[Dentro de un mes se cumplen 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Aunque no tengamos mucha nostálgica por el siglo XIX, el mundo que destruyó aquella guerra no tiene tanto de ejemplar como luego vendieron los pontífices del liberalismo, desencantados y convertidos a críticos de la cultura de masas, es verdad que hay demasiadas efemérides gravitando sobre esta fecha como para ignorarlas o despacharlas sumariamente. Llámese homenaje o Nunca mais libresco, esta batería de entradas arranca con unos cuantos párrafos de la biografía de Jacques Lacan que
Elisabeth Roudinesco destina a relatar la infancia de Françoise Dolto (apellido de soltera: Marette), una analista francesa —tristemente fagocitada y eclipsada por la
escuela lacaniana— famosa por sus estudios de la psicología infantil desde la propia gramática infantil, sin inyectarle mucha teoría a las palabras de los niños. Su tesis doctoral contiene
por ejemplo un “Léxico sumario” con definiciones tal que: «Eneuresia: pipí en la cama; Encopresía: caca en los pantalones.»
Siguiendo este espíritu netamente documental, su vivencia del conflicto tuvo, sin quitar el elemento canallesco del matrimonio por correspondencia, practicado entre otros por el grandísimo juntaversos apellidado Apollinaire, un punto de lavado de cerebro dizque ingenuo.]
Desde el
principio de la guerra, con sólo siete años de edad, Françoise se
tomó por la novia de su tío Pierre, manteniendo con él, por carta, una
verdadera relación amorosa. En lugar de conservar sus distancias, éste la
alentó en ese camino, sostenido por lo demás por [los padres] Henry y Suzanne.
Llegó incluso hasta prometerle casarse con ella al término de las hostilidades.
Con ello, Françoise siguió de cerca todos los combates, empujando a su padre a
fabricar obuses para matar a muchos “boches”: «Debes trabajar más en hacer obuses», escribía en septiembre de
1915, «para matar a los cochinos boches
que hacen daño a los pobres franceses que sufren por los malvados boches que
son cruel y que mata niños de 1 en y de dos [sic]...»
En los cursos
Sainte-Clotilde en los que entró aquél año, la letanía anti-boche estaba en su
esplendor, hasta tal punto que las alumnas tuvieron que redactar un trabajo
titulado “Una carga a bayoneta”. Françoise se lanzó a ello jubilosamente: «Se mata a 3 soldados o más, se mete la bayoneta
en el cuerpo de un boche y se la saca con asco, pero cuando se la retira está
uno contento y se mete otra vez la bayoneta». Alentada a expresar
claramente esa ultrajante germanofobia, Françoise fue invitada también, de
manera más sutil, a hacerse racista. Así como el alemán era asimilado siempre, en el discurso familiar, al enemigo
hereditario, y culpado por excelencia de las barbaries más extremas, del mismo
modo el negro gozaba de un estatuto
ambivalente. Atildado en su legendario uniforme de fusilero senegalés, era
representado con los rasgos del buen negro colonizado, todo feliz de servir de
carne de cañón en la cruzada francesa contra el enemigo teutón. Pero era
designado también como un ser diabólico, provisto de una especie de sexualidad animal
y primitiva que se juzgaba peligrosa para los humanos civilizados. De donde el
espantoso embrollo en que se encontraba enredada la pobre Françoise en medio
del combate que pretendía llevar a cabo contra los “boches”.
Al enterarse
de que un fusilero senegalés cuidado por Suzanne había besado a su “noviecita”
porque ésta le recordaba a su hija de la misma edad, el tío Pierre le hizo una
escena de celos. Le recomendaba evitar a los negros tentadores que «son evidentemente muy hermosos pero no valen
lo que los cazadores de montaña». Por su lado, Mademoiselle, atemorizada por el peligroso beso, se apresuró a
regañar a Françoise y a lavarle vigorosamente la mejilla. Para consolar a su
hija a la que se daba a entender pues que un beso de negro equivalía a una mancha
sexual y microbiana, Henry Marette le mandó una tarjeta postal que representaba
a cuatro lindos niños negros de estilo Banania: «Aquí unos buenos pequeños camaradas», escribió. El envío tuvo el
efecto de hacer nacer en la niña un sentimiento de terror, y después de
culpabilidad. Cruzándose en la calle por casualidad con una “familia negra”, se
prohibió a sí misma mirarla, cuando se moría de ganas de hacerlo. Le dio tanto
miedo lanzar una mirada a lo que deseaba ver que su madre quiso calmar su temor
y le envió a su vez el retrato de un negro vestido de fusilero senegalés.
Añadió estas palabras: «¿Tienes miedo?»
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