«(el
columnismo: esa gran decepción, después de años de considerar, por puro romanticismo,
que el articulista escribe contra algo, y en verdad escribe siempre a favor, particularmente
de los lectores del medio donde le pagan, la descarada escritura complaciente
de todo el espectro político; el columnismo, en definitiva, comida para
perros)» (Alberto Olmos: #raudo 108 en Hikikomori).
Esta
semana estuvo Owen Jones en España. A pesar de la cantidad de entrevistas que
concedió y a pesar de lo imantado que parecía el auditorio del Círculo de
Bellas Artes (CBA) ante su discurso, a pesar de o quizás gracias al —como suele
decirse— «éxito de público y crítica» que tuvo, quienes tengan la manía y la suerte de
pensar a la contra es posible que llegaran a pensar estos días algo similar a lo
que yo rumiaba cuando Owen Jones, en lugar de prepararse una conferencia a la
altura de la expectativa generada por Chavs
(Capitán Swing, 2012), alguna especie de adelanto de su próximo libro sobre los media en Gran Bretaña, alguna demostración
de su habilidades periodísticas, pensó o debió pensar que los madrileños estamos habituados a chuparnos ideológicamente el dedo, que nos den la razón
como niños o tontos, pues el tipo vino con una mano por delante y otra por
detrás a contarnos por enésima vez aquella historia de marionetas sobre el Post-War Consensus (en inglés mucho mejor) donde Margaret
Thatcher es un lobo feroz de felpa o de trapo (la gente contiene la respiración cuando la mala se merienda a Caperucita
Roja/Arthur Scargill) y nosotros (una primera persona del plural tan vaga,
mayestática y políticamente correcta como los ideales del que oficiaba la
función) hemos de desempeñar el papel del leñador/cazador que abate a la bestia
neoliberal y colorín colorado, este cuento se ha acabado aunque nuestras
hachas/escopetas políticas tengan tanta oxidación como el partido laborista que Ken Loach desprecia y Owen
Jones defiende, pretende orientar desde su columna en el The Guardian, pues hasta entre tirititeros hay
controversia sobre cómo sesgar mejor la historia y cada quien cuenta el siglo
XX como Dios o Keynes le dio a entender, como demostraron las valiosísimas
intervenciones de Belén Gopegui (aka Madame
Fanon) y Gonzalo Velasco Arias (aka Marx
Privatdozent), subrayando respectivamente los recursos coloniales y el
factor burgués de aquella Arcadia perdida y ansiada que llaman en inglés Welfare State, pero ningún
asistente del CBA —tampoco un servidor— enunció las cuitas que debían rumiar
quienes suelen ver el vaso medio vacío, especialmente cuando todos dicen que está
totalmente lleno, rebosante del mejor refresco jamás probado por paladar humano
(una suerte de bálsamo de Fierabrás que promete cauterizar las heridas de la
izquierda, haciendo las veces de laxante para todo aquél que no sea un Don
Quijote de la política, cuando en puridad estamos hablando de una Coca-Cola
Zero: refrescante y baja en calorías, cuya diferencia respecto de la
Coca-Cola Light es puro merchandising, pues columnistas izquierdistas como
Owen Jones somos todos), a saber: la recepción española de Owen Jones confirma
las sospechas relativistas de Heródoto y plantea además una duda sobre el
destino del nombre propio usado, pues si
alguien puede ser socialdemócrata o troskista moderado del Canal de la Mancha
para arriba y anticapitalista radicalísimo de los Pirineos para abajo —una
confusión que se remonta a George Orwell— cómo no será posible que los calacios
devoren a sus difuntos y los griegos los incineren, cómo no habrá distintos
rituales funerarios, cuando la verdadera pregunta es cómo uno puede llamarse
Owen Jones y hurtarse a la gramática del ornamento:
abrir la boca para decir algo más que el idioma, el acento, el adorno.
No puedo estar en absoluto de acuerdo: la diferencia entre la Coca-Cola Zero y la Light es enorme, en serio.
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