Es cierto, lo he visto. 10 años fuera
de Argentina pueden lograr que uno de allá diga ‘coger’ sin ese doble fondo. El
escritor Rodrigo Fresán, que lleva viviendo en Barcelona desde 1999, no solo lo
dice más abajo —es lo de menos— sino que también declara algunas cosas
realmente perspicaces sobre sus gustos musicales o sus afinidades literarias
tras la muerte de Roberto Bolaño, amén de su amor por Stanley Kubrick o el
estado de la crítica de libros en la época del follower resentido, o por qué Fresán tiene un zapatófono de móvil en lugar
de sumarse a la fiebre de las redes sociales y su coltán. Todo esto en una
entrevista que tuvimos el gustazo de hacerle el pasado 13 de marzo en La Central de la c/ Mallorca, cuando
todavía estaba de novedad editorial La
parte inventada, una novela irradiada por los átomos del género relato —según
nos cuenta el autor— sobre cuyo pacto de ficción y sobre cuyos vínculos
secretos con ciertos libros (no solo los escritos por Fresán, también sus
lecturas) estuvimos hablando durante la entrevista. Hace 40 días. No habiendo
quien quiera publicarla, tal vez la extensión o la transcripción literal asusten, Castra Castro se reserva la propiedad y el usufructo omnímodo de la exclusiva. Ellos se la pierden.
Tú —mejor tarde que nunca— no.
ERNESTO CASTRO. Dado que La parte inventada empieza con todo un
catálogo de extractos de autores posicionándose y midiendo el grado de
presencia del autor en sus novelas o escritos —el primer capítulo es
ciertamente autoficcional en este sentido— y la contratapa subraya que el
contenido mismo del libro es ‘¿Cómo
piensa un escritor?’, quisiera saber si de esta última novela puede decirse
lo mismo que dijo Alan Pauls de Mantra: «una novela triste, cuya región secreta es la infancia y cuyos temas son
el tiempo y la forma: las dos únicas cosas en las que la infancia nunca piensa,
las dos únicas cosas que piensan la infancia».
RODRIGO FRESÁN. La infancia es un
asunto que me interesa de suyo. Todos mis libros tienen alguna conexión con
ella; desde Historia argentina, donde el núcleo central es un episodio
autobiográfico bastante fielmente reproducido. Me interesa la infancia como
espacio y melodía, junto con las variaciones que se desprenden a partir de
ella. El primer capítulo de La parte
inventada (aunque prefiero la palabra sección,
pues no son capítulos en sentido estricto) es
y no es autobiográfico; todo libro lo es en tanto que uno lo saca desde
dentro, impregnado por la placenta de sus neuronas, el ADN. Si nos ponemos
rigurosos y puristas —fundamentalistas—
no hay texto que no sea biográfico aunque carezca de relación con tu vida: la
escritura se volvió parte de la vida, como una suerte de juego.
La primera
sección no sería estrictamente autobiográfica porque hago un ejercicio de
imaginación en ella, tomando algunas coordenadas geográficas y temporales donde
estuve, cosas que pasaron de verdad, y ahí implanto un momento que no guardo en
la memoria —nunca lo guardé—: el despertar de la conciencia literaria, que para
mi sigue siendo un enigma porque nunca quise ser otra cosa que escritor. Mis ganas de escribir no tienen, por así
decir, un Rosebud; por esa razón
tenía que inventarlo; escribirme los recuerdos que no tengo. Me considero
bastante privilegiado porque nunca me he visto en el trance de renunciar a mis
deseos profundos e infantiles. Yo no
tengo prácticas o creencias religiosas —ni de las más populares, ni de las más
extrañas— pero sí me siento en cierto modo elegido por ese don, la voluntad de
ser escritor, pues el 99,9% de las personas terminan renunciando a su
primera vocación, ya sea esta jugar en la selección o ser Batman; alguno
deseará volverse presidente del gobierno (¡hay gente para todo!) o princesa o
explorador.
Mi vocación
literaria es en cierto sentido infantil; en el mejor sentido posible del
término, pues hunde sus raíces en mi infancia y de ahí que en todos mis libros
la figura del escritor tenga una cierta aura romántica; quizá no de superhéroe,
pero sí de freak o mutante o persona
distinta. Mi primera percepción del ser escritor es a través de los ojos de un
niño —en este caso poseo un recuerdo clarísimo a los cuatro años— que cuenta
cuánto tiempo falta para empezar el colegio.
Cuánto falta para saber leer y
escribir.
Cuánto para poder ser escritor.
EC. Esta obsesión infantil
resulta especialmente curiosa a la luz de algunas afirmaciones tuyas sobre la
historia de la literatura, como la que pones en la boca de uno de tus
personajes en Jardines de Kensington,
donde aprovechas que el protagonista es un escritor de fábulas infantiles (ante
todo, Peter Pan) para subrayar la
peculiar identificación literaria que tiene lugar entre siglos y tiempos
vitales: en el XVIII se inventa la
juventud (ante todo, Werther), en
el XIX la infancia (ante todo, Oliver Twist), en el XX la adolescencia («los jóvenes ya no se limitarán a padecer el mundo de los mayores sino
que, además, lo cuestionarán», escribes, «tomarán el relevo y asumirán la maldición de ser protagonistas siempre
extraviados en un mundo enloquecido por adultos que se comportan como niños»)…
RF. ¿Y en el XXI? Diría que hemos
acuñado el infantiloide perfecto. Un adulto cada vez más conectado a juguetes,
con menor grado de atención que nunca, preocupado por el próximo modelo de iPhone
o cuántos canales tendrá la TV, consultando cada poco su perfil de Facebook.
Una mezcla explosiva entre la sorprendida ingenuidad del infante y la egolatría
ignorante del adolescente: el infantilescente, podríamos llamarlo.
EC. En el libro dices otra cosa
(«Me atrevo a predecir que será la vejez:
un siglo rebosante de viejos sanos y desesperados») pero también estamos
hablando de una ficción escrita entre 2001 y 2003, antes de la plaga de smartphones, y además veo que tú sigues
en el Pleistoceno [señalo el móvil que Rodrigo Fresán ha dejado sobre la mesa,
un modelo del año catapún que seguro
haría las delicias vintages de más de uno o dos hipsters / depravaos. A su lado
la Game Boy Color es tecnología aeroespacial puntera].
RF. Este trasto lo tengo desde
hace ocho años porque mi mujer se quedó embarazada y como estamos solos aquí,
no tenemos familia, es un medio para hablar en casos de extrema urgencia. Eso
sí, no hay día que no reciba tres o cuatro mensajes de Vodafone pidiendo que
por favor vaya a entregarlo, que me ofrecen unos regalos a cambio, por lo que sospecho que contiene una tecnología mejor, porque además —toco madera— no se
me rompió nunca, así que seguramente necesitarán el secreto que yo tengo aquí y
en cualquier momento piensan entrar como ninjas por la ventana de mi casa. Lo que sí tengo es una cantidad
bastante preocupante de imbéciles haciéndose pasar por mí en Facebook y en
Twitter. A parte de eso, nada.
EC. La pregunta clave sería: ¿no te llama la atención escribir desde una
condición social que tú encarnas desde hace unos años y que algunos críticos
señalan como un factor a tener en cuenta cuando medimos la periodicidad que
tuvieron tus dos últimos libros, salidos cada seis años? Javier Calvo
decía, con motivo de la aparición de El
fondo del cielo, que su demora —el periodo que había llevado escribirlo
comparado a la acelerada redacción Mantra
(nueve meses) o de Esperanto,
hecho en pocas semanas— se debía a que entre medias habías tenido un hijo. ¿No
te llama la atención, no piensas escribir en el futuro desde la otra cara de la
infancia, que es la paternidad?
RF. La parte inventada, esa novela que yo no habría podido escribir sin
la ayuda de mi hijo, ya es bastante paternal. La portada lleva su firma: «Diseño gráfico por Daniel Fresán». ¿Te
cuento el motivo? ¿Te interesa este tema?
EC. Cómo no.
RF. Él tendría unos cuatro años.
Yo andaba absolutamente empantanado con el libro. Íbamos camino del colegio. El
libro decido cuantas secciones contiene, armo un mínimo esqueleto y las abro
todas. Salto de una a otra. No es una escritura lineal. Tampoco termino de ver
—para usar una frase en boga— la luz al final del túnel [Risas de ambos]. En
esto que pasamos por delante de una papelería. Y estaba este juguetito en el
escaparate. Y mi hijo me dice: «Mira,
papa. Esa será la portada de tu próximo libro.» Y yo me quedo: «Bueno, ¿qué sé yo? Jajá. ¡Qué niño más
ingenioso! Pat-pat-pat.» [Rodrigo
Fresán acompaña la conversación reconstruida —especialmente las onomatopeyas—
con gestos que simulan estar dándole golpecitos en la coronilla a un mancebo
como quien asiente ante un tontolaba.] Entramos a comprar el muñequito. Y
cuando estamos saliendo añade: «Además
tiene que ser el protagonista». Y yo: «No
jodas, hombre, Daniel». Vuelvo a casa, una vez dejado en el colegio, y
enciendo el ordenador. Me siento frente a la pantalla a seguir sufriendo. Y
entonces reflexiono: «¿Qué pasa si le
hago caso?».
El libro se
resolvió por completo.
En La parte inventada, sobre todo en la
parte del hospital, todos los relatos giran en torno a relaciones paterno-filiales.
También supongo que para quien sea escritor, y serlo implica estar las 24 horas
de servicio, la sola idea de empezar una cosa que —si hubiera justicia en el
mundo y todo fuera bien— uno no verá su final, que es tu hijo, produce cierto
interés & inquietud & curiosidad & angustia & preocupación.
Muchas cosas. Dedicarse a escribir está
entre las opciones vitales más individualistas, más solipsistas que jamás haya
tomado alguien, y tener un hijo supone en cierto modo un cambio, una alteración
potentísima del ADN, más fuerte incluso que descubrir y leerse a Proust, otro
de mis grandes choques como escritor, y desde aquí recomiendo la experiencia a
quienes escriben, que también intenten probar —si se atreven— el ser padres.
EC. Hablando de retratos
familiares, yo recomiendo encarecidamente la lectura de Mantra en paralelo a la segunda sección de La parte inventada.
RF. La idea que uno tenía sobre
esta parte era montar una suerte de making off de Mantra, contar en dos planos simultáneos algo que tiene pinta
de ser un libro: está la mirada de la hermana del escritor y la tipografía
atomizada del escritor que empieza a trabajar flotando sobre esos materiales
literarios en un estadio todavía magmático, primal.
EC. Pero estamos hablando de
géneros distintos y hasta opuestos. Cuando haces el retrato de los Karma
recurres a un registro estilístico más bien cómico, irónico, satírico; vemos un clase alta cuyo personaje
destacable sería esta Hiriz Karma, una pija redomada; mientras que los Mantra
constituyen una cosmogonía surrealista mexicana cuyo daimon o figura individual mediadora con el lector es Martín
Mantra, un mozo que aparece con un revolver en clase. No puede haber mayor distancia.
RF. Habría sido muy fácil y muy
falso que todo fuera similar. Lo que quería contar ahí era cómo una cosa se
puede convertir en otra diametralmente opuesta mediante el ejercicio de la
escritura. Martin Mantra es Penélope, que es quien registra la situación con la
cámara; el freak del entorno. Yo lo
veo así: La velocidad de las cosas y La
parte inventada funcionan como opuestos complementarios; incluso proyecto
la idea de una tercera entrega para dentro de veinte años —digamos: La palabra justa o La palabra exacta— que sería el libro de la vejez y cierro de este
modo la trilogía. La velocidad de las
cosas estaba escrita en una primera persona constante, cambiaban mucho las
situaciones de las historias, y era un libro de relatos como irradiado por los
átomos (¿radioactivos?) del género novela. Y aquí invierto la cosa: la novela
irradiada por el cuento. Me interesaba escribirla en una tercera persona
que, sin embargo, fuera de primerísima.
Está hecho a conciencia: si bien está escrito en tercera, muchos sienten que
fuera una primera persona, y luego me echan a la cara «Lo que aquí dices».
—Yo no digo nada, señora. Lo dirá El
Escritor.
Y
volviendo sobre el asunto autobiográfico, hay dos cosas que me interesaban.
UNO, que el libro se llamara La parte inventada,
o sea, que fuera por delante con una advertencia cristalina. Yo hice una
operación sobre el personaje del narrador: muchas de las cosas que él piensa,
las pienso yo; muchos de sus autores favoritos son los míos; pero la sensación
es que lo que yo sostengo con volumen a cinco, él lo sostiene con volumen a
quince. Al máximo. Esa actitud excesiva,
vociferante y por momentos atronadora yo se la adjudico —la partícula de
ficción que introduzco para deformarlo y que no sea yo— es lo que hace del
narrador una persona sin ningún anclaje emocional más allá de la literatura,
que haya apostado todo por ella. Uno suele hacer esta suerte de apuestas cuando
adolescente: no me casaré; solo tendré musas; no tendré hijos; solo herencia
literaria y esas cosas. La idea de renunciar a todo y luego despertar la
sospecha de haber cerrado un pésimo negocio. ¿Tendría que haber leído la letra
pequeña del contrato faústico? Yo creo que sí. Y DOS, quería rendir cierto
homenaje a la literatura judeo-americana; me encantan esos personajes
catastróficos, hombres Godzilla que destrozan edificios a su paso todo a su
paso: el Mickey Sabbath de Philip Roth o el Von Humboldt Fleisher de Saul
Bellow. Si algo puede quizás hacerse mal, estos tipos lo harán (excelentemente)
peor.
EC. Algo que
aparece también irradiado en la novela y funciona incluso como cierre de obras
tuyas previas es la aparición de registros distintos al literario. La música o
la ciencia ficción, sobre todo, el pop histórico. En varios textos tuyos
subrayas la veta netamente generacional de esta amplitud de intereses
culturales: mientras tú atraviesas tu
infancia y tu adolescencia hay todavía una televisión con vocación ficcional en
blanco y negro (digamos, antes del reality
show) cuyos efectos especiales no alcanzan la capacidad imaginativa que
despliegan la literatura u otros formatos creativos, permitiendo mantener
cierto nivel de igualdad entre ellos gracias a las limitaciones estructurales
compartidas. Confróntese este escenario igualitario con el predominio absoluto
que detenta lo audiovisual (y lo relacional) a día de hoy. ¿Hasta qué punto
influye en tu escritura este elemento generacional de convivencia —durante tu
periodo formativo— de registros creativos distintos, igualmente apreciados
masivamente?
RF. No niego que me duela o me
preocupe —y esto tiene que ver con los dolores y las preocupaciones, muchísimo
más exageradas, que aparecen en La parte
inventada— pero sí me produce cierta inquietud escuchar a dos escritores
jóvenes (menos viejos que yo) que se reúnen y se ponen a hablar sobre True Detective. Extraño cada vez más a
escritores hablando sobre qué andan leyendo o escribiendo. No sé si será un
signo de los tiempos que resulte difícil hallarlos. Me produce cierta inquietud que, según muchos escritores jóvenes, el
siglo XIX no sea un lugar donde regresar y aprender, que los héroes desganados
de Tao Lin no les permitan ver novelas como Barry Lyndon, por ejemplo, donde
aquello estaba de una forma más clara [y más leída por la gente, piensa el
entrevistador: los buenos terminan ganando la partida]. Si hay algo que
beneficia a la literatura es su historia, que tiene lugar como una especie de
carrera de postas; la intención de que todo empiece con la ultimísima
generación —que haya a lo sumo unos corpúsculos primigenios veinticinco años
atrás, estilo Thomas Pynchon o Don Delillo, a pesar de haberlos leído mucho— me
produce cierta inquietud.
Y me la
produce el haberlos leído.
Que ambos
tengan leída la historia de la literatura.
Que sus libros
muestren la diferencia.
No hay mucho
que innovar. Yo soy más de renovar. El innovar es un reflejo juvenil. Si tú
lees Tristram Shandy, Moby Dick y luego La casa de hojas… en fin… pues bueno… ya sabes… [Rodrigo Fresán se
encoge los hombros mientras arquea las cejas. ¿Qué quiere decir? ¿Danielewski a
la hoguera? ¿Melville y Sterne a la presidencia? ¿Programa de reeducación
novecentista para letraheridos de pacotilla? Quién sabe.]
EC. Hay que decirlo con palabras.
RF. Digo: puede leerse primero Tristram Shandy, luego Moby Dick, luego La casa de hojas y decir «Mira
qué cosa», o leer solo La casa de hojas
y decir «Mira qué cosa». Y me da la
impresión que ahora mismo se alienta o se disculpa esta última opción, a mi
juicio deficiente. Tampoco quisiera parecer ese que sabe que está mojando los
pies en el mar de la senectud, pero quizá estoy envejeciendo.
EC. Al contrario. Y por un motivo:
el siglo XIX planea sobre todas tus obras. En La parte inventada la figura de Penélope está atravesada por Cumbres borrascosas y…
RF. El XIX hay que leerlo —hay
que estudiarlo— por la sencilla razón de que el género rey era la novela. Y la novela no solo contaba sino que
educaba; informaba. Todo lo que ahora hacen los soportes electrónicos o
televisivos estaba entonces dentro de la novela. Y estaba de una forma más
seria —más profunda— que en las plataformas que vinieron a suplantar esa
posición; ese rol.
EC. Y como decía, en la
literatura española vivimos en un momento que calificaría de posnocilla, en el sentido de que ahora
mismo tiene lugar una recuperación de
las posibilidades escondidas en el siglo XIX —más allá del estereotipo sobre el
realismo decimonónico— por parte de una generación de escritores españoles que,
habiendo nacido en los años 70, fingieron apostarlo todo a la casilla de las
nuevas tecnologías, su carácter supuestamente revolucionario, durante la primera
década de los 2000 y ahora, en el momento de convocar una retirada honrosa, salen
con citas de Flaubert y otros mutis por
el foro. La pregunta: ¿cuáles serían los grandes olvidados del XIX? Los
diamantes en bruto de este siglo. ¿Qué libros habría que visitar y no se
visitan —según dices— con la debida asiduidad?
RF. Tampoco quisiera erigirme en
juez categórico porque ignoro si se visitan o no. A mi juicio entre los autores
que hay que leer están la parte del XIX de Henry James, Melville y Hawthorne, las
hermanas Brönte —para quien guste de personajes extremos, ellas son las reinas
del asunto—, Tolstoi. Son todos obvios; no solo no están olvidados estos
autores sino que —como he dicho muchas veces— no hay crisis de la literatura;
se siguen leyendo y se seguirán leyendo; probablemente por una cuestión
demográfica, como cada vez somos más gente en el mundo, cada vez seremos más
leyendo más a los clásicos.
Ahora bien, sí
me parece que hay una grave crisis en la hechura popular, en la ambición
literaria del best seller, que son cada vez peores. Basta coger [sic] un libro de Morris West, de Irving Wallace o de
Robert Ludlum y ponerlo junto a uno de Dan Brown. Eran maestros del cuidado en
el ritmo, la composición, la profundidad de los personajes. Y ni hablar de
Stephen King. Un caso puntual sería comparar el primer multiventas de Anne
Rice, Entrevista con el vampiro, con
Stephenie Meyer y su Crepúsculo. Se
está proponiendo una fórmula de mega-éxito literario que solo da vueltas sobre
si mismo. Si te encantó El código Da
Vinci no pasarás a El nombre de la rosa,
sino como mucho a La estrategia
Caravaggio, ¿sabes? Si quedaste prendado de 50 sombras de Grey no pasarás a Trópico
de Cáncer o La historia de O, ¿me
entiendes? Si eso pasarás —qué sé yo— a 49
claroscuros de Green. Se están cortando vasos que una vez fueron
comunicantes; ahora son endogámicos.
EC. Tus observaciones
musicológicas —ese gusto hacia los 60s y los 70s— es otro elemento temático muy
tuyo; en La parte inventada dedicas
mucho espacio a Pink Floyd; ¿hasta qué punto incluye tu escritura registros
estilísticos musicales? En la primera sección de La parte inventada, justo cuando tiene lugar el llamado Rosebud,
unos críticos de ficción señalan que —gracias a cierta dolencia o enfermedad—
tú tendrás un estilo sincopado y fotográfico. [Las palabras exactas fueron: «El niño no lo sabe aún pero padece de una
leve pero decisiva anomalía cerebral, producto de r) caída escaleras abajo en la casa de sus abuelos paternos. Un efecto más
que un defecto. Algo que altera el ritmo de lo que se conoce como “persistencia visual”: la suya es más
lenta y le hace ver todo más lento, como cuadro a cuadro, fotograma a
fotograma, palabra a palabra. Persistencia visual que, sumada a su memoria
eidética o “fotográfica”, acabará —con el tiempo y según sus críticos y
estudiosos— “influyendo decisivamente en su estilo y visión”»] Yo discrepo.
Tu estilo me parece mucho más fluido que serial, una especie de torrente
imposible de contener, que nada tiene que ver con las diapositivas o los
fotogramas. Rollo Pink Floyd, vaya. Varias preguntas tengo —pues— sobre música:
(i) como he dicho antes, ¿hasta qué punto incluye tu escritura registros
estilísticos musicales?; y (ii) ¿se
puede saber que tienes con Arcade Fire?, porque menuda somanta a palos que
les das.
RF. Con Arcade Fire no tengo nada
salvo que Talking Heads fueran infinitamente superiores. Estas cosas son las
preocupantes, que el último modelo sea mejor —por definición— que el previo,
que es un principio dictado por Appel, por la idea de que el nuevo iPhone
mejora siempre a la versión anterior, aunque no sea así y luego la gente
rechiste «Porque —¡ay!— el antiguo tenía
la pantalla semiopaca o los caracteres no-sé-qué». Es una pulsión que viene del rock, donde los ciclos son más cortos que
en otras disciplinas artísticas y se desarrollan cada vez con mayor rapidez,
que cada generación reclame su parte del mito y del pastel. Me causa mucha
gracia ver las revistas sobre rock —las ojeo, en su momento me compraba todas—
cuando organizan las encuestas de los 100
mejores de la historia, que siempre triunfan grupos de la última década,
y en los puestos bajos de la tabla: The
Beatles (49); Bob Dylan (54).
Entiendo que cada generación quiera tener sus Beatles y su Dylan, pero no
entiendo por qué no les interesan los Beatles y el Dylan originarios. Eso es lo
extraño.
En cuanto a
Pink Floyd, Wish you where here es un
disco que pongo mucho como música de fondo para escribir, igual que las Variaciones Goldberg y etcétera. Mi traductora
francesa me decía sobre la parte acerca de Pink Floyd: «Es que parece periodismo rock». Esa era la idea: cuando uno es
adolescente y piensa en discos, sus pensamientos son como si fuera periodismo
rock —por suerte, es algo que se te termina pasando. WYWH, como digo, me interesaba muchísimo meterlo en el libro porque
cerraba muy bien el asunto de la ausencia y lo desaparecido. Y una de mis
principales influencias formativas (y deformativas) es la portada del Sgt. Pepper’s. Mi manía referencial
viene de ahí. Y cuando escuché “A Day in the Life” —su estructura tripartita;
que es también la estructura de esa-cosa-extraliteraria-que-para-mi--no-lo-es,
que para mi sigue siendo literatura y supuso entonces un impacto fortísimo: 2001. Odisea en el espacio.
EC. Joder, perfecto. Vamos
encadenando respuestas y preguntas. La siguiente que llevaba apuntada era
precisamente sobre 2001. La anécdota
más divertida de La parte inventada
es cuando decides comprar un muñeco de acción, que es el famoso monolito de
Stanley Kubrick [#LOL] y cuya etiqueta anuncia: Zero points of articulation!
RF. ¡Existe de verdad! Lo pensaba
adquirir pero costaba unos 60$ y 60$ por un bloque de plástico, un bloque de
plástico duro —la verdad— me parecía
excederse un poquito, ¿eh?
EC. Al loro: ¿en qué medida la
etiqueta del irrealismo lógico —no sé si te la tomas en serio o
estamos ante otro neologismo innecesario— se puede retrotraer hasta piezas no
literarias como 2001? ¿Y en qué
medida es La parte inventada, como
fuera El fondo del Cielo, no una
novela de ciencia ficción, sino con ella?
RF. Me gustaba mucho el cine —y
me sigue gustando— pero buena parte del mismo murió para mí junto a Stanley
Kubrick. Es el director que más próximo estuvo de los escritores, o viceversa.
Yo vi el estreno de 2001 en un lugar
de cinemascope —entonces las grandes salas eran como palacios de San
Petersburgo— que estaba en la Avenida de Mayo. Era muy fan de la ciencia ficción (mis padres se habían divorciado; mi
madre estaba casada con Paco Porrúa, el director de Minotauro, editor de Cien años de soledad; mi padre estaba
haciendo un libro con Borges y otro con Cortazar; o sea que así me explico yo
mi vocación literaria original) y recuerdo haber visto la escena inicial de Odisea en el espacio, totalmente
convencido de que sería ciencia ficción, y pensando: «Joder, la prehistoria». Y
salir transfigurado de las salas habiendo descubierto que podían decirse cosas de aquella manera. Hasta entonces, con
seis o siete años, las películas y los libros que tenía entre manos utilizaban
estructuras bastante habituales. Y entonces: la famosa elipsis del hueso;
intuir que una máquina podía llegar a sentir mayor melancolía incluso que unos
astronautas convertidos en una suerte de robots absurdos. Cuando me pongo a
hacer zapping para ver qué hay en la
tele, si están echando Odisea en el
espacio, me quedo clavado frente a la pantalla: no puedo dejar de verla, no
puedo terminar de verla. Volví hace poco a ver ese documental —narrado por Tom
Cruise— donde explican como Stanley Kubrick trabajaba sus películas igual que
yo trabajo mis libros, que se parece bastante —según el libro de Geoff Emerick—
a la forma que tenían de grabar los Beatles de grabar.
EC. ¿Cuál es el proceso
exactamente?
RF. Según Kubrick, hay que tener
siete partes buenas —luego aquello se ordenaría de manera misteriosa, pero
antes hay que tener siete nudos, siente secuencias, siente momentos; una vez
tienes eso, todo está resuelto. Yo
escribo una novela como alguien grabaría su maqueta: muchas pistas, muchos
canales y efectos, efectos, efectos, efectos. Igual que Pink Floyd, un
grupo que figura en La parte inventada —igual
que Scott Fitzgerald o Bob Dylan o Ray Davis o William Burroughs— porque todos
ellos sufrieron bloqueos creativos absolutos. Tanto Davis como Dylan como Pink
Floyd —tras The Dark Side of the Moon—
tuvieron un momento de indecisión donde no sabían muy bien qué hacer con sus
vidas. El protagonista de La parte
inventada tiene el mismo problema que Fitzgeral durante la década que
trabajó sobre Tender is the Night. Son
los instantes más curiosos de una vida como creador, esos ¿y ahora qué?
EC. Quisiera preguntarte por tus
referentes y coetáneos. La faja de Random House a La parte inventada inevitablemente termina asociando tu escritura a
Borges y a Bioy Casares si no hubiera más escritores (y más vivos) en América
Latina.
RF. Seguro que para el público
lector en lengua inglesa hay poco más. Y lo poco que hay —García Márquez,
Vargas Llosa, etcétera— es distinto; sería bastante equívoco vincularlos
conmigo.
EC. No obstante, creo que hay un
salto entre aquella generación de escritores argentinos sin vínculo alguno con
el resto del continente —tienes el dictum apócrifo de Borges: «He estado siempre entre argentinos,
uruguayos, chilenos y paraguayos, pero nunca entre latinoamericanos»— dando
por sentado que hay una solución de continuidad entre el Cono Sur y el ambiente
—si quieres mágico, barroco, surrealista, africano— que puede tener Perú o la
zona del Caribe. Mientras, un elemento
relevante para entender la novísima hornada de escritores conosureños (estoy pensando en nacidos durante los 50/60: tu caso y
el de Bolaño) es vuestro interés por una ciudad taaaan latinoamericana —en
todos los sentidos del término, los buenos y los malos— como es el México
Distrito Federal. Primero Los detectives
salvajes (1998) y luego Mantra
(2001) hacen del DF una pujante capital de la ficción en castellano. Quizá sea
una reconstrucción retrospectiva falaz —yo tengo ocho años cuando Bolaño
obtiene el Herralde; sus libros y los tuyos los leo mucho después— pero desde
este punto de vista parece que entonces hubiese una relación de afinidad
literaria, ahora quizás perdida, entre los escritores en castellano de vuestra generación.
Pasada una década tras la muerte de Bolaño, ¿dónde sitúas tus libros en el mapa
actual? ¿Ahora mismo quién —español, latinoamericano o internacional— crees que
marcha contigo? ¿Quién despierta ahora mismo tus simpatías?
RF. Básicamente los
escritores/lectores: el caso de Bolaño, de Vila-Matas, de Alan Pauls. Parece una
tontería decirlo, pero es que hay muchos escritores que no leen, y esto también
resulta distintivo del Cono Sur. A
diferencia de la literatura latinoamericana, que tiene las raíces en la tierra,
en contar la tierra, la literatura argentina y la uruguaya —ese monstruo de dos
cabezas— hunde sus raíces en la pared, en la pared de la biblioteca. La
herencia argentina sí es lectora y tienes ese ensayo de Borges, “El escritor
argentino y la tradición”, cuya coda final resulta bastante definitiva y
definitoria.
Por eso repito que no debemos temer y que
debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas,
y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser
argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser
argentino es una mera afectación, una máscara.
Bolaño se decía más escritor
argentino que chileno, o si quieres latinoamericano. En cuanto a México, el
único relato no argentino en Historia
argentina, mi primer libro, tiene lugar en México y son dos páginas que
compuse —a los seis años— en el colegio.
En mis libros, México siempre está presente, porque los cómics de Batman y de
Superman venían de México; las series de televisión como Dimensión Desconocida estaban dobladas en México —tenían un acento
peculiar. Estaban los luchadores enmascarados; las telenovelas que veías junto
a la chica que cuidaba de ti cuando tus padres intelectuales salían para no
volver de noche; los cuentos de Ray Bradbury sobre las momias de Guanajuato. Y
los Sea Monkeys, una obsesión para mi generación. Los mayas y los aztecas
también aparecían cuando estudiabas en el colegio primario el pasado
continental; nos parecían increíbles las civilizaciones precolombinas mexicanas
y peruanas, mientras que los argentinos (antes de Argentina) eran unos
aborígenes nómades que andaban de un lado para otro —corriendo— sin nunca haber
llegado a levantar una metrópolis de estas à
la Indiana Jones.
También me he casado con una
mexicana.
Supongo que Quetzalcoatl así lo
designó.
EC. Y más allá de los
lectores/escritores en abstracto, ¿alguno argentino en particular? Yo no tengo
demasiado controlado el panorama, pero…
RF. Tampoco yo. En los quince
años que llevo viviendo en Barcelona, pasé siete días en Argentina. Ahora tengo
que volver en mayo para presentar La
parte inventada; será la primera vez que vuelvo —en plan escritor— en doce
años; la vez anterior fue con Mantra
en 2002. Pero bueno, habrá buenos
escritores argentinos: en Argentina se escribe bien por tradición, igual que la
carne es buena o hay buen fútbol por tradición. Hay algo, tal vez una cuestión
de distancia, hasta diría insularidad, la necesidad de contar cosas. La
Historia de Argentina es muy espasmódica, empezando y terminando todo el rato,
constantemente rescribiéndose. Hay, por ejemplo, 4 Maradonas, con aspectos
distintos en momentos distintos, o 4 Che Guevaras o 4 Perones. Tienes los
militares de la dictadura y los que deciden recuperar las Malvinas. Allí tiene
lugar un ejercicio permanente de enloquecimiento o demencialización del presente. Tal vez eso (quién sabe) produzca
escritores.
Y hay otro
tema: no se percibe la obligación o la necesidad de escribir la gran novela latinoamericana. De hecho,
las novelas argentinas clásicas son mutantes perfectos cruzados con géneros
distintos: Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Adán Buenosayres, Respiración Artificial, El
beso de la mujer araña, etcétera, etcétera. Tampoco hay pudor con la
cuestión de los géneros: el fantástico y el policial, por ejemplo, están
siempre presentes en el canon argentino.
Lo que percibo —y subrayo percibo para indicar
que tal vez sea una percepción mía totalmente equivocada en la distancia de
Barcelona— es que desde la crisis de 2001 ha habido un (re)descubrimiento de la
narración tal cual el momento, contar qué pasa y hacer la crónica. Me parece perfecto que haya esa variante
del realismo, siempre y cuando se practique exigentemente y con talento;
resulta curioso que escritores como yo, en este nuevo contexto realista, nos
volvamos mucho más raros de lo que previamente fuimos. Y mira que somos
raritos, pero no es justo que lo seamos tantísimo. Yo mismo, puesto en contexto
o tradición, no tendría por qué ser taaan
raro.
EC. Una última pregunta sobre tu
dimensión como ensayista. Tal vez sea una aberración en retrospectiva, dada la
cantidad de artículos con enunciados entusiastas y sin verbo que pueden leerse
ahora mismo, pero creo que has creado escuela —corrígeme si me equivoco— con tus
reseñas y tus prólogos, tu función en tanto que crítico.
RF. Yo no soy crítico.
EC. Por ahí van mis dudas. ¿Qué relación tienes con el reseñismo más
académico, influido hasta atrás por los filósofos franceses, dado que tus
textos —esos que luego metes en las ediciones corregidas y ampliadas de tus
libros— suelen saltarse los cercos del oficio a la torera, incluyendo muchos
perfiles hagiográficos y una fuerte carga de emoción, ante todo euforia
personal lectora?
RF. Hay una frase de François
Truffaut que resume mi enfoque: “Hablemos solo de las cosas que nos gustan”.
Algo que me resulta molesto de cierta intelligentsia,
cierto formato de escritor con lecturas, es que de un tiempo a esta parte
parece que nuestros gustos, nuestra posición lectora tenga que definirse a
partir de lo que detestamos, que haya pudor en decir “Esto me gusta mucho”. De
tanto en tanto veo o me dicen que vea blogs, sitios donde siempre resulta
interesante contrastar los poquitos comments que tiene una entrada elogiosa
frente a las doscientas apostillas de alguna reseña violenta, como si salieran de debajo de las piedras
los haters [Rodrigo Fresán imita el «Ngrrr» de los zombis] y algunos
reclaman: “Ahora cárgate a este otro.” Esa virulencia me sorprende y me
repugna el tema del alias, igual que me resulta extraño legitimar el error ortográfico
o la expresión contraída como gesto de vanguardia, que alguien que firma como @chachipiruli se cague —en 140
caracteres— sobre varios años de trabajo de un escritor y los demás aplaudan el
entuerto; la verdad es que yo no veo la gracia.
Ignacio
Echevarria tiene ganado todo mi respeto, pero yo no soy un crítico como es él o
son otros, porque además me resulta bastante peliagudo ejercer la crítica y ser
escritor también. La gente dice que todo
me gusta todo, pero no es cierto que me guste todo y lo escriba, es que solo
escribo sobre lo que me gusta; resulta más sencillo además hablar sobre filias,
explicarlas y justificarlas. Sabemos escribirlas mucho mejor que las fobias.
En cuanto a mi estilo, hablas de «perfiles
hagiográficos» y tengo mucho de evangélico —en efecto, sí: predicar la
buena nueva— y es una gratificación inexplicable cuando alguien se aproxima a
decirte: «He leído a John Cheever gracias a ti».
Si hay una
vida tras la muerte —algún sitio donde tienes que acceder— espero que alguien mantenga
una contabilidad de las personas que recluté para leer a otros, que eso cuente
en cierto modo a mi favor, que incluso compense los desastres, las malas
acciones que dimanen de mi ficción.