Como
toda persona de izquierdas, estoy vagamente familiarizado con el ocultismo;
conozco de hecho a varios magos y no pocos mistagogos. La fraseología
victoriana y el sectarismo carismático, esa manía de invocar deidades jubiladas
o impotentes, el creerse y el quererse proscrito ante unas autoridades que —por
desgracia— no tienen nada mejor que hacer salvo infiltrarse y monitorizar las
actividades de tu grupúsculo, las peleas por términos sin referente son las
mismas entre nosotros que entre los miembros de la Sociedad de Rosacruces. Unos
adoran a Lenin Trismegisto, otros a la Orden Templaria del Bienestar. Por eso
saludo con entusiasmo no disimulado la publicación de Ángeles Fósiles de Alan Moore (La Felguera, 2014) porque es un
panfleto insuperable, un mamporro mayúsculo contra los pezqueñines ideológicos
que pueblan ambos mundos. Leamos el catálogo de los afrentados: «Los perroflautas de Pan. El bramido
incoherente de nuestra hinchada hermética, los proletarios pro-lemures, los
aspirantes a wiccanos y el Templo de los Cuarentones Psíquicos, haciendo cola
junto con los prepúberes para entrar en la franquicia de turno del País de las
Hadas, el reino de los irredimiblemente hobbitificados. Potterlandia.» Y
suma y sigue.
El libro viene prologado por Servando Rocha, quien
describe la conversión de Moore en mago y adorador de Glycon, una serpiente
divinizada por Alejandro de Abonuteicos, sobre quien Luciano de Samostasa
lanzase la acusación de engañabobos --la serpiente, según parece, tenía mucho
de marioneta. La elección de esta divinidad teatral y vinculada con Asclepio,
el dios griego de la curación, debería ponernos sobre la pista del carácter
higiénico y artístico de la creencia mooreana: si Sócrates tenía a deber un
gallo (que según unos sería un elogio del poder mortal de la cicuta; y según
otros una alegoría sobre la filosofía como medicina mentis), ¿qué deuda tiene
Moore con sus dioses? Rocha menciona la historia de la alquimia o el esoterismo
anarquista en V de Vendetta —ciertas claves para entender
su trayectoria— pero lejos de armonizarse gracilmente, el tono del prologuista
y del prologado se contraponen muchas veces. Allí donde Moore utiliza la sátira
y convierte la invectiva en categoría, criticando los desmanes del ocultismo,
Rocha considera oportuno elaborar un catálogo de secretos mágicos personales,
una suerte de manual de autoayuda para el aprendiz de hechicero. El contrapunto
entre la denuncia implacable del maestro y la edificante hagiografía del alumno
arroja una disyuntiva interesante sobre distintas formas de creación esotérica.
Recuerda, como dice Rocha: «todo está
delante de nuestras narices. Todo está dentro de ti.»
Moore piensa que hacer magia es arte. Esto quizá parezca
y resulte efectivamente de una obviedad aplastante para cualquiera que haya
oído hablar de la influencia del totemismo en las vanguardias históricas, de la
importancia del imaginario escandinavo para el black-metal o de la afluencia de
escritores a la sociedades primero masonas y después teosóficas (también había
presencia filosófica: nada menos que la hermana de Henri Bergson, el filósofo
vitalista francés, estaba casada con uno de los fundadores de la Orden
Hermética del Amanecer Dorado). Resulta infinitamente más atrevido hacer como
hace Moore, además de reconocer su innegable potencial estético, negarles a los
rituales ocultistas realmente existentes cualquier efectividad práctica,
cualquier pretensión científica.
El ataque contra el alquimismo cerrilmente tecnológico,
el ensuciamiento de lo trascendental por conatos de piedra filosofal o pócima
de la eterna juventud o marmita de Panoramix, que Moore considera demasiado
utilitarias como para elevarlas a la categoría de la magia, es una objeción
proverbial siempre que aceptemos una caracterización de lo mágico como juego en
si o finalidad sin fin; en caso opuesto, si rechazamos estos lugares comunes
manidos desde la estética kantiana, todavía podemos deleitarnos con la mala
leche del texto:
Si es dinero lo
que queremos, ¿por qué no movemos mágicamente el culo, trabajamos mágicamente
de una puñetera vez en nuestras mágicas vidas sedentarias y vamos a ver si al
cabo de un tiempo han aparecido mágicamente unas cuantas monedas en nuestras
cuentas bancarias? Si lo que buscamos es el afecto de algún objeto amoroso que
no nos hace caso, la solución es todavía más simple: le echas unos rohypnoles
en la sidra y la violas. Al fin y al cabo habrás hecho algo igualmente
despreciable en el plano moral, pero por lo menos no habrás denigrado la esfera
trascendental pidiéndoles a los espíritus que le aguanten a la víctima los
brazos y las piernas.
Menuda
cuadratura del círculo la de Moore, no obstante, pues sabemos que el potencial
estético de la magia deriva muchas veces de la creencia en su efectividad o en
su veracidad. Una vez destrozado el animismo, ¿quién puede apreciar el
ocultismo realmente existente salvo como aquelarre bufonesco o, en el mejor de
los casos, nostalgia de un pasado mejor donde ciencia y recreo fueran lo mismo?
[Publicado originalmente en Culturamas. 18 de abril de 2014.]
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