5 de octubre de 2013

¿Es Lavapiés el nuevo Chelsea madrileño?

¿Hace cuánto que no pisas una galería? Si la respuesta es «Jamás, cada vez menos, lo estoy dejando» y da la casualidad que vives en Madrid, no sabes la que te estás perdiendo. Que conste que no estoy hablando de las indudables dotes sociales del galerista. Entiendo que hay cosas mejores que hacer un sábado por la mañana en lugar de elogiar una obra cuya base conceptual nadie, salvo el redactor del catálogo, parece entender muy bien. Tampoco hace falta mencionar las exenciones de impuestos que conlleva el invertir vuestro capital (¡el mío no, desde luego!) en unas entidades artísticas cuya producción, según la opinión del respetable, podría afrontar cualquier hijo de vecino y cuyo precio además aumenta como hacía el ladrillo antes de 2008, sublevando el liberalismo hasta del mejor pintado. Olvidemos por un instante que Gao Ping, el chino líder en blanqueo de dinero y amigo íntimo de Nacho Vidal, tenía una galería justo a las espaldas del Reina Sofía. Pensemos en cosas importantes de verdad. Esas cosas que hacen de las inauguraciones de exposiciones un complemento imprescindible, justo detrás de las series de la HBO, para tener una dieta variada y saludable.

Hablemos de canapés.

Los hay de mil formas. Antes de la crisis hubo una moda de tostas finas à la nouvelle cuisine, jamón del bueno, canapés divididos en entrantes, platos fuertes y postres. Yo invitaba a mis colegas del Juan de la Cierva, un instituto público, y conseguía que las paredes de sus refugios tomaran otro cariz. Allí donde antes había un cartel del GTA San Andreas ahora lucía una calavera de Damien Hirst. Por aquél entonces, en Italia, algunos jubilados valientes y osados se ganaron el nombre de «I Mangiatori» porque acudían en masa a los actos culturales, se sentaban en primera fila, siempre cerca de los fogones y de las salidas de emergencia, como zombis en busca de una bandeja. Uno de mis mejores amigos sintetizó la verdad del momento. No sé si fue Andrés o Guillermo, uno de los dos estudió luego Bellas Artes, pero nunca olvidaré sus palabras. El caso es que estaba hablando por teléfono, borracho como una cuba, a la salida de Malborough, cuando pronunció la frase: «Mama, no quieras saber dónde he estado. Aquí se cena incluso mejor que en casa.» Así fue, en efecto. Milenios de mística culinaria maternal hechos trizas. Y todo por culpa del paladar exquisito del coleccionista. Yo le bendigo.

Luego vino la crisis. Y con ella, los colines que ahora acompañan las porciones triangulares de queso con denominación de origen García Baquero. Por suerte, el creciente número de galerías ha suplido la calidad claramente en declive del tentempié madrileño. Solo en la capital del Reino, como informa un amable mapita desplegable, hay 50 galerías inaugurando exposición la semana pasada. La comparativa con Barcelona —la competencia, ya se sabe— resulta apabullante en favor del relaxing cup of café con leche. No siempre fue así. En el último lustro se ha producido un importante trasvase cultural entre ambas ciudades. El resultado actual arroja una curiosa división nacional del trabajo. Dejando de lado la música, la industria editorial sigue teniendo una presencia mayoritaria en BCN, mientras que el negocio artístico, por el contrario, se concentra en MAD a marchas forzadas. Cada quién dirá que prefiere. Una elite arty o un círculo libresco.

También vale quedarse con ninguno.

Sea como fuere, Gao Ping estuvo arropado, tuvo buena compañía. La calle Doctor Furquet, donde estaba situada su galería Gao Magee, se ha convertido en el epicentro del renacimiento expositivo madrileño. Hasta hace poco el grueso de los marchantes tomaban posiciones en las cercanías de la calle Génova, donde están sitos —¡sorpresa!— los Head Quarters del Partido Popular. Tampoco parecía sorprender a nadie esta feliz coincidencia entre poder político y dinero embutido en vitrinas o colgando de paredes. A fin de cuentas, la competencia estaba entonces compuesta por unas pocas sedes en la rivera adinerada del Parque del Retiro, tocando con el barrio de Salamanca, y algunos espacios a la vera del Reina Sofía (Espacio Mínimo) o de la Fundación La Caixa (Raquel Ponce, La Fábrica). La reciente apertura de hasta seis galerías en Lavapies, siguiendo esta idea de Kunst = Kapital, ha generado la imagen de un barrio hipsterizado. Algo así como un Chelsea con bocata de calamares.

Sin embargo, la gentrificación del centro de Madrid discurre por una trayectoria bastante distinta. El Chelsea original de Nueva York quizá sea famoso por tener el mayor número de galerías por metro cuadrado, pero también mantiene abiertos algunos talleres de reparación de coches, por ejemplo, donde todavía pervive cierto pasado de cuello azul. Basta con dejarse ofrecer costo en Lavapiés para ver la diferencia. La ausencia de centros de trabajo fordistas y la presencia masiva de inmigrantes, bastante similar a El Raval en ese sentido, hacen de este distrito un espacio de futuro imprevisible. Aunque no conviene hacer pronósticos, cabe esperar que cualquier intento de desplazar a los habitantes previos a la llegada del mundo del arte tenga aquí tanto éxito como tuvo en las proximidades barcelonesas del MNCARS.

Esto es: cuatro skaters y poco más.

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