1 de octubre de 2013

Olvidar a Althusser

¿Qué fue de los filósofos 
esquizofrénicos y homicidas? 


Cuanto más leo sobre la vida de Althusser más sorprendente resulta imaginar que semejante personaje tuviera encandilada a toda una generación de jovencitos convencidos por la Causa. Tampoco entiendo porqué me sorprendo. Los jóvenes lectores de Zizek, incluido un servidor, serán juzgados con similar indulgencia por los adultos que estamos condenados a ser en el futuro. Nada que ver con la lectura evolutiva de la transición ideológica que viene siendo habitual entre nosotros, los zurdos que estamos dispuestos a cambiar de opinión: lo maduro, por mucho que insista Jiménez Losantos, no es ser de derechas; los adolescentes izquierdistas muchas veces tienen la razón, aunque sea por las razones equivocadas. Ayer fueron las estructuras, esas mismas que nunca bajaron a la calle; hoy lo Real tiene a muchos embelesados. Paris sigue siendo, a través de la mediación de Itaca, entre otros sitios, la ciudad de EEUU donde está situada la universidad de Cornell, el epicentro de la confusión ontológica. Basta con echar un vistazo a la sección de filosofía política para constatar que las novedades editoriales siguen rumiando la herencia francesa del estructuralismo y su muerte anunciada como ciencia.

En The Left Hemisphere, por ejemplo, el libro de Razmig Keucheyan publicado por la editorial Verso que pretende «hacer un mapa la teoría crítica actual», sinónimo para muchos de filosofía política a secas, descubrimos que 3/4 de los autores glosados, salvando los economistas políticos, los teóricos del imperialismo y los políticos/historiadores/sociólogos del capítulo "Class Against Class", son epígonos del pensamiento afrancesado. Y al menos cinco (Étienne Balibar, Jacques Rancière, Alain Badiou, Ernesto Laclau, Toni Negri) fueron en los 60 y 70 detrás de Althusser (y de Mao). No está nada mal, insistimos, para un autor cuyos libros están comiendo polvo, apenas se editan y nadie los reivindica si no es para marcar distancias con todo lo malo del 68 (el SIDA, las drogas, la sobredeterminación psicoanalítica y los AIE). Lo curioso de semejante pensée unique crítico, como decimos, no es tanto la lentísima reposición de conceptos, pues cada autor tiene unos cachivaches terminológico distintos, los cuales sustituyen eficazmente la originalidad por la variedad de palabritas. Tampoco resulta alarmante la concentración de los pensadores en la Academia yanqui y británica, aunque a juzgar por el volumen de traducciones que realizan las editoriales anglosajonas parezca que Alemania, después de Habermas y de Honeth, no es país para filósofos. O que solo pasa algo en Italia, donde salen como setas los Bifo, los Agamben y los Esposito. No hay motivo para la alarma o el acusar de provinciano a nadie. La cuota de multiplicidad cosmopolita está asegurada gracias a apellidos como Benhabib o Spivak.

Lo curioso, por el contrario, es el velo que algunos corren sobre las raíces en última instancia althusserianas de buena parte de los debates actuales. Algo similar pasó en la filosofía continental en su variante alemana: la coronación de los discípulos de Husserl como maestros del pensar llevó a su práctico olvido. También es cierto que el lenguaje coloquial de Heidegger jubiló los tecnicismos de la fenomenología husserliana, igual que hoy hablar de la «democracia» y la «diferencia», como hace el aclamado Rancière, resulta más trending topic que defender el corte epistemológico de Das Kapital. Tal es la desgracia de Althusser en la época de la teoría de supercuerdas. Peor suerte corren, pensarán algunos, los intelectuales de pretensión científica y análisis empírico, tal que Freud o Marx, reducidos hoy día a la condición de referentes de la filosofía continental, que igual adornan una reseña sobre Joyce que permiten explicar porqué √-1 es igual a Le Phallus. El destino de Althusser no es, sin embargo, menos trágico. Repudiado por la sociedad francesa en su conjunto tras haber matado a su propia esposa, Althusser se convirtió para muchos en un loco que había ahogado con sus propias manos a Helene Rytman. El resto de su vida no mejora para nada, por desgracia, esta impresión primera.

La opinión que algunos tienen sobre Althusser en verdad se corresponde punto por punto con la realidad. Althusser fue un católico convertido a comunista, fenómeno harto común en la Francia de los años 50, gracias a un proceso de conversión paulatino donde cierta noción de culpabilidad intrínseca y bastantes ganas de negar la personalidad individual propia hicieron las veces de nexo de unión entre un credo y el otro. Tras haber cumplido condena por homicidio a sangre fría —estranguló a Helene durante un masaje— con el atenuante de haber padecido una «reacción confuso-onírica» —que apenas duró unos minutos: «He matado a Helene. Haz algo o quemo la escuela», le dijo al médico de la École Normal—, Althusser parecía dispuesto a ingresar en un convento, o eso se rumoreaba. Unos años atrás había intentado «mediar entre Roma y Moscú para salvar el mundo», según dijo, mediante una infructuosa audiencia con el papa Juán XXIII obtenida gracias a la mediación de Guitton, su maestro. También resulta importante recordar que el adolescente Althusser, influido por la lectura de El juego de los abalorios de Hermann Hesse, ese novelista corruptor de la juventud, tenía pensado fundar una fraternidad rollo La Orden de Castalia, una comunidad secreta de filósofos en busca de la vida buena, alejada del mundanal ruido.

Salvando la ajetreada actividad pública que llevaba a cuestas, cualquiera diría que el cenáculo de la calle Ulm, donde estaba situada la mítica École Normal, era una modesta realización de este ideal, medio estoico medio oriental, donde la negación del individuo cumple una función preferencial. Pronto supo Althusser, sin embargo, que el oficio de la filosofía, en un contexto social convulso que obliga a que los intelectuales se pronuncien sobre lo humano y lo divino, está más próximo al escapismo que a la búsqueda de la verdad, tiene más de Harry Houdini que de Epicuro. Como confesó en El porvenir es largo, la primera de sus autobiografías, Althusser aprendió a escribir filosofía imitando los circunloquios de Guitton, su hombre en el Vaticano. Gracias a Guitton alcanzó una conclusión profesional acorde con la noción de si mismo como fraude y cero a la izquierda que tenía desde que comprobó que solo copiando podía aprobar los exámenes de la escuela: «hacer filosofía consiste en poder hablar con claridad de todo deduciéndolo desde el vacío».

O eso se decía a si mismo.
 
Este martirio estaba además acompasado por algunos plásticos ejemplos de ignorancia confesada que hicieron volver por igual el rostro de vergüenza a amigos, acólitos y allegados. El autor de Pour Lire le Capital no había leído Das Kapital, reza la letra grande de la confesión. La letra pequeña matizaba que primero se propuso escribir y luego se puso a leer sobre Marx. El caso es que Althusser invirtió los tiempos del experto en cuestiones filosóficas, primero las intenciones y luego los conocimientos, asentando una senda de improvisaciones más adelante transitado, con mayor o menor excelencia mediática, por los nouveaux philosophes franceses. Menos conocidas son las confesiones de Althusser sobre Heidegger —se inspiró en él para escribir Pour Marx, «aunque solo le conocía de oídas»— o sobre Lacan: «Fui a oirle (apenas ojeé sus libros) sin entender nada de su discurso conturbado, falsamente barroco e imitador de Breton, manifiestamente creado para hacer reinar el terror en su seminario.» Como señala Roudinesco, existe una distancia infinita entre la influencia que tenía Althusser sobre las querellas de las distintas escuelas de psicoanálisis parisinas y los errores de rookie (un punto por encima del principiante) que solía cometer en sus escritos sobre Freud. Roudinesco se refiere en concreto a una ponencia sobre la transferencia, escrita en 1976 para la Reunión Psiquiátrica de la URSS, que tuvo que ser retirada en el último momento para evitarle a Althusser la defensa en público de ciertos errores de bulto.

Con la década de los 80 llegó el revival del sujeto. Los estructuralistas se pusieron a practicar los géneros en primera persona, tal que las memorias o el diario, aquellos formatos de escritura que hasta hace apenas unos años sus propias teorías habían calificado como insuficientes para capturar el nuevo espíritu de los tiempos. Se ve que, una vez muerto Sartre, los jóvenes samurais perdieron las ganas de pelea. El hecho es que todos, desde Foucault hasta Barthes, pasando por el propio Althusser, empezaron a cultivar el pronombre en primera personal del singular. Claro que Althusser había declarado en el juicio que no recordaba los sucesos que hicieron de un masaje una muerte por asfixia. Uno se pregunta por tanto si la tercera persona asumida para describir el asesinato de Helene, lejos de responder a una filosofía del olvido de si, viene impuesta por la exigencia de coherencia narrativa que reclama una comparecencia ante el juez. Sea como fuere, Althusser narra el desarrollo de su existencia desde la perspectiva de un conjunto de principios psicoanalíticos que trascienden cualquier responsabilidad individual. Estas resonancias prehistóricas encarnadas en su conducta se resumen en una sencilla fórmula: el «no es más que». Que con 29 años Althusser siga siendo virgen —por ejemplo— «no es más que» la forma que asume el rechazo hacia la carne materna. De poco importa que esta castración autoimpuesta venga acompañada de una doble moral, según la cual nadie nunca podrá amar semejante energúmeno llamado Althusser, quien siente verdadera repulsión hacia la «piel obscena» de su mujer cuando ambos están acaramelados; pero por otro lado, el bueno de Louis no se priva de aprovechar el verano para practicar el fornicio acuático con desconocidas en la playa mientras su mujer contempla desconsolada el espectáculo desde la arena.

La médula espinal de este olvido de si está resumida con maestría por Guillermo Rendueles: «En términos generales, su autobiografía está vertebrada por una curiosa incompetencia moral para distinguir lo importante de lo accesorio. Althusser confiesa su cobardía ante acontecimientos banales o culpas completamente imaginarias para, a continuación, reafirmarse en acciones políticas y personales canallescas. Relata sin el menor rubor o arrepentimiento que escribió en favor de Stalin o cómo apoyó la expulsión de su mujer del Partido Comunista y, en cambio, parece creer que el hecho de haber copiado en un examen cuando era un niño prueba su falsedad como filósofo.» Y pensar que fue Helene quien —gracias a su reputación como integrante de la resistencia antifascista— logró que un psiquiatra republicano español de apellido Ajuriaguerra revisara a la baja el historial clínico de Althusser, internado por vez primera, diagnosticado con un cuadro de esquizofrenia que habría supuesto la invalidez profesional del filósofo marxista.


Quizá no fuera buena idea.

[Publicado originalmente en Culturamas. 23 de septiembre de 2013.]

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