1 de marzo de 2014

El reseñista constitucional

Hace unos meses (mayo 2013) hubo un debate sobre el estado de la crítica literaria a propósito de la publicación del libro de ensayo Ficciones argentinas (Beatriz Sarlo, Mardulce) entre Damián Selci y Gabriela Speranza en el semanal Otra parte. Ya sabemos cómo son los argentinos cuando toca ponerse a discutir, máxime si el campo de batalla son las letras; la sangre puede salpicar hasta el mejor pintado. A toda una tradición de polemistas de lengua viperina se ha sumado durante la última década un corpus bibliográfico sobre las relaciones entre política y literatura digno de nota: Literatura de Izquierdas (Damian Tabarovski, Beatriz Viterbo) es el ejemplar mejor conocido a este lado del Atlántico entre una ingente producción ensayística redactada a la sombra del kirchnerismo. (Ojalá nuestro peculiar corralito europeo —todo sea dicho— tenga resonancias literarias tan poderosas como tuvo el suyo.) En este politizado contexto de recepción aparece Ficciones argentinas de Sarlo: una recopilación de sus escritos breves sobre literatura; 33 reseñas publicadas con anterioridad en el diario Perfil; una batería de artículos cortos sobre autores jóvenes que en su mayoría contravienen las virtudes cardinales de la crítica literaria —según Charles Baudelaire— pues ni son parciales ni son políticos ni son apasionados (los textos de Sarlo, quiero decir). A contrapelo de los tratadistas pretenciosos, esos que tanto citan a Harold Bloom, Ficciones argentinas exhibe un paradigma de la recensión literaria trémula en los valores estéticos, accesoria en el análisis textual. En otras palabras, frente a la obsesión por establecer genealogías y aún valoraciones, Sarlo deplora el impulso taxonómico y en su lugar favorece una forma de reseñar descriptiva en grado sumo, sin mojarse demasiado. Cabe señalar que esta Wertneutralität, por utilizar el término de Max Weber, redunda en beneficio de reflexiones así como apresuradas, para las cuales apenas resulta necesario un saber solapado del libro. No hace falta leer la solapa, vaya. Basta con atisbar el dossier de prensa. Y utilizar a granel —como hace Sarlo— todo el catálogo de epítetos elogiosos y atributos galácticos, más propios de los blurbs en la faja del libro o en la contratapa, insertados en oraciones tal que «Una de las propuestas más (—) de los últimos años» o «Uno de los escritores (—) más (—) del país». Entre paréntesis introduzca su expresión salvadora preferida: raro & único & valioso & cabrón & verga & so forth. Palabras cuyo recurso demuestra (a) vagancia, (b) lameculismo, o (c) ambas cosas. Oraciones censuradas por Hermano Cerdo, la revista digital mexicana, cuya aparición merece una misiva para el rechazado criticastro con anthrax inside. Los críticos más boludos de Buenos Aires, mientras tanto, escriben quince reseñas diarias. El secreto está en la masa, o mejor dicho: en los adjetivos.

No se hicieron esperar las reacciones negativas contra Ficciones argentinas. «Este tono tenazmente recatado genera la impresión de que Sarlo quiere intervenir en el campo literario sin pelearse con nadie y sin jugársela por nadie», escribe Damián Selci en tono hostil. El artículo de Selci contiene muchas verdades en negro sobre blanco, en especial sobre la falta de compromiso y determinación, rasgos que brillan por su ausencia en los circuitos editoriales oficiosos, donde el amiguismo imperante baja la voz a las voces discordantes, ignorando los juicios resentidos, una vez relegados los malos rollos a la sección de comentarios anónimos, máscaras impersonales que todo el mundo puede asumir si quiere. Ahora bien, también resulta evidente lo contrario: una valoración desmedida de intenciones, la peor manía del comentarista desatado y enfurecido, el meterse a juzgar los fines de un texto en cabeza ajena, también son vicios presentes en el artículo de Selci, cuya lectura en sede política del buenismo literario sarlonista incurre —a su vez— en el espejo del defecto que denuncia. Allí donde Sarlo delinea la mesa semanal de novedades, sin haber quitado el plástico de los libros, mirando más la edad del autor que la calidad del contenido, como si la sección de crítica fuera una continuación por otros medios de los anuncios de librerías y de la propaganda editorial, ya dominante de suyo en los suplementos culturales dominicales, Selci —por el contrario— resulta sospechoso por resentido. Él, en calidad de novelista jovencito, (Canción de desconfianza, Eterna Cadencia) y los poetas noveles por él reunidos en la antología La tendencia materialista (Eterna Cadencia aussi) vagan excluidos en los márgenes del panteón literario de Ficciones argentinas. Y nosotros nos preguntamos: la violación de las expectativas de trascendencia suscitada por cualquier selección ensayística donde tú no estás en la lista, siendo tú alguien importante —un persona muuuy importante, indeed— un novelista indispensable —tus críticos a guardar de cabecera dixit— el nuevo Joyce o el viejo Wallace, ¿quizá estas fobias del outsider, decimos, no muestran el sustrato normativo que, sí o sí, se encuentra presente en cualquier ejercicio de lectura crítica?
Oficiando como abogada del diablo, la respuesta publicada por Otra parte, firmada por Gabriela Speranza, profundiza en juicios similares, ampliando el campo de la reflexión. Speranza sostiene que no podemos rechazar de un plumazo la axiología que subyace a la actitud liberal de periodistas y colaboradores como Beatriz Sarlo. El buenrollismo y la mano izquierda, además de conformar temporizadores para el mantenimiento de las relaciones personales a largo plazo, también pueden encofrar, por utilizar la analogía urbanita de Derrida & co., la construcción de un rascacielos filosófico, crítico y teórico más respetuoso con el medio ambiente y la fauna local de escritores incipientes. Cuando no los ignoran con total impunidad, los tratadistas suelen establecer paralelismos entre clásicos muertos y escribientes adolescentes (150 páginas publicadas, a lo sumo) que desmerecen por igual a ambas partes. En lugar de amparar la validez de nuestros jóvenes bajo el trasluz de las presuntas creaciones eternas, haciendo calceta y trenzas con los nombres propios, quizá sea tiempo de pensar el presente desde si mismo, y desde otra parte. Para ello, tener en cuenta los ritmos editoriales, bastante frenéticos en el Reino de España, resulta en efecto crucial. Un ojeador de críticas literarias en ocasiones reconoce (aunque no comparta) la labor de difusión, ante una producción inasimilable en todo punto, que realiza una hormiguita filosófica como Sarlo: modesta, sumaria, descriptiva. Y como hemos dicho, el propio gesto de reunir los textos, y escribir un prólogo en recuerdo de los olvidados cuan cobertura de justificación, constituye para Sarlo —malgré elle— un mecanismo de canonización como otro cualquiera.

Amén de las excusatii non petitiae, esta discusión destaca por el término medio de sus conclusiones, que nosotros identificamos con el planteamiento de Speranza, y que podemos extrapolar a nuestra malhadada situación española. Una vez pasado de rosca el catecismo modernista doctrinal, no se trata de recuperar —sostiene Speranza— los eroici furori de una crítica incivil y aún cainita. Pues nada modélico hubo, todo sea dicho, en el posicionamiento guerracivilista de nuestros mayores, también aquí en la Península, donde los combates a duelo entre caballeros (Cela vs. Benet) y escuderos (Umbral vs. Marías) se han sucedido hasta la llegada del mundo digital y la consiguiente democratización del odio entre la gente (anónima o no) del común. Allí donde algunos, los más pesimistas, perciben un amariconamiento progresivo de nuestras plumas, hace poco tan castizas ellas, Speranza honra su apellido, contemplando una promesa de felicidad (en Estado de derecho literario, añadimos): la belleza de las lecturas melladas —sin apenas filo— estriba en la posibilidad de sospechar, dudando de nuestros prejuicios, asumiendo posiciones novedosas, sorteando las dicotomías excluyentes; Sarlo llama a esto viaje exploratorio. Nosotros, poco convencidos con la metáfora turística del recorrido, cuya retórica suele apostar muy fuerte, citando a Gilles Deleuze y cosas por el estilo, para terminar igualando el nomadismo intelectual con el parlotear sin término, nos gusta más el nombre reseñismo constitucional. La metáfora jurídica no resulta gratuita por completo: a diferencia del absolutismo modernista, capaz de deshacer movimientos, generaciones y hasta escuelas con la voluntad de su dictamen, la libertad del reseñista constitucional empieza donde termina la de los demás. Su derecho a la expresión está supeditado a ciertos principios generales de urbanidad. Y antes prefiere callar que incurrir en misunderstandings bloomianos.


He ahí su prudencia.

[Publicado originalmente en Sara Mago. Pluvioso 2014.] 

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