10 de diciembre de 2014

Mallas de protección. La cultura del yo en las redes sociales.

“La intimidad es el instinto que nos permite encontrar, entre las máscaras, a los que, como nosotros, no son nadie.” (José Luis Pardo)

Ernesto Castro Córdoba

Nuestra historia comienza in medias res: finales del año 2006. Aunque no te lo creas, justo por esas fechas la revista Time te designa persona del año. “Sí, a ti. Tú controlas la Era de la Información. Bienvenido a tu mundo”, reza el subtítulo. En la portada, la imagen reflectante de una pantalla de ordenador permite que cada quien se sienta interpelado a su manera. Tú, como parte integrante esa alteridad anónima, ese Otro generalizado que mantiene la Web 2.0, tú, y todos los demás por extensión, acabáis de ser designados person of the year 2006. Congratulations.


1. Presente y Pasado de la Ilusión Mediática

En su momento, este reconocimiento oficial del papel que juegan los internautas anónimos no hizo sino constatar el salto cualitativo que ya se estaba produciendo en la Red, a saber: el paso de la conexión entre sites a la conexión entre personas. Una transformación mediática que marca un punto de inflexión en el modo como se concibe el intercambio de bienes culturales. Si el desarrollo de los media a lo largo del siglo XX destronó al conocimiento de su posición privilegiada, consolidando a la información como modelo paradigmático de intercambio cultural¸ el surgimiento de la Web 2.0 se tradujo rápidamente en la emergencia de comunicación como nuevo paradigma. Se podría establecer –aunque sea de un modo muy esquemático- una historia de los sistemas de intercambio cultural, en tres actos, cada uno de los cuales implicaría un desplazamiento del foco de atención mediática que iría, a grandes rasgos, del contenido (conocimiento), al medio (información) y de ahí, al emisor (comunicación). Dónde situar el origen de este proceso, en relación con qué dispositivos técnicos cifrar su fijación y su lógica interna, de qué modo justificar un corte radical con un supuesto estadio pre-mediático y en qué periodos históricos situar los intervalos entre un paradigma y el siguiente, son problemas en cuya solución seremos bastante convencionales –ateniéndonos, en lo sustancial, a las convenciones aceptadas por buena parte de los practicantes de la teoría de medios-: primero la Imprenta (Gutenberg), luego la Televisión (McLuhan) y, al fin, la Web 2.0 (por el momento un caramelo sin nombre a la puerta de un colegio). En un primer momento, la Galaxia Gutenberg antepuso como forma privilegiada de intercambio cultural el conocimiento, basado en la comprensión por parte de un receptor consciente y participativo de un fondo de saber estanco, fijado de una vez por todas bajo la forma del códice, y cuya legitimidad está asegurada –valga la redundancia- por la autoridad del autor: aquél que posee la clave que da acceso al misterio que guarda cada texto en su interior. Por su parte, la Galaxia McLuhan privilegió el proceso de la información, definido como el movimiento circular, constante y expansivo que reproduce, reinscribe y se reapropia una y otra vez de un stock indefinido de datos, emitidos a toda velocidad sobre un receptor pasivo. Las modificaciones son notables respecto del periodo anterior: en primer lugar, la relación se establece entre el emisor-productor y el receptor-consumidor; consiguientemente, la autoridad del productor disminuye cualitativamente respecto de la del autor y la responsabilidad de otorgar legitimidad al discurso recae en el consumidor, para ser más precisos: en la confianza depositada en el medio. Finalmente, la Galaxia de los internautas anónimos sintetiza ambos momentos previos, incorporando la relación entre individuos -el mero estar en contacto unos con otros, la simple conexión interpersonal- como forma paradigmática de intercambio cultural. Frente a la rígida distinción entre emisores y receptores tanto en la Galaxia McLuhan como en la Galaxia Guttenberg, aquí lo genuinamente relevante no es quién detenta qué papel en la relación, sino que ésta -la relación misma como forma de ser en el mundo mediatizado- se mantenga, reproduzca y consolide, ampliando el número de conexiones entre emisores-receptores, a priori en igualdad de condiciones de expresarse. Dentro de la red, los usuarios son meros nodos de una red de intercambio hiperconectada y, al mismo tiempo, la dinámica de Internet tiende a privilegiar a quien más se exhibe. Ahora bien, considerados individualmente, de un modo aislado, como puntos autosuficientes sin conexión con el Todo mediático del que forman parte, los miembros son una mera abstracción, una pura nada. Sólo adquieren sentido y personalidad a través de sus conexiones, sólo existen en tanto que relación. El individuo de la era digital dispara su identidad hacia fuera. Su yo es su afuera. Aquí, actualizando a Hegel, diremos que lo verdadero es el Todo Mediatizado que conecta dialécticamente las partes en un movimiento de ida y regreso. Únicamente en el contexto de esta doble vía de emisión y recepción de contenidos se cristalizan las características definitorias de los individuos.

Varías son las lecturas que se pueden proponer a la luz de esta caracterización de la comunicación. La relación en el contexto de la Web 2.0 puede ser interpretada como aquella forma de intercambio que más se acerca a efectuar la situación comunicativa ideal postulada por Habermas y Apel. También es posible llevar a cabo otra lectura, según la cual Internet potenciaría expresiones más perfectas de la voluntad de poder nietzscheana. Si aceptamos a modo de caracterización sumaria que el Übermensch es aquél capaz de imponer su interpretación, su perspectiva y sus valores sobre el resto, entonces diremos que a través de los dispositivos de la Web 2.0 se modula una versión actualizada de este ideal post-humano: el hiperhombre, aquél individuo cuya identidad está constituida por los enlaces con otros individuos y que, no obstante, es capaz de imponer sobre los demás un discurso propio, el cual sería reproducido y transmitido hasta el último rincón del planeta gracias a los dispositivos mediáticos disponibles. Según esta lectura, no habría comunicación entre individuos, tan sólo competencia y, ocasionalmente, un devenir espectáculo de aquellos pocos privilegiados que consiguen alzar la cabeza sobre el resto. Desde otra perspectiva, la Web 2.0 haría realidad aquella fantasía conocida como la sociedad de emisores que Roland Barthes formuló en su autobiografía a modo de tentativa fallida, de sueño inconcluso: una forma de asociación donde el goce de la producción, la pulsión del decir y el pathos de exponerse ante el Otro apremie a todos los miembros por igual, en una orgiástica “eyaculación colectiva de la escritura, en la cual podría verse la escena utópica de una sociedad libre (donde el goce circularía sin pasar por el dinero).” (Barthes, 1997: 92) También se podría ver en la Red de redes la realización de la Comunidad desobrada (Jean-Luc Nancy) o la Comunidad inconfesable (Maurice Blanchot). Ambos libros versionan, cada uno a su manera, el mismo ideal comunitario que postula una forma de colectividad no asentada sobre ninguna identidad preestablecida entre sus miembros. Como su propio nombre indica (La communauté désoeuvrée), este tipo de asociación no produce obra alguna, o lo que es lo mismo, no se asienta sobre ningún principio de acción o producción; se demora en el proceso comunitario mismo sin finalidad, sin resultado. La comunidad de los que no tienen comunidad, la llama Nancy. También la blogosfera tiene algo de inconfesable: los blogs se apiñan unos al lado de los otros, a un solo clic de distancia entre ellos, sin tener nada en común excepto el mero co-estar en el mismo dispositivo de exhibición técnica.

Ya se caracterice como una sociedad de emisores donde se ha democratizado el poder y el placer del discurso, ya se describa como una suerte de comunidad desobrada que rompe con el paradigma de la identidad colectiva, lo que termina imponiéndose como una suerte de certeza pura es la ambivalencia de la Web 2.0 en lo relacionado con la identidad de sus usuarios. Por un lado, los listados de links en Blogger, las jerarquías de amistades en Facebook o el número de seguidores en Twitter son utilizados con el fin de potenciar el sentimiento de pertenencia a un colectivo. Por otro lado, se podría argumentar que Internet, y en general, la lógica espectral de los new media no hace sino acrecentar la ya de por sí infinita distancia entre un individuo y otro. Ambas lecturas son válidas y están firmemente asentadas. Esta ambivalencia nos recuerda que el potencial de una herramienta como Internet no se encuentra predeterminado de antemano en virtud de una suerte de lógica interna al mismo, sino que depende de los usos, códigos y prácticas que los usuarios articulen a partir de él. En este sentido, el sistema de redes sociales abre un campo de posibilidades comunicativas que oscila desde la conexión total hasta el aislacionismo privado. Cada post subido a Blogger es una suerte de mensaje en una botella, dirigido al mismo tiempo a todos y a nadie. Tanto la asimilación como la distinción se incluyen entre las estrategias sociosimbólicas permitidas y, es más, potenciadas por Blogger, Facebook, MySpace, Twitter y mil plataformas que más ofrecen un habitáculo al usuario que este puede utilizar, bien para exponer el mensaje de un modo claro, explícito y para todos los públicos, bien para codificarlo bajo el velo de una jerga sólo apta para iniciados. La proliferación de códigos personales de comunicación -el caso de las abreviaturas utilizadas para chats y e-mails- se convierte en el complemento ideal de la consolidación del inglés-chapurreado-por-extranjeros como lengua oficial de las transacciones, genuina koiné del siglo XXI. Así, la Web 2.0 concilia dos pasajes de la Biblia que se encuentran en el origen de la teoría de medios: a) El derrumbe de la Torre de Babel (Genesis, 11: 1-9) que marca el fin de la Ursprache, la disolución de la matriz lingüística originaria en una multiplicidad de gramáticas irreductibles entre sí, con la consiguiente aparición del problema de la traducción. b) El milagro de las lenguas de fuego durante el Pentecostés (Hechos de los Apóstoles 2, 1-13), cuando los once apóstoles, arrebatados por el Espíritu Santo, comenzaron a hablar en una lengua común con los habitantes de una ciudad cosmopolita. Momento privilegiado en el que todas las lenguas se funden en un mismo cauce magmático de sentido.

En el momento en que la forma más básica de interacción humana –la comunicación- deviene el modelo de intercambio cultural, pasan a gestionarse como producto cultural de primer orden algunos fenómenos sociales que dependen de ella, como es el caso de la formación de vínculos afectivos y redes de amistad. La Web 2.0 constituye todo un imperio de la mediación afectiva: el cibersexo hereda los mecanismos de sobreexcitación del impulso sexual propios del capitalismo caliente (Beatriz Preciado), mientras que las páginas de contactos (Meetic, Ashley Madison, etc) operan de acuerdo a la lógica del capitalismo racionalista (Eva Illouz): hacen pasar al consumidor potencial de emociones por un proceso racional en que debe elegir metódicamente sus intereses y objetivos; formalizar de su propio yo en la configuración de un perfil exhaustivo (edad, sexo, color de pelo, etc). Sobre el cibersexo pesa la grave acusación de que sólo ofreciera experiencias sexuales de segundo grado. En última instancia –es habitual escuchar- los usuarios de este tipo de sites sólo obtienen una satisfacción masturbatoria que, por muy coordinada que sea, por mucha reciprocidad que se consiga y por muy en directo que suceda todo, no puede compararse, ni de lejos, a una experiencia de carne y hueso. Frente a esta argumentación, que parte de una concepción presentista de las relaciones, según la cual la codificación del objeto de deseo depende de las intuiciones emocionales y los instintos sexuales despertados por la condición encarnada de lo que se me presenta ahí delante, se pueden ofrecer varias razones que justifiquen porqué el cibersexo no rompe con la lógica del encuentro sexual tal y como lo describe esta concepción, e incluso llega a radicalizar algunas de sus características fundamentales. Desde el punto de vista informático, el usuario que regenta con asiduidad páginas web de cibersexo corre con un riesgo de contagio vírico análogo al que implica recurrir a los favores de la prostitución, sólo que en este caso las enfermedades venereas las habrá de contraer tu PC –concebido ya como extensión del propio usuario. Ante esta situación, se hace necesario protegerse de troyanos, keyloggers, exploits, y otros mil virus más que esperan a la vuelta de la esquina. No es de extrañar que las más aclamadas páginas de cibersexo –es el caso de Chatroulette, por ejemplo- apelen en su publicidad a la seguridad y protección de los encuentros, en vez de referirse a las características físicas de sus usuarios habituales -de hecho, las páginas más sospechosas tienden a ser aquellas que ponen toda la carne en el asador antes de tiempo, aquellas que prometen cuerpos cuando es tiempo de hablar de salud-. Así pues, el cibersexo extiende la paranoia acerca de la posibilidad del contagio en otros formatos y por otros medios. Este tipo de plataformas muestran una imagen nítida de la idea de sexo óptimo tal y como se configura en nuestros días: funcionalidad, limpieza y discreción son las cualidades fundamentales. Además, es falso que el cibersexo implique un acrecentamiento de las distancias entre los dos polos de la relación sexual. Todo lo contrario, reproduce el esquema de la concepción presentista de la sexualidad, trasladada a la esfera explícita y obscena del espectáculo audiovisual. En palabras de Slavoj Zizek:

“el ciberespacio no es lo bastante espectral […] mi pareja sexual ciberespacial es alguien excesivamente presente, que me bombardea con un torrente de imágenes y declaraciones explícitas de sus fantasías más secretas. […] cuando me sumerjo en el ciberespacio, podría decirse que regreso a una relación simbiótica con el Otro, donde la dimensión de lo Real ha quedado abolida como resultado de un desbordamiento de las apariencias.” (Zizek, 2006: 261)

¿Por qué no cabe hablar de la era de la información para referirse al nuevo estado de cosas instaurado a partir del surgimiento y la consolidación de la Web 2.0? Porque no pueden ser mayores las diferencias entre Internet y las estrategias puestas en práctica por los media a través de los cuales se canaliza lo que conocemos como información. En contraposición con la lógica de la mediación afectiva propia del cibersexo y las páginas de citas, pensemos en el telediario como prototipo de asepsia informativa: no hay feed-back entre el presentador y su audiencia, el canal de emisión es unidireccional y la relación del receptor con el mensaje consustancialmente pasiva. Además, la lógica de la información sancionada por estos canales se basa en la escrupulosa distinción entre el espacio público y el privado, mientras que para la Web 2.0 el espacio público se reduce al ámbito de publicidad de lo privado. Qué decir de los presentadores del telediario. Que los encargados de la sección de Deportes gocen de tan buena audiencia y fama por su humor, cercanía y agilidad comunicativa, muestra en qué medida constituyen la excepción que confirma la regla: monotonía, frialdad y exactitud terminológica dentro de lo políticamente correcto. Desde una perspectiva humanista uno se podría preguntar si hay algo así como un “alma” tras esos maniquís de los que solo se conoce su torso -de cintura para abajo comienza lo ignoto-, portadores de una fachada hierática que se mantiene impasible a medida que su voz va desgranando monótona y pensadamente noticias que cualquiera juzgaría propias del día del fin de los tiempos.  Nada más lejos de esta visión del mundo a medio camino entre el Armaggedon y el Apocalipsis, que el discurso naif y happy-happy de las pizpiretas comentaristas que se graban a través de las web cam y suben sus clips a Youtube como si, a fin de cuentas, no hubiera epidemia o catástrofe natural que no pudiera resolver un buen escote.

Uno se atrevería a decir que las dudas acerca de la “humanidad” de los interlocutores no se mitigan con la emergencia de Internet, sino que más bien se acrecientan, a juzgar por los disparatados debates entre filósofos de la mente anglosajones en torno a la pregunta: ¿puede pensar una máquina? Según el Test de Turing –popularizado por su aplicación en la película Blade Runner como método la hora de distinguir entre cyborgs y humanos-, si una máquina es capaz de comportarse funcionalmente como un ser humano, entonces, a efectos prácticos, es un ser humano. La tesis contraria, defendida por John Searle y popularizada por Roger Penrose, parte del conocido experimento de la sala china para concluir que el Test de Turing carece de una gramática normativa que establezca una distinción entre aquellas máquinas que parece que piensan pero no lo hacen y máquinas que de hecho lo hacen: una máquina capaz de responder a un test es el equivalente a un humano capaz de traducir de un idioma desconocido a otro idioma desconocido porque tiene en sus manos un diccionario bilingüe, a pesar de no entender los signos de ninguna de las dos lenguas. En ambos casos, argumenta Searle, el humano/la máquina no conoce el idioma, sólo maneja un conjunto de reglas de equivalencia estipuladas de antemano, no hay comprensión sino reacción mecánica. Nuestra experiencia personal como internautas nos lleva a decantarnos por la posición pragmática y positivista de Turing: hay algo vagamente humano, algo difusamente cotidiano en los mensajes de spam que uno puede llegar a recibir en la bandeja de mail a lo largo del día. Estos mensajes son enviados por robots que pueblan la red, robots hechos de un amasijo de cables y bombillas -lo sabemos. Sin embargo, al sugerirnos tan económicas ofertas para alargarnos el pene, al premiarnos con cuantiosas cantidades de dinero o al fingir que escriben de parte de una teenager desprotegida en busca de un partenaire ibérico, estas máquinas muestran mayor humanidad la que uno podría esperar de la mitad de los miembros de su comunidad de vecinos, exhiben una preocupación por el bienestar propio y ajeno, al menos tienen en cuenta las necesidades, los gustos y hobbies de buena parte de la población. Esos robots nos salvarán la vida algún día.

2. UrMedia.

La leyenda cuenta que en el origen de los tiempos la Humanidad dispuso de una forma de comunicación inmediata, directa, intuitiva: la capacidad de intercambiar experiencias, formular consejos y elevar admoniciones alrededor del fuego del hogar una vez hubiera anochecido. De este modo se articularon las tradiciones orales primigenias, en torno a la construcción de una narración compartida que habría de ser transmitida de generación en generación y entre cuyas virtualidades se encontraba el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Con la aparición de la novela la experiencia comunitaria se fragmentó en una pluralidad de individuos que se describen a sí mismos su existencia solitaria, centrada entorno al problema de la muerte y la búsqueda de un fundamento que otorgue sentido a la existencia. En un tercer momento irrumpió la información como aquella forma de articular del relato que disecciona la experiencia del individuo, antaño presentada como un continuo argumental novelesco, en segmentos discretos, noticias que son transmitidas a toda velocidad por los media, y cuyo valor se cifra en su novedad o, más bien, en el hecho de ser renovable periódicamente por información nueva.

Esto que acabamos de presentar puede tomarse como un resumen del El narrador, el texto de Walter Benjamin donde el autor presenta una genealogía de los regímenes discursivos asociados con la construcción y difusión del relato bastante similar a nuestro esquema de los sistemas de intercambio cultural, con la virtud de que además incorpora el momento “pre-medial” que hasta el momento habíamos dejado de lado (a saber: la oralidad). Este texto nos interesa especialmente en tanto problematiza las relaciones entre la palabra hablada, la escritura y los dispositivos informáticos de su almacenamiento y reproducción. Además de ser un documento importantísimo acerca del periodo histórico en que se produce la inflexión entre la cultura novelesca y el proceso información mediatizada, El narrador es relevante a efectos de un análisis de la Web 2.0 en términos de cultura de la comunicación por su planteamiento de un desarrollo histórico de las fuerzas culturales que no se basa en un esquema hegeliano de superación sin regreso, sino que se abre a la posibilidad de que se produzcan solapamientos entre los diferentes momentos, así como regresiones a un estadio previo y actualizaciones del pasado al albor de la circunstancia presente. En una palabra, Benjamin deja una puerta abierta a la resurrección de los muertos; a su conmemoración y no sólo a su recuerdo. Y esto es lo que nos interesa: mostrar como el final pseudo-hegeliano de la Historia –si hacemos caso a Fukuyama- y su origen pre-medial –según Benjamin- forman un continuo espacio-temporal. O lo que es lo mismo: describir un fenómeno más del solapamiento tan actual de movimientos Ur- con tecnología high tec. A la luz del esquema benjaminiano diremos que el modelo interactivo de la Web 2.0 propicia una resurrección de la oralidad en el contexto de la aldea global cibernética. En torno al fuego de la pantalla en blanco del ordenador se ordena el nuevo tribalismo mediático. Con la recuperación de la conversación como modelo de intercambio cultural, se produce la reaparición de géneros que hasta hace poco pensábamos caducos como la admonición, el consejo, el modelo ejemplar y el refranero, todo ello bajo un formato a medio camino entre el how to de los textos de autoayuda y el Do It Yourself  (DIY) de la subcultura alternativa, aunque con un matiz: el lema ya no es hazlo tú mismo, sino en exhíbete tú mismo, muéstrate cuanto puedas dentro del circuito obsceno del consumo de los otros a través del cuerpo de uno mismo. Recordemos la pieza net art de Dora García, Heartbeaters, donde la artista española desarrolla la siguiente ficción: se ha extendido entre los jóvenes de todo el mundo una nueva moda que consiste en escuchar los latidos de su propio corazón. La pieza nos relata la vida y milagros de esta pandilla de drogadictos de la interioridad que comienzan a vivir al son de sus pulsaciones, cuyas peripecias oscilan entre la identidad, la intimidad, la adicción y la locura. En una de las ventanas emergentes se puede leer:

“La creencia generalizada era que, con este sonido que parecía sacado del alma humana, se podían alcanzar finalmente las metas de la cultura del “háztelo tu mismo”: Ya no se trataba de hacer solamente tu propia música, tu propia televisión, tu propia radio, cine- se trataba de hacer tu propia realidad.”

La dimensión digital de la obra de Dora García no es meramente accesoria o formal: la narración se desarrolla a través de hipervínculos que hacen emerger ventanas del fondo oscuro de la pantalla, como si de pulsaciones de un corazón cibernético se tratara. Esta pieza puede ser perfectamente leída como una metáfora de la sociedad red –la cita que referimos ya debería poner en sobreaviso al lector-. En la Web 2.0 el encuentro con el otro siempre está mediado por la interioridad del yo, lo público y lo privado forman un continuo sin cortes ni distingos. En la Web 2.0, la conversión del espacio público en mera publicidad de lo privado, puede leerse como la desaparición del hombre público y su sustitución por un conjunto difuso de celebrities efímeras, personalidades y comentaristas. O también la introyección de la publicidad como principio rector de la intimidad digitalizada se puede leer como una contaminación de la vida privada por el discurso público. El espacio público, ¿está en crisis o sólo colonizando nuevos ámbitos en su provecho? La esfera privada, ¿amplía tentacularmente sus campos de influencia o está al borde de desaparecer en un colapso obsceno y espectacular? No son dos opciones mutuamente excluyentes. El estatus de la intimidad en la Red está sometido a las ambivalencias consustanciales a toda escritura de sí: el yo no es sino en tanto que se escribe, se objetiva mediante un procedimiento de fijación identitaria pero, por definición, el yo implica un plus, algo que se sustrae a ser objetivado. Estamos ante la doble dimensión del sujeto tal y como se viene analizando a partir de las filosofías de la existencia: el ser humano es al mismo tiempo trascendencia e inmanencia (Sartre), ser deyecto arrojado en el mundo y proyecto de sí (Heidegger). En un lenguaje menos comprometido con un esencialismo ontológico y que abogue por la dimensión cultural del ser humano diremos que toda noción de sujeto implica tanto la sujeción como la sustracción a un código establecido. El yo que se narra a si mismo habrá de cumplir con el deber de callar tanto como con el de decir. Pensemos en un narrador homodiegético clásico: Holden Cauldfield en El guardián entre el centeno no nos cuenta su vida desde el comienzo, sino que toma la decisión de empezar y terminar donde a él le parece. La veracidad que desprende el relato depende en gran medida de ese gesto de sustracción que se deduce de todo ejercicio de escritura, y que Salinger nos muestra en toda su pureza en esta novela. Hay cosas que no os pienso contar, en esto consiste el pacto autobiográfico además de las características ya señaladas por Phillip Lejeune en su ya canónica monografía: la autobiografía es ese género literario en que el lector acepta que autor, narrador y personaje principal son de hecho la misma persona. A esta caracterización habremos de añadir el siguiente corolario, dicho por boca del autor: vosotros sabeis que yo sé cosas que vosotros no sabeis. Si aceptamos, como dice Katie Roiphe, que “Facebook es la novela que todos estamos escribiendo” y que con ello “nos convertimos en el Wikileaks de nosotros mismos”, en palabras de Andrew Keen, habrá que analizar la Web 2.0 en términos de un gigante dispositivo de codificación de la interioridad con las siguientes características: pensar la interioridad en términos de relación, pensar la substancia en términos de situación, pensar el sujeto en términos de plataforma. ¿Qué es lo que se sustrae a esta definición? La capacidad de decisión de la que dispone el usuario y, lo que es más importante, la capacidad de no decir nada en absoluto. Al internauta se le puede aplicar aquello que Kafka escribiera en El silencio de las sirenas. Ambos poseen un arma mucho más terrible que su canto o su espectáculo, esto es: su silencio. Esto nos lleva a una interesante paradoja señalada por Norbert Bolz, “en la marea de datos de la sociedad multimedia, “plusvalía” sólo puede significar: menos información.” (Bolz, 2006: 12) ¿Cómo responder al dilema que plantean las redes sociales en relación con la crisis del espacio público y la espectacularización del yo? Apoyándonos en Gilles Deleuze, diremos que nos hallamos en la era de las sociedades de control, donde nada escapa al panóptico que todo lo observa. ¿Queda un espacio para la libertad? Sí, el mismo de siempre: la libertad de elegir uno mismo a qué ídolos someterse.

Frente a aquellos que piensan que Internet supone un salto cualitativo en la Historia de la Humanidad hacia un estadio hasta el momento desconocido, es nuestro parecer que sólo reproduce la lógica de las cavernas. Me explico. Hay un hilo conductor entre el Mito de la Caverna y la Web 2.0, pasando de la sala de cine como forma actualizada del trampantojo platónico, a saber: una paulatina independización de los fantasmas. Si Platón, siguiendo a la tradición pitagórica, estipuló que el cuerpo (soma) es la tumba (sema) del alma, y postuló a modo de ideal regulativo la emancipación del fantasma anímico respecto de la máquina encarnada (salida de la caverna, liberación respecto de las pasiones), el cine hizo realidad la presencia fantasmática del otro a través de sus imágenes, proyectadas por la máquina contra el espacio puro de la pantalla en blanco y, por último, el Ciberespacio –según las profecias New Age- promete una liberación del alma respecto del cuerpo, con el fin de ser integrados nuevamente en la máquina, esta vez no menos etérea, del software digital. La profecía completa sostiene que el ser humano se independizará de su condición encarnada una vez su personalidad ya no se cifre en torno a su cuerpo, la gestión, ordenación y arreglo del mismo, sino que pase a articularse en torno al intercambio comunicativo en Red; en este momento, Internet hará realidad la disolución del Yo programada por el pensamiento francés contemporaneo, en la fusión budista del uno mismo personal e intransferible en el Uno-Todo mediático sometido a flujos constantes y sin centro alguno. Los teóricos más respetados a día de hoy suscriben en mayor o menor medida esta profecía -tanto los escépticos como los más entusiastas de Internet- en la medida en que todos ellos subrayan como característica definitoria de Internet su tendencial liquidez, su naturaleza efímera. Tenemos el ejemplo de Bauman a quien tuvimos la oportunidad de entrevistar en persona. “Es todo, de nuevo, como surfear: eminentemente superficial. Uno puede pertenecer a un gran número de redes a la vez, incluso asumir diferentes identidades en las distintas redes. Así, éstas son atractivas precisamente porque no fuerzan a adoptar obligaciones a largo plazo.” (Bauman & Castro - Lareu, 2011) Es una versión de las cosas bastante conocida, así que no insistiremos demasiado en ello. En líneas generales, inscribe Internet dentro de la dinámica relativista, fragmentaria, disolutoria, nómada, eterea, sin norte, rumbo, ni guía, propia de este periodo aciago que cada uno llama a su manera anteponiendo prefijos a la palabra Modernidad, esa expresión fetiche (dando lugar a todas las modulaciones: postmodernidad, sobremodernidad, Modernidad Líquida, etc).

Nuestra intención y nuestras tesis son muy otras. Frente a la profecía New Age, nos atenemos a un análisis del presente, una casuística de los medios aplicada a nuestra circunstancia que no se detiene en la elaboración de pronóstico alguno. Según nuestra lectura, Internet en su estado presente no es una promesa acerca de la definitiva y esperada separación entre cuerpo y mente, tampoco tiende hacia la fusión del yo en el Uno-Todo mediático, ni mucho menos un argumento en favor del dualismo cartesiano. El ciberespacio no rompe con la lógica propia de un ser encarnado como es el hombre; la reproduce por otros medios, aunque una cosa sea cierta: de la carne a la imagen, de la personalidad a la relación, el otro es a cada momento más espectral si cabe. Pero incluso los fantasmas llevan encima una manta, están vinculados a una forma de aparecer que es la que nos interesa analizar. En cuanto a los análisis de Internet en términos de anonimato, impersonalidad y liquidez, los desechamos por completo al considerarlos, primero, inútiles para el análisis concreto de las relaciones mediatizadas y, segundo, inaceptables como descripción estructural de la Web 2.0. Las categorías utilizadas por estas corriente de pensamiento, con todo lo operativas que pudieran ser para hablar de la sociedad tras la caída del Muro, hoy muestran su fecha de caducidad, su inoperancia a la hora de integrar Internet como fenómeno social de primer orden. En última instancia, más que ante genuinos análisis, nos encontramos ante proyecciones ilusorias, producto de una falta de conocimiento del medio. Reconozcámoslo: aquellos que siguen hablando de Internet en términos de liquidez y/o impersonalidad, bien no han abierto una cuenta de Facebook en su vida, bien profesan un gran respeto por sus más directos maestros. En este punto suscribimos plenamente la tesis de Eloy Fernández Porta:

“Los ciudadanos que se formaron durante el postmodernismo vivieron bajo la égida de una idea muy extendida: “todo lo sólido se disuelve en el aire”. Creo que el auge de la época digital, aunque también trae consigo sus disoluciones y sus disipaciones, nos enfrenta con una condición distinta, contrapuesta: “todo lo etéreo se consolida en la red”. Cosas etéreas: amistades, vínculos, deseos: factores que adquieren en la web una dimensión contractual –y se articula en estructuras con frecuencia bien visibles-.” (Fernández Porta, 2010: 235)

Frente a la imagen tan atrayente de Internet como un magma informe e indistinto, constatamos la emergencia de fenómenos vinculados con la reconstrucción de la identidad relacional y la reaparición de la responsabilidad de decir Yo. Es cierto que Internet potencia formalmente el anonimato de los emisores, pero no menos cierto es que las comunidades configuradas en su seno desprecian a quien hace uso de tal anonimato con fines no participativos. Así, el insulto anónimo en los comentarios de un post es censurado en la medida en que se basa en una lógica unidireccional de comunicación (no espera respuesta), mientras que en el cibersexo –donde la interacción participativa es un presupuesto- el anonimato es divertido siempre que se dé la cara o, mejor: el sexo, ese depositario último de nuestra identidad individual. Lo que uno esperaría encontrarse en las redes sociales es un conjunto de anónimos de identidad difusa que jueguen estratégicamente mediante máscaras y autoficciones. Esta es la imagen complaciente que nos formamos de nosotros mismos habiendo escapado de una vez por todas a las exigencias de decir yo, las obligaciones de tener un nombre propio, emancipados de los códigos de la identidad personal. Y sin embargo la identidad regresa aún en su versión mediatizada. Los roles y los códigos de conducta no desaparecen sino que se adaptan a las circunstancias. La identidad, esa enfermedad del nombre, no desaparece con la aparición de los metamedia, sino que se flexibiliza: las redes sociales explicitan como, lejos de ser una mónada autosuficiente, el individuo es un campo de fuerzas modulado específicamente por los otros. Lo que uno se encuentra cuando entra, por ejemplo, en Facebook, son perfiles detallados, radiografías exhaustivas de cada individuo, personalidad o asociación, donde la mentira no juega un papel tan relevante como la elusión. Así, por ejemplo, no es habitual que la gente finja tener otra edad en las redes sociales. En caso de no identificarse con la suya uno puede permitirse no ponerla, eludir ese factor, y así ahorrarse el que todos sus conocidos le feliciten cuando no es su cumpleaños, incluido aquellos amigos más íntimos, de los que uno esperaría una felicitación el día de su cumpleaños, amigos que, siguiendo la tónica general, se han resignado a no aprender de memoria fechas importantes y que, por lo tanto, apenas manejan otra información que la suministrada por las redes sociales. El efecto psicológico característico del contacto metamediático no es ni la sensación de ser engañado, ni la incertidumbre acerca de la veracidad de los perfiles ajenos, sino la sensación de inconmensurabilidad a la hora de gestionar la propia fantasía, a la hora de tener que tomar decisiones en la fijación de mi personalidad y en la elección de mis relaciones. La pregunta por mi identidad involucra y me reenvía inmediatamente a mi relación con los otros, y viceversa.

 En suma, nuestro objeto es la ética del internauta. Nuestra definición: toda modulación ética parte del encuentro reiterado con el otro y avanza hacia el establecimiento de códigos de reconocimiento y conducta entre aquellos que de este modo se encuentran. Nuestra premisa: en un mundo cada vez más hiperconectado como el nuestro se hace más difícil no entrar en contacto los otros. Nuestra conclusión: la famosa aldea global pronosticada por Marshal McLuhan siempre tuvo más de aldea que de cualquier otra cosa. Según un estudio realizado en Francia, Alemania, Italia y Estados Unidos, en el 2003 uno de cada cuatro e-mails enviados no salió del edificio en que se originó (Castells, 2007: 286). A diferencia de lo que pueda dictar el sentido común, no es cierto que se esté produciendo una desmaterialización ni una deslocalización de los usuarios: la elección de los amigos, primero en Messenger y después en Facebook, se realiza habitualmente con el objetivo de consolidar las relaciones ya existentes, y la finalidad última de las relaciones comenzadas en la Red Social sigue siendo el encuentro cara a cara. En fin, cada vez hay más pruebas que sugieren que Internet potencia la glocalización, esto es: la adopción de tecnologías globales para su uso local. Es más, se diría que se está produciendo una regresión a una suerte de materialidad audiovisual de los vínculos, a una suerte de regionalismo cibernético de las relaciones.

3. Gozo. Perversión. Trabajo no retribuido.

De entre las virtudes más celebradas de la Red, tiene una posición privilegiada lo que denominaremos la ideología de la disponibilidad total, que afirma que el ciberespacio es un campo ilimitado de productos disponibles gratuitamente para todos los usuarios. Según esta ideología, estaríamos ante la doble realización de nuestros sueños consumistas y democráticos: un stock ilimitado de productos para todos por igual, donde si algo no está disponible, pronto lo estará; un supermercado que carece de límites estructurales, no reconoce ninguna exterioridad y promete superar en la próxima actualización las limitaciones actuales, producto de la contingencia histórica en que se halle el imparable desarrollo tecnológico. Y es cierto que uno puede bajar películas del eMule – en su defecto verlas on-line en Megavideo-, contemplar extasiado fotos de propios y ajenos en Facebook, repasarse la obra completa de Heidegger, Nietzsche o Derrida en castellano, o, en fin, elaborar un recorrido propio a través del Museo del Prado, haciendo realidad la fantasía de André Malraux sobre un posible Museo sin paredes que no dependiera de la localización geográfica ni de la materialidad del espacio. Así las cosas, uno estaría tentado a denominar la situación social articulada entorno a la Web 2.0 con la expresión Estado de bienestar mediático: aquellos productos antaño considerados un dispendio sólo al alcance de unos pocos hoy son reconocidos como una suerte de necesidad de segundo grado. Esta situación estaría asegurada por la voluntad de interacción entre los usuarios –una de las condiciones para entrar en el juego. Todo el sistema se articula en torno al principio del trueque sólo que aquí, a diferencia de en los tiempos arcaicos, no se reconoce ningún patrón de medida. Es la ausencia de patrón de medida lo que permite que sistemáticamente se puedan hacer equivalentes, perfectamente intercambiables entre sí, productos que –en principio- poseen diferente valor. En Scribd, por ejemplo, uno puede bajarse la obra completa de Hegel con tal de que se suba algo a cambio: desde una tesis doctoral hasta una cartulina con dibujos de los cinco años. Aquí se encuentra la piedra de toque del sistema. La única condición impuesta para los surferos de la Red es no cortocircuitar la circulación de mercancías. Internet es, en definitiva, un procedimiento de intercambio regido por un movimiento circular, ilimitado y expansivo, que se adecua a la lógica del capital como anillo al dedo, con la salvedad de que le falta un patrón de medida que establezca un principio equivalencial entre las mercancías.

Hay lecturas menos utópicas de la situación actual de la Red, que afirman que la disponibilidad anárquica de los productos, la ausencia de propietarios explícitos de los medios de producción y, en definitiva, la independencia relativa de la que goza Internet respecto de los poderes fácticos no implica necesariamente una ruptura con la estructura institucionalizada del capital, ni mucho menos señala a Internet como el instrumento que terminará con la lógica de mercado. Todo lo contrario. Es muy probable que la situación actual responda a las características de uno de los momentos del capitalismo mismo, en concreto aquello que Marx denominó la acumulación primitiva del capital. Cada vez disponemos de más evidencias en favor de la tesis que sostiene que, tarde o temprano, Internet será regulado institucionalmente. Dos ejemplos recientes: la propuesta para la ley Sinde que prohíbe las descargas gratuitas y las demandas interpuestas por particulares contra Google que exigen al buscador más potente de la Red que restrinja el número de búsquedas acerca de su persona, ateniéndose para ello al Derecho de olvido. Y esto no es todo. La revista Time nos da nuevamente la clave.

2010, fin del trayecto. La revista Time designa persona del año a Mark Zuckerberg, fundador de Facebook: Internet ya tiene al menos un propietario, el sistema de intercambio de bienes ha encontrado su plataforma y su patrón oro. Esa alteridad anónima, ese Otro generalizado de la Web 2.0 –en cuyo nombre esta misma revista realizaba salvas al aire hace solo cuatro años— se ha terminando particularizando en un otro muy pero que muy concreto, y además, mira por donde, millonario. En una mirada retrospectiva, el presente nombramiento de Zuckerberg matiza y arroja luz sobre el anterior nombramiento de los internautas anónimos. Aquella condecoración de la alteridad mediática que, allá por 2006, parecía un brindis al sol, un piropo de marketing sin destinatario, un inocente discurso demagógico en tiempos revueltos donde, “como la genialidad brilla por su ausencia, ya se sabe: a falta de héroes, buena es la people.” Nada más lejos de la realidad. El subtexto de aquella portada de 2006 se podría resumir, a mi juicio, como sigue:

Puesto que Internet ya no es un simple sistema de almacenamiento de información, sino que se asienta sobre sistemas interoperables con un diseño centrado en el usuario, la revista Time, en nombre de todos los propietarios por venir de Internet, quiere dar por adelantado las gracias a todos vosotros, sin los cuales la Web. 2.0 no se mantendría en funcionamiento ni un solo instante. Os necesitamos, a todos vosotros, bloggeros, facebookeros y surferos varios de todo pelaje y condición. Gracias por vuestro ocio no retribuido. Gracias, en resumen, por vuestra adicción al trabajo, por ser unos workaholic empedernidos, hasta el punto de trabajáis aún sin saberlo, especialmente en el momento en que buscáis relajaros, dedicaros “en vuestro tiempo libre” a subir un par de fotos a FB, poner al día vuestra lista de hobbies, reestructurar vuestro catálogo de planes para el futuro lejano o el fin de semana que viene. Con todas estas actividades que, claro, vosotros realizáis libre y voluntariamente, estáis arrojando al mercado perfiles de consumo que luego utilizarán las empresas publicitarias para ofreceros justo aquello que estabas buscando. Gracias por codificaros como consumidores potenciales sin cobrar nada a cambio. Algunos se han enriquecido a vuestra costa, pero vosotros habéis obtenido, y seguiréis obteniendo en el futuro la realización de vuestros sueños. El círculo de la producción se cierra y todos felices.

¿Cuál es la conclusión que se puede extraer de este subtexto? Muy sencillo: en la era de la ilusión mediática, el ocio constituye la plusvalía que se le sustrae al trabajador no asalariado. Este ocio se basa en la aportación gratuita y voluntaria de información acerca de las relaciones y las aficiones personales de un individuo. Mediante esta exposición de la vida íntima a través de redes sociales, el individuo obtiene reconocimiento por otros miembros de la comunidad y es susceptible de ser objeto de una campaña publicitaria a nivel microfísico que le tenga a él como único consumidor potencial de un producto hecho ex profeso y a medida. Al igual que el proletario novecentista, reducido por la dinámica social a su fuerza de trabajo, el miembro de la Red Social sólo dispone de sus gustos y relaciones personales. Ahora bien, las relaciones entre las empresas publicitarias y los usuarios de Internet se aleja de los parámetros inherentes a la relación entre el trabajador y el propietario de los medios de producción, asemejándose con todo a una relación de explotación colonial: el sometimiento ante un gran Otro que coloniza, conquista y normaliza las más íntimas aspiraciones de un individuo, extrayendo de él la materia prima de la publicidad y devolviéndole el producto manufacturado de sus aspiraciones. Nativo digital es una expresión eufemística para referirse a la nueva generación de proletarios digitales o, para ser más exactos, la nueva generación de indígenas digitales explotados por una potencia colonizadora para quienes el producto del ocio sustraido regresa codificado como objeto de consumo, manufactura gozosa, realización de sí.

La diferencia fundamental con siglos anteriores estriba en que el indígena digital no se halla sometido a la relaciones de dominación convencionales, cristalizadas entorno a la figura el Amo y Esclavo, tal y como la analizó Hegel en la Fenomenología del Espíritu y la interpretó Lacan en su Seminario. Mediante la imposición del trabajo, el Amo se asegura de posponer el momento en que el deseo del Esclavo alcance su consumación. El trabajo es para el Esclavo una suerte de placer diferido que impide la realización gozosa de sí. Como se puede percibir, esta no es la situación de los esclavos voluntarios sometidos a la dinámica de los metamedia. Éstos no difieren su deseo a través del trabajo, sino que lo consuman a través de él. Es aquí justamente donde se encuentra, según la teoría psicoanalítica, la perversión: el padre no solamente exige ser obedecido, sino además amado en el ejercicio de la subordinación. Aquello que el superego impone no es otra cosa que gozar en el cumplimiento del deber. En palabras de Zizek:

“el psicoanálisis no trata del padre autoritario que prohíbe el goce, sino trata del padre obsceno que lo manda, y por eso produce impotencia y frigidez. El inconsciente no es secreta resistencia a la ley, sino la ley misma. […] Para el psicoanálisis, la perversión de la economía libidinal humana es lo que sigue a la prohibición de alguna actividad placentera, no a una vida con estricta obediencia a la ley y privada de todo disfrute sino una vida en la que el practicar la ley provee su propio disfrute, una vida en la que el cumplimiento del ritual destinado a tener a raya a la tentación ilícita se convierte en el origen de la satisfacción libidinal.” (Zizek, 1999)

Mark Zuckerberg es para la Web 2.0 lo que fuera Kurz, el personaje de El corazón de las tinieblas, para las relaciones coloniales de dominación durante el siglo XIX. Este tipo de figuras nos recuerdan que al final de la barbarie, el gozo y la incivilización de los primitivos se encuentra el mandato de un burgués acomodado. Como ya dijera Eloy Fernández Porta a propósito de los reality show: “vivimos en una cultura de la adicción al trabajo, y en ella existen espacios mediáticos donde se pone de manifiesto que la vida íntima, antaño concebida como rancho aparte, no sólo ha sido perneada por las exigencias laborales, sino que ha sido trasladada por entero a la esfera de producción.” (Fernández Porta, 2010: 130).


BIBLIOGRAFÍA.

BENJAMIN, Walter (2009): “El narrador” en Obras, libro II, volumen 2, Abada, Madrid, pp. 41-68.
BARTHES, Roland: (1997) Barthes por Barthes, Monte Ávila, Caracas.
BAUMAN, Zygmunt & CASTRO, Ernesto – LAREU, Javier: (2011) Diquisiciones en torno al homo surfer, (en prensa)
BOLZ, Norbert: (2006) Comunicación mundial, Katz, Buenos Aires.
CASTELLS, Manuel (ed.): (2007) La sociedad red, Alianza Editorial, Madrid.
DELEUZE, Gilles: (1995) Conversaciones, Pre-Textos, Valencia.
FERNÁNDEZ PORTA, Eloy: (2008) Homo sampler, Anagrama, Barcelona.
              -: (2010) €®0$, Anagrama, Barcelona.
ILLOUZ, Eva: (2007) Intimidades congeladas, Katz, Buenos Aires.
ZIZEK, Slavoj: (1999) “You may!” en London Review of Books, vol. 21, nº 6. Disponible on-line: http://www.lrb.co.uk/v21/n06/slavoj-zizek/you-may

-: (2006) Lacrimae rerum, Debate, Barcelona.

[Originalmente publicado en AA. VV.: Red-acciones, Caslon Libros, Valladolid, 2011. Parcialmente reproducido en Primer acto. Invierno 2014.] 

1 comentario:

  1. No, lo que define el momento actual, el salto no es: "el paso de la conexión entre sites a la conexión entre personas"

    Precisamente lo que dejamos atrás es la "conexión entre personas". El salto actual es la conexión entre robots, programas, códigos.. Como quiera que le llames.
    El hostiazo vendrá cuando alguno de estos robots empiece a "consumir". ¿Qué será entonces de nosotros, pobres misericordiosos?

    saludos

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