Convengamos que lo que da grima
de la música clásica es su público efectivo, una caterva de abuelos con
sonotone y señoras de marqués que llevan tiempo siendo inquilinos correosos en
esa pensión que por cuatro duros llaman alta cultura española. Por mucho que
desde BCN quieran venderle
Richard Strauss a la juventud, el hecho es que las charlas en las pausas
musicales del Auditorio Nacional continúan versando principalmente sobre
reumatismo y dolencias varias del pasar de las eras. Nuestros mayores dictan
con sus gustos la programación (naturalmente conservadora) de las salas de
conciertos; por encima de ellos pasa el siglo XX sin haberles dejado ningún
rasguño plebeyo. Son peores que los
hipsters, pues su postureo se remonta hasta la noche de los tiempos y exigen a
ritmo de valls ruso nombres de alemanes muertos que no sabrían —dado el caso—
deletrear. Son los que, cuando no están dando palmas, tosen de forma mimética o
se suenan la nariz, los que dicen amar George Bizet pero no recuerdan otro
título que Carmen, los mismos que
el pasado domingo por la mañana acogieron en Madrid con notable tibieza y a
destiempo a John Adams.
John Coolidge Adams (1947) es un compositor formidable, según
muchos el mejor de nuestro tiempo, la persona que incorporó en el minimal el
espíritu de la música plebeya yanqui, una suerte de Walt Whitman de la
tonalidad perdida y luego recobrada, quien escribiera sobre pentagramas sucesos
de nuestro tiempo como la reunión entre Mao y Nixon (Nixon in China) o el
secuestro terrorista del Acchile Lauro (The
Death of Killinghoffer), y ahora
está por vez primera en España demostrando públicamente —entre otros ítems— su
perfecto castellano. Menciónese la formidable capacidad de dirección orquestal
que proyecta, esa forma peculiar de doblar las rodillas como un bailarín de regatón;
John Adams lleva el ritmo en la cintura, no solo en la batuta, y agradece
atlético los aplausos con la mirada puesta en algún lugar cercano, y la
garganta veteada de arrugas mientras palmetea los quitamiedos del escenario con
gesto de «Esto está hecho», y sus
gafas de Harry Potter volviéndose imponentes por efecto de los focos. Sus
gestos son eléctricos y su mirada, cálida es decir poco.
John Adams toma el micro y dice
‘Ahorita’. Explica qué viene luego,
después de interpretar con solvencia la obertura en mi mayor del Fidelio (Op. 72c), una pieza rara para empezar: la única ópera que compuso Beethoven, a la
que fue sumando hasta cuatro oberturas distintas, genuina work in progress dentro del repertorio compositivo del maestro; la primera versión está
justamente truncada y olvidada, la tercera se considera la mejor, pues funciona
como elemento expresivo independiente, y la segunda me parece la más adecuada
cara a los motivos románticos del libreto, aunque no contenga los ecos de
trompeta de Florestán como otras y sea despreciada por los intérpretes
contemporáneos porque incurre en silencios incómodos de flauta travesera y
clarinete sobre chelo, pero de todas las variantes posibles va John Adams y
elige la cuarta —ortodoxa y rococó donde las haya— a modo de carta de
recomendación y presentación en sociedad beethovenita.
Este gesto de respeto hacia la
decisión (quizá fallida) del maestro muestra mejor que mil palabras el carácter
de lo que venía ‘Ahorita’, pero John
Adams hizo bien explicando en público los orígenes de su Absolute Jest, una
composición que desde el mismo titulo tiene ecos (inconsciente o deliberados)
de David Foster Wallace; esta ‘Broma
Absoluta’ de 2010 comparte con aquella, la ‘Infinita’ literaria de 1996, algo
más que etimología: en ambos casos las referencias cruzadas y las citas cobran
protagonismo. En el caso de Adams, el
intertexto sonoro proviene de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, que
el americano samplea dejando fuera los instantes de gravedad apelmazada y
haciendo suyos los gráciles scherzos,
reforzando la concepción que tenemos de Beethoven como sumo virtuoso y —voy a
tirarme a la piscina— neobarroco avant
la lettre que abofetea sin piedad el romanticismo papanata de sus
seguidores. John Adams llama al Attacca Quartet, quienes responden a la
convocatoria y suben al escenario llegados desde Nueva York, prestos a tocar a
modo de ilustración unos pasajes del Opus 131 y del 135, para que veamos los madrileños
cómo pilotaba el abuelo Ludwig van
(sordo, viejo y fucker) hacia
1826. La gracia está en que los cuartetos originales tienen extractos propios y
extraños (la Missa Solemnis, por
ejemplo) puesto que todo lo que no es tradición es plagio y esto del apropiacionismo
no lo inventaron los posmodernos sino que viene de lejos, como poco desde
Stravinski extractando una commedia
dudosamente atribuida a Pergolesi y que parece escrita por van Wassenaer,
Monza, Gallo y quizás Parisotti, un trabajo colectivo hecho entre varios siglos
que culmina con el estreno de Pulcinella,
motivo de inspiración citacionista para John Adams.
Fue una delicia la ejecución de Absolute Jest. Estaba
sentado cerquísima del escenario, en 3ª fila, con medio teatro vacío por culpa
del hambre y las ganas de comer, los precios ciertamente prohibitivos sobre los
asientos y la publicidad deficiente de la institución, sumados al concepto
equivocado que tienen acerca de su casta los ricos: tanto monta que la opera sea el arte plebeyo por excelencia, que las
composiciones sinfónicas suelan remover nuestros sentimientos elementales, que
algunos libretos encarnen los enredos del populacho mejor que cualquier
telenovela (Betty, la fea es un
aburrido tratado académico junto a las tórridas batallas amorosas de Rossini),
los ricos dirán que los músicos muertos les hablan a ellos. Perfecto. Desde
mi modesta localidad apenas podía atisbar los rostros de algunos intérpretes
(atriles y partituras se interponen en mi ángulo de visión) pero tampoco
parecía importarme demasiado, pues los miembros de la orquesta nacional suelen
poner cara de poker; se caracterizan por tener gestos funcionales y
funcionariales mientras realizan entre aburridos y eficientes su trabajo, como
restando mentalmente los minutos que quedan para finalizar la jornada laboral,
así que mi atención estaba puesta sobre los recién llegados, el cuarteto
neoyorquino.
A la derecha, el violista Luke Fleming tocaba con la nariz
respingona encendida de varios colores, sus ojos estaban ora nostálgicos ora
infantiles, ora de pura locura saliendo de sus cuencas, culminando cada
intervención de su instrumento con aspavientos teatrales que ni el miliciano de
Robert Capa y cerrando ipso facto los
ojos para seguir las notas con ladeos de cabeza y sonrisas ahogadas, pues su
boca estaba a punto de arrancarse tarareando; a la izquierda, la violinista Amy
Schroeder parecía una sargento cuando, durante las secciones difíciles de la
partitura, fruncía toda la cara y exhibía los músculos del antebrazo derecho al
mismo tiempo que apretaba ambos labios en una 'o' cerrada, que no entren moscas ante todo, y mientras tanto todos los tendones y las venas subían a
marcarse en la epidermis del cuello; a la violinista Keiko Tokunaga
y al chelista Andrew Yee no pude verles más que los pies, firmes y en su sitio.
Dichosa localización proletaria: la próxima vez me costeo un
asiento bueno, vendo un ojo de la cara y les describo lo que pueda verse
con ayuda del otro. Hasta entonces, si no nos vemos, tengan mis buenos días,
buenas tardes y buenas noches.
http://pitchfork.com/advance/362-st-carolyn-by-the-seathere-will-be-blood-soundtrac/
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