Barbara Ehrenreich es algo más que otra feminista de
izquierdas recomendada en la solapa de sus libros por Naomi Klein; es
una periodista valiente y necesaria de la estirpe de los Wallraff,
investigadores de campo con lecturas y trabajo de archivo a sus espaldas
que prefieren destapar las injusticias del sistema a quedarse muditos,
sabiendo que la cruda verdad de los trabajadores mal pagados y de las mujeres
estafadas por sencillos magufos vende mejor que la salsa rosa de unos
pocos escogidos. Por cuatro duros
es su libro mejor conocido, una suerte de jornada en el infierno, un descenso a
los abismos del curro basura que tienen que aceptar las mujeres poco
formadas del mejor de los mundos (y desde el comienzo de la crisis las
formadas también) con tal de ganarse el pan de cada día y obtener en términos
económicos —como reza el estribillo de “Antes muerta que sencilla”— «una poquita, una poquita, una poquita libertad».
Para los que (todavía) no hayan leído
este clásico del gonzo journalism, la
cara oculta de las payasadas de Hunter S. Thompson en las Vegas, cabe
decir que el ensayo surge como un encargo de la revista Harper’s: hacerse pasar por
dependienta, camarera y empleada del hogar, o mejor dicho, laborar
durante un mes en cada uno de estos curros y pagar con estos
exiguos ingresos unos gastos mensuales modestos (alquiler, gasolina, comida).
En suma, sobrevivir a la clase
trabajadora para contarlo.
Tampoco hay que mistificar la iniciativa de
Ehrenreich.[i]
Su paso por los bajos fondos parece algo casi heroico y ante
todo increíble (habrá quien se pellizque para comprobar que no está
soñando mientras lee su relato) ahora que los escritores están más lejos
que nunca de la calle (véase la
reflexión de Miqui Otero sobre la generación de letraheridos empollones que
padecemos), y desde luego vivir tres meses en calidad de proletaria es algo
digno de elogio en comparación a las farsas que ahora gastan ciertas
cadenas de televisión enviando a modelos a pasar una semana en la calle,
como si fueran unas vagabundas sin techo, o peor: como si el público
(y carteristas y violadores potenciales) no supieran distinguir y tratar
con un reality show a partir de
las cámaras que lo custodian y lo acompañan.
Ehrenreich es honesta cuando escribe
que «no hay manera de aparentar ser
camarera: la comida llega o no llega a la mesa. [...] En todos los puestos, en todos los lugares
donde viví, el trabajo absorbía por completo mis energías y gran parte de mi
intelecto. No estaba tonteando.» Y tampoco está de menos recordar
aquellos escritores que, sin necesidad de cambiar de aires o hacerse pasar
por otros, retrataron la miseria del trabajo asalariado manual desde
una íntima cotidianeidad con ella. Estoy pensando en Jack London y George
Orwell, por supuesto, pero también escritores actuales —quizá menos
finos en términos ideológicos y literarios— como el López Menacho de Yo, precario.
Recuerdo un párrafo de Por cuatro duros que vale más que mil declaraciones de
falsa modestia y que transmite a la perfección el carácter sencillo que
debería literalmente atravesarnos cuando nos ponemos a juntar palabras por
escrito sin ignorar la realidad que rodea a nuestro
escritorio (empiezo a hablar en primera persona del plural y con
expresiones normativas: mea culpa);
una lección de humildad: «Hace años,
cuando me casé con mi segundo marido, éste dijo muy orgulloso a
su tío —por aquél entonces, aparcacoches— que yo era escritora. La
respuesta del tío fue: “¿Quién no lo es?”»
A su retorno a la vida de escritora, la
pregunta más recurrente entre los miembros de la jet set literaria
era: pero Bárbara, ¿cómo es que no se percataron
tus colegas?, ¿cómo es que no vieron la encerrona? Esta gente
pensaba, siguiendo un prejuicio clasista bastante extendido,
que un intelectual se reconoce a la legua (sus gafas le
delatan, o algo, quizá el jersey de cuello de cisne) y no hay manera que
un genio de las letras pase medio minuto fregando suelos sin que una
pizca de su brillantez destape su coartada. Y tenían
razón: Ehrenreich era jodidamente inexperta y torpe. Por lo
demás, nada permite distinguir (en términos de ingenio) a una persona
que lleva años desempeñando una profesión mecánica del resto. «Cualquiera
que pertenezca a las clases instruidas y crea lo contrario debe ampliar su
círculo de amigos», es un consejo de Barbara Ehrenreich.
[i] Ella es la primera en quitarse florecillas de encima,
empezando por enumerar las cosas que diferencian a una turista de una working poor autóctona y nativa, de
toda la vida: «Si pagaba el alquiler por
semana y me quedaba sin dinero, daría el proyecto por terminado; para mi, nada
de albergues ni de dormir en el coche. [...] Al acercarse el momento de iniciar el experimento, me prometí que, si
las cosas llegaban al extremo de no tener asegurada la comida siguiente,
sacaría a relucir mi tarjeta de débito y haría trampa.»
[Publicado originalmente en Culturamas. 3 de abril de 2014]
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