7 de abril de 2014

La escritora que fregó tu suelo


Barbara Ehrenreich es algo más que otra feminista de izquierdas recomendada en la solapa de sus libros por Naomi Klein; es una periodista valiente y necesaria de la estirpe de los Wallraff, investigadores de campo con lecturas y trabajo de archivo a sus espaldas que prefieren destapar las injusticias del sistema a quedarse muditos, sabiendo que la cruda verdad de los trabajadores mal pagados y de las mujeres estafadas por sencillos magufos vende mejor que la salsa rosa de unos pocos escogidos. Por cuatro duros es su libro mejor conocido, una suerte de jornada en el infierno, un descenso a los abismos del curro basura que tienen que aceptar las mujeres poco formadas del mejor de los mundos (y desde el comienzo de la crisis las formadas también) con tal de ganarse el pan de cada día y obtener en términos económicos —como reza el estribillo de “Antes muerta que sencilla”— «una poquita, una poquita, una poquita libertad». 
Para los que (todavía) no hayan leído este clásico del gonzo journalism, la cara oculta de las payasadas de Hunter S. Thompson en las Vegas, cabe decir que el ensayo surge como un encargo de la revista Harper’s: hacerse pasar por dependienta, camarera y empleada del hogar, o mejor dicho, laborar durante un mes en cada uno de estos curros y pagar con estos exiguos ingresos unos gastos mensuales modestos (alquiler, gasolina, comida).
En suma, sobrevivir a la clase trabajadora para contarlo. 
Tampoco hay que mistificar la iniciativa de Ehrenreich.[i] Su paso por los bajos fondos parece algo casi heroico y ante todo increíble (habrá quien se pellizque para comprobar que no está soñando mientras lee su relato) ahora que los escritores están más lejos que nunca de la calle (véase la reflexión de Miqui Otero sobre la generación de letraheridos empollones que padecemos), y desde luego vivir tres meses en calidad de proletaria es algo digno de elogio en comparación a las farsas que ahora gastan ciertas cadenas de televisión enviando a modelos a pasar una semana en la calle, como si fueran unas vagabundas sin techo, o peor: como si el público (y carteristas y violadores potenciales) no supieran distinguir y tratar con un reality show a partir de las cámaras que lo custodian y lo acompañan. 
Ehrenreich es honesta cuando escribe que «no hay manera de aparentar ser camarera: la comida llega o no llega a la mesa. [...] En todos los puestos, en todos los lugares donde viví, el trabajo absorbía por completo mis energías y gran parte de mi intelecto. No estaba tonteando.» Y tampoco está de menos recordar aquellos escritores que, sin necesidad de cambiar de aires o hacerse pasar por otros, retrataron la miseria del trabajo asalariado manual desde una íntima cotidianeidad con ella. Estoy pensando en Jack London y George Orwell, por supuesto, pero también escritores actuales —quizá menos finos en términos ideológicos y literarios— como el López Menacho de Yo, precario.
Recuerdo un párrafo de Por cuatro duros que vale más que mil declaraciones de falsa modestia y que transmite a la perfección el carácter sencillo que debería literalmente atravesarnos cuando nos ponemos a juntar palabras por escrito sin ignorar la realidad que rodea a nuestro escritorio (empiezo a hablar en primera persona del plural y con expresiones normativas: mea culpa); una lección de humildad: «Hace años, cuando me casé con mi segundo marido, éste dijo muy orgulloso a su tío —por aquél entonces, aparcacoches— que yo era escritora. La respuesta del tío fue: “¿Quién no lo es?”»
A su retorno a la vida de escritora, la pregunta más recurrente entre los miembros de la jet set literaria era: pero Bárbara, ¿cómo es que no se percataron tus colegas?, ¿cómo es que no vieron la encerrona? Esta gente pensaba, siguiendo un prejuicio clasista bastante extendido, que un intelectual se reconoce a la legua (sus gafas le delatan, o algo, quizá el jersey de cuello de cisne) y no hay manera que un genio de las letras pase medio minuto fregando suelos sin que una pizca de su brillantez destape su coartada. Y tenían razón: Ehrenreich era jodidamente inexperta y torpe. Por lo demás, nada permite distinguir (en términos de ingenio) a una persona que lleva años desempeñando una profesión mecánica del resto. «Cualquiera que pertenezca a las clases instruidas y crea lo contrario debe ampliar su círculo de amigos», es un consejo de Barbara Ehrenreich.




[i] Ella es la primera en quitarse florecillas de encima, empezando por enumerar las cosas que diferencian a una turista de una working poor autóctona y nativa, de toda la vida: «Si pagaba el alquiler por semana y me quedaba sin dinero, daría el proyecto por terminado; para mi, nada de albergues ni de dormir en el coche. [...] Al acercarse el momento de iniciar el experimento, me prometí que, si las cosas llegaban al extremo de no tener asegurada la comida siguiente, sacaría a relucir mi tarjeta de débito y haría trampa

[Publicado originalmente en Culturamas. 3 de abril de 2014]

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