Ríase Usted de Justin Bieber o
Nikki Sixx;[i] los
músicos actuales quizá mojen mucho el churro, sin duda gracias a la aparente
superioridad concedida por la posición del escenario, pero nadie lo hace como
lo hacía en época Franz Liszt, el primer pianista en llevarse el auditorio
hasta el orgasmo y más allá. Hasta finales del siglo xviii el arrebato sonoro tenía sobre todo una dimensión
religiosa, más que nada porque las óperas y las piezas orquestales respetaban
muchísimo el calendario de santos, y la música de cámara —algo más laica— tenía
el mismo valor y función un cráneo de jabalí sobre el marco de una puerta:
elemento puramente decorativo. Sea como fuere, la popularidad de la música
estaba limitada a parroquias y entornos cortesanos. No será hasta el fichaje de Händel por la Reina de Inglaterra en el
mercado de invierno de 1710 que se abrió la veda del compositor masivamente
querido. Y pagado: a su muerte, el autor de Agripina
había ahorrado 20.000 de las antiguas libras, lo que ahora mismo equivale a
varias veces el patrimonio de David Bisbal; una bicoca frente a las cifras
que más tarde verán estrellas como Haydn o Rossini en una sola gira por las
islas del Norte. Haydn y Rossini, por cierto, solo comparten (musicalmente
hablando) las cantidades que amasaron. Una comparación entre ambos compositores
ofrece ciertas pistas sobre el cambio que —nadie sabe cómo— tuvo lugar durante
las Guerras Napoleónicas en materia de hábitos musicales:
(α) Marzo de 1808. Haydn cumple 76 años. El príncipe von
Trauttmansdorff organiza una gala de honor en Viena. El maestro dirige La Creación, su oratorio. Tras el preludio
orquestal y un recitativo sucinto aparece el coro diciendo: «Y el
espíritu de Dios recorrió / la
superficie de las aguas. / Y Dios
dijo: Hágase la luz. / Y la luz se
hizo.» El pasaje arranca pianisimo
hasta la segunda ‘luz’, momento que la orquesta aprovecha para irrumpir en fortissimo, que es como recibir un
manotazo después de un escalofrío. En aquella ocasión el público se arrancó
en aplausos, según cuenta el Allgemeine
Musikalische Zeitung, mientras Haydn «con lágrimas rodando por sus pálidas
mejillas y como abrumado por las más violentas emociones, alzó sus tembloroso
brazos al Cielo, como si elevara una plegaria al Padre de la Armonía.»
(β) Otoño de 1822. Rossini visita Viena. La misma revista musical
informa: «Fue realmente suficiente y más
que suficiente. Toda la interpretación fue como una orgía idólatra; todo el
mundo actuaba como si le hubiera picado una tarántula; los chillidos y alaridos
de ‘viva’ y ‘forza’ no pararon en ningún momento». Y Lord
Byron corrige: «la gente lo siguió por todas partes, lo coronó, le cortó mechones de
pelo como recuerdo, lo aclamó, le dedicó sonetos y lo festejó,
y lo inmortalizó mucho más que a ningún emperador.» Y Stendhal
concluye: «Ligero, animado, divertido,
nunca pesado, pero rara vez sublime, Rossini parece haber venido a este mundo
con el propósito de conjurar visiones de extático deleite en el alma común del
Hombre Corriente.»
Aquí entra en juego Liszt, el primer virtuoso en ganarse
a la burguesía tocando el piano. A diferencia de Mozart, ese wannabe de aristócrata y cortesano biempagao,[ii]
Liszt tocó ante todo tipo de públicos y tenía un trato cercano con las clases
altas, se dirigía a ellas como si fuera su familia. Una anécdota de Tim
Blanning mostrará el grado de reciprocidad: «Cuando se marchó de Berlín en 1842, lo hizo a bordo de un carruaje de
seis caballos blancos, acompañado por una procesión de treinta coches de
caballos y una guardia de honor de estudiantes, mientras el rey Federico
Guillermo IV y la reina lo despedían desde el palacio real.» Viajaba además
con un pasaporte expedido por las autoridades austriacas que por única patria,
condición o categoría social declaraba: Celebritate
sua sat notus (“De sobras conocido por su fama”). Y se alojaba en los
hoteles de Paris bajo el registro de músico-filósofo
en camino de la duda a la verdad. En la cima de su fama, hacia
1845, corrió el rumor de que se había prometido a la reina de España, a la
sazón una teenager que había creado el ducado de Pianozares ex profeso para el pianista con los
mejores dedos a este lado del Dnieper. Descuiden: en peores enredos estaba
metida nuestra Isabel, hecha mayor de edad con trece años a golpe de decreto
real, todo para evitar la mala sombra de los carlistas, y luego prometida en
matrimonio a un Borbón primo suyo. Cuestión de genética, supongo.
Tanto monta la condesa de Pauline Plater, quien —ante la
pregunta por el top tres de pianistas
que hubieran tocado en su mansión— dijo que los mejores sin duda son Hillier,
Chopin y Liszt: el primero sería el mejor amigo,
el segundo el mejor marido y el
tercero el mejor amante. El
virtuosismo instrumental no parecía figurar entre los criterios de juicio de la
condesa. Tampoco diríase que fuera el caso de las jóvenes (y entradas en años)
que reclamaban la atención de nuestro músico, a pesar de que hubiera tomado
órdenes menores y la gente le llamara ‘el
abate’ Liszt. Algunas llevaban bordada su
litografía de 1846 (obra de Kriehuber) en la ropa más inhóspita, en las
prendas más insospechadas. Fue Heine quien, ante este clima de opinión, inventó
la palabra ‘Lisztomanía’ para
referirse a «¡Un frenesí incomparable en
la historia del frenesí!». Preguntada por esta contradicción religiosa
(¿acaso el entusiasmo de las lisztómanas ha decaído desde la ordenación como
sacerdote de su caballero de los pentagramas y de las teclas?), Judith Gauthier
estuvo tajante: «¡Al contrario, las
excita más! ¡Es la atracción por el
fruto prohibido!». Y sigue: «¿Era
un santo? Le mostraban una veneración tan extraordinaria... ¡sobre todo las
mujeres! Corrían hacia él, prácticamente se arrollidaban, le besaban las manos
y le miraban la cara con éxtasis en los ojos.»
Liszt parecía —no bromeo— un demonio tocando su
instrumento. Su predecesor inmediato fue Paganini, sobre quien decían las malas
lenguas que debía su técnica a un homicidio. Así se explicaba que su trayectoria como intérprete hubiera despegado tarde,
cuando lo normal era ser un prodigio famoso y virtuoso desde niño, hasta el
punto que la ausencia de genio y alcanzar objetivos mediante el esfuerzo —la
propia idea de ascenso social— resultaba sospechosa en plena Restauración.
Asesinó a una amada y estuvo veinte años en la cárcel, se rumoreaba de
Paganini. Tampoco faltaba quien sospechase que la cuerda de sol de su violín
estaba hecha a partir del intestino de la muerta —quien haya visto la serie Hannibal sabrá que tal cosa resulta
factible (y hasta de buen gusto). En el caso de Lizst, el público exclamó ‘milagro’ durante su primer concierto
público, hacia 1824, unos dicen que porque tocaba dabuten y otros que era tan
pequeño (unos 12 años) que no se le veía y el piano parecía tocarse solo.
Liszt y Paganini parecían demonios, en definitiva, porque
su inadecuación respecto de una sociedad estamental encarnaba una variante peculiar
del Diablo. Hay tantos ángeles caídos como países. Es habitual señalar (y
Jankélevitch lo repite en un librito delicioso[iii])
que nuestro músico encarna el comienzo del nacionalismo o de la peculiaridad
folclórica en la música clásica, sobre todo en virtud de su Rapsodias Húngaras que, junto con sus
escritos sobre los cíngaros, que vienen a tener una noción de patria donde la
clave no está en la identidad fortificada o prevenida del exterior, no tanto en las fronteras cuanto en el
nomadismo (aquí Jankélevitch reproduce los prejuicios franceses favorables
a la movilidad sin raigambre de las estepas por encima del Danubio, algo que ahora mismo
nadie puede celebrar con semejante entusiasmo y atletismo filosófico) pero
también debería señalarse que Liszt rompe con aquella (presunta) Ilustración
monolítica sobre todo cuando aborda en su Sinfonía
Fausto (op. 108) la figura del satanismo, entonces confundida en los
principados protestantes alemanes con la melancolía (la Iglesia ofrecía a los
exorcistas consejos prácticos para distinguir entre ambas facetas de la genialidad, entre la posesión y la malafollá, por ejemplo en el Rituale Romanium de 1614, así que seguro
que había problemas de distinción entre los católicos), pero la clave está aquí:
ante las ilusiones sensibles del Satán
latino (cuya acechanza continúa invariable desde tiempos de San Agustín); ante
la naturaleza desafiante del Lucifer británico (puesto de moda por los
románticos y vinculado con Prometeo en el famoso instante del Paraíso Perdido donde Milton escribe: «Better to reign in Hell than to serve in
Heav’n»); ante estos modelos aparece el símbolo de la burguesía alemana,
Mefistófeles el marchante de espíritus y destinos exitosos. Ante quien
Fausto toma una decisión errada, cuyo significado ideológico no resulta difícil
de digerir, como indica Cesar Rendueles:
Para mí fue un
descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser una fuente de
realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo que mi generación, la
primera educada completamente en el hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal.
Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca
satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales,
transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de
gritarle: «Tío, cómprate un perro.»
[i] Por
si todavía quedara alguna, el bajista de Mötley Crüe despeja todas dudas que
pueda haber sobre la falta de morbo o la presunta carencia de erotismo más de
la mtv: «En los comienzos del grupo juntábamos monedas para comprar un burrito
de huevo en Noogles. Mordíamos el
extremo y nos frotábamos la polla con la carne picada caliente para que
nuestras novias no notaran el olor al coño de otras chicas. Nos tirábamos a
cualquiera lo bastante idiota o borracha como para meterse en la furgoneta
de Tommy Lee.»
[ii]
Contra una opinión bastante difundida, la miseria económica de Mozart no se
debían a la falta de trabajo (o a las deudas de juego. La parte del león se la
llevó el costear los tratamientos para la enfermedad de su esposa); lo que
trajo su ruina fue el éxodo masivo de nobles a raíz del asedio de Viena que los
turcos iniciaron en 1787. Basta con
echar un vistazo a los suscriptores de los conciertos benéficos de Mozart, un
formato de patrocinio entonces recurridísimo: de 176 personas, el 50%
pertenecen a la alta nobleza, el 42% a la baja y solo un 8% a la burguesía. Vaya
esto como refutación (aunque sea parcial) del papel que, según algunos
mistagogos, tuvo la burguesía en el desarrollo de las artes: hasta finales del
XIX, ese papel brilla por su ausencia.
[iii] La
colección de ensayos Liszt: rapsodia e
improvisación resulta deliciosa —a mi juicio— en su segunda parte, donde el
francés escribe cosas bien dichas, en lugar de marcarse filigranas de múltiples
referencias y confusión conceptual a cascoporro (Jankèlevitch es un filósofo de
las distancias cortas, más certero cuanto más concreto, pero también un creador
de aforismos dentro del ensayo extenso, un prosista que cuenta las sílabas del
párrafo y pondera el sentido de la reflexión a partir de su eco); oigamos cómo
suena:
La improvisación musical la mayoría de las veces solo
improvisa fingiendo que lo hace o como forma de hablar; en el lugar de la
conversación académica que reserva al público la obra acabada, inmaculada,
increada y pone entre paréntesis el laborioso devenir, el improvisador coloca, a modo de juego, un malentendido sobre la
propia sinceridad de esa génesis: la operación se ha convertido en un elemento
del opus, el tiempo aparece entonces
como un prolongamiento de la obra, por más que sea una obra a la que su
latencia convierte en imprecisa, difluyente, atmosférica; de ahí el equívoco de
un impromptu que parece salir de golpe y que progresa como si buscara su
camino ante nuestros ojos cuando incluso sus tanteos están determinados de
antemano por ficción e idealizados por el artificio de una reconstrucción
retrospectiva: una música oral, hecha
para no ser ejecutada nunca dos veces seguidas del mismo modo, se convierte en
música escrita. La improvisación es la aproximación profesada; la propia
vacilación engendra en el oyente una simpatía agradecida por ese proceder
imperfecto, errante, aproximativo y jalonado de fracasos que se supone que es
el de la vida. «Quasi improvvisando»,
leemos un poco en todas partes en las obras de piano de Liszt.
[Publicado originalmente en Paco Perro. 5 de marzo de 2014.]
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