1. Cómo jugar en campo propio. Cuando marca o vence el Atlético de
Madrid, todo el mundo se entera en Arganzuela. Y no porque seamos especialmente
seguidores del equipo. Hay que apreciar lo que cada domingo supone aparcar
cuatro y cinco filas de coches en la puerta de tu casa. Dada la cercanía del
estadio Vicente Calderón, solo una minoría atlética y sufrida puede auspiciar
esta victoria del civismo sobre el egoísmo del conductor. Mientras ellos
cooperan a espuertas, los demás tenemos que conformarnos con escuchar dos veces
sus triunfos: una vía televisión y otra mediante escucha natural. El silencio
de la derrota es doblemente elocuente también. La caja tonta reparte los
partidos en directo y a domicilio, las ondas de sonido se propagan por el
barrio, la diferencia de velocidad entre la luz y el sonido produce un décalage inhóspito. ¿Cómo lo explico? Si
el fútbol fuera una tormenta la gente que grita a pulmón abierto en la grada
sería un trueno. Y su rayo se llamaría comentarista deportivo.
La escucha
—Mastercard tiene razón— no tiene precio. Siendo enano, unos doce años de edad,
me gustaba asomarme a la ventana a fin de recibir los goles en pleno geto. Para
escuchar la llegada —lenta pero firme— del estruendo futbolero bastaba con
hacerlo cuando el vecino alzaba los brazos y abría las fauces en señal de Hasta la victoria siempre. Nuestro
tímpano, el tímpano de los vecinos de Arganzuela, acuartela puñados de
recuerdos similares. Cómo olvidar las risotadas del botellón en Peñuelas, el taladrido constante cuando soterraron la
M-30, hasta que punto acuden a las ofertas de compra los audaces o el frufrufrá de anciano en la residencia de
ancianos. Estos ruidos forman el entorno que decimos presente y rezuma a
pasado.
Pero no vengas
a decirnos qué pasa, quién está subido a caballo en aquella estatua ecuestre,
porque apuesto que a los vecinos de Legazpi no les interesa el mármol con forma
humana que parte en dos su plaza. Indistintos ante el recuerdo traducido en
institución marmórea, el vecindario entiende la distinción entre la historia
monumental, el archivo y la versión crítica sin haber leído —ni falta que hace—
media página de Nietzsche. ¿Quién decide llenar de obstáculos físicos el
espacio público cuando el carácter subjetivo del recuerdo precisamente
acostumbra a rechazar cualquier objetivación con visos artísticos? ¿Cómo
olvidar el Arco Inclinado (1981) que
Richard Serra calzó en la plaza federal de NYC, cortando la circulación de
viandantes (mientras el artista insistía: «El arte no es para el pueblo») hasta
su destrucción y conversión en chatarra en 1989?
2. Zapatero, a tus zapatos. Cualquier aproximación medianamente
interesante a la memoria histórica debería tomar en cuenta los sonidos que nos
rodean y conforman en última instancia el medio ambiente donde nos movemos. Sin
embargo, el aspecto auditivo del recuerdo ha sido ignorado en las principales
lecturas teóricas del fenómeno. Ankersmitt tiene varios tomos de simple paja
mental sobre el hallazgo sublime del pasado a través de simpáticas intuiciones,
pero le resulta imposible transgredir los límites de comentario bibliográfico
afrancesado (Foucault y Derrida as usual)
para mencionar siquiera de pasada la música, aquella concreción artística que
permanece actualizable mediante la escucha, ese ejercicio que algunos califican
(Schopenhauer mismamente) de atención a la voluntad sin mediación, pero que
cualquier oyente versado puede fechar sin mucho error dadas las limitaciones
tecnológicas que conlleva interpretar lo puesto en pentagramas pensando en los
instrumentos disponibles cuando vivía el compositor. Y Ankersmitt es solo la
puntita del iceberg.
La
pregunta relevante sería por qué los historiadores que buscaban deshacerse de
aquél hábito atroz que suponía el archivar fuentes terminaron hallando el
comienzo de una larga amistad en los cuatro tópicos sobre rebeldes parisinos
abriendo fuego sobre los relojes. Público y notorio es que la memoria histórica
ha desplazado a sus adversarios intelectuales del imaginario universitario como
barra libre para el desbarre filosófico con vistas a engatusar a los alumnos à la recherche de mitos, maestros y
mistagogos. Ahora mismo los textos de Walter Benjamín constituyen un efectivo
blindaje si quieres parecer políticamente comprometido y además eludir el dime cuántos impuestos quieres y sabré quién
eres: el pasado será fiel a quien carezca de identidad política definida,
esos que llaman arribistas o chaqueteros, quienes suelen sumarse cuando todo
está ganado o perdido. A falta de defender los derechos de los vivitos y
coleantes, conculcados con idéntico entusiasmo por izquierda y derecha, buena
será —pues mucho deslumbra— la redención de los difuntos prometida en Über den Begriff der Geschicht. El repliegue
hacia los campos de batalla del pasado
reciente (nadie quiere exhumar a los
caídos en Covadonga) sirve de comodín para el antagonismo institucional; con el
posturing sociopolítico hemos topado.
3. Vindicación panegírica.
El proyecto de Soundreaders, visto
sobre este trasluz, resulta especialmente interesante por varias razones. En
primer lugar porque la pretensión de cartografiar la memoria histórica sonora del
Matadero introduce una solución de continuidad con las tendencias solipsistas
de la institución. Mientras escribo estas líneas lo único que los vecinos
utilizan con cierta asiduidad de estas pantagruélicas instalaciones es una mesa
de ping pong. Conocer la historia del entorno me parece un paso bien dado en
vistas a abrirlo a las personas que trabajaron allí y que todavía habitan los
alrededores. Más allá del mundo hipster existe una población intrigada acerca
del lugar. El Matadero es un instrumento de revalorización y gentrificación del
Manzanares, elemento indispensable del proyecto urbanístico de reconversión
industrial del sur de Madrid, pero esta transición hacia un mundo mejor (sic) podría además hacerse llevadera
para los lugareños, digo yo, cosa que Soundreaders
intenta hacer con éxito. La asistencia de multitudes a la presentación constata
sin lugar a dudas el carácter popular del proyecto.
El nombre lo indica, Soundreaders recoge una intuición compartida, que el recuerdo
también consiste en actualizar los sonidos mediante la atención y la escucha,
que tanto vale una magdalena proustiana como una grabación interactiva colgada
online. Si estimamos la memoria porque la historia se repite, pues en virtud de
ella podemos adelantar enseñanzas sobre sucesos una vez pasados y siempre
vueltos a suceder, entonces la escucha parece apuesta segura, en tanto nuestro
tímpano nos tiene habituados a determinados ritornellos.
Solo el sentido del olfato tendría opción de disputarle el título de campeón de
la percepción homogénea. Ya puede insistir Victoria Beckham, que Madrid no
huele a ajo, igual que Londres no apesta a fritanga o cebolla; los niveles de CO2 destrozan nuestra
sutilidad olfativa. Ante nuestras narices, la contaminación todo lo termina
igualando a la baja.
De querer
analizar la memoria histórica de nuestras metrópolis, no bastaría con embotellar
su encantadora atmósfera, como hiciera Duchamp con la ciudad del amor,
llevándose la fragancia parisina en un frasco; hay que atender a sus motores,
el bajo continuo de la carrocería y los transportes, o como hace Soundreaders, iluminar aquellos espacios
medio agrarios/medio industriales convertidos en santuarios de lo
artístico/relacional. Desde que el automóvil fuera producto de consumo
democrático el medio ambiente de nuestras ciudades permanece inalterado y lleva
en su interior la bestia del motor de combustión, elemento presente en todas
las salidas de Soundreaders fuera del
recinto del Matadero. Le Monde
Diplomatique anunciaba hace unos meses con tremenda algarada los primeras
iniciativas de mercantilizar el sonido de los espacios públicos, hacer negocios
con el do sostenido, lo que indica
tanto la falta de perspicacia de los emprendedores hasta ahora (llevan varias
décadas de retraso en materia de industrias creativas urbanas) como puede
evidenciar que tenemos el oído hecho a un viejo runrún fordista. Y a la
vez, el bufido quizá inaudible, presente sin embargo, que arrojan los seres
vivos nacidos y muertos dentro de la cadena trófica humana, tan abundante ella
siempre en proteínas previstas y provistas por la industria cárnica; Soundreaders pone el micrófono a los
partícipes —malgré tout— del mayor
crimen, la tremenda carnicería que sostienen nuestras amorales costumbres
alimenticias. Bon appétit!
29 de noviembre de 2013.
[Publicado originalmente en Sounreaders.]
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