Juan Francisco
Casas concedió este verano una
entrevista a una periodista ignorante que le preguntó por el trasfondo
filosófico de unas tías buenas retratadas a bolígrafo. La respuesta evidente,
el hedonismo doméstico, debería intuirla quien haya oído hablar del origen
mítico del dibujo griego, según mi padre: la silueta de un amante que marcha a
la guerra. La periodista llamó “joven promesa de toda la vida” a un artista con
una trayectoria expositiva de quince añitos a sus espaldas. Casas ganó el
premio nacional de su carrera en 1999, la periodista se sorprendió de la
prudencia de sus palabras y esto no es noticia. En 1870, Nietzsche escribió que
los buenos artistas suelen ser
tartamudos y analfabetos como Thorvaldsen, porque la creación tiene lugar en
mitad de la noche: “una hora poderosa, plétora de fantasía”; sobre los
periodistas no dijo nada. Solo los mejores, esto es, los más listos saben que
la noción de promesa es la forma que tienen los viejos verdes de tutelar a los
jóvenes, como hacía Sócrates con Alcibíades, ignorando la juventud presente y
celebrando la jubilación futura, pues un artista bueno es un artista muerto y hay
que matarlo todavía en vida, o como traduce Alfonso Ortega la Pítica II, 73:
“¡Hazte el que
eres!, como aprendido tienes.”
¿Cuándo
termina la juventud? Según Helvetius, a los 35 años. Si a esa edad un filósofo
no ha desarrollado un pensamiento original, no lo hará nunca. ¿Y qué pasa con
Kant? Von Neumann puso el listón de los matemáticos a los 25 años y luego fue
levantando la mano conforme se hizo viejo y la Gran Depresión arruinó a la
juventud austriaca. Pero es cierto que grandes hallazgos matemáticos fueron
realizados prácticamente por post-adolescentes: Newton y Leibniz se disputaron
la creación del cálculo infinitesimal cuando tenían veintipocos; Abel y Galois
solucionaron problemas milenarios en el instituto y no vivieron para contarlo;
por eso la medalla Fields no se concede a menores de 40 años, porque se
entiende que por encima de esa edad hay poco que calcular salvo cuánto queda
para la muerte. De músicos precoces mejor ni hablamos. ¿Y de poetas? Tanta
precocidad acumulada en los campos más formales de la creación humana nos lleva
a suponer que hay algo vinculado con la facilidad de aprender y desarrollar un
lenguaje abstracto mientras todavía tenemos el cerebro en periodo de formación
o de maduración, si es que esto tiene algún sentido neuronal, sumado a la
audacia y a la fortuna que —según Maquiavelo— suelen acompañar a los
principiantes.
Ya se sabe:
Concentración + Agresividad = Ajedrez. Véase a Hans Magnus Carlsen, nacido y
criado un país sin tradición ajedrecística, Dinamarca; miembro por tanto de una
generación que lo ha aprendido prácticamente todo de los ordenadores,
ordenadores que todavía carecen de la capacidad de computación necesaria para
elaborar una partida tan perfecta como aburrida, donde la ventaja de jugar con
blancas sea siempre decisiva; ordenadores que por el contrario han reforzado la
precocidad de este deporte, permitiendo que los chavales aprendan en una tarde
lo que antes eran varios meses de estudio. Decídselo a Bobby Fischer, que tuvo
que aprender ruso para leer los manuales de jugadas de su época. Los requisitos
de agresividad y concentración, sin embargo, siguen siendo los mismos. Por eso
los experimentos que describe Leontxo García en Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas son tan raros:
“El
ajedrez-boxeo es un deporte nuevo que está teniendo éxito sobre todo el Londres
y varias ciudades alemanas. Cada combate consta de once asaltos alternos; seis
de ajedrez, que duran cuatro minutos cada uno, y cinco de boxeo, de tres
minutos. Los de ajedrez se disputan con unos cascos por donde los jugadores
oyen música a todo volumen para evitar que los espectadores puedan darles
consejos sobre cual es el mejor movimiento. Y hay países, como Estados Unidos o
Islandia, donde es obligatorio que los asaltos de boxeo se disputen también con
cascos protectores, para reducir el riesgo de daños cerebrales. [...] Andrea
Kuszweski sostiene que el ajedrez y el boxeo activan partes muy distintas del
cerebro; por un lado se producen enormes descargas de adrenalina, sobre todo al
boxear, y por el otro, se utiliza mucho la capacidad cognitiva, sobre todo en
el ajedrez. Y como el equilibrio necesario para destacar en ese deporte implica
controlar las emociones, Kuszweski concluye que el ajedrez-boxeo u otras
actividades similares serían muy adecuados para prevenir conductas agresivas,
como la del joven que causó la matanza de Arizona.”
Esa conclusión con moraleja es una locura. Primero fue la sublimación
vía escenificación del machismo y la violencia pandillera en las peleas de
gallos entre raperos, y ahora es el ajedrez lo que traerá la eudaimonía de vuelta a nuestras calles.
¿Alguien se acuerda de los 26 millones de parados europeos? Muy pronto veremos
a los tertulianos como Marhuenda confundiendo causalidad y atenuantes:
“Empiezas jugando con negras la Defensa Indobenoni y terminas atracando un
banco”. Razones para lo segundo no faltan. Que vigilen por tanto a Irene
Nicolás, la subcampeona mundial de ajedrez de 17 años, ahora que ha
dejado el deporte porque le aburre, le aburre, ahora que ha perdido su
epíteto de promesa para engrosar la lista de los has been, junto a María Isabel, el niño gordo de Aquí no hay quien viva, y en una escala
inferior de nivel, hasta un servidor de Ustedes, que publicó un libro y se
volvió a saber de él, no vaya Irene Nicolás a extraviarse con un comienzo tan
prometedor como el suyo y terminar de becaria o en el paro. Como
todos nosotros tarde o temprano.
[Publicado originalmente en Input. 19 de noviembre de 2014.]