I.
En el campo de la grand theory,
la comprensión del populismo ha estado asociada, como no podía ser de otro
modo, con el nombre de Ernesto Laclau. Por razones obvias, este teórico
posmarxista nacido en Argentina y naturalizado en Gran Bretaña ha dedicado
buena parte de su carrera académica en solitario a la investigación del
fenómeno. El estilo ascético de sus publicaciones no puede ocultar —aunque
quizás sublime— la inquietud específica de su nacionalidad de origen. Sus
indagaciones sobre el término no solo se acomodan, con todo, a la realidad
cambiante de América Latina, sino también a la tendencia filosófica del
momento, promulgada desde los salones parisinos. Las voces de Althusser,
Gramsci y Lacan han resonado —por ese orden— en sus escritos. Dependiendo de la
década en cuestión, la interpelación ideológica, la hegemonía política o la
condensación psicoanalítica han sido cruciales para analizar el populismo. No
obstante, bajo estos adoquines teóricos, la arena política —y no otra cosa— ha
determinado el signo ideológico de sus valoraciones. Pesimista en los ‘70,
indiferente en los ‘80, optimista en los ‘90, su posición ante el populismo
realmente existente ha variado hasta el límite de la incongruencia.
Sus primeras reflexiones sobre el término, en el contexto de la nueva
izquierda británica, se remontan a comienzos de los años ‘70, con la
publicación de un artículo suyo en la New
Left Review sobre la junta militar argentina, donde analiza la crisis
atravesada por el régimen del general Onganía desde la primavera de 1969, con
motivo del levantamiento popular espontáneo acontecido en las ciudades Córdoba
y Rosario. Mejor conocido como el Cordobazo, este Mayo argentino no solo
reprodujo, sino también profundizó en los elementos de su precedente francés,
orientando hacia un camino netamente insurreccional el peculiar solapamiento
que tuvo lugar entonces entre radicalismo estudiantil y sindicalismo
revolucionario, una confluencia de intereses hasta el momento inédita en
Argentina —en 1955, socialistas, comunistas y radicales secundaron el putsch contra Perón—, y cuyo epítome fue
la resistencia de la multitud en las calles durante la jornada del 29 de mayo,
en una efímera y violenta comuna cordobesa. Según Laclau, esta combustión
espontánea de la ciudadanía —encendida por declaraciones contra la dictadura de
los mercados impuesta por el FMI— solo resulta comprensible como una respuesta
contra las políticas económicas liberales, cuyo manual de reformas para estimular
la actividad comercial fue aplicado por el ministro de economía Krieger Vasena,
quien derribó los aranceles proteccionistas, devaluó el peso en un 40 por 100,
congeló los salarios entre 1966 y 1968, denegando a los sindicatos el derecho a
la negociación colectiva. En este contexto, la privatización de los servicios
universitarios —seguida por un
manifestante asesinado, como de costumbre, por la policía— solo fue la chispa
que propició el incendio, suscitando una alianza entre la burguesía estudiantil
politizada y los trabajadores de cuello azul, juntos en las barricadas contra
los militares. La resistencia armada ciudadana habría consolidado, de este
modo, una década de convergencia entre las clases subalternas, quienes habrían
finalmente comprendido el significado histórico del peronismo, cuyo mensaje
económico sostiene «la necesidad de un crecimiento industrial autónomo basado
en la expropiación de la riqueza de la oligarquía, en lugar de la orientación tradicional
de la economía argentina hacia la exportación agrícola.»[1] Así, el Cordobazo recuperaría
el espíritu de los descamisados del 17 de octubre contra el bloque oligárquico
dominante, cuya estrategia política, desde la formación de Unión Democrática,
consistiría en «dejar el Estado en manos de partidos formalmente
anti-oligárquicos, a quienes puedan confiar la defensa de sus intereses
agrarios más amplios.»[2]
Leído en retrospectiva, se impone la lucidez de este artículo, cuyo
análisis sintético, pertinente y certero no está exento de objeciones, a pesar
de todo. Para empezar, la descripción del campo político argentino en términos
dicotómicos, como un combate mitológico entre el liberalismo de los oligarcas y
el peronismo de los subalternos, presupone una coherencia ideológica y una
continuidad temporal de ambas facciones durante un extenso periodo. Ahora bien,
la información recogida en artículo contradice esta hipótesis por completo. De
hecho, la decadencia del imperialismo británico, desde el desenlace de la II
GM, no solo sugiere una modificación de la estrategia de dominación
imperialista, sino también una modificación de la función que desempeña la
economía argentina, hasta entonces orientada hacia la exportación de materias
primas, dentro de la división internacional de la producción. Si la segunda
mitad del siglo «se caracteriza por las inversiones norteamericanas a gran
escala en el sector industrial, que se ha vuelto predominante en la economía
como un todo», ¿podemos seguir hablando todavía de la oligarquía rural
dominante y las exportaciones del sector primario?[3] En 1964, Onganía sostiene
ante los militares de West Point que las fuerzas armadas son «el brazo armado
de la Constitución»; dos años después, con la complicidad de los peronistas,
disuelve el régimen constitucional y depone el gobierno radical, cuyos
principios económicos son la distribución de la renta y el intervencionismo de
estado; la dictadura pretoriana posterior, lejos de respetar las formalidades
democráticas, lejos de favorecer las exportaciones agrícolas, desmantela el
antiguo sistema de partidos y contempla un nuevo impuesto sobre la tierra.[4] ¿Dónde quedaron las
políticas agrarias y liberales? Durante tres años, agricultores y ganaderos no
obtuvieron ningún beneficio con la devaluación monetaria, porque los elevados
impuestos sobre las exportaciones incidieron, de forma directa, sobre los
precios relativos de sus productos. Si el cierre de la década
arrojaba un balance económico favorable —a finales de 1969, un incremento del
PIB del 8’9 por 100; en mayo, una tasa anual de inflación de 7 por 100; en
abril, una reserva de 694 millones de dólares— el incremento exponencial de las
inversiones en el sector secundario tuvo toda la culpa.[5] Mientras tanto, bajo las
grandes cifras industriales, la desigual distribución de la riqueza reforzaba
el descontento social, generando las condiciones de posibilidad del Cordobazo,
toda una insurrección popular urbanita, que identificó a las compañías
multinacionales como su adversario. Frente a la insurrección plebeya en las
ciudades del interior, no se encontraba entonces el maquillaje constitucional
del liberalismo agrario, sino la metralla coercitiva del capitalismo industrial
sin rostro humano. Entre octubre de 1945 y mayo de 1969, en lugar de coaliciones
irreconciliables, agendas políticas antagónicas y programas económicos
incompatibles, encontramos una realidad cambiante, cuya complejidad empírica
está estudiada en el artículo, aunque no se extraigan las conclusiones
pertinentes.
II.
Durante la década siguiente, Laclau desarrollará una teoría general
del populismo, aplicando las fórmulas teóricas de Althusser sobre la textura
del peronismo y del fascismo. El resultado, de nuevo, tiene sus luces y sus
sombras. El capítulo «Hacia una teoría del populismo», setenta páginas de puro
músculo intelectual, ofrece la mejor versión del marxismo occidental, cuando
sus virtudes teóricas, puestas a trabajar sobre la materia empírica, abandonan
el τόπος οὐρανὸς de la pedantería filosófica. Solo superado por La crisis de las dictaduras, donde
Poulantzas corrige su concepción del fascismo, tomando como referencia la
realidad política española, portuguesa y griega del momento, este descenso a la
realidad política argentina, brasileña y mexicana constituye el non plus ultra de la «revolución
althusseriana» —tan parnasiana ella.
A la hora de revisar la bibliografía sobre la cuestión, antes de
proceder con su propuesta, Laclau certifica la existencia de un consenso
teórico infundado entre los expertos precedentes. «Para comprender la conducta
política de las clases populares en América Latina —en palabras de Gino
Germani— es preciso recordar, primero, un rasgo de los países subdesarrollados:
la simultaneidad de lo “no contemporáneo”.»[6] Resumiendo mucho, la
teoría asegura que se producen anacronismos, solapamientos y asincronías
durante el periodo de transición entre la comunidad agraria tradicional y la
sociedad industrial moderna. En este contexto, el populismo encarna el paradigma
del desfase histórico. Su objetivo, la integración política de algunas capas
marginales; su método, un programa económico de ideología difusamente
reformista; su estrategia, manifestaciones multitudinarias presionando desde
abajo. Como no, el 17 de octubre es el ejemplo preferido de los teóricos del
populismo como un epifenómeno político de las sociedades en desarrollo: campesinos
proletarizados del interior que fuerzan la liberación de un coronel
filo-fascista mediante una concentración espontánea en las calles, y además
deciden por mayoría las elecciones en favor del desarrollismo industrial
proteccionista, contra la liberalización económica propugnada por comunistas,
socialistas y radicales. Los acontecimientos de 1945 en Argentina reconcilian,
de este modo, el retorno de lo reprimido y la prospección del porvenir. Mediante
la promoción de una sociedad integrada, según este consenso dominante, el
populismo promovería su propia superación; la industrialización del aparato
productivo encarnaría su punto de llegada; el ingreso definitivo en la
Modernidad extinguiría las pasiones y disuelve a los caudillos. Sin embargo, la
actualidad del populismo en las democracias occidentales, articulado en
organizaciones y en partidos fundamentalistas, desmiente este presunto point of no return. Por este motivo, la
respuesta de Laclau a estas concepciones teleológicas sigue siendo válida,
porque subraya la posibilidad del eterno retorno populista, con independencia
del proceso de modernización atravesado por la sociedad en cuestión. Los
jóvenes de extrema derecha europeos, simpatizantes del Partido Popular Suizo,
del noruego Partido del Progreso o de los Verdaderos Finlandeses, que
obtuvieron porcentajes respectivos en las pasadas elecciones del 29, el 22 y el
19 por 100 de los votos, deberían suscribir las afirmaciones del posmarxista
argentino, cuando sostiene que el carácter —aparentemente fundamentalista— de
ciertas corrientes arcaizantes en sus fórmulas, refractarias a la mentalidad
moderna ilustrada, podría expresar de hecho lo contrario del tradicionalismo; a
saber, la negativa a aceptar la legalidad capitalista como propia.[7]
Ahora bien, ¿qué elementos comparten la Voluntad del Pueblo rusa de
1879, la Hora del Pueblo argentina de 1970 y el Frente Nacional francés de
2002? Su núcleo duro en común, según la teoría althusseriana, estriba en la
estructura de sus interpelaciones ideológicas, siendo éstas actos lingüísticos performativos que
determinan la subjetividad del individuo —o del colectivo, en su defecto—,
imponiendo cierta posición social y proyectando cierta identidad política. Este
posicionamiento de la mayoría, por contraposición con el entorno y sus agentes,
provoca la fragmentación del entramado social, quebrando el sustento de la hegemonía
realmente existente. Durante periodos de estabilidad, la formación política
dominante asegura sin problemas la consolidación de sus instituciones —así como
la fidelidad de la multitud— gracias a la aplicación mecánica de los esquemas
de integración convencionales, cuya función consiste en neutralizar la
disidencia, bien mediante la incorporación, bien mediante la marginación. Por
el contrario, durante un periodo de crisis, la diferencia deviene en
contradicción. El excedente no incorporado por el sistema contempla lealtades
independientes; los marcadores automáticos de la identidad colectiva
desaparecen del horizonte ideológico; comienza una transformación
potencialmente destituyente del panorama político. La formación emergente puede
consolidar entonces el sistema heredado, aceptando sin reticencias el traspaso
generacional de poderes, o bien puede profundizar en ciertas contradicciones,
forzando la creación de una realidad alternativa. En esta suerte de encrucijada
histórica, siempre aparece el maldito término medio; esto es, la reforma
económica parcial, la cínica ideología del posibilismo. En los últimos 200
años, el bonapartismo primero y el populismo después, constituyen paradigmas
históricos de esta solución de compromiso. Tanto en el 1951 francés como en el
1945 argentino, la centralización de poderes sobre el ejecutivo y la consulta
plebiscitaria de la población fueron —según el análisis marxiano— «la única
forma de gobierno posible» entre el descrédito de la burguesía y la emergencia
del proletariado.[8]
Entre el liberalismo constitucional y la revolución plebeya, entre el
capitalismo imperialista y el socialismo bolchevique, hayamos en ambos casos el
camino intermedio del cesarismo democrático —por utilizar la expresión acuñada
a comienzos del siglo XX por Laureano Vallenilla, el ideólogo positivista que
justificó, recurriendo para ello a los avances científicos recientes, la
necesidad histórica y la pertinencia políticas de las repúblicas pretorianas en
América Latina, encabezadas por caudillos militares liberales, recelosos de las
antiguas camarillas y encumbrados por el sentimiento popular.[9]
¿El populismo se resume entonces en dirigentes autoritarios con
actitudes paternalistas hacia el populacho? En este punto, la valoración del
argentino no solo es ambigua, sino también mudable. Sobre el potencial
transformador del populismo, el lector descubrirá una posición distinta, dependiendo
del capítulo que consulte. En un centenar de páginas se amontonan todas las
variantes del espectro ideológico, desde el posibilismo conservador hasta el
movimiento revolucionario, pasando por el reformismo progresista. Ello
demuestra la dificultad que entraña convertir una vaporosa descalificación
ideológica en un concepto político articulado. En un momento de Política e ideología, contra las
declaraciones optimistas que destacan el revulsivo popular, descubrimos que
—para nuestra sorpresa— el populismo es una variante refinada del clientelismo,
cuyos partidos «van siendo progresivamente cooptados por el sistema», cuyo objetivo
consiste en «la neutralización política de la posible oposición de nuevos
grupos sociales», cuya estrategia se resume en la satisfacción de «demandas
populares individualizadas». Mientras tanto, en «Hacia una teoría del
populismo» se reconoce la existencia de una variante reaccionaria —el populismo
de las clases dominantes— altamente represiva para las aspiraciones de
discontinuidad, «porque intenta una experiencia más peligrosa que un régimen
parlamentario corriente: mientras que el segundo neutraliza simplemente el potencial revolucionario de las
interpelaciones populares, el primero trata de desarrollar dicho antagonismo, manteniéndolo dentro de ciertos
límites». En «Fascismo e ideología», para terminar, será el jacobinismo quien
encarne el momento de transición rupturista, quien vehicule las aspiraciones
insatisfechas contra la formación dominante, quien articule con coherencia una
sustancia popular que «ya no se presenta con demandas aisladas, ni como una
alternativa organizada dentro del sistema,
sino como una alternativa política al sistema mismo».[10]
Esta tremenda volatilidad de
las manifestaciones populares depende —en principio— de la indefinición
constitutiva del pueblo. Esta última expresión no debe leerse, por cierto, en
el sentido de la filosofía política moderna. En este contexto, no refiere a la
comunidad de ciudadanos que suscriben el contrato social. Evoca, por el
contrario, las condiciones de posibilidad de toda confrontación en el interior
de la sociedad civil. Los elementos de dominación, las posibilidades de
discontinuidad, las estructuras de la hegemonía, todo ello depende del pueblo.
Entendido como un recipiente hueco, impone ciertas condiciones de emergencia,
ciertos principios de articulación y ciertos parámetros de confrontación entre
distintas formaciones políticas; pero eso es todo. La gesticulación populista
no conforma una ideología concreta, tan solo el formato de toda oposición, el
procedimiento de toda victoria, el mecanismo de toda aglutinación. Desde los
fascistas hasta los naródniki, desde la aristocracia hasta el proletariado, el
revestimiento formal plebeyo se adapta a multitud de propuestas clasistas
concretas. Dada la plasticidad constitutiva del fenómeno, no tiene sentido
cartografiar las aspiraciones subalternas insatisfechas, en búsqueda de
intuiciones espontáneas de emancipación. La única confrontación interesante se
encuentra en la instrumentalización partidista de la participación plebeya. En
la lucha por la hegemonía, las formaciones políticas irreconciliables deberían,
según esta advertencia, esforzarse en pretender que sus reclamaciones
particulares representan, en realidad, los intereses de la mayoría silenciosa.
A fin de cuentas, la formación política dominante gobierna, como resulta
evidente, con la complicidad implícita o con la fidelidad explícita de los
dominados. Éstos deben tomar conciencia de su situación dentro del entramado de
relaciones sociales para reclamar una distribución diferente de los recursos
tanto intelectuales como materiales. No obstante, este despertar solo puede
acontecer desde fuera.
Sin embargo, para desgracia de la volatilidad declarada, de la
indefinición constitutiva y de absorción incompleta, el pueblo no es un colador
prêt-à-porter para la resolución de
demandas exógenas —tampoco un embalaje del progreso social o una tabula rasa de la lucha de clases. Las
clases subalternas tienen su agenda política independiente, no siempre
permeable a las apropiaciones partidistas desde fuera. Construida desde abajo,
la memoria colectiva solo reconoce la autoridad de ciertas tradiciones
culturales, solo responde a ciertos protocolos de organización política. El
imaginario popular, en resumen, no se encuentra en estado vegetativo. Laclau bautiza
como ‘democrática’ esta identidad política colectiva. Una expresión equívoca
pero acertada: equívoca porque sugiere
un compromiso ahistórico con la democracia, cuando ésta ha gozado mucho tiempo
de mala fama, también entre los subalternos; acertada porque la confrontación entre dominantes y dominados ha
propiciado todas las conquistas asociadas con ella. Mitos como la subyugación
monárquica normanda, el parlamentarismo anglosajón olvidado o los derechos
inalienables del free-born englishman,
tan importantes en la democratización del sistema monárquico británico
—inicialmente autárquico, posteriormente constitucional y actualmente parlamentario—,
validan esta identificación entre inclusión democrática y resistencia
subalterna. Por otro lado, la correlación de fuerzas numéricas entre dominantes
y dominados no solo justifica la pertinencia de este compromiso histórico, sino
que termina asociando muchas demandas paralelas a la causa democrática, como
demuestra la incorporación —entre sus apretadas filas— del movimiento
sufragista durante el siglo XIX o del proceso descolonizador durante el XX. En
este punto, sobre la historia de los sistemas democráticos, Laclau desmantela
el concepto de «democracia liberal burguesa», valorando en su justa medida los
regímenes constitucionales parlamentarios. También desarma la estrategia
revolucionaria antidemocrática, recordando los errores comunistas durante el
Tercer Periodo (1928-1935), cuando los comunistas sostuvieron con la
socialdemocracia gobernante una oposición bastante improductiva para la
izquierda. «Sostener la necesidad de un frente democrático y afirmar al mismo
tiempo el carácter burgués de las banderas democráticas sólo puede conducir a
una desviación de derechas», sostiene el argentino. «Por el contrario, en
nuestra concepción, la extensión real del ejercicio de la democracia y la
producción de sujetos populares crecientemente hegemónicos constituyen dos
aspectos del mismo proceso. El avance hacia la democracia real es una larga
marcha que solo será completada con la eliminación de la explotación de clase».[11] En resumen, la democracia
siempre será algo más que libertades
negativas y derechos formales. Pero nunca
nada menos que eso.
Con todo, Laclau no parece haber aprendido de los errores de la III
Internacional. La mentalidad clase contra
clase permanece todavía en su pensamiento. Basta con revisar sus
afirmaciones para descubrir el punto de incoherencia. La riqueza empírica no
concuerda con el abstracto formalismo; la pluralidad de fenómenos desborda los canales
de la teoría; los movimientos populistas no responden ante la interpelación
ideológica de Althusser. Si el populismo «comienza en el punto en que los
elementos popular-democráticos se presentan como opción antagónica frente a la
ideología del bloque dominante», si las aspiraciones democráticas «representan
la cristalización ideológica de la resistencia frente a la opresión en
general», si las tradiciones plebeyas conforman «un marco estructural de
referencia más estable», ¿cómo puede decirse entonces que «no hay un discurso
popular-democrático como tal» y que «la ideología democrática sólo existe
articulada como momento abstracto de un discurso de clase»? Más adelante,
nuestro autor vuelve a reconocer que el pueblo «no logra ser totalmente
absorbido por ningún discurso de clase» y que «el campo ideológico presenta
siempre una cierta apertura y su estructuración no es nunca completa», pero no
infiere las conclusiones pertinentes.[12] De nuevo, prefiere
ignorar las normas más elementales de la lógica, antes de abandonar la
dogmática cantinela althusseriana.
Este desfase ente los flamantes axiomas de la teoría y la enredada evidencia
empírica termina pasando factura en el análisis del populismo como ocurrencia
histórica concreta. Así, el estudio del peronismo —ejemplo privilegiado de
investigación— se sostiene sobre un conjunto de premisas un tanto arbitrarias,
cuya congruencia con la realidad histórica no compone una verdadera explicación;
más bien expresa una coincidencia por analogía. Todas las características
imputadas sobre el movimiento encuentran alguna suerte de contraejemplo. La
abundancia de pruebas refutatorias demuestra la elevada plasticidad del
movimiento en comparación con los rígidos esquemas interpretativos. Según estos
esquemas, el peronismo conciliaría —entre otras cosas— el industrialismo
proteccionista y el nacionalismo antieuropeísta. Sin embargo, el programa
electoral de 1973 contradice estas atribuciones por completo: en política
interior, un incremento de las inversiones en el sector primario, conforme a la
situación económica internacional, marcada por una demanda insatisfecha de
materias primas; en política exterior, una promoción de la unificación
continental, siguiendo el modelo de integración europea, como reacción ante la
hegemonía yanqui. Sea como fuere, Laclau remacha con insistencia la radicalidad
del peronismo, sus «contenidos ideológicos antiliberales» y su «política anti statu quo». De este modo, termina
elaborando un retrato coherente del movimiento, a costa de ignorar muchas declaraciones
del fundador. Las entrevistas y conferencias referidas corresponden —qué duda
cabe— con las hostilidades de 1946: basta con recordar la amenaza liberal de un
desembarco de los aliados en Buenos Aires o la dicotomía de los lemas de
campaña («Branden o Perón» & «Tamborini o Hitler») para reconstruir el paisaje
de discordia. Ahora bien, este ambiente de hostilidades no concuerda con las
promesas de reconciliación suscitadas por el peronismo en los ’70. El 8 de
noviembre de 1973, Perón pronuncia la conferencia de su investidura
presidencial, recalcando su compromiso con un gobierno de excepción, subrayando
el proyecto de una unión nacional, fomentando la inversión de capitales
extranjeros en el país, ofreciendo —en resumen— una mano amiga a la oposición.
«Por el bien de mi patria, quisiera que mis enemigos se convenciesen de que mi
actitud no sólo es humana, sino que es conservadora, en la noble acepción del
vocablo.»[13]
¿Dónde se encuentra aquí la ideología antiliberal y la política antagonista?
Asimismo, el análisis del fascismo incurre en distorsiones similares. Una
vez más, un enfoque histórico parcial y un rigor analítico excesivo terminan
arruinando una propuesta inicial bastante sugerente. Para empezar, el argentino
formula una batería de objeciones contra las indagaciones precedentes que se
pueden acomodar sin problemas a su propia hipótesis de trabajo. Así, comienza
observando algunos defectos de las explicaciones psicosociales, que interpretan
el fascismo como una perturbación moral transitoria, para terminar recurriendo
a la dichosa interpelación ideológica, cuyos rudimentos científicos provienen
en último término del psicoanálisis —el mismo que permite parlotear del
fetichismo masoquista de las masas y cosas similares. Sin embargo, el esfuerzo
del argentino por contrastar el instrumental analítico, por comprender la
concatenación estructural de los sucesos, supera con mucho los ensayos de sus
predecesores —incluido Poulantzas, cuyo Fascismo
e ideología estudia la decadencia de la República de Weimar mediante
paralelismos peregrinos entre ideologías y clases sociales (v.gr.: proletariado
= marxismo-leninismo, burguesía = liberalismo, etcétera). Contra este impreciso
esquema analítico, Laclau verbaliza una observación rimbombante —en efecto—
pero también devastadora: «la adjudicación de una pertenencia de clase a los
elementos de las ideologías concretas responde a un procedimiento puramente
arbitrario que, como veremos, no solo no construye teóricamente su objeto, sino
que, por el contrario, supone su
conocimiento empírico y opera taxonómicamente sobre este conocimiento.»[14] Para desgracia del
argentino, esta misma réplica —solo que invertida— se puede exponer contra su
examen. La concepción populista del fascismo incurre en la estafa filosófica por
excelencia, que consiste en imaginar desde el palacio cristalino de la teoría los
sujetos colectivos que intervienen en la historia, recurriendo para ello a
expresiones rocambolescas, ciertamente epatantes, pero sin ninguna correlación
con los grupos sociales que —en este caso— convivieron durante el periodo de entreguerras.
Ante nuestros ojos se sucede, para nuestra estupefacción, una retahíla de
aberraciones sociológicas, tales como la «pequeña burguesía jacobinizada» —un
vocablo formidable que sintetiza lo mejor de cada casa: por un lado, el
improperio preferido del marxismo panfletario; por otro lado, una corriente
política sacada de contexto; en resumen, una coartada perfecta para suspender
la investigación. Con esta elegancia, el argentino reproduce los prejuicios
convencionales sobre la composición clasista del fascismo, empaquetando bajo el
mismo embalaje pequeño-burgués a los pequeños comerciantes y a los trabajadores
móviles, reduciendo el ascenso de la extrema derecha en Europa a un subproducto
de los errores tácticos de la clase obrera, ignorando la elevada fragmentación
ideológica de los grupos sociales durante el periodo de entreguerras (hasta
1934, dos tercios de las SA provenían de la clase trabajadora[15]), tomándose el derecho de
interpelar —en último término— a las formaciones políticas del momento, para
instruirlas sobre sus deberes y sus destinos, montando un aburrido sermón sobre
estrategia revolucionaria, todo ello desde la cátedra retrospectiva de la
Historia. Cuando Laclau proclama que el proletariado «hubiera debido
presentarse como la fuerza que conduciría las luchas históricas del pueblo
alemán a su conclusión y al socialismo como su consumación […] y hubiera debido
hacer un llamamiento a todos los sectores populares que condensara en símbolos
ideológicos comunes nacionalismo, socialismo y democracia», quizás ignora el
contenido del Programa de Erfurt,
conforme a cuyos principios el Partido Socialdemócrata contribuyó a encauzar la
trayectoria de Alemania, refrendando patrióticamente los presupuestos militares
en 1914, formando amplias coaliciones democráticas desde 1918. Frente a este
«reduccionismo clasista», frente a este «extremismo corporativista», frente a
este «sindicalismo economicista», la alternativa no parece demasiado halagüeña.
«La socialdemocracia contemporánea ha superado —según el encomio del argentino—
la mentalidad de grupo de presión del viejo socialismo mediante su
transformación en un partido burgués como los otros.» [16] Entonces, ¿de esto
hablamos cuando hablamos de izquierda?
III.
La publicación de La razón
populista marca un final de partida. Entre 1977 y 2004, ¿qué cosas han
cambiado? En primer lugar, se ha producido un desplazamiento de los referentes
intelectuales. La impronta indiscutible del galomarxismo ha sido sustituida por
un conjunto de analogías formales de variada procedencia académica. Todas las
disciplinas utilizadas durante la exposición, desde el psicoanálisis hasta los
estudios de retórica, concurren —mediante exégesis compatibles— a la mejor
comprensión del fenómeno. De este modo, la interpelación ideológica pasa el
testigo a la condensación, a la equivalencia y a la sinécdoque, con resultados
muy productivos. Sostenidas en paralelo, estas aproximaciones conforman, en
términos relativos, una descripción mucho más detallada —tanto de la génesis
como de la estructura— del populismo. Bajo los tecnicismos y los diagramas, sin
embargo, el armazón analítico original permanece inalterado. Si las demandas
insatisfechas se articulan mediante cadenas equivalenciales o mediante cadenas
diferenciales; si las identidades subalternas se condensan en significantes
flotantes o en significantes vacíos; si los movimientos populares se confrontan
con oposiciones dialécticas o con exterioridades constitutivas; si las
formaciones hegemónicas se enseñorean de la universalidad efectiva o de la mítica
totalidad ausente: todas estas
minucias terminológicas componen una carnaza de primer orden para las
disputaciones escolásticas de nuestro tiempo, por supuesto. Que la apasionada
confrontación entre charlacanes tiene su interés, ello puede mostrarse mediante
un repaso de los interrogantes principales y de las respuestas ofrecidas —en
cada ocasión— por el argentino. Por ejemplo, ¿cuánto de vacío —preguntaba
Butler— está el lugar vacío? Solución: «La vacuidad, en lo que al lugar se
refiere, no significa simplemente vacío
en su sentido literal; por el contrario, hay vacuidad porque ella apunta a la
plenitud ausente. Vacuidad y plenitud son, de hecho, sinónimos [sic]»[17]. Sea como fuere, estas
divergencias bizantinas no modifican —como decimos— la propuesta de
investigación empírica principal. El populismo continúa siendo un proceso para
la aglutinación de mayorías sociales, que sintetiza aspiraciones insatisfechas
y las proyecta sobre una formación política emergente, encabezada por un líder
carismático, quien promete defender el interés general contra los enemigos de
la mayoría.
Además, los compromisos filosóficos con el psicoanálisis lacaniano
conducen a una extrapolación indebida de los estudios concretos, a una generalización
fraudulenta de las pretensiones explicativas, a una ontologización infumable
del esquema propuesto. Dicho en castellano, Laclau sugiere que su análisis comprende
todo. Estos delirios de grandeza, ¿qué tipo de teorías presuponen? En primer
lugar, una teoría diferencial del lenguaje,
que sostiene que el contenido semántico de un término singular no depende de la
expresión lingüística, el individuo denotado y la relación entre ambos; el
significado, por el contrario, consiste en las diferencias existentes dentro
del propio lenguaje, sin ninguna referencia a la «realidad externa». En segundo
lugar, una teoría agónica de la sociedad
que (i) proyecta este esquema lingüístico sobre la estructura profunda del
mundo social; (ii) considera que la sociedad funciona mediante la conversión de
diferencias en hostilidades, y viceversa. En tercer lugar, una teoría normativa de lo político que (a)
no establece ninguna distinción entre lo político y lo social; (b) favorece las
hostilidades sociopolíticas que versan sobre la propia estructura de las
diferencias. Según estas premisas, sólo el populismo es político, porque sólo
él simplifica la multiplicidad de diferencias realmente existentes en una
hostilidad declarada, sólo él cuestiona la estructura completa de las
diferencias económicas y sociopolíticas, sólo él —en resumidas cuentas—
involucra una definición alternativa del mundo social llamado ‘pueblo’. Frente
a la autenticidad incontrovertible del populismo nos encontramos con la
aburrida administración institucional, entendida como «sedimento social» o «muerte
política», en cuanto satisface las demandas singulares mediante procedimientos
estandarizados de distribución, en cuanto conforma un cuerpo de funcionarios
especializados y deslinda la política de la sociedad civil, en cuanto reconoce
la legitimidad de las esferas no politizadas, en cuanto desmantela la
posibilidad del antagonismo y burocratiza los conflictos hasta el infinito.
Así pues, la teoría del populismo se presenta como una investigación
fundamental sobre las invariantes estructurales y las condiciones de
posibilidad de la política tout court.
Sin embargo, los criterios estipulados para la contrastación empírica de esta
hipótesis de trabajo resultan tan laxos que, por lo pronto, incluyen
declaraciones manifiestamente institucionalistas y excluyen programas
explícitamente populistas. En primer lugar, la excesiva importancia concedida
sobre el antagonismo como mecanismo de articulación política no permite
comprender la gestión de las «contradicciones en el seno del pueblo» dentro de
una formación populista victoriosa.[18] En
segundo lugar, la oposición entre movilización popular y gerencia burocrática
no resiste una contrastación empírica medianamente seria. Los ejemplos
ofrecidos por el argentino desmantelan, de hecho, su propia intuición
preliminar. Antes de nada, recordemos que el institucionalismo pretende
satisfacer todos los intereses de la comunidad política, mientras que el
populismo discrimina un conjunto de intereses dotados de una legitimidad
preferencial. Así pues, en el primer discurso «todas las diferencias son
consideradas igualmente válidas dentro de una totalidad más amplia», mientras
que el segundo «una frontera de exclusión divide la sociedad en dos campos». Apliquemos
ahora este esquema general sobre el caso empírico del neoliberalismo, que en
Reino Unido primero «se presenta como una panacea para lograr una sociedad sin
fisuras», luego comienza «a denunciar a los parásitos de la seguridad social» y
culmina «con uno de los discursos de división social más agresivos de la
historia británica contemporánea»[19]. El resultado de esta
confrontación es bastante desolador, todo hay que decirlo: la campaña electoral
del partido conservador —y su polémico «Labour
Isn’t Working»— reproduciría el consenso institucional; el gobierno de
Margaret Thatcher —y su anodino «There Is
No Alternative»— supondría una ruptura populista, en cambio. Según este principio,
¿qué hay más populista que la sociedad de dos tercios? En este punto, el
problema no es la abundancia de contraejemplos, sino la ausencia o la irrelevancia
de los mismos. A fin de cuentas, en cuanto aceptamos el esquema ontológico
propuesto, la distinción intuitiva entre populismo y tecnocracia desaparece,
porque sociedad, política y populismo se convierten por definición en sinónimos.
Ahora bien, ¿cómo explicar el fenómeno de la despolitización? «No todo es
político —responde Laclau— porque tenemos muchas formas sociales sedimentadas
que han desdibujado las huellas de su institución política originaria»[20]. La fragilidad de este
argumento ad hoc revela —en último
término— la puerta trasera del tinglado político-ontológico-psicoanalítico que
tenemos entre manos.
En las últimas páginas de su libro, Laclau se cuelga la medalla de
honor a la sobriedad intelectual, porque ha discriminado con cuidado entre
cuestiones descriptivas y cuestiones normativas, según él, porque ha resistido
la tentación de confundir la vigorizante ocupación del análisis político y la
pusilánime ociosidad de la moralina. Sin embargo, la distinción entre
despolitización institucional y autenticidad populista presupone —como hemos
visto— una discriminación normativa de los mecanismos legítimos de hacer
política. Conforme a un conjunto de prejuicios bastante extendidos, Laclau
considera intrínsecamente valiosa la discontinuidad, la emergencia y la
oposición; por el contrario, contempla la burocracia y la negociación por
encima del hombro; solo atribuye el concepto de lo político, en consecuencia, a la confrontación irreductible entre
identidades antagónicas. Ahora bien, desde una perspectiva política, la
asignación óptima de los recursos, en orden a satisfacer las demandas de una
comunidad, quizás sea la tarea más elemental de todas. De hecho, la
aglutinación de mayorías sociales puede definirse como la correcta localización
de promesas entre los miembros de una formación política emergente. Sin
embargo, mediante antítesis facilonas y contrastes brutales, que no hacen
demasiada justicia con la inteligencia o con los hechos, esta caracterización
reduccionista de la política garantiza que la autoridad infalible de la
ontología se encuentre —en todo momento— de su parte. El pueblo contra la
institución, lo político contra lo policial, y otras tantas disyunciones
excluyentes, celebran la dignidad de la movilización, despejan la ambigüedad de
la política, evidencian con claridad la distinción entre buenos y malos de la
película. A golpe de vade retro systemae,
estos discursos reconfortantes confirman nuestros prejuicios sobre la vanidad
del mundo. Con todo, no ofrecen un instrumental para analizar la situación.
[1]
Erneso Laclau: «Argentina — Imperialist Strategy and the May Crisis», New Left Review, I/62, Julio-Agosto,
1970, pp. 11-12.
[2] Ibidem, p. 4.
[3] Ibid.,
p. 6.
[4] Marcelo Cavarozzi: Autoritarismo y democracia, 1955-1983,
CEDEAL, Buenos Aires, 1983, p. 100.
[5] Leslie Bethell (ed.): Historia de la Argentina, Crítica,
Barcelona, 2001, pp. 269-270.
[6] Gino Germani: «Democracia
representativa y clases populares», en Octavio Ianni (comp.): Populismo y contradicciones de clase en
Latinoamérica, Era, México, 1973, p. 12.
[7] Pippa Norris: Derecha radical, Akal, Madrid, 2011.
[8] Karl Marx: «Manifiesto del Consejo
General de la Asociación de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia
en 1971», en AAVV: La comuna de Paris,
Akal, Madrid, 2010, p. 34.
[9] Laureano Vallenilla: Cesarismo democrático, Monte Ávila,
Caracas, 1990.
[10] Ernesto
Laclau: Política e ideología en la teoría
marxista, siglo XXI, México, 1978,
pp. 131, 203, 132.
[11] Ibidem,
pp. 159, 121-122.
[12] Ibid.,
pp. 194, 199, 229.
[13] Citado en Emilio de Ipola: Ideología y discurso populista, Plaza
& Janés, México, 1987, p. 145.
[14] Ibidem,
p. 109.
[15]
Stanley Payne: El fascismo, Alianza,
Madrid, 2001, p. 69.
[16]
Ernesto Laclau: op. cit., pp. 147,
158.
[17]
Ernesto Laclau: La razón populista, FCE,
México, 2005, p. 214.
[18]
Para aclarar esta objeción, podemos consultar el último panfleto publicado por
Álvaro García Linera —vicepresidente de Bolivia y posmarxista avanzado— cuyo
título —Las tensiones creativas de la
revolución. La quinta fase del Proceso de Cambio— promete una historia
abreviada del proceso constituyente boliviano y su gobierno de movimientos sociales,
todo un modelo de populismo izquierdista bien entendido, según Laclau. Ahora
bien, si abrimos estas páginas, sobre la gestión de las demandas democráticas,
¿qué encontramos? «No existe una propuesta alternativa al de la
plurinacionalidad descolonizadora que consolida una única nación estatal en la que conviven múltiples naciones culturales y pueblos». Este
compromiso con el reconocimiento democrático de las diferencias, ¿no confronta
los axiomas del populismo? «No se tiene
otra opción de democratización superior del Estado —continua Linera— que no sea
el reconocimiento de múltiples formas plurales de democracia (directa,
representativa, comunitaria) y de desconcentración territorial del poder a
través de las autonomías.» (Álvaro García Linera: op. cit., p. 10.)
[19] Ibidem, pp. 107, 108, 105.
[20] Ibid., p. 194.
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