Hay tantas
teorías críticas del sujeto como autores forman parte de la teoría crítica. En
el caso de Axel Honneth —por ejemplo— hallamos una denuncia de ciertas
patologías sociales (alienación, marginación, explotación, etcétera) fundada
sobre una noción de realización del individuo en sociedad donde las diversas
variantes del reconocimiento desempeñan una función esencial y los referentes
intelectuales siempre son fugas sociológicas
o psicológicas de la misma tocata
filosófica primigenia: el capítulo cuarto de la Fenomenología del Espíritu. En el caso de Walter Benjamin, sin
embargo, sería excesivo intentar unificar sus juicios sobre el fetichismo
mercantil y los apuntes de su infancia en una presunta sistemática acerca de la
subjetividad judaizante durante la
república de Weimar y el exilio francés; la gracia del ‘sujeto Walter’ estriba
ante todo en la disparidad existente entre su nostalgia de señor mayor y la
fascinación que mantuvo, su relación de amor-odio
respecto del capitalismo, vistos ambos rasgos bajo los focos de su muerte a
mano propia en 1940 —como puso Bertold Brecht en verso a modo de epitafio:
Imperios se derrumban. Los jefes de pandilla
se pasean como hombres de estado. Los
pueblos
se han vuelto invisibles bajo sus
armamentos.
Es un sesgo
cognitivo inevitable entender la teoría crítica como una respuesta filosófica a
esta situación, una forma de analizar el porqué
del nazismo y sobre todo cómo evitar
que vuelva de nuevo, tomando como premisa analítica que trece millones votantes
—el mejor resultado no amañado de Hitler en las urnas— algún motivo debieron
pergeñar para conceder su voto al NSDAP el 31 de julio de 1932. A la teoría
crítica le compete estudiar el peculiar mecanismo de racionalidad que despliega
semejante electorado utilizando el instrumental científico a su disposición con
tal de entender la sinrazón política y sus (presuntas) razones internas —más
allá de la jornada electoral. A Para las
preguntas que vertebran la discusión en esta sección de la revista Constelaciones (sobre todo la cuestión:
«¿puede
la teoría crítica explicar por qué, pese a que la coyuntura
económica y sociopolítica es objetivamente insoportable, grandes agregados de
población no reaccionan críticamente, sino con fatalismo o resignación?»)
no conozco mejor respuesta que la acuñada por Paul Lazarsfeld («una revolución en lucha requiere economía
(Marx); una revolución victoriosa requiere ingenieros (Rusia); una revolución
fracasada reclama psicología (Viena)»[1]), por
lo que voy a meterme en la principal aportación científica de la teoría crítica
a la psicología social: Los estudios
sobre la personalidad autoritaria, sus aciertos y sus errores.
Así arranca la
exiliada Escuela de Frankfurt: a caballo entre la sociología marxista, la cual
subrayaba entonces demasiado los rasgos de clase media del voto nazi, cuando no
recurría a la expresión ‘pequeñoburguesía’ como bálsamo de Fierabrás de nuestras
inquietudes, y la Sex-Politik de Wilhelm
Reich, cuya versión del psicoanálisis estipulaba que el instinto de muerte o Thanatos era fruto de la represión
sexual externa, del sistema patriarcal igual que —contra la teoría oficial del
Partido sobre el crack del 29— sostenía que la crisis social no traería la
revolución sino el retorno de la autoridad
político-parental reprimida; podría decirse que los
miembros iniciales de la teoría crítica (sobre todo Eric Fromm y Theodor W.
Adorno) recurrieron a la heterodoxia del psicoanálisis para corregir a los
marxistas vulgares; su cejijunto pronóstico economicista.
Tanto monta
que Reich también estuviera equivocado, que La
psicopatología de masas del fascismo enfatizara demasiado el aspecto
biosexual de la revuelta conservadora de entreguerras, que su análisis del
carácter imaginara estratos profundos del individuo donde aparecía el presunto
déficit ‘biopsíquico’ del socialismo, que su vitalismo mesmérico deudor de Henri Bergson terminara llevándole a
postular la existencia de una suerte de energía inobservable —principio
lumínico universal de toda vida— llamada orgón;
los méritos relativos de sus discípulos tienen que evaluarse de manera conjunta
y paralela. En palabras de la introducción metodológica a Los estudios:
Cabe dar por seguro que en Alemania los
conflictos económicos y los trastornos en el seno de la sociedad eran tales que
por esa simple razón el triunfo del fascismo resultaba más tarde o más temprano
inevitable; pero los líderes nazis no actuaron como si creyeran que esto era
así; en lugar de ello actuaron como si fuera necesario en cada momento tener en
cuenta la psicología de la gente —activar cada gramo de su potencial
antidemocrático, comprometerse con ellos, aplastar el mínimo destello de
rebelión.[2]
Recordemos que
Los estudios son una investigación
realizada por Theodor W. Adorno, Else Frenkel-Brunswik, Daniel J. Levinson y R.
Nevitt Sanford en el marco de una serie de publicaciones sobre la temática del prejuicio
dirigida por Max Horkheimer cuyo objetivo consistía en demostrar —entre otras
cosas— que la ideología antisemita no es exclusiva de Alemania, que el elemento
presente en las distintas formas de repudio hacia los judíos no es un atributo
intrínseco de la etnia odiada (pongamos: su carácter usurero) sino la
estructura psicológica compartida por los haters,
y por tanto, que las ideas racistas tienen un parecido de familia, una elevada
correlación con otros factores de la personalidad presuntamente patológica de
derechas como —por ejemplo— la intolerancia
a la ambigüedad, entendida como la necesidad cognitiva de vivir en un mundo
simple, regido por dicotomías muy sencillas y principios fáciles de seguir.
La gracia de
la categoría en cuestión es que finalmente volvió contra los propios investigadores
de la Escuela de Frankfurt (en el exilio de California) como un boomerang cuando algunas lecturas con
lupa de sus datos revelaron la escasa ambigüedad que toleraron Adorno y cía a
la hora de interpretar el contenido de las entrevistas (volveremos sobre ello)
mientras que algunas investigaciones empíricas posteriores sobre grupos
neonazis arrojaron elementos claramente refutatorios: lejos de implicar una
imagen del mundo simplificada, sostener creencias contradictorias, como que hay
un complot judío secreto que domina el mundo, contra todo pronóstico, conlleva
una complejidad cognitiva alucinante. La intolerancia a la ambigüedad, con
todo, tiene pinta de ser un aspecto coyuntural, algo que aparece en ciertas
situaciones, no un rasgo permanente (como mucho estable) de la personalidad.
Además, su valencia también parece contextual: será cosa buena apreciar la
uniformidad cuando estamos trabajando en la teoría física del todo; no cuando
buscamos pillar cacho de noche.
La hipótesis
de partida de Adorno y cia era que las características psicológicas de quienes
suscriben una determinada mentalidad autoritaria conforman una suerte de
síndrome que puede detectarse indirectamente mediante encuestas y entrevistas
porque los factores determinantes de la personalidad se reducen en última
instancia a disposiciones de respuesta ante ciertos estímulos verbales, de modo
que podemos cuantificar los resultados en un continuum cardinalmente ordenado (primero llamado Escala A de
‘antidemócrata’ y luego, desde la inclusión de Adorno en el proyecto, F de ‘fascista’)
a partir del cual extraer tipos ideales y establecer correlaciones entre las
ideas conservadoras, el pensamiento estereotipado, valorar mucho el éxito
laboral, el optimismo sin proporción o terminar idealizando muchísimo a tus
padres.
El problema de
conjugar escalas y tipos ideales es que uno no debería concluir —como Adorno y
cia hicieron— que la población se divide en grupos de facto discretos y que la
gente tiene una mente-masa («La crítica
de la tipología no debería ignorar el hecho de que cantidades importantes de
población no son, o nunca fueron, 'individuos' en el sentido tradicional de la
filosofía del siglo xix»[3])
cuando la tipología avanzada apenas abarca los casos límite y la escala de Los estudios
no es reversible, mucho menos uniforme. Los
estudios ignoran por completo las
puntuaciones intermedias de la gradación autoritaria, centrándose en exclusiva
sobre las figuras situadas en los extremos, idealizadas bajo los nombres
propios de Mack y Larry, dos personae
que refuerzan la sensación de disyunción excluyente que atraviesa en todo
momento la publicación. Mack es el autoritario por excelencia, vale, ¿pero
Larry? Según Adorno y cia, quienes carecen del síndrome de la autoridad no
tienen mucho en común porque «resultan
mucho más diversos» que sus oponentes fascistas.
Los
resultados, sin embargo, apuntan (o deberían apuntar) en la dirección
contraria: si la escala fuera uniforme reversible, bastaría con invertirla para
que las ideas liberales y progresistas comenzaran a delinearse sobre el
trasfondo de los atributos que carecen. Pero no lo es: si repasamos las
entrevistas individuales, Mack y Larry tienen muchos puntos en común,
oportunamente malversados por Adorno y cia, cuyas intuiciones y sospechas sobre
los entrevistados dejan mucho que desear. Hagamos una simple prueba: las
palabras que aparecen a continuación, querido lector, ¿diría Usted que son de
Mack (autoritario & conservador) o de Larry (liberal & progre)?
Me parece que una chica deber mantenerse
virgen hasta los 21 o los 22. Si no quisiera casarse o tuviera estudios,
estaría bien entonces tener un affair
con un hombre no casado siempre y cuando se mantuviera en silencio y con
discreción para evitar que los estándares morales se rebajen.[4]
Son de Larry.
En descargo de
los artífices del estudio tenemos que reconocer que el número de factores
tenidos en cuenta vuelve prácticamente imposible que todos los perfiles
coincidan uno por uno con nuestra imagen intuitiva del cuerpo social. El objetivo
de las ciencias sociales consiste —además— en interrogar esos prejuicios
poniendo entre paréntesis nuestras ideas de estar por casa, como cuando ciertos
estudios hechos a partir del experimento de Milgram (¿hasta qué punto estamos dispuestos a torturar a una persona inocente
solo porque cierta figura de autoridad lo exige?) concluyeron que
porcentajes sustanciales de individuos no autoritarios, personas que habrían
rechazado el mandato, no culpaban tanto a la autoridad cuanto a la persona que
obedecía órdenes ajenas, juzgaban más reprobable el servilismo que la
incitación a la tortura, lo que en parte confirma nuestros prejuicios sobre el
secreto desprecio de la progresía hacia sus lacayos, las capas sociales que
viven del Estado y están prestas a opinar en conformidad a su departamento o
caudillo de sección burocrática. El asunto de discriminar limpiamente entre
autoritarios y el resto forma parte del problema que más ocupados tuvo a los
seguidores y a los opositores de Los estudios, a saber: ¿existe una personalidad autoritaria de izquierdas?
Para gustos, los
colores: (i) los hay que insisten en respetar el vínculo original del
autoritarismo con la derecha política vagamente definida, como cuando Bob
Altemeyer desvincula la interpretación psicoanalítica de los hechos empíricos
recogidos por la exiliada Escuela de Frankfurt y decide elaborar una nueva
escala con menos factores (solo tres: sumisión autoritaria, agresión
autoritaria y convencionalismo) aunque luego su noción de Right Wing resulta inoperante porque reconoce a votantes de
cualquier partido, incluidos estalinistas y trotskistas de estricta observancia
a la vanguardia; (ii) los hay que afirman que el espectro ideológico de
izquierda vs. derecha no puede abarcar la entera complejidad del fenómeno
psicológico, que tiene bastante de contextual y transgrede cualquier posición
política concreta, siendo Milton Rokeach y Hans Eysenck los principales
promotores de las alternativas más conocidas, la escala del Dogmatismo y la de
la Dureza Mental, respectivamente, (iii) los hay que llevan décadas aportando
evidencia empírica a favor y en contra de la conjetura sobre la existencia de
un autoritarismo izquierdista, una hipótesis que Edward Shils puso en
circulación tomando como evidente el carácter represor del socialismo realmente
existente y aventurando que los militantes comunistas en Occidente quizá
exhiban algunas patologías mentales, cosa que Gordon Di Renzo mostró falsa para
el caso de los miembros del Partido en el Parlamento italiano, aunque
determinadas investigaciones hayan recuperado últimamente la taxonomía para
comprender la nostalgia del mundo soviético que tiene lugar en ciertas partes
de Europa del Este, donde las bromas de los Simpsons
sobre nazicomunistas se han vuelto
realidad efectiva —véase el Partido Nacional Bolchevique que acaudilla en nuestro
querido escritor rusófilo Eduard Limonov).
Dependiendo de
la versión y del bando en el debate que uno escoja, variará mucho la película
que veremos en pantalla, y así respondo de una vez a la pregunta que vertebra
este artículo: si uno prefiere la última variante, aquella que promete
resultados relevantes en términos de análisis crítico de la realidad política
actual en sitios como Hungría o Crimea, es cierto que estará violando la letra
de la Escuela de Frankfurt (nunca llegaron a plantear la existencia de un
autoritarismo de izquierdas) pero lo hará en nombre del espíritu contrarian de Adorno y cia; ahora bien,
si uno escoge una lectura contextual del fenómeno, como es mi caso, entendiendo
que las reacciones autoritarias son una cosa coyuntural que tiene que ver más
con los riesgos y la falta de certeza en una situación concreta, que los rasgos
del carácter resultan muchas veces nimios cuando estamos estudiando las
creencias ideológicas de cada quien, que la política (en el mejor sentido del
término) consiste precisamente en descabalar este tipo de taxonomías
sociológicas y psicológicas, en ese caso —insisto— el programa original de la
Escuela de Frankfurt es un 0 a la izquierda.
¿Qué razones
podemos desplegar a favor de nuestra posición escéptica, contraria a cualquier
pretensión de establecer puentes entre el análisis político y la psicometría y
el análisis político? La principal objeción contra este vínculo putativo entre
las intenciones expresadas en las encuestas y la conducta observable de los individuos
se halla en un artículo de Richard T. Lapiere, “Attitudes vs. Actions”, donde se comunica la divergencia existente
entre los resultados psicométricos obtenidos sondeando el racismo en el sector
hostelero (solo 1 de 256 regentes sondeados respondió que sí aceptaría clientes de raza china en hotel o restaurante) y la
uniforme bienvenida que obtuvieron dos chinos amigos del autor cuando visitaron
esos mismos establecimientos: esta divergencia entre actitud y acción resulta
tanto más chocante cuanto que los psicólogos sociales suelen suponer que la
mentalidad autoritaria es políticamente incorrecta, que los sujetos de derechas
se avergüenzan de expresar abiertamente y en público sus ideas, aunque luego su
conducta responda a los patrones del marginador, maltratador, explotador,
etcétera; pero también puede pasar a la inversa, que alguien reciba un
cuestionario de la fundación Rockefeller (la institución que financia a Lapiere
en 1933) y sienta la comodidad como para dar rienda suelta a sus más secretas
inclinaciones, aquellas que los principios del douce commerce sugieren no confesar delante del cliente, ese que
—según dicen— siempre tiene la razón. Otro caso de nuestro estimado sociólogo:
Sentado en mi escritorio de California puedo
predecir con un alto grado de certeza lo que va a responder qué un hombre de
negocios 'promedio' de una ciudad promedio del Medio-Oeste ante la pregunta:
“¿Mantendría Ud. relaciones sexuales con una prostituta en un lupanar
parisino?” Sin embargo nadie puede predecir, menos aun el propio sujeto, qué
haría de hecho si por alguna desdicha tuviera que vérselas cara a cara con la
situación de marras.[5]
Según Lapiere,
las encuestas solo miden las actitudes del encuestado ante una situación
hipotética, su capacidad predictiva en términos políticos resulta, por tanto,
inversamente proporcional a la implicación de la ciudadanía en el proceso
político, el grado de unidad que tenga la política respecto de nuestro existir
cotidiano: en este sentido, la adecuación entre los resultados electorales y
los sondeos de intención de voto no solo indica la profesionalidad de los
investigadores, sino también que para muchos la política es algo formal, meter
un papel en una urna de tanto en tanto. Afortunadamente, Adorno y cia estaban
analizando la mentalidad de los habitantes y estudiantes de California,
sabiendo que Estados Unidos es la cuna de la democracia convertida en mecanismo
de circulación y reposición de las elites, donde la participación ciudadana se
resume en algaradas mediáticas durante las primarias y donde los partidos de
extrema derecha o izquierda (los que a priori habrían de vehicular las
preferencias autoritarias bajo escrutinio) apenas ganan votos, aunque luego
haya gente como McCarthy en el poder, lo cual genera una dualidad política
ideal para determinadas interpretaciones psicoanalíticas. La principal que
Adorno y cia pusieron en circulación consistía en proyectar ciertas respuestas
inocentes sobre la psicología profunda del individuo, como si sus palabras
fueran una confesión personal en lugar de observaciones imparciales sobre
cuestiones políticas o sociales.
El éxito del
método —como algunos críticos dijeron— estaba en analizar en términos
proyectivos solamente los asertos de quienes apuntaban maneras de autoritarios,
los que habían obtenido muchos puntos en el test previo a la entrevista
individual. Si Mack sostiene que los peores crímenes que uno puede cometer son
el homicidio y la violación, ello indica su pulsión oculta por cometerlos, pero
cuando Larry contesta una perorata sobre negros siendo discriminados injustamente
en respuesta a la pregunta «¿Qué deseos
juzgas difíciles de controlar?», nadie sospecha de la perentoria necesidad
que parece tener este sujeto en reafirmar su autorretrato biempensante y liberal,
hasta el punto de saltarse olímpicamente el cuestionario y decir cosas que no
vienen a cuento. Para cuadrar el círculo de la arbitrariedad metodológica,
Adorno y cia incurren en el ombliguismo de considerar menos autoritarias a las
personas que cooperan motu proprio con
la investigación o confiesan abiertamente su admiración hacia los sociólogos y
los politólogos; una correlación entre liberalismo y lameculismo cuya validez
resulta similar a una bruja maligna mirando con detalle su reflejo: espejito-espejito, ¿quién es la más bella
del Reino?
[1] Paul Lazarsfeld (1968): “An Episode in the history of
Social Research”, Perspective in American
History, vol. II, Harvard University Press, Cambridge, pág. 272.
[2] Theodor W. Adorno (2009): “Estudios
sobre la personalidad autoritaria”, Obra
Completa, vol. IX/1, Akal, Madrid, pág. 165.
[3] AA.VV. (1950): The authoritarian personality, Harper & Row, Nueva York, pág.
746.
[4] Ibidem, pág. 236.
[5] Richard T. Lapiere (1934): “Attitudes vs. Actions”, Social Forces, vol. 13, no. 2, pág. 236.
[Publicado originalmente en Constelaciones. Verano 2013.]
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