En mayo de 2013 tuve el honor de ser invitado por el Círculo Ánimas, a través de Joaquín Mª Cruz Quintás, y en calidad de presidente de la Asociación Pedro Cubero, al congreso literario Cien años de Antonio Machado en Jaén, que conmemoraba el encuentro del poeta con el Santo Reino (más que con la ciudad de Jaén) y que tuvo como escenario el salón del alfarje mudéjar del palacio del Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo. En mi conferencia partí de la premisa de que a los españoles en verdad no les gusta Antonio Machado, sino Manuel, como tampoco les gusta Goya sino Vicente López (casi todas las estatuas, monedas, billetes y sellos con las que el Estado español, en monarquía o república, ha querido honrar al sordo de Fuendetodos se basan en el retrato que le hizo Vicente López y no en sus numerosos autorretratos: así, el famoso “Goya” de la Academia de Cine); ni Cervantes sino, al parecer, Modesto Lafuente, que es el primer autor en que he visto impreso aquello de “con la iglesia hemos topado” en lugar de “dado”, por no hablar de otros tantos engendros que se acreditan como cervantinos sólo por añadirles un “amigo Sancho”, o del famoso “desfacer entuertos”, todas ellas citas quijotescas bien conocidas que demuestran ampliamente que el que las cita no se ha leído el Quijote. Pero, como desde fuera nos dicen que nos tienen que gustar, hacemos todo lo posible por intentar demostrarlo. Si no fuera por los franceses e ingleses que venían preguntando por Cervantes y lo citaban y elogiaban en sus obras, probablemente el Instituto Cervantes se llamaría Instituto Quintana o Lista, o algo mucho peor.
Indudablemente, Vicente López es un pintor extraordinario. Pero no por eso vamos a decir a los españoles que se olviden de Goya en beneficio de López, aunque sea lo que les gusta. Porque Goya tiene valores que López no tiene, y una maestría, una técnica (insuperable en el aguafuerte) y unas ideas artísticas que nadie en su tiempo tenía, ni en Europa ni en el mundo. De igual forma, habrá que decirles a los españoles que Machado también tiene sus cosas buenas: y no sólo en beneficio de los españoles, sino en el de la preservación del legado de nuestros genios patrios, ya que sólo una generación que verdaderamente entienda y aprecie nuestro patrimonio podrá conservarlo y hacerlo resplandecer como merece, sin deturparlo con homenajes o restauraciones forzadas. Desde que existe el Estado moderno, nuestra riqueza cultural, autóctona o alienígena (como las colecciones de Lorenzo Boturini) padece bajo el poder de funcionarios que tratan y guardan los cuadros de Velázquez como si fueran jamones, y lo que es peor, preferirían que fueran jamones. La anécdota del guardián del Museo de El Prado que narra Javier Marías en Corazón tan blanco podría aplicarse a muchos españoles, rodeados de tesoros que ni entienden ni, por esto mismo, les interesan lo más mínimo, y acaban odiándolos e intentando destruirlos. Ubi nihil vales, ibi nihil velis, que decía Geulincx.
No están entre las virtudes que pueden hacer que los españoles quieran a Machado ni la originalidad ni el carácter único. Para heterónimos, ya teníamos a Pessoa. Para poemas desaliñados, ya tenemos a Unamuno, si bien ambos feísmos gustan a Borges. Uno de los posibles valores por los que quizá no haya que enterrar al pobre Antonio Machado bajo toneladas de sellos de correos, monumentos, placas y volúmenes conmemorativos y subvencionados para acallar que a los españoles no les gusta es, y de esto hice objeto mi conferencia, el filosófico, y su ligamen con la tradición clásica. Pero ya adelanto ahora mismo que lo segundo no es un valor en absoluto. El benemérito y ejemplar Curtius demostró una continuidad de la latinidad en toda la cultura europea. Su estudio, genial, tiene a veces en nuestros días, sin embargo, una paupérrima conservación en algunos estudios de tradición clásica que se limitan a demostrar, por ejemplo, que en Cervantes hay trazas de autores griegos y romanos, que es como descubrir que en el pan hay trazas de trigo.
Reconocer las fuentes grecolatinas es el trabajo más elemental de la crítica literaria de textos occidentales. Por supuesto que en Machado hay trazas de cultura clásica. Pero esto no es un mérito, es normal, y a veces ocurre incluso de modo inconsciente. Discutí con Vicente Luis Mora porque yo insistía en que una canción de Radiohead que él recordó citaba a Aristófanes, aunque él adujera la escasa cultura de los compositores. Que sepan lo que están haciendo o no es para mí irrelevante: el caso es que están citando a Aristófanes. Igualmente, Machado emplea, sin saberlo, muchos saberes clásicos. Y digo sin saberlo porque su capacidad de lectura de las fuentes originales tuvo que ser bastante limitada. En 1917 escribió a Julio Cejador pidiéndole clemencia y manga ancha en su examen de latín[1]: la tuvo, y mucha, a tenor de lo que recuerdan sus compañeros.
Machado no tiene el mérito, que como tal tomaban los renacentistas, de la imitatio, porque la imitatio es lo más normal del mundo; tampoco el de la erudición, porque, como hemos visto, latín no sabía y las fuentes no las manejaba. Del griego, ni hablemos. Adelantemos también que no le cabe el mérito de la reflexión filosófica, porque la mayoría de las veces no sabe lo que se dice, aunque parezca que sí. Sin embargo, como la imitatio no es un mérito en un poeta, o así lo pienso – más allá del apotegma orsiano, esculpido frente al Museo de El Prado, de que “lo que no es tradición, es plagio”–, tampoco creo que decir por boca de ganso cosas útiles para el aprovechamiento de los filósofos sea un defecto en absoluto. En esto actuaba como Borges, el admirador del feísmo machadiano, quien, como el poeta de Sevilla, sostenía que el creador no tiene por qué saber las cosas, sino sólo parecer que las sabe. No se debe sacar de ahí que el poeta tenga que ser un sofista en el sentido peyorativo dado por los socráticos: el poeta es un poeta, y como mucho, un sofista en el sentido original, un sabio. No hay que despreciar el hecho de que los primeros filósofos compusieron poemas, y que estos poemas no eran un mero vehículo de contenidos: la poesía era un contenido por sí mismo.
Cuando a Borges le venía un físico, estudioso de la mecánica cuántica, a decirle lo inspiradores que eran sus cuentos, y cómo vaticinaron descubrimientos que se hicieron mucho después de su composición, y de cuán acertados eran desde el punto de vista de la nueva ciencia, Borges se limitaba a decir que qué curioso, que él de física lo único que sabía era el uso del barómetro, que le había enseñado su padre. Y no era falsa modestia. Las lecturas científicas de Borges, quien indudablemente las hizo en más cantidad que Machado las filosóficas, aunque ambos marchaban por el mismo sendero, se limitaban al descubrimiento de lo poético, lo literario, aquello que podía despertar su potencia creadora. Así ocurre con lo que los críticos dan en llamar Machado hermético y órfico, sin que se explique en las escuelas qué son el hermetismo y el orfismo.
Juan García Hortelano escribía en El País en 1989 unas palabras que, como se ha visto, podemos compartir, a propósito de los homenajes desintegradores de la verdad artística: “Claro como su decir, Machado es un poeta hermético. En todo caso, no resultan congruentes ni su obra ni su vida con la superficialidad publicitaria, menos aún con la apropiación indebida y con la vocinglería con las servidumbres que el pensamiento raquítico ha impuesto a la claridad”[2]. También estuvo muy acertado D’Ors calificando en Sentencias, donaires, decires y recuerdos a Abel Martín, “doble de Juan de Mairena, doble de Antonio Machado”, de “paradójico y aforístico, hermético y didascálico”[3] (también, muy acertadamente, apuntó que todo le venía de Krause a través de Giner de los Ríos, y no de profundos estudios metafísicos).
Pero ¿qué es esto del hermetismo? Mucho más moderno que el orfismo, se trata de un corpus de textos y doctrinas surgido en torno al siglo II y atribuido al sabio Hermes Trismegisto, que es un trasunto, una interpretatio graeca (luego habrá una hebrea, que lo identificará con Abraham) del dios Tot (vocalización que parece de las más correctas, a pesar de que hay que contar no sólo con que los egipcios no escribían las vocales, sino con que la lengua fue evolucionando; el jeroglífico suele transcribirse como Dyehuthy, más parecido a la vocalización platónica pero no a la de Manetón) que aparece ya en el Fedro y que se me figura algo completamente greco-egipcio, con la siguiente proporción: egipcio es el valor que otorgan los textos del Corpus Hermeticum al símbolo y a la imagen, al jeroglífico inmutable que contiene lo divino ilimitado frente a las ilimitadas combinaciones del alfabeto semítico y griego; griego es el desprecio a lo alfabético, ya presente en Platón, y la búsqueda de una verdad exótica. En realidad, son la misma cosa: los orientales tienden a la autoglorificación y los occidentales, los griegos y nosotros, a la autocrítica y el menosprecio de lo propio en búsqueda de otras verdades, ya que las nuestras sabemos que no funcionan (naturalmente, esto no hace que las de los otros funcionen, porque suelen ser las mismas vistas por otro lado).
El hermetismo lo recibe Machado, pues, por vía indirecta del Simbolismo francés, en el que están diluidos los principios del hermetismo original greco-egipcio; y, por supuesto, esta corriente influye más en él que el hermetismo baezano, representado por Bartolomé Jiménez Patón[4]. Pero sus principios, como el de los nombres que no son arbitrarios sino naturales y que encierran una sabiduría divina, están también en la Biblia y en Platón. Así, Manuel Alvar, para demostrar el temor de Machado a ser hermético en su sentido vulgar, no hace sino confirmar que lo era en su sentido originario, greco-egipcio, al citar en Símbolos y mitos a un francés, Lefevre, quien en unas “Notas sobre la poesía de Antonio Machado” publicadas en 1949 identifica su poesía con el lenguaje adámico, con las palabras naturales y no artificiales, que no pierden el contacto con lo divino[5].
Y es que Alvar piensa en un sentido de “hermético” que se liga a Hermes Trismegisto por otro corpus que se le atribuye, el de la obra alquímica, en el que existe algo tan prosaico como el cierre hermético, que es atar una correa de tripa alrededor de un tapón y mojarla para conseguir que no entre el aire. A caballo entre los dos hermetismos que hemos visto está la Hermenéutica, aunque tiene más que ver con el dios griego Hermes, tal cual, a secas, y no con Trismegisto.
El orfismo tiene más antigüedad y enjundia: esta doctrina sí que es anterior a Platón y aun a Pitágoras y seguramente a Homero. Han insistido mucho en el orfismo de Machado María Zambrano el esteta y fraile dominico (eligió esta orden porque le gustaba más el color del hábito) Santiago Pérez Gago y su discípulo, el poeta Antonio Colinas.
Pero ninguno de ellos profundiza en qué es el susodicho orfismo. Es una corriente de pensamiento ligada a ritos mistéricos de los que ya habla Heródoto y que seguramente influye en Pitágoras. Uno de los mejores libros sobre lo que debió ser el orfismo, hasta la fecha, es el Orpheus de Gutrhie, de 1935[6], y eso a pesar de que desde entonces no han parado de aparecer nuevos documentos que confirman la existencia e importancia del movimiento órfico, como el Papiro de Derveni, anterior a Platón, usado en la pira funeraria de un noble pero que rodó y se salvó del fuego, y que contiene el comentario a un poema atribuido a Orfeo, o unas tablillas en Olbia (Crimea) que hacen referencia a los órficos. Los órficos, sobre los que aún existe mucho misterio[7], reinterpretaron mitos mucho más antiguos. Es decir, sus creaciones intelectuales y su valor no residen en estos mitos sino en su relectura, como el valor de un Velázquez no reside en la iconografía y composición de un cuadro religioso, que muchas veces venía en álbumes desde Italia (para no tener problemas con la Inquisición, como los tenía toda iconografía innovadora en la periferia, cual el Cristo de Tacoronte, importado de Madrid a las Canarias), sino en la recreación. Por eso digo que la imitatio en sí no tiene valor: si no es plagio, va de suyo que la hay.
Manuel Alvar, en su prólogo a la Poesía completa de Machado en la colección Austral, en unas páginas llenas de pedanterías para impresionar a estudiantes adolescentes con cosas que no sabe, recurre a su procedimiento crítico habitual, que es citar a un francés para que le dé ideas que le permitan disertar sobre el orfismo de Machado desde una perspectiva más científica y erudita. Y lo hace de manera tan científica que la cita que ofrece de una lámina órfica de oro del Museo Británico la saca de una novela de Marcel Brion[8]. No es la primera vez que Alvar confunde creación con ciencia: por ejemplo, se dedicó a repetir hasta la saciedad en prólogos, artículos y conferencias que en chino “el idiograma que significa rojo está formado por otros cuatro en los que la marca del color aparece como denominador común: rosa, cereza, herrumbre y flamenco”[9]. Cualquiera que sepa lo más mínimo de chino pensará que se lo ha inventado. Pero esas cuatro entidades están demasiado bien elegidas para haber sido pergeñada su combinación por un catedrático prologuista, y una somera investigación descubre que aquí se está plagiando una invención poética de Ezra Pound que Alvar da como dato cierto.
Machado es órfico, pero no viene al caso hablar de tablillas ni de papiros que él no sabría ni por dónde se leen, ya que su orfismo viene de Francia, y no es el original y misterioso del mundo de los griegos (incluyendo Ucrania y Mesopotamia), sino que es la simple valoración del poeta como mago (carmen es canto y charme, conjuro) y chamán, como el Orfeo del mito y no como el autor de hexámetros reinterpretadores de teogonías. Valor del orfismo que Machado toma de Mallarmé, autor de Igitur (libro profundamente órfico en su sentido originario, si bien Machado no lo robó de la biblioteca de Juan Ramón Jiménez, quien en sus diarios acusa al poeta de latrocinios mallarmianos, aunque no todas las lecturas de Machado tenían por qué ser robadas)[10], y no tanto del nuevo orfismo de Apollinaire, que quiere liberar la imagen artística de significado, ya que es en sí un significado; ni, por supuesto del orfismo en alemán de Rilke, aunque este viene de más lejos, como demostraron Léon Cellier[11] y Georges Cattaui[12].
Sin embargo, hay en Machado también algo del orfismo original, cuyas cosmogonías estaban integradas, ante todo, por tres antiguos mitos reaprovechados de los que se apropiaron y acabaron ser fácilmente reconocibles como órficos: el huevo cósmico, la culpa de los titanes (precursora de la idea de pecado original) y la purificación por las aguas de la memoria. En ese sentido, el primer libro órfico de Machado, según Antonio Colinas, Soledades, galerías y otros poemas, contiene versos absolutamente órficos. Bastará que citemos estos:
Misterio de la fuente, en ti las horas
sus redes tejen de invisible hiedra;
cautivo en ti, mil tardes soñadoras
el símbolo adoré de agua y de piedra.
Aún no comprendo el mágico sonido
del agua, ni del mármol silencioso
el cejijunto gesto contorcido
y el éxtasis convulso y doloroso.
Pero una doble eternidad presiento
que en mármol calla y en cristal murmura
alegre copla equívoca y lamento
de una infinita y bárbara tortura.
Y doquiera que me halle, en mi memoria,
-sin que mis pasos a la fuente guíe-
el símbolo enigmático aparece...
y alegre el agua brota y salta y ríe,
y el ceño del titán se entenebrece.
sus redes tejen de invisible hiedra;
cautivo en ti, mil tardes soñadoras
el símbolo adoré de agua y de piedra.
Aún no comprendo el mágico sonido
del agua, ni del mármol silencioso
el cejijunto gesto contorcido
y el éxtasis convulso y doloroso.
Pero una doble eternidad presiento
que en mármol calla y en cristal murmura
alegre copla equívoca y lamento
de una infinita y bárbara tortura.
Y doquiera que me halle, en mi memoria,
-sin que mis pasos a la fuente guíe-
el símbolo enigmático aparece...
y alegre el agua brota y salta y ríe,
y el ceño del titán se entenebrece.
Ronsard, cuyas viejas rosas cortó Machado no sin algo de pedantería, tiene un soneto completamente órfico, en el que identifica un huevo con el cosmos, cuyas fuentes indirectas, como lo son también siempre para Machado, fueron estudiadas por Chastel en “El huevo de Ronsard”[13]. De fuentes indirectas como Ronsard están hechos poemas órficos como este de Abel Martín, reverso de las doctrinas órficas pues habla de huevos hueros y la fuente del olvido, que según la laminilla citada intempestivamente por Alvar, hay que evitar:
Al gran Cero
Cuando el Ser que se es hizo la nada
y reposó, que bien lo merecía,
ya tuvo el día noche, y compañía
tuvo el hombre en la ausencia de la amada.
Fiat umbra! Brotó el pensar humano.
Y el huevo universal alzó, vacío,
ya sin color, desubstanciado y frío,
lleno de niebla ingrávida, en su mano.
Toma el cero integral, la hueca esfera,
que has de mirar, si lo has de ver, erguido.
Hoy que es espalda el lomo de tu fiera,
y es el milagro del no ser cumplido,
brinda, poeta, un canto de frontera
a la muerte, al silencio y al olvido.
Vaya pues aquí mi pequeña aportación a la preservación del legado machadiano, por vía, tan sólo, de hacer más inteligibles sus versos: pero entender su iconografía no servirá de nada si no se leen y degustan como deben, si no se hacen las cesuras y pausas adecuadas, en las que insistió Antonio Carvajal en el mismo congreso literario para el que se escribieron estas líneas, y en el que tuvimos el privilegio de escucharlo. Sin esto, lo que podamos hacer los que no somos poetas como él queda en mero trabajo de cicerone turístico o de descripción de obras de arte para ciegos (que es a lo que muchas veces queda reducida la crítica de Arte) si falta la adecuada lectura poética. Su enseñanza, y no sólo la de la iconografía y simbólica de los poemas, es fundamental si queremos evitar que en el futuro los españoles conozcan de memoria a un Antonio Machado no apócrifo sino espurio.
[1] Manuel Alvar, Símbolos y mitos, Madrid, CSIC, 1990, p. 124; tampoco deja de citar Alvar a Dámaso Alonso, quien afirma que en su examen de Metafísica Machado “no daba pie con bola”.
[2] Juan García Hortelano, “Acerca de Antonio Machado”, en El País, 22-2-1989.
[3] Cfr. Federico Suárez Verdaguer, Ensayos moderadamente polémicos, Madrid, Rialp, 2005, p. 187.
[4] Poco tiene que ver con Antonio Machado la poesía hermética de Bartolomé Jiménez Patón, catedrático de Latinidad en Villanueva de los Infantes y autor del famoso Mercurius Trimegistus (Baeza, 1621: fue aprobado como manual de enseñanza por el cuerpo de docentes más o menos equivalente al que Antonio Machado representó, tantos siglos más tarde, en esa misma ciudad de Baeza), recogida en Antonio Calderón, Relación de la fiesta qve la insigne Vniversidad de Baeça celebró a la Inmaculada Concepción de la Virgen, Nuestra Señora (Baeza, 1618) y citada por Abraham Madroñal Durán, “Aportaciones al estudio del maestro Jiménez Patón (dos obras inéditas y casi desconocidas)”, en Criticón, 59, 1993, pp. 83-97, p. 97: “Sacra palestra, tu piadoso afecto/ descubren tus primeras conclusiones,/ es protocolo el voto y fiel registro,/ de tu excelencia suenen mil pregones,/ que del eterno viene Trimegistro;/ de concepción concibas tal concepto,/ que es número perfecto”.
[5] Manuel Alvar, Símbolos y mitos, Madrid, CSIC, 1990, p. 71.
[6] William Keith Chambers Guthrie, Orpheus and Greek Religion, Londres, Methuen, 1935.
[7] No tanto, sin embargo, como para que no quede más remedio que remitirlo a la Philosophia Perennis (el término acuñado por Agostino Steuco Eugubino tan apreciado por los pensadores tradicionalistas del siglo XX) como hace Antonio Colinas, ligándolo con el hinduismo, el budismo y el taoísmo (Antonio Colinas, El sentido primero de la palabra poética, Madrid, Siruela, 2011, p. 26).
[8] Marcel Brion, Un Enfant de la terre et du ciel: roman, París, Albin Michel, 1943. Alvar omite la palabra “roman” en su cita. Puede recordarse, sobre el uso generoso pero irrelevante de bibliografía con el maestro Machado, el artículo de Julián Marías, “Machado y Heidegger”, en Ínsula, nº 94, suplemento, pp. 1-2.
[9] Manuel Alvar, La lengua como libertad y otros estudios, Madrid, Instituto de Cultura Hispánica, 1982, p. 120.
[10] Soledad González Ródenas, Juan Ramón Jiménez a través de su biblioteca: lecturas y traducciones en lengua francesa e inglesa (1881-1936), Sevilla, Universidad, 2005, p. 107.
[11] Léon Cellier, Le Romantisme et le Mythe d’Orphée, París, Cahiers de l’Association Internationale des Études Françaises, nº 10, mayo de 1958; Cfr. Hermine B. Riffaterre, “L’Orphisme dans la poésie romantique”, en Romanic Review, vol. LXVIII, n° 1, feb. 1972, pp. 61-63; pero, ante todo, cfr. Brian Juden, Traditions orphiques et tendances mystiques dans le romantisme français (1800-1855), Ginebra, Slatkine, 1971, cuya amplia bibliografía no ignora los estudios del distinguido Václav Černý sobre el tema del titanismo en poesía.
[12] Georges Cattaui, Orphisme et Prophétie chez les poètes français 1850-1950: Hugo, Nerval, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Valéry, Claudel, París, Plon, 1965.
[13] A. Chastel, “L'oeuf de Ronsard”, en Mélanges d'histoire littéraire de la Renaissance: offerts à Henri Chamard par ses collègues, ses élèves et ses amis, París, Nizet, 1951, pp. 109-111.