5 de abril de 2014

Los dandis eran unos reaccionarios, y punto en boca.

«Pero, ¡ay!, la marea creciente de la democracia, que lo inunda y lo nivela todo, ahoga día a día a esos últimos representantes del orgullo humano y vierte oleadas de olvido sobre las huellas de estos prodigiosos mirmidones.» (Charles Baudelaire.)


1. La RAE contraataca. En un lugar de la web de cuyo link no quiero acordarme no ha mucho tiempo que hallé una lista de términos en peligro de extinción entre los cuales figuraba ‘dandi’. Una palabra que yo al menos juzgaba corriente y bastante socorrida, pero ahora que pienso no recuerdo haberla utilizado jamás en ningún contexto hablado desde que tengo edad de razón. Mala señal para una expresión valorativa, pues en este caso el uso define el significado, y la ausencia del mismo señala el Sayonara a cierto tipo social. Nos hemos quedado sin dandismo, eso es todo.
Podemos imaginar que algunos nombres sin intensión carezcan además de extensión como los tecnicismos científicos que sirven para hablar de entidades abstractas mientras sigamos creyendo en su existencia y medición empírica. Ahora bien, ¿qué quiere decir que términos de comparación pierdan su referencia? Quizá sea posible imaginar un mundo sin flogisto o sin materia oscura. Uno sin antiguos y modernos, sin analíticos y continentales, sin poqueros y gafapastas, una realidad no atravesada por dicotomías normativas, todo hay que decirlo, apenas resulta habitable. La pérdida de un epíteto como ‘dandi’ es, por tanto, algo peor que la peor escena de Bambi. Marca el final de una larga distinción social.
El trágico destino semántico de lo dandi quizá se entienda mejor viendo la evolución que tuvieron dos vocablos igualmente cargados de malafollá, sus antónimos por definición: lo cursi y lo hortera. La cursilería, acuñada para referir a la decadencia gaditana de mediados del siglo XIX, cuyo origen se remonta a la independencia de las colonias hispanas de ultramar, entendida entonces como mucho querer y poco poder, o según define el Diccionario de voces gaditanas (1857) de Adolfo de Castro: «Persona que quiere ser elegante sin tener las condiciones para ello, bien por faltarle medios pecuniarios, bien por carecer de gusto», nada tiene que ver con el color rosita y los sentimientos betuminosos hoy asociados a los cursis.
A su vez El Hortera (1843) de Antonio Flores, primera acepción literaria del término que controlo, también retrata cosas distintas: un mozo de tienda con determinadas aspiraciones sociales, el equivalente nacional del parvenu o del New Money, un individuo juzgado poco menos que advenedizo en una sociedad inmovilista como la española, más próximo en su connotación peyorativa al ‘emprendasaurio’ contemporáneo, insulto que recuerdo haber hallado en el Twitter de Eudald Espulga, antes que los calzones hasta los sobacos que vienen a la mente cuando queremos imaginar el atuendo propio del hortera.
Ambos vocablos mudaron bastante de sentido, trocaron el significar posiciones específicas dentro del campo social (cursi = hijodalgo decadente; hortera = trepa tonto), empezaron a designar cuestiones puramente decorativas, volviéndose dos estrategias distintivas —quizá opuestas— del mal gusto universal. El dandi, por contra, sigue igual. Prácticamente designa lo mismo hoy que ayer. Las cosas que no merece la pena nombrar suelen, por lo común, llamarse como toda la vida. Quizá el dandismo constituya, como pensamos nosotros, un mecanismo de distinción aristocrática típicamente novecentista que recurre a la sagacidad como herramienta de provocación, una opción elitista que resulta inviable cuando la cultura y la educación se extienden a las capas bajas de la sociedad.
Entre dos nacidos en familias bien, dos herederos de grandes fortunas, dos creadores originales como Paris Hilton y el conde de Lautréamont solo media varias décadas de educación obligatoria, tolerancia cum indiferencia y progreso cultural democrático que hacen imposible que los mismos gestos que jodieron la marrana a los burgueses del siglo XIX vuelvan a ofender a nuestros conservadores actuales. Entiéndase correctamente, la distinción elitista resulta especialmente perentoria entre la clase media alta, como sabía bien el Tom Wolfe de Radical Chic, cuyo desdén hacia el simple burgués es directamente proporcional a la falta de interés por la vieja casta de nobles, o como indica acerca de la remodelación de las tascas donde se reunían los intelectuales el aclamado Robert de Montesquiou: «Estos salones han sido redecorados al estilo Luis XVI, y no han ganado nada con este cambio. Hoy, encontramos en ellos a marquesas que son auténticos zoquetes, mucho menos interesantes que las jarras de cerveza de antaño.»

2. Contra el pies ligeros. Escribir un artículo sobre el dandismo sin enunciar alguna boutade sería como mirar el porno siguiendo motivos ocultos de carácter estético, un despropósito en toda regla, así que ahí tienen una, para que luego vayan diciendo: el mejor libro sobre el dandi es Gödel, Escher, Bach, el libro de Douglas Hofstadter sobre los vericuetos del razonamiento formalizado autoreferencial, ilustrado con variados ejemplos musicales y pictóricos, incluido un pasaje sobre la traducción de Crimen y castigo que mola mogollón. Los capítulos están precedidos por diálogos entre Aquiles y la Tortuga, siguiendo el modelo de Lewis Carrol, que consiste en formular paradojas gracias a los vacíos lógicos de nuestro ambiguo lenguaje natural.
En el diálogo «Contracrostipunctus» la Tortuga cuenta el pulso que tiene desde hace años con su amigo el Cangrejo, quien una vez dijo haber comprado el mejor fonógrafo jamás hecho, uno (llamémosle x) capaz de reproducir cualquier grabación, cosa que la tortuga demostró que era falso mediante una canción titulada «No puedo ser escuchado mediante el fonógrafo x», que según parece destrozaba el fonógrafo nada más pincharla. Así comienza una competición por encontrar mejores fonógrafos que resistan las canciones de destrucción masiva previas y por canciones todavía más explosivas. Un regressus ad infinitud que finaliza con una lección sobre la capacidad de asimilación de ciertos sistemas estáticos también válida para comprender la dialéctica entre ruptura y canon cultural:

«Es simplemente un hecho inherente a los tocadiscos el que no puedan hacer todo lo que uno podría desear que ellos fueran capaces de hacer. ¡Si existe un defecto en alguna parte no está en Ellos, sino en sus expectativas de lo que ellos deberían ser capaces de hacer! Y el Cangrejo estaba lleno de tales expectativas no realistas.»
           


            Y aquí viene la moraleja para la cuestión del dandismo: también nosotros andamos mirando hacia atrás como cangrejos, denunciando las limitaciones del espíritu antiburgués del dandi, del flâneur y del romántico en general, quienes paseaban —sin prisa pero sin pausa— tortugas por las calles de Paris, como si la lentitud pudiera terminar con el frenesí de la producción capitalista, como si la pereza no pudiera también venderse y masificarse, cuando en verdad ni ellos ni nosotros, ni el Cangrejo ni la Tortuga, sabemos demasiado bien como acabar con esta carrera hacia el precipicio, la competición de la competencia que avanza siempre con pies ligeros. O como pensara Jean Floressas des Esseintes, el protagonista de A Rebours, al descubrir que su tortuga engarzada en cantidad de piedras preciosas estaba literalmente muerta:


«Acostumbrada sin duda a una existencia sedentaria, a una vida sencilla y tranquila bajo la protección de su caparazón, no había podido soportar el lujo tan deslumbrante que se le había impuesto, la rutilante capa con la que había sido vestida, las joyas incrustadas que decoraban su concha como si fuera un copón sagrado.»

            Ahora en serio: el motivo de la tortuga, manifestación de la revolución anticapitalista conservadora que el dandismo también encarna, casi todos los representantes del movimiento suscribiendo eventualmente ideologías reaccionarias, tal que el liberalismo monárquico del vizconde de Chateaubriand, el heroísmo autoritario de Thomas Carlyle, el onanismo apolítico de Jean Lorrain o el catolicismo descubierto por Joris-Karl Huysmans, debería estudiarse con tremenda atención. Y es que, como toda hipótesis general, la nuestra también estaría sometida a la amenaza de la falsación empírica. Conviene evitarlas siempre, las generalizaciones, las tipologías y las categorías absolutas, porque luego pueden hacer chistes como ese sobre la raza aria que corría en la Alemania del III Reich: para ser ario tienes que ser rubio como Hitler, alto como Goebbels, fuerte como Goering.
Y del mismo modo podría decirse que para ser dandi hay que suscribir la monarquía como Lord Byron, la heroicidad como Benjamín Disraeli, el onanismo como Eduardo Zamacois, el catolicismo como Oscar Wilde o el onanismo como. Mejor sería afirmar que las lealtades políticas del dandismo fueron movedizas conforme la posibilidad de destacar oscilaba entre la izquierda y la derecha. «La revolución también fue una cuestión de de moda, un debate entre la seda y el paño», señalaba Honoré de Balzac olvidando sin duda que Maximilien Robespierre y Benjamín Constant llevaban la misma corbata de doble lazo. Charles Baudelaire, el mismo que cogió su fusil en 1848 presto a fusilar a su padre legal, el general Jacques Aupick, escribía en sus últimos Journaux intimes un delicioso entremés sobre conversión política y cinismo solitario:

«En cuanto a mi, que a veces siento en mi el ridículo del profeta, ya sé que nunca encontraré la caridad de un médico. Perdido en este vil mundo, avasallado por las masas, soy como un hombre cansado cuyos ojos no ven atrás, en los años profundos, más que desengaños y amarguras, y ante sí un huracán que nada nuevo contiene, ni enseñanza, ni dolor. La tarde que este hombre roba al destino algunas horas de placer, mecido en su digestión, olvidado —dentro de lo posible— del pasado, contento por el presente y resignado al porvenir, embriagado de su sangre fría y de su dandismo, ufano de no estar tan bajo como los que pasan, se dice mientras contempla el humo de su cigarrillo: “¿Qué me importa donde van estas conciencias?”»


3. Quosque tandem, Villena. En cierto modo sería necio por mi parte terminar esta reflexión sin incluir un poquito de gimnasia intelectual contra algún oponente cierto o imaginario entre los analistas españoles vivos del dandismo, ya que los duelos a la prima sangre fueron el pasatiempo universitario de tantos jóvenes del siglo XIX, nuestros cien años preferidos, y además nuestra lectura entra claramente en confrontación con cierta forma de teorizar sobre lo dandi. Si tuviera que escoger oponente, armas y campo diría que Luis Antonio de Villena, el curso Teoría Política 101 y la Antigüedad prometen —en ese orden— una victoria rápida e indolora.
En Corsarios de guante amarillo Villena plantea una teoría general del dandismo que atribuye sobre su objeto de estudio un conjunto de perfecciones y propiedades normativas de modo que puestos ante cualquier disyunción excluyente (v. gr.: ¿dandi se nace o se hace?) la respuesta está dada de antemano. Bien se rechaza por inapropiada la dicotomía, bien termina ganando el preferido de Villena, quien además despeja las fundadas sospechas de snobismo, estupidez o fatuidad que puedan llegar a planear sobre algunas figuras del movimiento subrayando que «el dandi vive para el reino terrenal y para la diferencia», entre otras cosas. Afirmación ciertamente gratuita, tanto como mentar a Jacques Derrida para resolver el teorema de Fermat, pero no obstante válidas una vez aceptamos como petitio principii que dandismo es sinónimo de buen gusto en general original. Descripción adecuada a costa de juzgar a estos sujetos por sus intenciones, sin lugar a dudas prometeicas, en lugar de ceñirnos a sus dichos y hechos, muchas veces caricaturas y estereotipos de si mismos.
Estas premisas abstractas, sumadas a la ausencia de distinción entre crítica literaria ponderada y declaración estética individual, llevan hasta querer emparentar dandismo y disidencia mediante afirmaciones desmesuradas, como que Catalina o Alcibíades también ostentan el título dandesco que Villena concede, una concesión seguramente extraída de un retrato de Ezequiel García escrito por Julián del Casal, donde resuenan las palabras de Plutarco sobre el efebo griego:

«Pues con estos cuidados y estos discursos, con esta prudencia y esta habilidad en manejar los negocios, reunía un desarreglado lujo en su método de vida, en el beber y en desordenados amores; grande disolución y mucha afeminación en trajes de diversos colores, que afectadamente arrastraba por la plaza; una opulencia insultante en todo; lechos muelles en las galeras para dormir más regaladamente, no puestos sobre las tablas, sino colgados de fajas; y un escudo que se hizo de oro, en el que no puso ninguna de las insignias usadas por los Atenienses, sino un Eros armado del rayo.»

Que Alcibíades en persona aparezca rodeado de músicos, borracho hasta decir basta,  pidiendo meterse entre las sábanas de Sócrates, violando todas las distancias que mantiene el dandismo finisecular, caracterizado por su estoicismo personalista, quizás pueda leerse como un gazapo del Banquete de Platón, quien calumnia bastante a los referentes del fenómeno a estudiar. Lo increíble es que Villena intente unificar aquello que la historia política disgregó: el bando de la plebe romana y los treinta tiranos atenienses, la democracia que Catilina suscribía y la restauración que Alcibíades permitió. Los únicos mores que Catalina atacaba eran los privilegios hereditarios; los únicos tempora que buscaba modificar estaban bastante corruptos; aquella famosa patientia, según dicen abusó de ella, sentaba su trasero entre los senadores. Villena sostiene que Catalina era dandesco porque una vez «fracasada la conjura, da batalla y, viéndolo todo perdido, orgulloso el ánimo, entra entre filas enemigas» y perece «atravesado de heridas». Menudo «suicidio en dandi». El relato su muerte, igual que la descripción de su personalidad, vienen de la pluma de Cicerón y de Salustio, escritores reaccionarios ambos, cuyos textos debieran tomarse cum grano salis, como suele hacerse cuando los latinos hablan, desde una posición de superioridad, sobre los vencidos de la Historia, sean estos seguidores de Cartago, Espartaco o Catalina.
Y hasta aquí llegan nuestros ejercicios de gimnasia intelectual.


4. Advertencia para gafapastas. No quisiera pretender que tengo la razón conmigo. Hay aspectos del dandismo sujetos todavía a una legítima controversia analítica. Los trajes del siglo XIX, por ejemplo, ¿son inherentes o adventicios a este tipo social? El propio Villena desde luego se vestía en los 70s contra el evening dress de Charles Chaplin, Marlene Dietrich o Fred Astaire: «mi propia indumentaria, quizás elegante, pero exagerada y excéntrica, con broches, corbatas raras, anillos múltiples, y alguna vez toques de maquillaje». La divergencia existente entre los atuendos llevados por Antonio de Hoyos y Vinent (overol de seda azul cuando tocaba desfilar en nuestra guerra civil) y Theophile Gauthier (chaleco rojizo satinado cuando Victor Hugo estrenaba Hernani en Paris), sustentan la variedad del repertorio estilístico. A esto apelaba Jules Barbey d’Aurevilly cuando llamaba uno de los nuestros a Lord Spencer a pesar de llevar «una levita que sólo tenía un faldón, si bien la cortó y la convirtió en una nueva prenda, que después ha llevado su nombre. Un día —¿podrá creerse esto?— los dandis incluso tuvieron la ocurrencia del traje raído.»
            Sin embargo, yo continúo pensando que entre las herencias genuinas del dandismo ocupa una posición especial los fraques de charol, el sombrero de copa y llevar siempre guantes, una aportación duradera a nuestra concepción intuitiva de la pedantería elegante, seguida de lejos por las sugerencias de Thomas Carlyle sobre los pantalones ajustados («No hay excusa posible que pueda permitir a un hombre de gusto delicado la exuberancia del trasero de un hotentote») ahora puestos de moda por la vanguardia sociocultural llamada gafapasta. En cuanto a la estética del gentleman, Beau Brummel en solitario la inaugura, rebajando la gradación de colorines del vestuario, metiendo durante la Regencia cierto sentido del recato en la obscena nobleza británica, luego imitada por la burguesía. O según reza el dictum de Edward Bulwer-Lyton:


«Las invenciones en el vestir deberían asemejarse a la definición de Adison sobre la buena escritura, que consiste en “los refinamientos que son naturales sin ser obvios”.»

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