21 de julio de 2014

La fiesta de la no ficción. Entrevista a Muckraker.

Hablamos con las personas que hasta la fecha forman parte de Muckraker, la reciente colección digital de la editorial Capitán Swing que, aplicando el espíritu divulgador y reportero de su alma mater a los hábitos de lectura en pantalla, piensa publicar a jóvenes periodistas españoles en un formato ciertamente novedoso: como viene siendo habitual en otras iniciativas editoriales digitales, la apuesta por la brevedad es ineludible y los ensayos son mas bien nouvelles de no ficción, tienen entre 40 y 50 páginas de extensión, pero no se venden por separado sino de tres en tres. Hay que comprar el paquete completo. O lo tomas o lo dejas. El editor propone una lectura variada, necesaria tanto para el lector disperso, que así llegará a satisfacer su amplitud de intereses, como para el obsesivo, que así podrá levantar la mirada de su nicho un momento. Esta tanda de preguntas y respuestas con los cuatro autores y el editor de Muckraker quiere imitar el formato de la colección: entrevistas cortas pero enjundiosas; entrevistas cortas pero tocapelotas. Tan cortas que solo hay una pregunta por individuo. Preguntas individuales que quieren ampliar el campo de lo discutible. Y que les den por culo a los cuestionarios protocolarios, a los periodistas que interrogan sin haber leído, o lo hacen de forma previsible y complaciente. Y a los lectores que pretenden que la publicidad y la promoción de las novedades editoriales (entrevistas + reseñas + presentaciones) les ahorre el trance de su lectura. Que les den mil veces por culo. Que les den porque —como dijo el ἔφορος de Constantino Bértolo— ante una pregunta estándar como «¿De qué trata tu libro?» la pregunta respuesta honesta y factible debería ser: «¿De qué va a tratar? Trata de vender». Aquí tratamos, por el contrario, de pensar a partir de Muckraker.
O lo tomas o lo dejas. 

I. Adiós a la melancolía improductiva.
                                  
Ernesto Castro. La colección digital de Capitán Swing que diriges tiene el nombre de Muckraker, una expresión de comienzos de siglo que los americanos tienen reservada para designar a los escritores/periodistas que cambiaron la realidad denunciando, haciendo visibles (o mejor dicho: legibles) las injusticias del momento. Sin embargo, ninguno de los ensayos que componen la primera entrega de la colección se puede situar dentro de la tradición del periodismo de investigación que publica información novedosa con una intención política evidente: “El nuevo traje del emperador” repasa vínculos conocidos entre moda y política; “La venganza de la realidad” divulga la divulgación científica; “Una invasión silenciosa” hace un mapa de la música clásica actual. Los tres podrían haberse escrito desde una biblioteca: la sistematización bibliográfica domina sobre el trabajo empírico de campo. La nota del editor despeja dudas: «Muckraker desea ser una celebración de la no ficción, y de aquellos textos que con gracia genuina danzan entre el pensamiento abstracto, la divulgación y el reportaje». La primera entrega tiene un perfil claramente divulgador, en detrimento del pensamiento abstracto y el reportaje, pero ¿por qué? ¿Por qué presentas en sociedad Muckraker con tres textos (aparentemente) tan ajenos a la idea que uno tiene del “removedor de basura”? Para consultar a los muckrakers de nuestro tiempo, ¿tenemos que visitar Wikileaks o esta colección prepara sorpresas a la altura de su nombre en próximas entregas?

Antonio J. Rodríguez. Antes de nada, no es del todo cierto que los tres títulos sean escritos desde una biblioteca. De hecho el peso que la parte reportajeada o la entrevista tiene es importante. Por ejemplo, Carlos y Leticia se sumergen en los pasadizos entre la moda y la política, y uno de los clímax de su texto precisamente se encuentra en su visita a Miguel Adrover, un diseñador cuya carrera se vió truncada por el primer gran acontecimiento político de este siglo: el 11 de septiembre. En su libro sobre discusiones científicas, Daniel también comparte correspondencia con distintos investigadores. En cuanto a Javier, el punto de partida de su ensayo es, ni más ni menos, que una conversación con Alex Ross. Así que en ese sentido los tres artículos cumplen con esa celebración de la no ficción con que la colección se levanta, a medio camino entre el pensamiento, la divulgación y el reportaje.
En cuanto al título, sí, es verdad que la colección no se llama Muckraker porque vaya a seguir al pie de la letra los procedimientos de los muckrakers de comienzos del siglo XX. Se trata más bien de un guiño y de un manifiesto de intenciones. Eso sí, su propósito no es tanto la nostalgia por el pasado como una celebración de los nuevos escritores de no ficción. A mi juicio hay un superávit de melancolía improductiva. Precisamente, por eso es importante acabar con la idea de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” si hablamos de periodismo o de no ficción. Fíjate que el caso que tú mismo citas como sinónimo de Muckraker actual, Wikileaks, sigue procesos que nada tienen que ver con los de un Sinclair. De ahí que, con las intenciones de aquellos primeros “removedores de basura”, estos nuevos muckrakers también aspiren a repensar el presente y a reconstruir el futuro.

II. Ante todo prudencia.

Ernesto Castro. En “El nuevo traje del emperador” calificáis a Suzy Menkes, una columnista septuagenaria de papada y cintura generosa, como «la voz más respetada del periodismo de moda». Menkes escribió una columna con motivo de la coronación de Felipe VI donde elogiaba el físico rollizo de ciertas reinas viejas (Máxima de Holanda y Matilde de Bélgica) frente a la delgadez, presuntamente anoréxica o bulímica, de las herederas de Ladi Di: Kate Middleton, Rania de Jordania y nuestra Letizia. Es un escenario recurrente: un experto que primero reclama y luego critica la talla de esas perchas de carne y hueso llamadas princesas o modelos en nombre de un término medio “fino pero sano” tan hipócrita como imposible de alcanzar. La gente habla de la gordofobia. ¿No existe una palabra para designar la sospecha de enfermedad psicológica que persigue a aquellas mujeres que satisfacen los criterios canónicos de belleza que tantos critican en público pero exigen en privado?

Leticia García & Carlos Primo. Ignoramos si existe un término para designar el fenómeno que describes. La cuestión de los ideales de belleza es un debate abierto y recurrente en el mundo de la moda donde, con demasiada frecuencia, actos aislados se interpretan como clasificaciones excluyentes. Vayamos ahora a Suzy Menkes. Más allá de su físico y su edad, en efecto es la periodista especializada más prestigiosa y leída de las últimas décadas. Y, de vez en cuando, como hacemos todos —tú lo has hecho al definirla en función de su silueta, edad y demás—, a veces opina sobre los tipos de belleza que proyectan los medios o las celebridades. Lo que no sabemos —tal vez lo haya hecho— es si, como afirmas, Menkes “primero reclama y luego critica la talla” de las celebrities. ¿Lo ha reclamado en alguna ocasión? ¿Ha alabado la extrema delgadez para luego censurarla? Si lo hubiera hecho, claro que sería criticable, porque estaría contradiciéndose. Pero, como te decimos, no sabemos si lo ha hecho. E identificar las opiniones de Menkes con la de toda una industria que tampoco es unánime en este asunto no parece demasiado prudente.
Ahora bien: si hablamos de tallas e ideales de belleza, nosotros defendemos la importancia de utilizar las palabras precisas. Decir que una mujer es delgada es describirla. Presuponer que toda delgadez es signo de desórdenes alimenticios o enfermedades es perverso, porque hay muchas personas que tienen esa constitución física sin necesidad de forzarla. En ese sentido, sí hay una tendencia generalizada a patologizar la delgadez, especialmente en los medios. Y es tan peligrosa como la gordofobia, en efecto. Hay muchos tipos de belleza. Y los grandes diseñadores —pensemos en Balenciaga, Gaultier o Vivienne Westwood— son los que no descuidan esa pluralidad.

III. Ni esto ni lo otro.

Ernesto Castro. Una pregunta de detalle: ¿por qué metes el idealismo de Platón, el dualismo de Descartes y la tabla rasa de Locke entre los enemigos de la concepción científica de la realidad como algo inteligible según leyes propias? Las ideas son verdades eternas, según Platón, cuya efectividad es independiente del estado del conocimiento humano: el platonismo causó furor entre conocidos matemáticos (Gödel) y filósofos de la ciencia (Popper). La sexta meditación de Descartes empieza diciendo: «hay cosas materiales en cuanto se las considera como objetos de pura matemática». En cuanto a la tabla rasa, básicamente sostiene que hay una realidad externa porque nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. No entiendo tu postura: ¿el lacaniano de Clement Rosset es un «filósofo brillante», según dices, pero los padres del empirismo (Locke), la geometría analítica (Descartes) y el análisis reductivo de la realidad física (Platón en el Timeo) se quedan fuera de tu noción de realismo científico?

Daniel Arjona. No soy científico pero tampoco soy filósofo. Lo que hago en esta nouvelle científica es pasar a limpio mis impresiones tras un seguimiento febril de las novedades científicas en publicaciones tanto especializadas como generalistas y una indigestión de lecturas de libros de divulgación. Espero que la divulgación de la divulgación no me haya quedado demasiado homeopática y que la previsible dilución quede compensada con cierto garbo narrativo. La ventaja para lograr esto último es que nada me gusta más que largar de ciencia. Y hago otra cosa también: escribir el tres-en-uno del ensayo científico motivado que a mí me hubiera gustado leer. Te encuentras con títulos de física/cosmología, de biología/genética y de psicología/neurociencias escritos por aquellos que dominan cada una de las disciplinas pero no recuerdo ninguno que se ocupe de las tres a la vez, y menos con tan limitada extensión y tan imprudentes pretensiones como La venganza, escrito además por alguien que no domina ninguna de las tres. Pretensiones que pasan por dar la última hora de las grandes polémicas de cada área pero también por exponer una cierta militancia, la del realismo, acompañada de una cierta denuncia del regodeo en la irrealidad de parte de la propia ciencia moderna. A saber cómo ha quedado la cosa...
Sé que con esto del realismo me meto en un follón, claro. Con los filósofos, por ejemplo y tal vez ese párrafo que citas resulte tan apresurado como antipático. Pero hombre, tenía poco espacio para hablar de ciencia, ¿cómo se me va a ocurrir esperar a Platón a la salida? Yo no denuncio enemigos del realismo con acné y bibliografía sino “ideas enemigas” o, como dices, poco “amigables”. Porque hay dos Platones, ¿no? (o mil, claro). El de las “ideas verdaderas e inmutables” que podrían equipararse al concepto (o a la ley científica) y el de la dialéctica, el del Parménides o el Sofista que inocula el virus de la irrealidad para los restos y sirve además para seducir a un montón de cráneos privilegiados con la absurda idea de que pueden entender lo que ocurre sin estudiarlo. O corromper lo estudiado al “entenderlo”. Es ese el Platón que invita Hegel a su Lógica mientras Newton recibe un portazo. Descartes, por su parte, merece un himno de la razón por contribuir a la matematización de la realidad que está en el origen de la ciencia moderna pero su desgraciado dualismo generó una infinita serie de esterilizadoras metáforas que se atrincheraron en los discursos de las ciencias sociales hasta anteayer.
Y Locke, por Dios, es nada menos que el héroe fundador de la democracia liberal y cómo no entender lo necesario que resultaba entonces demoler la teoría de las ideas innatas que cargaba de serie en nuestro cerebro nada menos que la cookie del creador y que validaba el poder absoluto de los reyes. Por no hablar de que su heredero Stuart Mill alzaría esa tabla rasa en favor de la emancipación de las mujeres y de los desfavorecidos. Pero el problema es que la tabla rasa afirma, como bien dices, la existencia de una realidad externa… a costa de negar la “interna”. Y ese desalojo brutal de las disposiciones innatas funcionó como una centrifugadora irrealista que animó la chaladura conductista y negó por mucho tiempo la comprensión del muy real cincelado evolutivo-genético de nuestra especie. Lo repite Pinker a cada ocasión. No se trata de elegir entre naturaleza y sociedad sino de comprender que ambas no son alternativas.
La filosofía y la ciencia fueron en el pasado la misma cosa (el Discurso del Método sirve de prólogo a la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría) pero hoy se han alejado mucho, la verdad y no creo que la primera nos sirva de gran ayuda para comprender el Universo. No por eso vamos a convertirnos en patanes a una ecuación pegada que, como Hawking en su penúltimo libro, sancionan la muerte de la filosofía para más adelante desvariar con una suerte de teoría postmo-científica sobre la inexistencia de una realidad independiente de su modelado. Borges disfrutaba a muerte con la teología aunque la tomaba como literatura fantástica y supongo que, más o menos, a mí me pasa lo mismo con la filosofía.

IV. Mientras todo a tu alrededor te reduce a la anécdota.

Ernesto Castro. En “Una invasión silenciosa” escribes: «Este progresivo avance de otras músicas —y no necesariamente populares—  al margen del patrón clásico, y que fue ocupando cada vez más espacios públicos, académicos y comerciales hasta llegar a su cúspide en los años ochenta y noventa, barrió con las viejas convenciones y certezas de la cultura occidental y dejó a la música contemporánea a la deriva, con un cartel en su camino que anunciaba en consabido “bienvenidos a la postmodernidad”.» Una época «cargada de desorientación por la disolución de las antiguas certezas de la modernidad, que aniquilaban todas las seguridades del ser humano y lo dejaban errando como una mota de polvo por el espacio". Unas páginas antes, en "La venganza de la realidad», Daniel Arjona certifica: «La postmodernidad está deshauciada y no merece más atención. Se enseñorea sin apenas enemigos en la cultura y las artes. Pero en lo que respecta a la comprensión de la realidad, lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltrecha barricada ante la ciencia». Me pregunto si estás de acuerdo con Arjona. ¿Es la postmodernidad (en música clásica) algo más que una dificultad intrínseca de establecer tendencias definitorias desde un momento presente excesivo en información? Y en este sentido, ¿no es igual de postmoderno el final del siglo XVII, dado el número de músicos alemanes de estilo indudablemente propio? ¿Hay estructuras compositivas típicamente postmodernas o solo caos analítico?

Javier Blánquez. El ensayo de Arjona no lo he podido leer, así que no sé si puedo estar de acuerdo o no. Tampoco es una cuestión que me preocupe, si la postmodernidad es paradigma a día de hoy o no. Yo creo que no, pero si lo fuera tampoco me llamaría la atención. La frase que citas de mi texto tiene que ver con la situación de jaleo absoluto que se da con la música en “Occidente” a finales del siglo XX desde el punto de vista de lo que había sido durante décadas, e incluso siglos, la prácticamente única manera de hacer música, al menos la aceptada como arte, y que alcanza su máximo momento de desarrollo a finales del XIX, y que empieza a deshacerse cuando irrumpe el “modernismo” (Schönberg, Stravinski, etc.). En el siglo XX la música, en su totalidad, es más diversa que nunca: aparece el jazz, se refuerza la canción popular, nace el rock, la tecnología propicia la música electrónica, así que el flujo continuado de la “música occidental”, que ostenta el poder como idea de cúspide intelectual y creativa, se enfrenta a la paradoja de creerse poderosa en su atalaya, pero insignificante entre el público.
Si a esto le sumas que los nuevos compositores que prosiguen con esas formas musicales —los que trabajan para el cine, los minimalistas, etc.—, y que encuentran un público y unos ingresos mucho más sustanciales que el compositor puramente adscrito al serialismo, se da esa paradoja, que para mí es muy post-moderna, de que hay una gente que se sigue creyendo en posesión del poder, de la verdad, mientras todo a su alrededor les ha reducido a anécdota. A la vez, la música en el siglo XXI consiste en una fragmentación cada vez más grande de pequeñas escenas, incluso dentro de géneros grandes (por ejemplo, lo “indie”), y en la música contemporánea eso también sucede, o al menos yo creo que así funciona. No es que la música contemporánea en el siglo XX fuera un único flujo caudaloso, a diferencia de siglos anteriores, pero ahora no hay un centro fijo (como antes podían serlo el método dodecafónico, que marcaba unas reglas), ni una fuerza relevante, por tanto hay mucha música ahí fuera que flota buscando su público, conformándose con poco pero entusiasta, y a la vez intentando adaptarse a un mundo nuevo. Que se apliquen estructuras del pop o texturas de la electrónica me suena perfectamente lógico en el siglo XXI. Es como volver a repensar las reglas, aunque sin encontrar una definición tan solemne como en otras épocas.
Por tanto, no me refiero a estéticas particulares, sino al lugar que ocupan estos sonidos en el contexto global, que es amplísimo, desorganizado y sobrepoblado. Con el siglo XVIII no veo ninguna conexión importante, aquel fue un momento en el que se alcanzó la cima del clasicismo —de la fijación tonal de Bach a la estilización de Mozart/Haydn/Beethoven, resumiendo— y se empezó a buscar un desarrollo y ampliación de esas formas musicales bajo la influencia del Romanticismo, su filosofía, su estética, etc. Esta época no puede ser más distinta: no hay una fuerza poderosa que tire de la música, no hay un único pensamiento que la guíe, no hay ni siquiera un pasado sólido en el que basarse. Hay muchos pasados, muchos presentes, lo que al menos hace pensar que al menos habrá un futuro.

[Publicado originalmente en Harlam Magazine. 21 de julio de 2014.]

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