Hace unos meses (mayo 2013) hubo
un debate sobre el estado de la crítica literaria a propósito de la publicación
del libro de ensayo Ficciones argentinas
(Beatriz Sarlo, Mardulce) entre Damián Selci y Gabriela Speranza en el semanal Otra parte. Ya sabemos cómo son los
argentinos cuando toca ponerse a discutir, máxime si el campo de batalla son
las letras; la sangre puede salpicar hasta el mejor pintado. A toda una
tradición de polemistas de lengua viperina se ha sumado durante la última
década un corpus bibliográfico sobre las relaciones entre política y literatura
digno de nota: Literatura de Izquierdas
(Damian Tabarovski, Beatriz Viterbo) es el ejemplar mejor conocido a este lado
del Atlántico entre una ingente producción ensayística redactada a la sombra
del kirchnerismo. (Ojalá nuestro peculiar corralito europeo —todo sea dicho—
tenga resonancias literarias tan poderosas como tuvo el suyo.) En este politizado
contexto de recepción aparece Ficciones
argentinas de Sarlo: una recopilación
de sus escritos breves sobre literatura; 33 reseñas publicadas con anterioridad
en el diario Perfil; una batería de
artículos cortos sobre autores jóvenes que en su mayoría contravienen las
virtudes cardinales de la crítica literaria —según Charles Baudelaire— pues ni
son parciales ni son políticos ni son apasionados (los textos de Sarlo, quiero
decir). A contrapelo de los tratadistas pretenciosos, esos que tanto citan a
Harold Bloom, Ficciones argentinas
exhibe un paradigma de la recensión literaria trémula en los valores estéticos,
accesoria en el análisis textual. En otras palabras, frente a la obsesión por
establecer genealogías y aún valoraciones, Sarlo deplora el impulso taxonómico
y en su lugar favorece una forma de reseñar descriptiva en grado sumo, sin
mojarse demasiado. Cabe señalar que esta Wertneutralität,
por utilizar el término de Max Weber, redunda en beneficio de reflexiones así
como apresuradas, para las cuales apenas resulta necesario un saber solapado del libro. No hace falta leer
la solapa, vaya. Basta con atisbar el dossier de prensa. Y utilizar a granel
—como hace Sarlo— todo el catálogo de epítetos elogiosos y atributos
galácticos, más propios de los blurbs
en la faja del libro o en la contratapa, insertados en oraciones tal que «Una
de las propuestas más (—) de los últimos años» o «Uno de los escritores (—) más
(—) del país». Entre paréntesis introduzca su expresión salvadora preferida:
raro & único & valioso & cabrón & verga & so forth. Palabras cuyo recurso
demuestra (a) vagancia, (b) lameculismo, o (c) ambas cosas. Oraciones
censuradas por Hermano Cerdo, la revista digital mexicana, cuya aparición
merece una misiva para el rechazado criticastro con anthrax inside. Los
críticos más boludos de Buenos Aires, mientras tanto, escriben quince reseñas
diarias. El secreto está en la masa, o mejor dicho: en los adjetivos.
No se hicieron esperar las
reacciones negativas contra Ficciones
argentinas. «Este tono tenazmente
recatado genera la impresión de que Sarlo quiere intervenir en el campo
literario sin pelearse con nadie y sin jugársela por nadie», escribe Damián
Selci en tono hostil. El artículo de Selci contiene muchas verdades en negro
sobre blanco, en especial sobre la falta de compromiso y determinación, rasgos
que brillan por su ausencia en los circuitos editoriales oficiosos, donde el
amiguismo imperante baja la voz a las voces discordantes, ignorando los juicios
resentidos, una vez relegados los malos rollos a la sección de comentarios
anónimos, máscaras impersonales que todo el mundo puede asumir si quiere. Ahora
bien, también resulta evidente lo contrario: una valoración desmedida de
intenciones, la peor manía del comentarista desatado y enfurecido, el meterse a
juzgar los fines de un texto en cabeza ajena, también son vicios presentes en
el artículo de Selci, cuya lectura en sede política del buenismo literario sarlonista incurre —a su vez— en el espejo del defecto
que denuncia. Allí donde Sarlo delinea la mesa semanal de novedades, sin haber
quitado el plástico de los libros, mirando más la edad del autor que la calidad
del contenido, como si la sección de crítica fuera una continuación por otros
medios de los anuncios de librerías y de la propaganda editorial, ya dominante
de suyo en los suplementos culturales dominicales, Selci —por el contrario—
resulta sospechoso por resentido. Él, en calidad de novelista jovencito, (Canción de desconfianza, Eterna
Cadencia) y los poetas noveles por él reunidos en la antología La tendencia materialista (Eterna
Cadencia aussi) vagan excluidos en
los márgenes del panteón literario de Ficciones
argentinas. Y nosotros nos preguntamos: la violación de las expectativas de
trascendencia suscitada por cualquier selección ensayística donde tú no estás en la lista, siendo tú
alguien importante —un persona muuuy importante, indeed— un novelista indispensable —tus críticos a guardar de
cabecera dixit— el nuevo Joyce o el
viejo Wallace, ¿quizá estas fobias del outsider,
decimos, no muestran el sustrato normativo que, sí o sí, se encuentra presente
en cualquier ejercicio de lectura crítica?
Oficiando como abogada del
diablo, la respuesta publicada por Otra
parte, firmada por Gabriela Speranza, profundiza en juicios similares,
ampliando el campo de la reflexión. Speranza sostiene que no podemos rechazar de
un plumazo la axiología que subyace a la actitud liberal de periodistas y
colaboradores como Beatriz Sarlo. El buenrollismo y la mano izquierda, además
de conformar temporizadores para el mantenimiento de las relaciones personales
a largo plazo, también pueden encofrar, por utilizar la analogía urbanita de
Derrida & co., la construcción de un rascacielos filosófico, crítico y
teórico más respetuoso con el medio ambiente y la fauna local de escritores
incipientes. Cuando no los ignoran con total impunidad, los tratadistas suelen
establecer paralelismos entre clásicos muertos y escribientes adolescentes (150
páginas publicadas, a lo sumo) que desmerecen por igual a ambas partes. En
lugar de amparar la validez de nuestros jóvenes bajo el trasluz de las presuntas
creaciones eternas, haciendo calceta y trenzas con los nombres propios, quizá
sea tiempo de pensar el presente desde si mismo, y desde otra parte. Para ello,
tener en cuenta los ritmos editoriales, bastante frenéticos en el Reino de
España, resulta en efecto crucial. Un ojeador de críticas literarias en
ocasiones reconoce (aunque no comparta) la labor de difusión, ante una
producción inasimilable en todo punto, que realiza una hormiguita filosófica
como Sarlo: modesta, sumaria, descriptiva. Y como hemos dicho, el propio gesto
de reunir los textos, y escribir un prólogo en recuerdo de los olvidados cuan
cobertura de justificación, constituye para Sarlo —malgré elle— un mecanismo de canonización como otro cualquiera.
Amén de las excusatii non petitiae, esta discusión destaca por el término medio
de sus conclusiones, que nosotros identificamos con el planteamiento de
Speranza, y que podemos extrapolar a nuestra malhadada situación española. Una
vez pasado de rosca el catecismo modernista doctrinal, no se trata de recuperar
—sostiene Speranza— los eroici furori
de una crítica incivil y aún cainita. Pues nada modélico hubo, todo sea dicho,
en el posicionamiento guerracivilista de nuestros mayores, también aquí en la
Península, donde los combates a duelo entre caballeros (Cela vs. Benet) y escuderos (Umbral
vs. Marías) se han sucedido hasta la llegada del mundo digital y la
consiguiente democratización del odio entre la gente (anónima o no) del común.
Allí donde algunos, los más pesimistas, perciben un amariconamiento progresivo de nuestras plumas, hace poco tan
castizas ellas, Speranza honra su apellido, contemplando una promesa de
felicidad (en Estado de derecho literario, añadimos): la belleza de las lecturas
melladas —sin apenas filo— estriba en la posibilidad de sospechar, dudando de
nuestros prejuicios, asumiendo posiciones novedosas, sorteando las dicotomías
excluyentes; Sarlo llama a esto viaje
exploratorio. Nosotros, poco
convencidos con la metáfora turística del recorrido, cuya retórica suele
apostar muy fuerte, citando a Gilles Deleuze y cosas por el estilo, para
terminar igualando el nomadismo intelectual con el parlotear sin término, nos
gusta más el nombre reseñismo
constitucional. La metáfora jurídica no resulta gratuita por completo: a
diferencia del absolutismo modernista, capaz de deshacer movimientos,
generaciones y hasta escuelas con la voluntad de su dictamen, la libertad del reseñista constitucional empieza donde termina la de los demás. Su derecho a
la expresión está supeditado a ciertos principios generales de urbanidad. Y
antes prefiere callar que incurrir en misunderstandings
bloomianos.
He ahí su prudencia.
[Publicado originalmente en Sara Mago. Pluvioso 2014.]
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