Lo malo del
transhumanismo es su nombre. Si Leon Kass, el
miembro del consejo moral de George W. Bush, hablaba de la sabiduría
de la repugnancia para referirse a las intuiciones emotivas que subyacen al
rechazo que genera en nosotros la idea de sodomizar a nuestro hermano gemelo,
podemos hablar de la estupidez del
neologismo para referirnos a las peleas de gallos que montan los filósofos
continentales por un prefijo de mas o un ismo de menos. Véase la parafernalia
etimológica que armaron sobre la traducción del Übermensch nietzscheano a nuestras lenguas romances. La pelea a
muerte entre el
superhombre de Andrés Sánchez Pascual y el oltreuomo de Gianni Vattimo ocupa mínimo un párrafo en los tratados
epigónicos a partir de Martin Heidegger,
Peter Sloterdijk y hasta Michel Foucault sobre el asunto. La acusación timorata
de nazismo les va en ello: ese más allá de lo humano, ¿debe entenderse como
asunción hegeliana (Aufhäbung), como disolución
francesa o como desbordamiento (Überwindung)?
No menos
polisémico es el humanismo. Cabe distinguir, como
hace Félix Duque, entre las humanidades
como aprendizaje del saber hacer práctico de los clásicos (de Cicerón a
Zhuangzi, de Zaratustra a Ibn Jaldún) y el humanismo como ideología de la
plasticidad constitutiva del homo sapiens
sapiens que insiste en la necesidad de determinarla responsablemente. Bajo
esta última categoría se encuadra tanto el existencialismo de la resistance dubitativa de Jean-Paul
Sastre como la
eugenesia socialista propuesta por August Bebel. Hay dos nociones en juego:
(i) la humanidad como ese conjunto de memes recurrentes a lo largo de la
historia y la geografía que conviene estudiar para hurtarse la repetición del
ignorante; (ii) la especie humana como esa argamasa biológica cuyas
posibilidades de transformación superan con mucho las limitaciones
estructurales del genoma.
El transhumanismo prototípico
de FM-2030 se encuadra dentro de esta segunda tradición formulando una
pregunta realmente capciosa: si pudieras modificar tu naturaleza, ¿por qué no
hacerlo? La pregunta es capciosa porque la historia del desarrollo tecnológico
—ya se llame progreso o decadencia, emancipación de la necesidad o alejamiento
de lo auténtico— no es sino una sucesión de cambios realizados a conciencia
sobre un estado inicial, que puede llamarse esencia
solo para entendernos, aunque sea producto y resultado de un mecanismo
funcional análogo de mutación/selección: la evolución. Desde este punto de
vista, los mind children de Hans Moravec o los
citizen cyborg de James H. Hughes
no serían sino la conciencia de la dinámica evolutiva, igual que los
transgénicos —si dejamos a un lado el oligopolio de las patentes de semillas y
los efectos del cultivo sobre el entorno en términos de diversidad y fertilidad—
no serían sino la culminación de la agricultura como procedimiento de
maximización del número de bocas alimentadas por metro cuadrado de tierra.
Pero el
desarrollo tecnológico es también la historia de los obstáculos económicos a la
rentabilización de sus invenciones. Hay que recordar que el molino hidráulico, un
artefacto intensivo en fuerza de trabajo, que ahorra cantidad de esfuerzo
animal y/o humano, se inventó en el siglo I d.C. en Palestina pero no llegó a
popularizarse hasta la conversión del régimen esclavista romano en la economía
servil/feudal del Medievo: hasta entones había brazos baratos de sobra como para
preocuparse por incrementar su productividad marginal. Las reticencias contra
la nanotecnología generalizada de Eric Drexler, sin embargo, tienen que ser de
índole moral o incluso teórica, como la oposición de Richard
Smalley contra semejante ensamblaje molecular, pues resulta evidente que
nuestro sistema productivo demanda la existencia de autónomos que puedan
mantenerse despiertos y trabajando 24/7, como reza el
título de Jonathan Crary. Veamos las opiniones del espectro político.
La derecha
suele temer la pérdida del factor x
que nos hace humanos, en
palabras de Francis Fukuyama, ante lo cual utilitaristas defensores de los
derechos animales como David Pearce replican que ese je ne sais quoi podría reforzarse, en caso de poderse determinar su
casuística biocultural, pues la genuina discusión consiste en especificar los
principios normativos con que pensamos programar cada homo excelsior personal. ¿Vamos a potenciar la empatía o el
egoísmo? ¿Ser listo o ser feliz? No son dicotomías excluyentes, como señala
Pearce, que propone el punto
medio de la hipertimía, un paraíso de felicidad
inteligente donde los grados superiores de realización o eudamonía cumplirían la función de acicate que hoy desempeña el
látigo del salario o el runrún de la envidia. Los teóricos de la
responsabilidad tecnológica (Hans Jonas y su erística del miedo; Gunther Anders
y la amenaza de obsolescencia; Ulrich Beck y su teoría de riesgos) seguramente
responderían que la complejidad estructural de los ecosistemas no aconseja
meterse en aventuras de ingenieros como exterminar
a las especies carnívoras (Jeff McMahan) o conculcar el derecho de las
generaciones futuras a decidir sobre su propio ADN (Jonathan Glover).
La izquierda
suele temer que la ingeniería genética o el wireheading
sean privilegio exclusivo de los ricos o que, en caso de abaratarse su precio a
través del mercado, aceleren las dinámicas consumistas y competitivas de
nuestra sociedad, convirtiendo en identidad biológica la ausencia de movilidad
social: los pobres del futuro no solo serán moralmente reprobables conforme a
la mentalidad vocacional del empresario, que llama perdedor a quien no alcance
o incluso comparta sus objetivos de profesión; serán directamente considerados
miembros de una especie inferior. Los
extropianos originales de California, Max More o Tom Morrow, confiaban en
los poderes democratizadores de la comercialización, que tan buenos resultados
está dando en materia de ordenadores y recientemente smartphones, pero la comparativa no debería hacerse con las
compañías telefónicas, que proveen de un servicio sin demasiado laboratorio a
sus espaldas, sino con las empresas de farmacia, cuya aceptación de los
principios mercantiles conlleva privilegiar la investigación sobre enfermedades
en última instancia respaldadas por los gastos, el poder de compra del enfermo.
Mejor suena la
ingenuidad administrativa de Peter Singer, quien propone repartir la suerte
del tratamiento biotécnico mediante una lotería universal gratuita, cuyo
parecido con la carnaza televisiva proletaria estilo Princesa por un día no debería echarnos para atrás.
Como todo
milenarismo que se precie, los transhumanistas tienen muchas profecías sobre el
juicio final, que han tenido que atrasar según se acercaba el momento de la
verdad y los signos de la salvación no acababan de aparecer; errores de cálculo
que, lejos de tomarse como evidencia refutatoria del wishful thinking optimista y tecnófilo, han reforzado el
sentimiento de pertenencia y seguridad de la comunidad gracias a la capacidad
imaginativa de sus integrantes, amén de un famoso sesgo cognitivo. Nick Bostrom se pregunta si estamos
viviendo una realidad simulada por la conciencia uploaded del futuro; resulta más probable el escenario de la
catástrofe ecológica en que nunca llegamos a producir cerebros en bañeras
porque hay cosas más urgentes que hacer. Ray
Kurzweil publica The Singularity is Near
en 2005, aunque resulte evidente que la velocidad de los hallazgos tecnológicos
ha decaído desde la mitad del siglo XX, cuando John von Neumann y Alan Turing
acuñan las teorías que hemos estado puliendo todo este tiempo, aumentando la
velocidad de computación de nuestros procesadores conforme a la ley de Moore,
viviendo en última instancia de las rentas de Isaac Asimov o Stanislaw Lem, cuyas utopías
necesitan un recambio urgente.
[Publicado originalmente en Directa Expressions. 18 de junio de 2014.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario