), o en la creación del movimiento modernista (la primera antología del modernismo se titula, recordemos, Catholic Anthology) para hacer frente a los georgianos decadentes (aka protestantes) de finales del siglo XIX.

II. Alemania (s. xviii). Krítica kultural de la civilización.

En esta sesión veremos la acuñación del término Kultur por parte de los escritores, filósofos y pensadores alemanes para hacer frente a la civilization, identificada entonces con los modales franceses. Hasta finales del siglo XVIII, Alemania será una nación literariamente dependiente de Versalles, pues sus filósofos y escritores escribían preferiblemente en latín o en francés. Goethe, Schiller, Fichte, Hegel y Hölderlin se revelarán contra esta dependencia. La contraposición entre Kultur y Civilization, analizada en el primer capítulo del libro de Norbert Elias, llegará hasta los nazis pasando por Krauss, Wagner y Nietzsche, por mencionar un escritor, un músico y un filósofo marcando el origen de los estudios orientalistas y la teoría poscolonial: el esfuerzo de un conjunto de escritores por alcanzar una voz propia, una independencia de las letras respecto de las fronteras.

III. Francia (s. xix). Censura, ideología y opinión pública.

En esta sesión veremos la incidencia y la influencia que tuvieron en la opinión pública francesa dos libros publicados casi el mismo año, Las flores del mal y Madame Bovary, cuyos autores fueron llevados a juicio por obscenidad y escándalo, creando de este modo la idea del escritor maldito, incomprendido, adversario de la sociedad burguesa, moralista y analfabeta. Baudelaire y Flaubert nos sirven como pretexto para analizar los canales que conectan la literatura con la política y la producción de ideología, una cuestión donde los paralelismos con la actualidad (revistas secuestradas o censuradas) no faltan.

IV. EEUU (s. xx). El editor que corrigió a Keruac, Delillo y Carver.

En esta sesión quisiera exponer una tesis: Gordon Lish es el centro del canon literario americano. El editor de Kerouac, Brodkey, Kesey, Cassady, Delillo, Ford, Hempel y sobre todo Carver, cuyos relatos cortó por la mitad, reforzando y hasta inventando su famoso estilo cáustico, es una figura crucial para entender la influencia que ha tenido la univerisdad en la formación de buena parte de los escritores americanos actuales, pues Lish no sólo editaba sino que dirigía y sigue dirigiendo un famoso Master in Fine Arts, el equivalente americano de nuestra Escuela de Escritores, donde muchos autores actuales (Ozick, Price, Boyle, Kennedy, Hannah) empezaron a dar sus primeros pasos. Escritura, edición y docencia se conjugan en Lish, una figura imprescindible.

V. España (s. xxi). Cómo (no) nos venden la moto.

En esta sesión veremos cómo funcionan los mecanismos de promoción dentro del mundillo literario español, echando un vistazo a la invención de generaciones por parte de suplementos culturales ávidos de noticias, repasando la acuñación del término Next Gen por parte de Random House Mondadori para vendernos la última hornada de autores americanos (Foster Wallace y Franzen, sobre todo), analizando el boom y el crash de las editoriales independientes, cual es el modelo de negocio de las librerías con cafetería, qué papel desempeña la literatura dentro de las distintas formas de ocio que tenemos a nuestra disposición, muchas de ellas pirateadas y gratuitas, así como el papel de la crítica en Internet o la dificultad que tienen los escritores españoles (de Marías para abajo, quiero decir) de encontrar traductores a otros idiomas. 

10 de enero de 2015

¿Hay precariedad en el mundo del arte? Charla en AKME 2014.

Buenos días,

ya sé que lo habitual y lo educado en estos casos es agradecer la invitación de los organizadores y la concurrencia del público que hoy nos regala su presencia y espero que también su atención. Ya sé que los tratados de retórica clásica recomiendan arrancar con una captatio benevolentiae que aparente un vínculo especial ilusorio entre nosotros. Ya sé que no tengo por qué hablar del dinero que cuesta que yo esté aquí delante de vosotros. Pero no quiero engañaros. Yo estoy aquí, entre otras cosas, porque me han pagado. Porque me han pagado dos billetes de avión, una noche de hotel y unos honorarios. El coste total bruto son 518,48 euros (240 de honorarios; 278,48 del avión y del hotel).

Milton Friedman, el economista de la Escuela de Chicago que, entre otras cosas, defendió el Impuesto Negativo sobre la Renta, el antepasado monetarista de la Renta Mínima Garantizada que ahora mismo forma parte del programa económico de Podemos, y esto lo digo para que luego nadie me acuse de citar a autores que no son de izquierdas, Friedman —como digo— cobraba la entrada a sus conferencias a precio de mercado, esto es, trasladaba a la concurrencia los costes de producción y su margen de beneficio como buen empresario de las ideas que era. Igual que Schopenhauer, por cierto, cuando siendo un simple Privatdozent, un mero profesor particular que cobraba por horas a sus estudiantes, quiso y no pudo arrebatarle su audiencia masiva a Hegel, a la sazón funcionario de la Humboldt berlinesa, olvidando que en los estudios, como en todo, la Voluntad cuenta menos que el Estado. Los argumentos de Friedman son los siguientes:


La pregunta que quisiera haceros es: ¿cuántos de vosotros estaríais dispuestos a correr por cuenta propia con los gastos de este evento? Suponiendo que los costes se dividieran entre las 24 personas que había en la sala al comienzo de esta ponencia, aunque a estas alturas ya se habrán marchado los descontentos y los indignados, suponiendo que no hubiera costes adicionales ni de localización ni de transacción, que los organizadores fueran todos voluntarios y que el edificio estuviera amortizado, ¿cuántos de vosotros pagaríais 22 euros por asistir a una conferencia, no digo esta en concreto, que puede ser una mierda, sino cualquiera entre todas las pronunciadas y por pronunciar? ¿Quién se gastaría 22 euros en una conferencia?

¿Podéis levantar la mano?

Cesar Rendueles, el autor de Sociofobia, piensa que el hecho de que ninguno de vosotros haya levantado la mano, pero que tampoco nadie se haya levantado y se haya ido, el hecho de que me sigáis regalando —como ya he dicho— vuestra presencia y espero que también vuestra atención, y que por tanto estéis concediendo cierta importancia (intelectual, masoquista o bufonesca) a lo que estoy diciendo, lejos de ser un argumento contra la financiación autonómica de estas jornadas, contra el hecho de que —vosotros también— estéis siendo subvencionados por unos contribuyentes que no están presentes ahora mismo, un tema fiscal para nada baladí en una región foral como Euskal Herría, según Rendueles todo esto no es un argumento en contra de este subsidio público nuestro, sino más bien a favor. Precisamente porque el mercado no representa fielmente nuestros intereses, ya sea porque tengamos preferencias superiores no reveladas en la conducta atomizada de compraventa (en nuestro caso: la conducta atomizada de levantar la mano), ya sea porque los precios no contengan toda la información relevante y aseguren por tanto el fetichismo de la mercancía (“Todo necio confunde valor y precio”, que diría Antonio Machado), el caso es que tiene que haber un mecanismo independiente que destine recursos a externalidades positivas como las palabras que ahora mismo salen por mi boca. El ejemplo predilecto de Rendueles está en verso:

“Te pongo un ejemplo: yo soy muy mal lector de poesía. Si mi juicio sobre la poesía se dirime por la cantidad de libros de poesía que compro al año o por la cantidad de poesía que leo en internet, será que no me interesa nada la poesía. Pero si me preguntan, si me pregunta alguien: ¿cree usted que debe apoyarse la poesía o la música clásica? Pues sí, sí que lo creo aunque yo no la lea, aunque yo no vaya nunca a un concierto de música clásica. Y es una distinción esencial, el que haya un proceso deliberativo o confiemos solo en la preferencia revelada en el mercado o en la red.” (Lo dice a partir del minuto 5:20 de esta entrevista, cuyo vídeo no puedo colgar aquí supongo que por una cuestión de derechos.)

Ahora bien, ¿qué interés puede tener la poesía para una asamblea soberana cuyos integrantes no leen poesía, pero piensan que hemos de mantener a los poetas a costa de todos, suponiendo que los poemas estén para ser leídos (sospecho que hay controversia sobre este último punto)? Slavoj Zizek suele poner el ejemplo de Niehls Bohr, el premio Nobel de física que colgó en la puerta de su despacho una herradura con los extremos hacia arriba porque había oído que el artilugio seguía dando suerte aunque uno no crea en ella, para ilustrar cómo funciona la falsa conciencia de la realidad: creemos que la poesía sigue siendo interesante aunque a nadie le interese, emocionante aunque a nadie le emocione, importante aunque a nadie le importe. ¿De verdad lo creemos?

Yo creo que no.

Cuando le conté a una amiga (y aquí utilizo la palabra “amiga” en el sentido de los trovadores provenzales) que hoy tenía que hablar de la precariedad económica del arte, me contestó: “¿Y por qué no hablas de su precariedad intelectual? Hace años que no se piensa nada nuevo.” Me sorprendió esta respuesta viniendo de una licenciada en Historia del arte que está trabajando de camarera en el extranjero, una persona que en principio tiene ideas pero no el dinero para llevarlas a cabo, y yo pensaba además que el principal problema del mundo del arte era el exceso de teoría, la ridícula posición de mistagogos que han asumido los comisarios desde finales de los años ochenta, la proliferación de testaferros que se creen filósofos porque trabajan en la lucrativa profesión de rellenar los catálogos de los amigotes con citas de Jacques Derrida y analogías con Marcel Duchamp, cuando en verdad las ideas, en este mundo nuestro, son solo el envoltorio del Kinder Huevo, una suerte de noblesse oblige entre productores y consumidores, un encantamiento de serpientes; pero en el fondo tuve que darle la razón a mi cara amiga.


En el tiempo que he invertido en preparar esta conferencia he leído cuanto he podido sobre la precariedad en el mundo del arte y he llegado a la intuición de que el tema está más o menos estancado desde hace una década. El concepto de lo precario se empieza a poner de moda en 2004 con el Musée precaire de Thomas Hirshhorn, una exhibición temporal de obras maestras del Pompidou en un edificio improvisado sobre un solar de Aubervilliers, la banlieue parisina preferida por Guy Debord y Juan Goytisolo, que solían frecuentar juntos una tasca de republicanos españoles exiliados a mediados de los 50, y que apenas un año después de que Hirshhorn desmontara el campamento fue escenario de unos disturbios, causados por la muerte de varios jóvenes musulmanes a manos de la policía, que llevaron a la quema de hasta 10.000 coches en toda Francia, lo que me lleva a pensar que tal vez (solo tal vez) los vecinos de Aubervilliers tienen y tenían más urgencia de otras cosas que no son arte, máxime teniendo en cuenta el papel gentrificador que tienen los museos. ¡Pero qué voy a contar, queridos bilbainos, que no sepáis vosotros! Desde entonces, desde el 2004, el debate sobre la precariedad ha estado orbitando sobre dos posiciones:

(i) los pensadores tipo Gerard Vilar, que en su artículo “Filosofía de la precaridad” se entretiene en establecer unas distinciones conceptuales absolutamente trilladas entre el archivo y la enciclopedia con motivo de la última Bienal de Venecia, además de dictaminar —el burro delante paque no se espante— que sin filosofía no habría historia del arte y para terminar se contradice al indicar primero que la precariedad no es una condición ontológica sino económica y luego decir que Marina Abramovic, una artista cuya fundación se dedica a explotar el trabajo de voluntarios cualificados, es ella misma una precaria; (ii) los activistas tipo Luis Navarro, que promueven la formación de una marea de la cultura que defienda el derecho de los ciudadanos a acceder libremente a los contenidos y el derecho de los agentes a ser justamente remunerados, pero luego se pasan el tiempo discutiendo sobre si el color de la marea debe ser el gris, como lo son nuestras expectativas de trabajo, o el rojo, como se barajaba en una asamblea celebrada en mayo de 2013 en el Reina Sofía, que quedó en agua de borrajas. (Pregunta zen para más tarde: ¿cuál es el color de la cultura?)


Yo quisiera hablar hoy desde una tercera posición: la del freelance escéptico. Freelance, por cierto, es una palabra cuya historia tiene su gracia. La primera acepción que conozco aparece en Ivanhoe, la novela de Walter Scott de 1819, ambientada en pleno siglo XIII inglés, que cuenta la historia de un caballero que ha regresado de las cruzadas bautizado en castellano como el “Desdichado”, que Walter Scott traduce por “Disinherited one” cuando en verdad quiere decir “Unfortunate”, quien termina vinculado a Ricardo Corazón de León y Robin de Locksley (o sea, Robin Hood) contra Juan sin Tierra, en una historia con referencias a la conquista de los normandos sobre los anglosajones y a los orígenes míticos del procomún ecologista en Gran Bretaña, La carta de los bosques de 1215 con sus artículos sobre la explotación comunal de la madera y los animales salvajes, en medio de lo cual aparecen dos veces los malditos Free Lances; José Joaquín de Mora, el primer traductor de Ivanhoe al castellano, un liberal exiliado en Londres tras la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis en España, máximo exponente del neoclasicismo en su polémica contra el romántico Juan Nicolás Böhl de Faber, tradujo “freelance” por “hombre libre”, cuando en verdad significa “mercenario”, que es lo que yo quiero ser hoy: un mercenario del escepticismo. Pues en el “Diálogo en vez de prólogo” que antepone Mora a su traducción de Ivanhoe, la voz del traductor señala lo siguiente:

“[El autor] no es un cansado declamador que amontona frases ranflonas para inculcar los principios de moral que todo el mundo sabe: sino, un retratista consumado que nos ofrece la imagen del traidor, del perfido, del mal amigo, para que nos llenemos de horror al mirarla y nos astengamos de seguir sus huellas”

A lo que su interlocutor replica: “estos estrangeros tienen al diablo en el cuerpo”. Pues bien, querido público, dejadme que encarne al diablo por unos minutos.

Cuando Arantza Lauzirika, la organizadora principal de estas jornadas, me dijo que este año tanto la temática como el presupuesto estarían, en comparación con ediciones anteriores, en la más absoluta precariedad, pensé en lo afortunada que debe ser la clase social de los ponentes, en comparación con el resto de la especie humana, para juzgar que volar en avión, alojarse en hoteles y cobrar por pensar es una situación precaria, como si tener todo esto y mucho más fuera lo normal. Lo normal es el Turco Mecánico, el sistema de crowdworking de Amazon cuyo nombre remite al autómata de Wolfgang von Kempelen que supuestamente jugaba al ajedrez, pero que en verdad tenía a un enano debajo de la mesa, como Charles Chaplin entre los engranajes haciendo todo el trabajo, y que para Walter Benjamin encarnaba la relación entre el materialismo histórico y la teología, que “es pequeña y fea, y no ha de dejarse ver en absoluto”, igual que hoy medio millón de personas de todo el mundo, pero sobre todo mujeres yanquis y varones hindúes, realizan trabajos repetitivos como etiquetar fotografías o resolver captchas, tareas mecánicas donde los humanos ayudan a las máquinas a ser más humanas, por las que apenas cobran unos poquitos céntimos. La mayor parte de los turcos cobra entre uno y cinco euros a la semana.


Cinco euros es el presupuesto que tienen los artistas que participan en la exposición que se inaugura esta tarde, amadrinada por Cabello y Carceller, quienes ya montaron una muestra colectiva en la galería Off Limits de Madrid titulada Presupuesto: 6 euros en 2010 y supongo que seguirán repitiendo el experimento hasta que termine la crisis o se vayan aproximando asintóticamente al número cero, como la tortuga que persigue Aquiles, lo que resulta infinitamente más probable. Como todo esto parte de la idea de Isidoro Valcárcel Medina de montar una exposición en el Reina Sofía por 1.000 pesetas (¡1.000 de las antiguas y anheladas pesetas!) quisiera recordar la opinión de Valcárcel Medina sobre los quejicas y los llorones del arte: “Los que os quejáis de la crisis porque os limita la expresión, ¡así como suena!, tal vez tenéis poco que expresar”. Así se expresa este Premio Nacional de Artes Plásticas que no vive del arte, sino para él, en una carta a una joven artista que, en homenaje a Rainer María Rilke, ha publicado la editorial Con Tinta Me Tienes, donde luego dice:

“Estás algo asustada, me dices, por el abismo abierto entre la verdad, que tú crees representar, y la mentira, que avala el ambiente artístico que te rodea. Pero, dime: ¿cómo es posible que sepas cuál es la verdad? El mundo del arte se distingue precisamente por carecer de certezas. Es como el de la ciencia, que sólo está seguro de que más tarde o más temprano su descubrimiento será desvirtuado.”


Volviendo al Turco Mecánico de Amazon, desde un punto de vista artístico es interesante la iniciativa del bloguero que ofreció cincuenta centavos a quien le enviase un selfi con una declaración escrita sobre por qué trabaja como un turco, una iniciativa que quiso visibilizar a los enanos de la teología amazona con los mismos instrumentos de oferta y de demanda de trabajo flexible que la caracterizan, como si la visibilidad tuviera propiedades curativas, cuando en realidad algunos declaran hacer el turco para matar el tiempo, para entretenerse un rato, y además resulta que esta estética del compromiso a demanda (pensemos en los miles de fariseos que se han tirado un cubo de agua helada encima este verano por una enfermedad minoritaria; no hubo ice bucket challenge para el SIDA, la tuberculosis o la malaria), este cinismo del capataz mediático que cabalga las paradojas del sistema, figura que yo mismo encarno al venir hasta aquí en avión, es algo muy viejo. En España tenemos a Santiago Sierra; en Bulgaria tienen esto:


Lo interesante de la recepción del vídeo en España es que la mayor parte de las revistas hipsters, cuyos articulistas suelen estar en contra de la política reducida a gestos y fotitos cara a la galería, tradujeron la primera parte de la declaración (“Mi nombre es Vurban Todorov. No tengo ninguna causa. Reto a todo el mundo y me rocío de mierda a mi salud”) pero se olvidaron de la segunda parte (“Ha sido un duro golpe contra la democracia búlgara. ¡No hay cultura!”), quizás porque a los hipsters no les interesa qué pasa en Bulgaria, igual que a nadie le interesaba qué pasaba en Ucrania hasta que pasó. No es cierto que no haya cultura, como dice Vurban Todorov; su grabación cumple los estándares de rareza que hoy reclaman los museos de todo el mundo para colocar algo en una pedestal y llamarlo arte. Lo que no hay, en un mundo tan complejo y dominado por la conducta estratégica como el nuestro, es una moral entendida como un conjunto de disposiciones racionalmente asentadas sobre qué hay que hacer en cada caso. Sabemos lo que es culto, pero no lo que es bueno.


Veamos un ejemplo de genuina aporía moral motivada por una conducta estratégica. Gólgota picnic es una pieza de teatro de Rodrigo García sobre la crucifixión en clave absurda donde los actores terminan desnudos y embadurnados de pintura sobre panes de hamburguesa. Este verano tuvo que cancelarse el estreno de la pieza en muchos teatros de Polonia debido a las manifestaciones, los exorcismos y las acciones legales de ciertos grupos católicos, entre ellos el partido Ley y Libertad que apeló al artículo 196 de la Constitución, donde se detalla claramente una condena de hasta dos años por blasfemia. Unas semanas antes la pieza se había cancelado en Montpellier, donde Rodrigo García es director del centro nacional dramático, en apoyo a la huelga de los intermitentes del espectáculo, que estaban peleando su peculiar derecho a cobrar el paro entre una producción dramática y la siguiente. En realidad estaban luchando por las prestaciones de un 10%, aproximadamente 11.000 intermitentes, que son los que peligraban por las reformas de Manuel Valls. Este es un ejemplo de conducta estratégica, la solidaridad gremial contra los recortes neoliberales: no entramos a valorar las alternativas o los argumentos del adversario salvo que promuevan inequívocamente los intereses actuales de los nuestros. ¿Pero quienes son los nuestros? Rodrigo García escribió una carta donde decía que se sentía como una mierda por apoyar a una huelga que no tenía en cuenta los intereses del público y del equipo de Gólgota Picnic, españoles, italianos y portugueses, a los que sus Estados no protegen cuando no tienen trabajo. Un intermitente llamado Franck Ferrara le contestó lo siguiente:

“Porque yo también me siento como una mierda. Como una mierda cuando debo aceptar el hacer una mala figuración a dos horas en coche de mi casa sin que me paguen la gasolina. Como una mierda cuando tengo que sonreír para ver si encuentro un papel que nunca encuentro porque siempre es demasiado tarde. Como una mierda cuando doy talleres a chavales que se la sopla y que consideran el teatro como una buena razón para saltarse las clases, aunque sepa que yo empecé en el teatro como ellos. Como una mierda cuando mi familia me pregunta por qué no soy ya una estrella, por qué no salgo en la televisión, porque no hago cine. Como una mierda cuando les respondo que no quiero volverme comercial y se ríen en mi cara mientras me dicen que hoy todo el mundo lo hace. Como una mierda cuando los espectáculos que monto con mis compañeros no hacen gira porque no llegan por acá o se pasan por allá. Como una mierda cuando llamo diez veces a un director para que acepte leer mi pobre dossier, como una mierda cuando entiendo que le importa un carajo mi trabajo y se cree que es mi padre. Como una mierda cuando comprendo que ese mismo director está cogido por los huevos y que sus subvenciones se ven reducidas año tras año. Como una mierda cuando aplaudía en la huelga con lágrimas en los ojos sabiendo que ese será el único modo de hacer avanzar las cosas, porque hoy, en este país, sólo las estúpidas demostraciones de fuerza logran cambiar las cosas. Como una mierda cuando he leído tu carta y me he dicho: tiene razón, ¿qué estamos haciendo?”

A esto me refiero cuando hablo de aporía moral.

A estas alturas de la ponencia habrá quien piense que este es un ejemplo perfecto de la impostura del ponente de letras, que promete hablar de una cosa y luego habla de otra, como pasó en el precedente inmediato de estas jornadas, el VIII Simposio Internacional organizado por la Asociación Catalana de Críticos de Arte, donde prácticamente todos los participantes ignoraron el título del evento, que era “Crítica de arte en el mundo global. Arte y Precariedad”, y se dedicaron a hacer publicidad de lo suyo (Carolyn Christov-Bakagiev habló de su dirección de dOCUMENTA; Albert Serra de su película sobre Hitler y Goethe; Dora García de su obra Klau Match; Antoni Llena sobre su trayectoria profesional) y los pocos que tocaron el tema o bien hablaron en términos formales (Bice Curiger atribuyó la precariedad al estilo barroco) o bien mostraron un entusiasmo infundado hacia el compromiso pedagógico (Francesco Jodice sostuvo literalmente que “el arte tiene que educar para la revolución”), pero no os preocupéis, que yo hace tres años que no creo en la revolución y mucho menos en los revolucionarios (en los monaguillos de la revolución artística cotidiana) como Enrique Vila-Matas, cuyo retrato de este mundillo, Kasel no invita a la lógica, es en verdad un libro sobre creerse el centro del mundo y quererse follar a las becarias. La Sección Madrid, un colectivo de agitprop anarquista surgido al calor del 15M, que en su manifiesto fundacional reclamaba, entre otras cosas, la “quema inmediata de todo local empleado para el culto de deidades imaginadas”, lo que supongo incluye también bienales, museos y ferias, está curiosamente de acuerdo con Vila-Matas:


La noche del 1 de septiembre de 2011, hace ahora tres años, me detuvo la policía en Madrid por pintar un grafiti que rezaba “Tú Botín / Mi Crisis” (un juego de palabras mazo rebelde & mazo creativo) en la fachada de la sucursal del Banco Santander en Embajadores, una plaza que todo el mundo sabe que es el lugar desde donde salen las cundas a por una papelina en la Cañada Real, en la venerable tradición del “colocarse” de Tierno Galván en adelante. Fue de hecho un drogadicto que estaba fumando papel de aluminio en las escaleras del metro el que me avisó de que un coche patrulla me estaba siguiendo. Yo había cometido el error de salir a pintar con la mochila llena de pegatinas de Juventud Sin Futuro, una antología de artículos de León Trotski editada por Público, un ejemplar de biblioteca de La economía del socialismo factible de Alec Nove y otros libros hiperbólicamente anticapitalistas que por aquel entonces leía, en lo que ridículamente llamábamos algunos el #otoñokaliente del 15M, así que cuando eché a correr con toda aquella carga a la espalda, en mi huida ante la sirena de la patrulla, les resultó muy sencillo a la pareja de maderos pillarme. Me cayeron 1.500 € por manchar la Villa Histórica de Madrid.
Aquí termina mi experiencia con la revolución. Y aquí empieza la de dOCUMENTA, cuyo presupuesto prácticamente se ha multiplicado por tres en los últimos veinte años y cuya última edición, dirigida por la kamarada komisaria Christov-Bakagiev, contó con el patrocinio de entidades como el Deutsche Bank, Finnazgruppe y Vokswagen, además de los fondos del gobierno alemán, lo que les ha permitido tener sedes de la muestra en hasta cuatro ciudades: Kasel (Alemania), Kabul (Afganistán), El Cairo (Egipto) y Banff (Canadá). A pesar de las pedanterías contra la “economía logocéntrica” y a favor de la “apertureidad heideggeriana” que caracterizan a la kamarada komisaria Christov-Bakagiev, en Kasel la entrada diaria costaba 20 euros, el pase de dos días 35 pavos y el bono para todo el año, la oferta más popular entre los nativos, 100 cachirulos de nada. En Kabul, en un Afganistán todavía ocupado por los Estados Unidos donde las analogías con Alemania después de 1945 cayeron como una sobrada de analfabetos, nuestra estimada kamarada komisaria se marcó un discursito sobre la praxeología del como si de Hans Vaihinger que pasará por derecho propio a la historia universal de la infamia: “Si actúas como si no hubiera conflicto —como si no hubiera una ocupación y un sistema de seguridad increíble— de hecho puedes interferir, interrumpir y cambiar la realidad mediante la imaginación.” Eso díselo a la población negra de Ferguson.

O a los currantes del mundo del arte de mi generación. En 2010, según datos del Ministerio de Educación, se licenciaron en España 1.943 estudiantes de Bellas artes y 1.076 de Historia del arte, de los cuales ahora mismo están afiliados a la seguridad social el 53,2% y el 47,2% respectivamente, casi cinco puntos de diferencia que demuestran, en términos relativos y meramente laborales, que Hegel tenía razón: el arte es historia. Pero no toda la Galia está ocupada por los romanos; un pequeño pueblo resiste ante el fiero invasor: hace un año, en esta universidad, la diferencia era favorable a Bellas artes. Y en términos totales la ventaja es de cuatro a uno, 100 afiliados a la seguridad social licenciados en Bellas artes versus solo 25 de Historia del arte. Así que, mal por Hegel. (Nota bene: hemos tomado los índices de la seguridad social no porque resulten exhaustivos, ya que dejan fuera toda la economía informal, sino porque hasta cierto punto son rotundos, pero deben completarse con índices adicionales. Los colores de la gráfica, como es obvio, los he elegido yo.)



Ahora en serio, es vergonzoso que más de la mitad de una generación de licenciados, que ahora tienen más de 26 años y no se benefician por tanto de la cobertura de sus padres, carezcan de la seguridad social, pero más vergonzosos son los puestos de trabajo que encuentran los “afortunados” de mi generación. La precarización, que Guy Standing define como la adaptación de las expectativas vitales a un empleo mudable para el cual uno está más formado de lo necesario, no es un problema coyuntural que podamos solucionar fusilando a los banqueros: en la Italia del año 2000, con una tasa de paro del 4%, se calcula que un 40% de los licenciados curraba en empleos que no requerían formación superior; es un problema de titulitis wannabe: en Alemania, nuestro modelo a seguir en todo salvo en lo bueno, solo un 36% de los bachilleres ingresan en la universidad, no porque las tasas sean muy elevadas, no porque haya una prueba de acceso chunga, sino porque hay alternativas como la Fachhochschule, una suerte de Escuela Técnica Superior mejorada; en España todo el mundo sabe que un electricista promedio encuentra más ofertas de trabajo que un graduado promedio en ADE o Derecho, y sin embargo el electricista promedio prefiere malgastar sus ahorros promedio en que sus vástagos promedio se matriculen en carreras promedio, todo por una noción de promoción social como para señoritos, los estudios como marca de estatus. Con el plan Bolonia, la subida de tasas y las bufonadas sobre la universidad de las empresas este sainete español no hace sino proseguir su función, como señala Miguel Morey en “Nacimos griegos”:

“¿cuántos de nuestros cargos académicos sobrevivirían en una empresa cualquiera, una que tuviera el mismo número de trabajadores a su cargo? La respuesta parece evidente, y a mi entender no los desmerece en absoluto, al contrario, pero sí marca la distancia que media entre suscribir un credo y llegar a alcanzar la mínima decencia requerida para poder denominarse practicante.”

La única advertencia que quiero por tanto lanzar a las generaciones venideras es: “Si queréis encontrar trabajo no os matriculéis en la universidad.” O incluso: “No os matriculéis en la universidad, solamente encontraréis trabajo”.

Muchas gracias,

18 de diciembre de 2014.
UPV/EHU. Bilbao.