12 de mayo de 2014

Karl Polanyi. Ultraje y descargo.

[Varios años haciendo del vicio criticar una excusa, un salvoconducto indispensable para recibir gratis las novedades editoriales y expresar mi opinión sobre ellas, me han enseñado la inutilidad de reseñar a los clásicos —reseñarlos para bien con otro fin que no sea el de obtener una atención vicaria de la que se presupone a sus ilustrísimas majestades, los muertos. Elogiar las virtudes de un cadáver, ya sea el día de su entierro o cuando vuelvan a publicar sus obras completas, solo puede tener una función honesta, como los discursitos pronunciados a tumba abierta: ejemplar para los vivos, que son los que pueden oírlos. Que luego presten atención es otra cosa. Tomando estas premisas, asumiendo que los ejemplos negativos tienen un valor añadido, en tanto que solemos coincidir en nuestros disgustos más que en otra cosa, quisiera compartir por qué el primer artículo de la (por otro lado tremendamente recomendable) antología de textos de Karl Polanyi —publicada esta misma semana por Capitán Swing con el título Los límites del mercado— me produce mis más profundas arcadas. Hago esto por varias razones: Polanyi es un intocable —en el mejor sentido de la palabra para la izquierda y en el peor para la derecha— gracias sobre todo a La gran transformación, su libro sobre la ilusión del libre mercado decimonónico, pero la excelencia intelectual no es una propiedad conmutable a través de la firma, y algunas de sus piezas menores —como este caso— son un ladrillo, así que permítanme concentrar mi atención en lo malo, que terminaría inevitablemente difuminado en una valoración general del libro, aunque solo sea por realizar una contribución —seguramente parcial, pero espero que válida— a la destrucción de toda canonjía y a la discusión sin cuartel de un grande como Polanyi. Como decía —aproximadamente— Hegel, nadie es grande para la señora de la limpieza que tiene noticia de sus calzoncillos. A falta de ella, aquí estamos nosotros. Y nada más, que la excusa va camino de ser más larga que lo excusado.]
El primer texto de esta antología de Karl Polanyi, “Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica” (1925), cabría leerlo como documento y arqueología de la obsesión alemana por lo orgánico, según la cual son siempre mejores las teorías que analizan la realidad desde una perspectiva interna a la totalidad, tanto monta que esta sea la totalidad de las naranjas de Valencia o la de imbéciles con una beca para la formación del profesorado universitario, porque con este enfoque son todo ventajas: para empezar convierte la vagancia intelectual en construcción esquemática de relaciones dialécticas, so capa de perder en claridad, precisión y honestidad lo que uno obtiene en verdades del Perogrullo (v.gr.: “el todo no es igual a la suma de las partes”); desde el punto de vista —insisto— de nuestra oposición a la elevación de semejantes alemandas a la condición de filosofía del rechupete, “Nuevas consideraciones” es un palm face como una casa. El típico artículo militante cuyas premisas presumen —en una petición de principio de manual— las bondades (¿visionarias?) del socialismo mediante una distinción entre dos formas de “aprehender” el capitalismo: (i) el análisis cuantitativo propio de la estadística, que Isidro López traduce como visión exterior; (ii) la experiencia de los agentes económicos organizados, llamados la visión interna del conjunto. Es aquí, cuando entran en escena los visionarios colectivos desde dentro de la ballena, cuando arranca la barra libre de wishful thinking orgánico que por un lado necesita teorizar —como en el cuento de Julio Cortázar— hasta para subir una escalera («Por desgracia, nos falta todavía una teoría de la organización que permita mostrar con facilidad que la capacidad de una organización para producir una visión de conjunto está limitada, en primer lugar, por los propios principios de la organización») y por otro lado aprovecha la falta de teoría para difundir una propaganda sindicalista, hasta arriba de cursivas para los amigos del lema fino, donde figura una idea de ponderar medios y fines de acción «sin que nos demos cuenta», que salvo que se refiera a las ocurrencias peregrinas y en tiempo record —¡la víspera!— de alguna cúpula sindical, nos lleva a pensar que Karl Polanyi no ha pisado un sindicato en su vida:


«Consideremos un sindicato organizado democráticamente en la víspera de un conflicto decisivo con el sindicato patronal [...] En el caso que nos interesa, antes de declararnos “preparados para el combate”, hay que reconocer, calibrar y evaluar todas las tentativas recíprocas de los miembros, las unas en relación con las otras. [...] Si no fuera así, el sindicato podría romperse en plena lucha. Esta exigencia resulta tan evidente que, normalmente, ni siquiera se hace explícita. Pertenece a la vida normal del sindicato y se impone cuasi-automáticamente. El hecho de que se imponga sin problemas prueba que en el seno del sindicato, sin que nos demos cuenta, reina desde el punto de vista de los miembros, una visión de conjunto tan perfecta como viva, de las evaluaciones recíprocas del trabajo. El sindicato es, por lo tanto, un órgano de la visión interna que los miembros tienen del mundo del trabajo, porque suscita, tanto entre los dirigentes como entre los miembros una visión de conjunto de todas las formas de sufrimiento en el trabajo.»

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