Hablamos con
las personas que hasta la fecha forman parte de Muckraker, la reciente
colección digital de la editorial Capitán Swing que, aplicando el espíritu
divulgador y reportero de su alma mater
a los hábitos de lectura en pantalla, piensa publicar a jóvenes periodistas
españoles en un formato ciertamente novedoso: como viene siendo habitual en
otras iniciativas editoriales digitales, la apuesta por la brevedad es
ineludible y los ensayos son mas bien nouvelles
de no ficción, tienen entre 40 y 50 páginas de extensión, pero no se venden por
separado sino de tres en tres. Hay que comprar el paquete completo. O lo tomas
o lo dejas. El editor propone una
lectura variada, necesaria tanto para el lector disperso, que así llegará a
satisfacer su amplitud de intereses, como para el obsesivo, que así podrá
levantar la mirada de su nicho un momento. Esta tanda de preguntas y respuestas con los cuatro autores y el editor
de Muckraker quiere imitar el formato de la colección: entrevistas cortas pero
enjundiosas; entrevistas cortas pero tocapelotas. Tan cortas que solo hay
una pregunta por individuo. Preguntas individuales que quieren ampliar el campo
de lo discutible. Y que les den por culo a los cuestionarios protocolarios, a
los periodistas que interrogan sin haber leído, o lo hacen de forma previsible
y complaciente. Y a los lectores que pretenden que la publicidad y la promoción
de las novedades editoriales (entrevistas + reseñas + presentaciones) les
ahorre el trance de su lectura. Que les
den mil veces por culo. Que les den porque —como dijo el
ἔφορος
de Constantino Bértolo— ante una pregunta estándar como «¿De qué trata tu
libro?» la pregunta respuesta honesta
y factible debería ser: «¿De qué va a tratar? Trata de vender». Aquí tratamos,
por el contrario, de pensar a partir de Muckraker.
O lo tomas o
lo dejas.
I. Adiós a la melancolía improductiva.
Ernesto
Castro. La colección digital de Capitán Swing que diriges tiene el
nombre de Muckraker, una expresión de comienzos de siglo que los americanos
tienen reservada para designar a los escritores/periodistas que cambiaron la
realidad denunciando, haciendo visibles (o mejor dicho: legibles) las
injusticias del momento. Sin embargo,
ninguno de los ensayos que componen la primera entrega de la colección se puede
situar dentro de la tradición del periodismo de investigación que publica
información novedosa con una intención política evidente: “El nuevo traje
del emperador” repasa vínculos conocidos entre moda y política; “La venganza de
la realidad” divulga la divulgación científica; “Una invasión silenciosa” hace
un mapa de la música clásica actual. Los
tres podrían haberse escrito desde una biblioteca: la sistematización
bibliográfica domina sobre el trabajo empírico de campo. La nota del editor
despeja dudas: «Muckraker desea ser una
celebración de la no ficción, y de aquellos textos que con gracia genuina danzan
entre el pensamiento abstracto, la divulgación y el reportaje». La primera
entrega tiene un perfil claramente divulgador, en detrimento del pensamiento
abstracto y el reportaje, pero ¿por qué? ¿Por qué presentas en sociedad
Muckraker con tres textos (aparentemente) tan ajenos a la idea que uno tiene
del “removedor de basura”? Para consultar a los muckrakers de nuestro tiempo,
¿tenemos que visitar Wikileaks o esta colección prepara sorpresas a la altura
de su nombre en próximas entregas?
Antonio J. Rodríguez. Antes de
nada, no es del todo cierto que los tres títulos sean escritos desde una
biblioteca. De hecho el peso que la parte reportajeada o la entrevista tiene es
importante. Por ejemplo, Carlos y Leticia se sumergen en los pasadizos entre la
moda y la política, y uno de los clímax de su texto precisamente se encuentra
en su
visita a Miguel Adrover, un diseñador cuya carrera se vió truncada por el
primer gran acontecimiento político de este siglo: el 11 de septiembre. En su
libro sobre discusiones científicas, Daniel también
comparte correspondencia con distintos investigadores. En cuanto a Javier,
el punto de partida de su ensayo es, ni más ni menos, que una
conversación con Alex Ross. Así que en ese sentido los tres artículos
cumplen con esa celebración de la no ficción con que la colección se levanta, a
medio camino entre el pensamiento, la divulgación y el reportaje.
En cuanto al título, sí, es verdad que la colección no se
llama Muckraker porque vaya a seguir al pie de la letra los procedimientos de
los muckrakers de comienzos del siglo XX. Se
trata más bien de un guiño y de un manifiesto de intenciones. Eso sí, su
propósito no es tanto la nostalgia por el pasado como una celebración de los
nuevos escritores de no ficción. A mi juicio hay un superávit de melancolía
improductiva. Precisamente, por eso es importante acabar con la idea de que
“cualquier tiempo pasado fue mejor” si hablamos de periodismo o de no ficción.
Fíjate que el caso que tú mismo citas como sinónimo de Muckraker actual,
Wikileaks, sigue procesos que nada tienen que ver con los de un Sinclair. De
ahí que, con las intenciones de aquellos primeros “removedores de basura”,
estos nuevos muckrakers también aspiren a repensar el presente y a reconstruir
el futuro.
II. Ante todo prudencia.
Ernesto
Castro. En “El nuevo traje del emperador” calificáis a Suzy Menkes, una
columnista septuagenaria de papada y cintura generosa, como «la voz más respetada del periodismo de moda».
Menkes escribió una
columna con motivo de la coronación de Felipe VI donde elogiaba el físico
rollizo de ciertas reinas viejas (Máxima de Holanda y Matilde de Bélgica)
frente a la delgadez, presuntamente anoréxica o bulímica, de las herederas de
Ladi Di: Kate Middleton, Rania de Jordania y nuestra Letizia. Es un escenario recurrente: un experto que
primero reclama y luego critica la talla de esas perchas de carne y hueso
llamadas princesas o modelos en nombre de un término medio “fino pero sano” tan
hipócrita como imposible de alcanzar. La gente habla de la gordofobia. ¿No
existe una palabra para designar la sospecha de enfermedad psicológica que
persigue a aquellas mujeres que satisfacen los criterios canónicos de belleza
que tantos critican en público pero exigen en privado?
Leticia
García & Carlos Primo. Ignoramos si existe un término para designar
el fenómeno que describes. La cuestión de los ideales de belleza es un debate
abierto y recurrente en el mundo de la moda donde, con demasiada frecuencia,
actos aislados se interpretan como clasificaciones excluyentes. Vayamos ahora a
Suzy Menkes. Más allá de su físico y su edad, en efecto es la periodista
especializada más prestigiosa y leída de las últimas décadas. Y, de vez en
cuando, como hacemos todos —tú lo has hecho al definirla en función de su
silueta, edad y demás—, a veces opina sobre los tipos de belleza que proyectan
los medios o las celebridades. Lo que no sabemos —tal vez lo haya hecho— es si,
como afirmas, Menkes “primero reclama y luego critica la talla” de las
celebrities. ¿Lo ha reclamado en alguna ocasión? ¿Ha alabado la extrema
delgadez para luego censurarla? Si lo hubiera hecho, claro que sería
criticable, porque estaría contradiciéndose. Pero, como te decimos, no sabemos
si lo ha hecho. E identificar las opiniones de Menkes con la de toda una
industria que tampoco es unánime en este asunto no parece demasiado prudente.
Ahora bien: si
hablamos de tallas e ideales de belleza, nosotros defendemos la importancia de
utilizar las palabras precisas. Decir que una mujer es delgada es describirla. Presuponer que toda delgadez es signo de
desórdenes alimenticios o enfermedades es perverso, porque hay muchas personas
que tienen esa constitución física sin necesidad de forzarla. En ese sentido,
sí hay una tendencia generalizada a patologizar la delgadez, especialmente en
los medios. Y es tan peligrosa como la gordofobia, en efecto. Hay muchos tipos de belleza. Y los grandes
diseñadores —pensemos en Balenciaga, Gaultier o Vivienne Westwood— son los que
no descuidan esa pluralidad.
III. Ni esto ni lo otro.
Ernesto
Castro. Una pregunta de detalle:
¿por qué metes el idealismo de Platón, el dualismo de Descartes y la tabla rasa
de Locke entre los enemigos de la concepción científica de la realidad como
algo inteligible según leyes propias? Las ideas son verdades eternas, según
Platón, cuya efectividad es independiente del estado del conocimiento humano:
el platonismo causó furor entre conocidos matemáticos (Gödel) y filósofos de la
ciencia (Popper). La sexta meditación de Descartes empieza diciendo: «hay cosas materiales en cuanto se las
considera como objetos de pura matemática». En cuanto a la tabla rasa,
básicamente sostiene que hay una realidad externa porque nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. No entiendo
tu postura: ¿el lacaniano de Clement Rosset es un «filósofo brillante», según dices, pero los padres del empirismo
(Locke), la geometría analítica (Descartes) y el análisis reductivo de la
realidad física (Platón en el Timeo) se quedan fuera de tu noción de realismo
científico?
Daniel
Arjona. No soy científico pero tampoco soy filósofo. Lo que hago en esta
nouvelle científica es pasar a limpio mis impresiones tras un
seguimiento febril de las novedades científicas en publicaciones tanto
especializadas como generalistas y una indigestión de lecturas de libros de
divulgación. Espero que la divulgación
de la divulgación no me haya quedado demasiado homeopática y que la previsible
dilución quede compensada con cierto garbo narrativo. La ventaja para lograr
esto último es que nada me gusta más que largar de ciencia. Y hago otra cosa también:
escribir el tres-en-uno del ensayo científico motivado que a mí me hubiera
gustado leer. Te encuentras con títulos de física/cosmología, de biología/genética y de psicología/neurociencias escritos por aquellos que
dominan cada una de las disciplinas pero no recuerdo ninguno que se ocupe de
las tres a la vez, y menos con tan limitada extensión y tan imprudentes
pretensiones como La venganza, escrito además por alguien que no domina
ninguna de las tres. Pretensiones que pasan por dar la última hora de las
grandes polémicas de cada área pero también por exponer una cierta militancia,
la del realismo, acompañada de una cierta denuncia del regodeo en la irrealidad
de parte de la propia ciencia moderna. A saber cómo ha quedado la cosa...
Sé que con
esto del realismo me meto en un follón, claro. Con los filósofos, por ejemplo y
tal vez ese párrafo que citas resulte tan apresurado como antipático. Pero
hombre, tenía poco espacio para hablar de ciencia, ¿cómo se me va a ocurrir
esperar a Platón a la salida? Yo no denuncio enemigos del realismo con acné y
bibliografía sino “ideas enemigas” o, como dices, poco “amigables”. Porque hay
dos Platones, ¿no? (o mil, claro). El de las “ideas verdaderas e inmutables”
que podrían equipararse al concepto (o a la ley científica) y el de la
dialéctica, el del Parménides o el Sofista que inocula el virus de la
irrealidad para los restos y sirve además para seducir a un montón de cráneos
privilegiados con la absurda idea de que pueden entender lo que ocurre sin
estudiarlo. O corromper lo estudiado al “entenderlo”. Es ese el Platón que
invita Hegel a su Lógica mientras Newton recibe un portazo. Descartes, por su parte, merece un himno de
la razón por contribuir a la matematización de la realidad que está en el
origen de la ciencia moderna pero su desgraciado dualismo generó una infinita
serie de esterilizadoras metáforas que se atrincheraron en los discursos de las
ciencias sociales hasta anteayer.
Y Locke, por
Dios, es nada menos que el héroe fundador de la democracia liberal y cómo no
entender lo necesario que resultaba entonces demoler la teoría de las ideas
innatas que cargaba de serie en nuestro cerebro nada menos que la cookie del
creador y que validaba el poder absoluto de los reyes. Por no hablar de que su
heredero Stuart Mill alzaría esa tabla rasa en favor de la emancipación de las
mujeres y de los desfavorecidos. Pero el
problema es que la tabla rasa afirma, como bien dices, la existencia de una
realidad externa… a costa de negar la “interna”. Y ese desalojo brutal de las
disposiciones innatas funcionó como una centrifugadora irrealista que animó la
chaladura conductista y negó por mucho tiempo la comprensión del muy real
cincelado evolutivo-genético de nuestra especie. Lo repite Pinker a cada
ocasión. No se trata de elegir entre naturaleza y sociedad sino de
comprender que ambas no son alternativas.
La filosofía y
la ciencia fueron en el pasado la misma cosa (el Discurso del Método sirve de
prólogo a la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría) pero hoy se han alejado
mucho, la verdad y no creo que la primera nos sirva de gran ayuda para
comprender el Universo. No por eso vamos
a convertirnos en patanes a una ecuación pegada que, como Hawking en su
penúltimo libro, sancionan la muerte de la filosofía para más adelante
desvariar con una suerte de teoría postmo-científica sobre la inexistencia de
una realidad independiente de su modelado. Borges disfrutaba a muerte con
la teología aunque la tomaba como literatura fantástica y supongo que, más o
menos, a mí me pasa lo mismo con la filosofía.
IV. Mientras todo a tu alrededor te reduce a la
anécdota.
Ernesto
Castro. En “Una invasión silenciosa” escribes: «Este progresivo avance de otras músicas —y no necesariamente populares— al margen del patrón clásico, y que fue
ocupando cada vez más espacios públicos, académicos y comerciales hasta llegar
a su cúspide en los años ochenta y noventa, barrió con las viejas convenciones
y certezas de la cultura occidental y dejó a la música contemporánea a la
deriva, con un cartel en su camino que anunciaba en consabido “bienvenidos a la
postmodernidad”.» Una época «cargada
de desorientación por la disolución de las antiguas certezas de la modernidad,
que aniquilaban todas las seguridades del ser humano y lo dejaban errando como
una mota de polvo por el espacio". Unas páginas antes, en "La
venganza de la realidad», Daniel Arjona certifica: «La postmodernidad está deshauciada y no merece más atención. Se
enseñorea sin apenas enemigos en la cultura y las artes. Pero en lo que
respecta a la comprensión de la realidad, lejos quedan los tiempos en que los
filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una
maltrecha barricada ante la ciencia». Me pregunto si estás de acuerdo con
Arjona. ¿Es la postmodernidad (en música
clásica) algo más que una dificultad intrínseca de establecer tendencias
definitorias desde un momento presente excesivo en información? Y en este
sentido, ¿no es igual de postmoderno el final del siglo XVII, dado el número de
músicos alemanes de estilo indudablemente propio? ¿Hay estructuras compositivas típicamente postmodernas o solo caos
analítico?
Javier
Blánquez. El ensayo de Arjona no lo he podido leer, así que no sé si
puedo estar de acuerdo o no. Tampoco es una cuestión que me preocupe, si la
postmodernidad es paradigma a día de hoy o no. Yo creo que no, pero si lo fuera
tampoco me llamaría la atención. La frase que citas de mi texto tiene que ver
con la situación de jaleo absoluto que se da con la música en “Occidente” a
finales del siglo XX desde el punto de vista de lo que había sido durante
décadas, e incluso siglos, la prácticamente única manera de hacer música, al
menos la aceptada como arte, y que alcanza su máximo momento de desarrollo a
finales del XIX, y que empieza a deshacerse cuando irrumpe el “modernismo” (Schönberg,
Stravinski, etc.). En el siglo XX la música, en su totalidad, es más diversa
que nunca: aparece el jazz, se refuerza la canción popular, nace el rock, la
tecnología propicia la música electrónica, así que el flujo continuado de la “música occidental”, que ostenta el poder
como idea de cúspide intelectual y creativa, se enfrenta a la paradoja de
creerse poderosa en su atalaya, pero insignificante entre el público.
Si a esto le
sumas que los nuevos compositores que prosiguen con esas formas musicales —los
que trabajan para el cine, los minimalistas, etc.—, y que encuentran un público
y unos ingresos mucho más sustanciales que el compositor puramente adscrito al
serialismo, se da esa paradoja, que para
mí es muy post-moderna, de que hay una gente que se sigue creyendo en posesión
del poder, de la verdad, mientras todo a su alrededor les ha reducido a
anécdota. A la vez, la música en el siglo XXI consiste en una fragmentación
cada vez más grande de pequeñas escenas, incluso dentro de géneros grandes (por
ejemplo, lo “indie”), y en la música contemporánea eso también sucede, o al
menos yo creo que así funciona. No es que la música contemporánea en el siglo
XX fuera un único flujo caudaloso, a diferencia de siglos anteriores, pero
ahora no hay un centro fijo (como antes podían serlo el método dodecafónico,
que marcaba unas reglas), ni una fuerza relevante, por tanto hay mucha música
ahí fuera que flota buscando su público, conformándose con poco pero
entusiasta, y a la vez intentando adaptarse a un mundo nuevo. Que se apliquen
estructuras del pop o texturas de la electrónica me suena perfectamente lógico
en el siglo XXI. Es como volver a repensar las reglas, aunque sin encontrar una
definición tan solemne como en otras épocas.
Por tanto, no
me refiero a estéticas particulares, sino al lugar que ocupan estos sonidos en
el contexto global, que es amplísimo, desorganizado y sobrepoblado. Con el
siglo XVIII no veo ninguna conexión importante, aquel fue un momento en el que
se alcanzó la cima del clasicismo —de la fijación tonal de Bach a la
estilización de Mozart/Haydn/Beethoven, resumiendo—
y se empezó a buscar un desarrollo y ampliación de esas formas musicales bajo
la influencia del Romanticismo, su filosofía, su estética, etc. Esta época no puede ser más distinta: no
hay una fuerza poderosa que tire de la música, no hay un único pensamiento que
la guíe, no hay ni siquiera un pasado sólido en el que basarse. Hay muchos
pasados, muchos presentes, lo que al menos hace pensar que al menos habrá un
futuro.
[Publicado originalmente en Harlam Magazine. 21 de julio de 2014.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario