Hace unas semanas las galerías de
Madrid renovaron vestuario; a fin de cuentas el ambiente expositivo en torno a
ARCO fomenta ponerse las mejores galas en vista a todos aquellos visitantes de
la ciudad que, además de recorrer los recintos feriales, tengan tiempo y ganas
de pasearse por las calles de la ciudad. Febrero constituye un momento propicio
para el deshielo y abundan las muestras con cierto riesgo. Los espacios de la
calle Doctor Furquet volvieron a hermanarse (es un decir) para inaugurar todos
juntos, mientras que hacía escasos sábados algunos se sumaron a la propuesta de
los desayunos donde pudiera tomar parte la milieu
hipster; atrapar público a través del estómago es una
estrategia viejísima del mundo galerístico, nuevamente parece que exitosa. El
espíritu de mercadillo tira salvas y vítores de felicidad, vendiendo las tripas
del zorro antes de haberlo siquiera atrapado, porque el gobierno ha reducido
los impuestos sospechan que las ventas irán a mejor; ahí aparece el concepto de
tendero barrigón y utilitarista marginalista que todo galerista lleva por fuera:
puesto que hemos tocado fondo y llevan varios años fuera de lista los agentes
que acaparaban y engullían masivamente el género expuesto (el café y el arte
para todos) solo cabe de aquí en adelante ser optimistas.
¿Qué propuesta
hacen las galerías madrileñas en paralelo a ARCO? Una apuesta política. Abundan
las muestras cargadas de inteligencia y sensibilidad hacia nuestro urgente
momento económico. Es el caso de Capitalismo
Anal, la vuelta de tuerca que imprime Txomin Badiola sobre sus movidas de
siempre, Jean Luc Godard y Pier Paolo Pasolini, planteando las relaciones entre
bienes de capital y lo escatológico: mierda, boñiga y zurullo son varias formas
de llamar lo inapelable, cualquiera diría que componen el cogollo del llamado
Sistema; las escenas impresas de Saló o
los 120 días de Sodoma (Pasolini, 1975) recuerdan la pregunta que subyace a
su realización: ¿cómo ser comunista hoy día y no suicidarse en el intento?
No es cosa
fácil; tampoco parece sencillo introducir en el circuito artístico documentos
de rebeldía (que son documentos también de urbanidad: carteles, panfletos,
etcétera) sin restarles potencial político, pero los Espacio Mínimo han hallado
un artista mexicano, Joaquín Segura, cuyo Estado
de excepción despliega una panoplia de intervenciones revolucionarias sobre
la opinión público, desde declaraciones de guerrilleros hasta artículos de la
gacetilla libertaria Tierra y Libertad (1907) traducidos al idioma de signos
para sordomudos; aquí tenemos el reverso de Thamsanqa Jantjie, el traductor que
la lió en el funeral de Mandela vertiendo los discursos a un lenguaje
imaginario. El pasado resulta elocuente tanto en el caso de Segura como en el
de Badiola, y también en la intervención de Iván Candeo sobre el pladur de Casa
Sin Fin, un dibujo de la llegada de Colón a las Indias golpeado con martillo
sobre las junturas. ¿Título? Identidad y
ruptura.
Estas tres
apuestas artísticas establecen una relación crítica con el pasado, tal vez solo
igualada por Prontuario, las fotos de
lugares de la Guerra de Independencia Española (1808-1814) que Bleda y Rosa han
combinado con textos de la época (ojito a la sintaxis barroca del oficial que
informa de la derrota en Trafalgar al alto mando naval) en la imponente galería
Fúcares. Atención también a la colección de pedruscos lanzados en manis,
marchas y okupas que recoge Avelino Sala en su Locked-in syndrome, cortesía de Ponce + Robles, donde además puede
verse un vídeo del artista grabando los artículos de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos en un bolígrafo a modo de chuleta; el antídoto perfecto
a la carnaza artística de venta fácil que sin duda nos espera en el interior
del recinto ferial.
A modo de contrapunto recomendamos la exposición de Marlon de Azambuja,
un artista polifacético y siempre cambiante —basta echar un vistazo a su
trayectoria para encontrar varios estilos en un solo artista—, que esta vez se
inclina por el formalismo y por cuestionar la hechura estructural de la propia
obra. En la galería Max Estrella, Brutalismo
se llama la exposición, y su lema cualquiera podría atribuir a Le Corbusier: «The veracity of materials: concrete, bricks
and stone, shall be maintained in all buildings, constructed or to be
constructed». Sin embargo, la precariedad de las estructuras
arquitectónicas levantadas con gatos de hierro, sumados a los adoquines que
suenan bajo las pisadas de los visitantes, quizá hablen de viejos asertos
políticos: la inestabilidad de las instituciones pretendidamente puristas y la
mentada hasta la saciedad arena que —según decían en mayo del 68— nos espera
bajo el asfalto. También bajo el sarcófago comercial de ARCO, que nos pillen
confesados, hay material para escarbar y justificar la función del arte, no
solo como metacultura del capitalismo, sino también como su potencial opositor
desde dentro.
[Publicado originalmente en A*Desk. 21 de febrero de 2014.]
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