Ernesto Castro. Una
pregunta sobre los orígenes. Tu vínculo con el mundo del arte empieza tras la
huelga de 1986, cuando Renato González Mello te invita a participar en el
Carrillo Gil y tú, que habías tenido una formación como historiador, decides
entonces orientar (inesperadamente) tu carrera hacia la esfera curatorial. Tú, que acostumbras a definirte como una
persona volcada sobre el propósito de reformar las instituciones artísticas,
¿qué valores y qué objetivos juzgas que tendrían que encarnar tales
instituciones? Y en términos tanto prospectivos como retrospectivos, ¿cómo
analizarías tu trayectoria profesional desde tus inicios en México, habiendo
curado hace poco Manifesta IX, y
ahora como director del muac?
Cuauhtemoc Medina. Es
curioso porque no lo había visto como una serie. En efecto, hay una serie de
colegas y actores en el circuito del arte global, particularmente en el Sur,
que nos localizamos en términos de intentar reformar la institución Arte, las
instituciones en las que intervenimos, en buena medida porque el discurso —por
decirlo sencillamente— un poco infantil de la oposición a las mismas y/o el
otro discurso del mesianismo revolucionario (menos infantil pero igual de
difícil de desmontar) nos resultaban igualmente insuficientes a fines de los
80. Parecía evidente, no requiere
demasiada reflexión, que entonces la energía de la izquierda debía localizarse
en un reformismo general acompañando el proceso de resistencia. Había una
expectativa que hoy resulta difícil de reconstruir: el entusiasmo posmarxista
en el filo de los 80 y de los 90 estaba en juzgar que, si bien no sería posible
transformar las bases de la existencia social, sí era entonces pensable
reformar ciertas instituciones históricas. Había gente haciendo por reformar el
socialismo, la educación superior y su estructura, el discurso cultural por
ejemplo. Nadie esperaba lo que luego ocurrió: la revolución violenta de
—llamémoslo así— la burguesía.
La violencia de transformación del
capitalismo ha sido tal que buena parte de las energías políticas han derivado
en aquella dicotomía entre sumisión o nuevo discurso de expectativa
revolucionaria, si no mesiánica. De forma inconsciente, particular o ciega,
si rastreas la carrera de mucha gente que empezó a finales de los ochenta, toda
ella tenía una noción muy local y específica de crítica determinada. La ambición de la elite mexicana por
ingresar en el proceso de modernización neoliberal tuvo como foco el
transformar el sistema de educación superior para retirarle en una buena medida
la gratuidad y para generar sistemas de verificación, control y rango. Y a
diferencia de lo ocurrido en Europa, lo que sucedió en México en el curso 86/87
y luego en el año 2000, aunque las diligencias de los movimientos sean bien
distintas, es que la imposición de bases neoliberales se detuvo. La educación
en México sigue siendo gratuita; hay una crisis constante de cupo, que en buena
medida se debe a la curva demográfica, para nada un factor menor a la hora de
explicar qué pasa en un lugar como México. Y en vez de generar un sistema de
presión por deudas a largo plazo, como tiene lugar en EUU y dentro de poco en
Europa, lo que apareció en México fueron un número de becas de manutención.
Esto se lo debemos por completo a la resistencia social.
El movimiento
del 86/87 tuvo el destino, entonces inexplicable pero ahora totalmente
marciano, de haber ganado; yo vengo de una experiencia personal que entiendo
bizarra: la de un movimiento social triunfante. Es tan rara que la izquierda
mexicana tiende a juzgarla por definición corrupta, se piensa que la victoria
solo puede ser producto de una componenda. El
hecho de tomar parte en semejante fenómeno, el haber derrotado la iniciativa
del gobierno, tuvo un triple efecto en mi y en mi generación: darnos cuenta de
que la política era un arte complicado; que implicaba compromiso y un juego
difícil entre la posibilidad de la violencia y ciertos límites de acuerdo; no
la humillación y derrota final del adversario, sino la búsqueda de una salida
conjunta a un conflicto; que permitía ciertos objetivos sociales y un cambio de
clima de opinión. Me di cuenta que era posible hacer cosas, ante todo, pero
que yo no estoy hecho para ser político. Carlos Monsivais me dijo a la puerta de la
facultad:
—A ver, Cuauhtémoc: pudiendo aspirar a
historiador mediocre, ¿por qué quieres ser mal político?
Cuando Renato González, uno de
los historiadores del arte más brillantes de su generación, me llevó a trabajar
al Carrillo Gil, no lo hizo porque yo estuviera interesado en el arte
contemporáneo, sino porque le parecía que la tarea que había que hacer allí
requería de cierto talante político, de cierta relación de alianza. ¿Qué quería hacer Renato González en el
Carrillo Gil a finales de los ochenta mexicanos? Asegurar un funcionamiento, no voy a decir normal, pero sí adecuado a
las expectativas de una institución liberal: que las colecciones estuvieran
clasificadas; que la exposición permanente fuera exhibida de manera constante y
razonada; que el Museo cuidara el prestigio de las obras y no como bodega para
la exhibición de los artistas mexicanos en circulación internacional con motivo
de los viajes presidenciales; que el programa tuviera —en fin— una lógica
académica. Todo esto probablemente
habría sido, si no reaccionario, sí de Perogrullo en la Alemania de entonces,
pero en el contexto museístico mexicano resultaba inconscientemente radical. No
es casual que, con mayor madurez y formación, los motivos de profesionalizar la
práctica y la ordenación del aparato cultural llevaran en 1991 a Olivier
Debroise, a Francisco Reyes Palma y a Karen Cordero, entre otros, a formar Curare. Si revisas lo que han hecho los
curadores de entonces en América Latina, el trabajo Marcelo Araujo, Ivo
Mesquita, Marcelo Pacheco y otros, verás que uno de los perfiles conectivos de
nuestra operación curatorial ha consistido en que figuras críticas, incluso de
oposición, estuvieron ahí trantado de crear una institucionalidad artística y
seria, una cultura a poder ser óptima.
Y esa ha sido,
en buena medida, la lógica de los partidos de izquierda. De un lado están las
consecuencias de la falla del desarrollo, la falla endémica de la violencia de
modernización, donde puedes hallar las huellas de la resistencia; el hecho de que una institución no funcione
(y esto no es válido solo para América Latina, sino a nivel general) también
tiene su reverso, el que una violencia social que no llegue a su destino y haya
personas negándose a cambiar. En paralelo tienes un fenómeno nuevo, la
violenta crisis de fundamentos del Estado y la cultura, donde el proceso de imposición neoliberal ha
consistido deliberadamente en minar una multitud de instituciones, que aparecen
justamente como fallidas, justificando de este modo el discurso de su reemplazo
por la estructura privada de gestión. Esto ocurre, como todos los procesos
históricos serios, en sectores que aparecen como el resultado de una labor
conspirativa, consciente y planificada, unidos a elementos inconscientes, quizá
según las tendencias del momento, junto a mecanismos imitativos y de corte
colonial.
Hoy por hoy yo
diría que resulta enormemente anacrónico
(y fuera de foco) el conducir una práctica oposicional basada en un pensamiento
anti-institucional. Esta era una modalidad de rebeldía adolescente, digamos
burguesa, perfectamente razonable en medio de la pesadilla kafkiano-weberiana
de la estructura organizativa empresarial en los años 20 y 30 en Alemania.
Hoy que la lucha de clases y el fundamento del capitalismo consiste en hacer
que cualquier estructura social, cultural o política entre en crisis para
forzar su reemplazo, tanto monta que sea un Estado entero, el tenerle odio a
las instituciones supone ciertamente ser cómplice del capitalismo; es una
cuestión de 2 + 2 = 4.
Hay una cosa
que dije que refleja mi enfoque: ¿Qué significa una rebelión desde la
cultura? Si uno mira a largo plazo quizá pueda ver que la gente se
rebela, ahora y en el 86, para preservar sus espacios de enseñanza e interlocución,
en lugar de hacerlo contra aquello.
EC: Volvamos al presente. Me resulta bastante interesante la
concepción del encuentro con la obra de arte que esbozas en tus textos y
entrevistas; a diferencia de otros críticos que se venden a sí mismos como
expertos en la resolución psicológica o sociológica del sentido que entraña una
pieza, tú has defendido muchas veces el indeterminismo epistemológico que
supone el hallarse ante ella y buscarle sus vericuetos, sus asociaciones,
aceptando que esa experiencia pueda tener un significado todavía indefinido
antes del trabajo del espectador; aquí
el crítico, entendido como sociólogo o psicólogo, cumple una función similar a
la del imbécil que explica un chiste, privándolo inmediatamente de cualquier
comicidad. ¿Hasta qué punto tu noción del fetiche responde a este tipo de
práctica crítica sin gracia? ¿Dónde estás situado tú en el mapa de las
distintas concepciones de crítico artístico?
CM: Tu pregunta relaciona dos cuestiones que nunca había pensado
conjuntamente. Por un lado está, no un hallazgo personal, sino una obviedad del
tamaño de un elefante situado delante del televisor: lo que uno hace cuando
ejerce la crítica o adhiere teoría a un artefacto cultural es, en efecto, darle
un sentido. Una batalla tremendamente significativa
que mantuvimos en muchos frentes teóricos consistió en librarnos de la
suposición, que yo sí creo es herencia de la tradición hermenéutica cristiana,
sobre la existencia de un significado previo a su producción social, que haya
una estructura previa a todas las estructuras, una suerte de verdad inmanente.
En el campo del arte me temo que esto está detrás del concepto de iconografía.
Las posiciones, para ponernos en extremos aparentemente desconectados, que van
desde la transculturación de Fernando Ortíz hasta la reflexión sobre el acto
creativo en Duchamp intentan hacernos ver que estamos en un proceso colectivo
de dotación de sentido. Hay revisiones y momentos de intencionalidad; resulta
implícito que las obras no están ahí nada más que para ser interpretadas; el
desciframiento es una entre una multitud de formas de interactuar con ellas; a
veces son mecanismos de valor o tienen cierta agencia; son elementos de
construcción de jerarquía y de prestigio…
Enumerar las
posibilidades las hace todavía más evidentes.
Lo que yo,
gracias a la ayuda de Mariana Botey y Helena Chávez, traté de levantar con los
fetiches críticos siento que está conectado con esto último en un segundo
grado; básicamente consistió en formular una
especie de cuestionamiento a la lógica ilustrada originaria del discurso
general anti-fetichista del marxismo y sus secuelas, tratando de destacar la
complejidad de la trama colonial que está encerrada en esta categoría, y
que no siempre se moviliza en relación con las decisiones, tanto culturales
como estéticas o morales, que tomamos en relación a esa otra noción: el
fetichismo. Es más sencillo por escrito; el
problema está en parte localizado en las carencias de la muletilla del fetiche,
que consiste en una proyección primitivista sobre la idea de seres siendo
controlados por las cosas. Esta muletilla proviene del intercambio
económico entre africanos y europeos en el siglo XVII y XVIII; pasa por Marx y
Freud, incluida la teoría del objeto parcial de este último, y nosotros
queríamos reivindicar que la posición marxiana es muchísimo más consciente y
compleja en relación a la genealogía colonial del concepto.
Nunca había
puesto estos asuntos (la práctica crítica y la teoría del fetiche) en relación,
pero ahora que me preguntas puedo ver un elemento que las organiza, y es el
supuesto de que el intercambio construye el sentido. Si tuviera que comprimir mis ideas en una frase, un elemento que
tendría que generar inquietud, o cuanto menos a mi me la genera, es cómo
conjugar una crítica del capitalismo realmente existente sin proponer la
ingenuidad de abolir el comercio o la moneda. La clave puede hallarse, si uno
hace el esfuerzo, en los últimos párrafos de Las estructuras elementales de parantesco; Levi-Strauss, en el que
fuera su momento de mayor lucidez, se lo dijo a todo el mundo pero poquita
gente acabó leyéndolo. En el terreno de la reflexión en lengua española
esta posición la encarna con extremada ejemplaridad Antonio Escotado, cuya
crítica de los orígenes medievales del comunismo va por la vertiente de
desalojar del pesar crítico a los enemigos del comercio.
EC: Cambiando de tercio, tú has señalado que la relación que
mantiene el mundo del arte con su(s) público(s) puede calificarse de populismo
aristocrático en tanto pivota en torno a
dos elementos: el voto que con los pies realizan los cientos de miles de
asistentes que acuden anualmente a los museos, por mucho que la prensa
generalista haga mutis por el foro sobre este fenómeno multitudinario, y el
discurso que por otro lado generan los expertos, más o menos opaco y/o
articulado teóricamente. Dos cuestiones sobre esto último. Me parece que,
como sucede con la energía, hay dos tipos de públicos: los continuos y los
alternos. La corriente continua corresponde, según esta improvisada taxonomía,
a la relación que mantienen a lo largo del tiempo las instituciones glocales
con los entornos urbanos donde se sitúan. La primera pregunta, por tanto,
sería: ¿qué diferencia existe entre este populismo aristocrático y el
despotismo ilustrado de toda la vida? Luego tienes la corriente alterna, que yo
equiparo al circuito de bienales, el mismo que periódicamente va convocando en
pequeñas Mecas del arte a una burguesía global, eso que tú llamas (irónicamente)
el jet set proletariat. La segunda pregunta sería, ¿consideras que las
bienales y el formato de sociedad inconfesable que en torno a ellas se articula
es (o no) una alternativa a la ideología imperante en nuestras sociedades sobre
el multiculturalismo?
CM: Déjame que responda a la primera. Está claro que la defensa de
un campo que conecta la complejidad de referentes y la pluralidad de lenguajes
con la discusión teórica solamente puede verse en relación con su lado oscuro
—su revés— que es la vulgaridad de su relación con los adinerados. En el mejor
de los casos tienes populismo
aristocrático y en el peor, vulgaridad
plutocrática. Los motivos de la profesión artística están jalonados por
esta doble tensión, por el modo en que el campo expresivo de las clases altas
globales y su diálogo con los medios nada más entienden el significado estético
como dinero; sería una ingenuidad no darse cuenta de su importancia. Por otro
lado, me parece que habría que acallar
la acusación del esoterismo del arte contemporáneo haciendo patente y
mostrándoles a los públicos que aquí no hay nada extremadamente complejo que
esté oculto. Ciertamente existe una forma de práctica curatorial que resulta
motivo de cierta intriga o desorientación precisamente por esta doble
articulación entre lo ordinario o mediático en general y la continuación del
proyecto crítico, en la medida en que el arte contemporáneo es el refugio de la
filosofía continental y de la teoría radical política fuera de la Academia.
Esto último debería reforzarse. Yo me siento comprometido con la idea de que,
en cierto sentido, lo que tiene de meritorio el arte contemporáneo es esta
vinculación con este campo de valor de las clases altas. Él único espacio de
convivencia y de confluencia, de intercambio interclasista que existe a nivel
global es el mundo del arte. Todo otro espacio está controlado por la emisión
de medios. Este es el único donde puede haber voces de clases y grupos diversos
teniendo que enfrentarse unas a otras, toda vez que el ágora de debate político
haya sido violentamente suprimido, como sucede hoy por todas partes.
Tu referencia
al despotismo ilustrado me resulta en extremo difícil de abordar porque, a
menos que me suceda, lo practique y esté denegándolo, yo no veo donde puede
estar la Ilustración en las operaciones de cambio del arte contemporáneo. Y
tampoco veo, perdona que lo diga con una cierta ingenuidad: ¿quién
está siendo aquí tan capaz de despotismo? Digamos que puede haber
ciertos curadores que tal vez tienen determinada capacidad de arbitraje y
arbitrariedad, pero cuando uno revisa sus decisiones, son de un imitativo y
ordinario, hasta tal grado se conducen para estar en acuerdo con la corriente
de demanda del circuito, que no tiene la textura que habría de venir de un
ejercicio déspota. Quizá un par de
directores de museos, que son las instituciones más inteligentes, tengan
espacio para ese horizonte de expectativas sobre alguna suerte de tutela
instruida que gobierne el régimen, pero el conjunto del circuito dominante
carece de libertad. Estamos viviendo
una etapa donde la clase dominante es plebeya y la característica distintiva de
la burguesía viene siendo su falta de atrevimiento. Créeme, la gente que
tiene dinero y poder comparte un miedo extraordinario a hacer lo que
supuestamente le venga en gana. Y en parte es porque nada les viene en gana. Me
es imposible entender por qué, me resulta un motivo muy divertido por el cual
estar en esta operación, porque lo suelo encontrar absolutamente delicioso. En México lo llamamos no tener huevos.
Puede haber gente encaprichada, coleccionistas irresponsables que saltan de un
lado a otro, pero tú no ves, salvo en casos muy raros, quien haga algo extraño,
extraordinario y puro. No sé si esto responde a tu pregunta.
EC: Absolutamente. De hecho, vamos a dejar la segunda parte para
más adelante, porque tengo otro interrogante que lanzarte en relación a esto
último: ¿cuál es la función económica del arte? En cierto texto, al mismo
tiempo que rechazas la noción de sociedad posfordista como análisis global,
totalmente marciana dado el desarrollo industrial que hoy día tiene lugar en
los países del Sur según la lógica del desarrollo desigual y combinado, también
señalas el papel que tiene el arte como
propiedad. Los principales coleccionistas privados son hoy ceos que mediante la adquisición de
obras de arte suplen su carencia relativa de status social y propiedad, pues en
última instancia hablamos de trabajadores asalariados (muy bien pagados, eso es
cierto) y no de propietarios nominales de empresa. Luego tienes, en un nivel cuasi ideológico, la retórica schumpeteriana
del emprendizaje, donde el arte se supone que constituye una inversión en
innovación y desarrollo, haciendo las veces de punta de lanza creativa en
nuevos nichos de mercado explotables a futuro; una especie de termómetro de
la colonización capitalista de nuestro imaginario y horizonte de expectativas.
¿Crees que estos dos aspectos agotan la totalidad de las relaciones entre arte
y negocio?
CM: No, hay cosas que merece la pena matizarlas. Es importante
subrayar que por vez primera tenemos una burguesía global integrada, una clase
alta financiera que lo mismo está en Tailandia que en Nueva York o en Lima. Las obras de arte —cierto rango de ellas—
operan dentro de esta lógica como mecanismo reconocido de adquisición de
prestigio. Esto explica cosas en
primer grado misteriosas, como por qué el mercado artístico no se fue a la lona
en 2007/08 junto con el sistema financiero; la salvación estuvo en la expansión
horizontal de los consumidores. Las zonas que más problemas han tenido en
este mercado global han sido países como España, donde la relación con las
burguesías nacionales, tanto a nivel institucional como personal, estaba muy
afincada. Ahora mismo la parte del león se la lleva el mercado global general,
lo que llamamos mainstream, junto con
la introducción de productos específicos locales. La cosa está en transición.
Hay otro factor, directamente conectado con el problema de
saturación del capitalismo contemporáneo. Leyendo a David Harvey, un aspecto
clásico que puede verse es la caída de la tasa de ganancia, lo cual —en
términos de la historia de las ideas— es de un marxista ortodoxo alucinante,
pero bastante ilustrativo de las tendencias económicas del momento. Junto a
esta tendencia descendente tenemos asimismo una cantidad ingente de capital
circulante sin destino, que no se puede (o no se quiere) invertir. Y esto
genera una serie de desplazamientos; el más importante: el mercado de
derivativos que está en el origen de la crisis. Según Harvey, por tanto, nuestra penosa coyuntura es el resultado de
haber retrasado la crisis derivada de una bajada tendencial del volumen de
retorno de las inversiones. Uno de los flecos que queda suelto en este proceso
es el mercado de lujo. Esa tremenda concentración de recursos sin fin
productivo, esa cantidad de capital que tiene el 1%, eso genera una gama de
economías de desperdicio, donde el arte tiene la peculiar condición de unificar
en un mismo gesto tanto el consumo ostensivo a lo Veblen como el prospecto de
inversión rentable.
Hay que calar hondo: si
tú te gastas millones en diamantes, no puede ponértelos todos encima… no puedes
forrarte de diamantes, pero sí puedes forrar una calavera estúpida. Si un
banquero mexicano se hace inteligentemente con un Bacon, y en lugar de
exhibirlo lo guarda durante unos años, y de repente lo vende por diez veces su
precio, pues la mayoría de personas piensa «Qué
inteligente»; algunos pensamos «Qué
idiota, qué tragedia». Pero está dentro del cálculo.
Ahora bien, también hay un efecto multiplicador en el arte, que
no solo está en el desarrollo de las ciudades. Toda la economía de las
humanidades se beneficia profundamente de la existencia de un escaparate
llamado artes plásticas. Más allá de las industrias culturales, hay retornos
interesantes en este campo de consumo cultural complejo que llamamos arte. Y esto
incluye librerías, exhibición de películas, ciertas formas de moda, estaciones
de radio y páginas de Internet, todas ellas gravitando en torno a este campo, y
donde el consumidor no es el rico. Yo
digo siempre que quien gobierna las jerarquías del arte contemporáneo son los
estudiantes universitarios, que son quienes compran los libros de Phaidon.
EC: Retomemos, pues, la pregunta sobre la energía alterna: el
circuito de bienales como creador de una forma de sociedad (inconfesable) que
trasciende aparentemente el modelo del intercambio intercultural; tú defendiste
con muchísima inteligencia en una charla con José Luis Brea la idea de que el mundo del arte no debe entenderse —si no
es ingenuamente— como una transacción desde posiciones identitarias
preestablecidas, dadas de antemano, sino que precisamente lo interesante de las
ferias que están basadas (to be based)
en distintos lugares es que generan una cultura común que va más allá de la
fijación —casi comercial, diría— de la identidad fronteriza de una nación.
La pregunta entonces sería: ¿cuál crees que es el desafío que plantea este
aspecto glocal del circuito de bienales a la retórica del multiculti, esa ideología de mantequilla imperante en ciertos
países occidentales atrayentes de cantidades importantes de inmigrantes? Un
multiculturalismo que, por cierto, encubre instituciones durísimas con la
migración en sus formas ilegales como puede verse ahora mismo en España con
motivo del despliegue paranoico y genocida que está realizando la Guardia Civil
(así llamada benemérita) para evitar que 30.000 africanos den el salto a Europa
a través de nuestras fronteras, según informa El País (el diario oficial de la
propaganda marianista-imperialista).
CM: Yo no tengo una valoración como la tuya sobre el
multiculturalismo. Hay que reconocer antes de nada que el concepto refiere a una historia
de políticas que tratan de administrar los intercambios culturales en aquellos
países que —afortunadamente— han sido transformados por la inmigración. En
ese sentido, las políticas multiculturales no son solo necesarias, sino también
necesario replantearse la función que desempeñan como punta de lanza contra la
idea monolítica de lengua y cultura en ciertos Estado nación. Es absolutamente
imprescindible oponerse a las visiones reconstructivas del integrismo en países
como España, Holanda, Hungría o Austria.
El problema es
pensar que el campo artístico, que necesariamente debe reflexionar sobre estos
terrenos, tiene que estar gobernado por los candados y las demandas de cuota
que genera el susodicho multiculturalismo. El destino del arte en las dos
últimas décadas ha sido, en este sentido, bastante productivo pero también muy
inapropiado. Mucho me temo que las
energías sociales que deberían haberse colocado en transformar las condiciones
de los inmigrantes en Europa se canalizó demagógicamente en levantar el
circuito artístico global bajo el supuesto de generar sociedad entre radicales
libres. Ahora bien, yo diría que las bienales han cumplido la función
—extremadamente importante— de desorientar el circuito artístico. Hoy nadie puede creerse en el centro del
mundo; ninguna persona puede creer que basta con visitar una ciudad de Italia
en mitad de un lago cada dos años y un pueblito alemán cada cinco para estar al
tanto de lo que está pasando; ver todas las bienales es una misión imposible.
Pero no creo que estos procesos estén gobernados por una pregunta acerca del
intercambio cultural. Entiendo que ese era un debate importante hace diez años.
Otro asunto que ahorita se plantea en las bienales es —por decirlo de algún
modo— cómo pueden devenir en vehículos políticamente eficaces. Me parece que
estamos en una situación distinta; mientras que en los años noventa convenía
agudizar el valor crítico del arte sobre las políticas multiculturales
existentes, hoy cabe invertir o modificar esa relación, toda vez que países
como Suiza cierren las fronteras a los extranjeros, que la obligatoriedad del
inglés o el español se radicalice en ciertos estados, o la intolerancia vuelva
a contar como factor de la victoria electoral. Hace falta replantear reglas de
orden punitivo en orden al respeto de las personas, antes que torpedear
infantilmente las instituciones que pueden hacer de bisagra entre nosotros.
EC: Una última pregunta sobre la política inscrita en el propio
arte. Me parece que dentro de la producción artística ha habido un proceso
agónico que lleva desde la dicotomía entre apocalípticos e integrados hasta la confrontación actual entre quien juzga que
su función política consiste en llevar hasta el absurdo la lógica explotadora
del sistema, no habiendo salidas visibles en este Gran Hotel Abismo, y los
llamados artistas sin fronteras, que ponen a disposición de una comunidad local
sus capacidades y repertorios creativos. A nivel de diagnóstico,
¿consideras que esta antítesis todavía sigue siendo válida? Y como comisario,
¿qué tipo de artistas políticos sueles tú privilegiar o destacar mediante tu
reflexión crítica?
CM: Un pequeño apunte: yo vi siempre aquello como una antítesis
satírica o irónica; nadie —cuando Umberto Eco escribe su libro— se considera
apocalíptico o integrado; había un doble ataque ahí y en ello estriba el buen
hacer del ensayo. Tampoco percibo como enfrentadas el experimento estético-político
del compromiso comunitario y la denuncia de la opresión à la Santiago Sierra, aunque existan unas líneas de demarcación
clarísimas. No parece una cuestión menor que casi todas las operaciones
cínico-críticas —ese era el término que yo utilizaba entonces— hayan venido del
Sur, mientras que el campo de operación socio-artístico tuvo lugar sobre todo
en Europa y en menor medida en Estados Unidos, donde existen fondos para
cubrir estos objetivos. A título
individual, tengo que decir que no me siento del todo cómodo con lo que, en
relación con esta tradición, hace Pedro Reyes en México.
En su momento
fui un vehemente defensor de lo que implicaba la práctica homeopática de la
violencia cultural dentro del sistema, y ahorita hay una creciente expectativa
(en muchos campos y en muchas direcciones) sobre el renacimiento del activismo
netamente eficaz; es un desarrollo ciertamente promisorio, pero yo todavía
estoy esperando resultados a largo plazo. Lo
último que haría yo, claro está, sería ponerme en una posición de carácter
represivo ante estas iniciativas, aunque tengo que decir que incurre en cierta
falta de memoria sobre lo que significó el arte comprometido del siglo XX.
A lo mejor la inexistencia de Estados socialistas y de partidos comunistas en
activo justifique que uno haga tabula
rasa sobre aquello.
Me siento, con
todo, un poco perplejo y un poco a la expectativa. Si algo puedo haber
aprendido después de tantos años es que la
función del crítico no tiene que consistir en dictarle a la cultura su deber
ser. Y la evidencia del fracaso político generalizado también sugeriría que
cualquier propuesta ideológica de índole crítica o académica debería evadir por
todos los medios posibles la respuesta a la pregunta de Lenin: Qué hacer. Como dice Zygmunt Bauman, la
cuestión no es qué, sino quién y cómo lo va hacer. Tenemos un problema
generalizado de agencia política en
campos básicos donde compartimos diagnóstico y sabemos qué hacer, pero no hay
ningún agente político que lleve a cabo lo evidente y meridiano. Cosas tan
sencillas y tan centrales como definir la crisis por venir de agua potable. Y
luego está el que, sobre todo para la izquierda, las últimas intuiciones sobre
cómo iba a formarse el movimiento carecieron por completo de eficacia en
términos de iniciativa. Yo me he
deslizado muy seriamente hacia una suerte de afinidad con la noción de
Luxemburgo sobre la necesidad de una disciplina que acompañe la existencia
misma del movimiento social. No lo llamaría espontaneismo, pero sí
considero importante entender que los flujos históricos relevantes no pueden
darse por supuestos o conducirse mediante una organización planificada de
antemano.
Incluso
estaría dispuesto a imaginar que hubiera una fase donde la política artística
no fuera satisfactoria desde el punto de vista del gusto formado por la
institución de vanguardia, sino que tuviera un perfil fundamentalmente
expresivo y representativo. No estamos en condiciones de definir, eso seguro,
cual será el próximo periodo estético-político. Así que uno tiende a tener una
cierta desconfianza hacia el misticismo de vanguardia. Hay una tradición no revisada todavía que consiste en aguardar que el
proceso artístico avanzado coincida por completo con la revuelta política y la
teoría más fina del lugar, como si fuera a haber una tradición constructivista
a la vuelta de cada esquina. No lo digo en broma; tenemos una determinación
psicológica que consiste en querer dictar los términos del movimiento según
ciertas coordenadas de retrovanguardia. ¿La verdad? No sé qué va a pasar
ahorita.
[Publicado originalmente en Artishock. 11 de marzo de 2014.]
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