“La
intimidad es el instinto que nos permite encontrar, entre las máscaras, a los
que, como nosotros, no son nadie.” (José Luis Pardo)
Ernesto
Castro Córdoba
Nuestra historia comienza in medias res: finales del
año 2006. Aunque no te lo creas, justo por esas fechas la revista Time te designa persona del año. “Sí, a
ti. Tú controlas la Era de la Información. Bienvenido a tu mundo”, reza el
subtítulo. En la portada, la imagen reflectante de una pantalla de ordenador
permite que cada quien se sienta interpelado a su manera. Tú, como parte
integrante esa alteridad anónima, ese Otro generalizado que mantiene la Web
2.0, tú, y todos los demás por extensión, acabáis de ser designados person of the year 2006. Congratulations.
1. Presente y Pasado de la
Ilusión Mediática
En su momento, este reconocimiento oficial del papel
que juegan los internautas anónimos no hizo sino constatar el salto cualitativo
que ya se estaba produciendo en la Red, a saber: el paso de la conexión entre sites a la conexión entre personas. Una transformación mediática
que marca un punto de inflexión en el modo como se concibe el intercambio de
bienes culturales. Si el desarrollo de los media a lo largo del siglo XX
destronó al conocimiento de su
posición privilegiada, consolidando a la información
como modelo paradigmático de intercambio cultural¸ el surgimiento de la Web 2.0
se tradujo rápidamente en la emergencia de comunicación
como nuevo paradigma. Se podría establecer –aunque sea de un modo muy
esquemático- una historia de los sistemas de intercambio cultural, en tres actos,
cada uno de los cuales implicaría un desplazamiento del foco de atención
mediática que iría, a grandes rasgos, del contenido (conocimiento), al medio (información)
y de ahí, al emisor (comunicación).
Dónde situar el origen de este proceso, en relación con qué dispositivos
técnicos cifrar su fijación y su lógica interna, de qué modo justificar un
corte radical con un supuesto estadio pre-mediático y en qué periodos
históricos situar los intervalos entre un paradigma y el siguiente, son
problemas en cuya solución seremos bastante convencionales –ateniéndonos, en lo
sustancial, a las convenciones aceptadas por buena parte de los practicantes de
la teoría de medios-: primero la Imprenta
(Gutenberg), luego la Televisión
(McLuhan) y, al fin, la Web 2.0 (por el momento un caramelo sin nombre a la
puerta de un colegio). En un primer momento, la Galaxia Gutenberg antepuso como
forma privilegiada de intercambio cultural el conocimiento, basado en la
comprensión por parte de un receptor consciente y participativo de un fondo de
saber estanco, fijado de una vez por todas bajo la forma del códice, y cuya
legitimidad está asegurada –valga la redundancia- por la autoridad del autor:
aquél que posee la clave que da acceso al misterio que guarda cada texto en su
interior. Por su parte, la Galaxia McLuhan privilegió el proceso de la
información, definido como el movimiento circular, constante y expansivo que
reproduce, reinscribe y se reapropia una y otra vez de un stock indefinido de
datos, emitidos a toda velocidad sobre un receptor pasivo. Las modificaciones
son notables respecto del periodo anterior: en primer lugar, la relación se
establece entre el emisor-productor y el receptor-consumidor;
consiguientemente, la autoridad del productor disminuye cualitativamente respecto
de la del autor y la responsabilidad de otorgar legitimidad al discurso recae
en el consumidor, para ser más precisos: en la confianza depositada en el
medio. Finalmente, la Galaxia de los internautas anónimos sintetiza ambos
momentos previos, incorporando la relación entre individuos -el mero estar en
contacto unos con otros, la simple conexión interpersonal- como forma
paradigmática de intercambio cultural. Frente a la rígida distinción entre
emisores y receptores tanto en la Galaxia McLuhan como en la Galaxia
Guttenberg, aquí lo genuinamente relevante no es quién detenta qué papel en la
relación, sino que ésta -la relación
misma como forma de ser en el mundo mediatizado- se mantenga, reproduzca y
consolide, ampliando el número de conexiones entre emisores-receptores, a
priori en igualdad de condiciones de expresarse. Dentro de la red, los usuarios
son meros nodos de una red de intercambio hiperconectada y, al mismo tiempo, la
dinámica de Internet tiende a privilegiar a quien más se exhibe. Ahora bien,
considerados individualmente, de un modo aislado, como puntos autosuficientes
sin conexión con el Todo mediático del que forman parte, los miembros son una
mera abstracción, una pura nada. Sólo adquieren sentido y personalidad a través
de sus conexiones, sólo existen en tanto
que relación. El individuo de la era digital dispara su identidad hacia fuera. Su
yo es su afuera. Aquí,
actualizando a Hegel, diremos que lo verdadero es el Todo Mediatizado que
conecta dialécticamente las partes en un movimiento de ida y regreso.
Únicamente en el contexto de esta doble vía de emisión y recepción de
contenidos se cristalizan las características definitorias de los individuos.
Varías son las lecturas que se pueden proponer a la
luz de esta caracterización de la comunicación.
La relación en el contexto de la Web 2.0 puede ser interpretada como aquella
forma de intercambio que más se acerca a efectuar la situación comunicativa
ideal postulada por Habermas y Apel. También es posible llevar a cabo otra
lectura, según la cual Internet potenciaría expresiones más perfectas de la voluntad
de poder nietzscheana. Si aceptamos a modo de caracterización sumaria que el Übermensch es aquél capaz de imponer su
interpretación, su perspectiva y sus valores sobre el resto, entonces diremos
que a través de los dispositivos de la Web 2.0 se modula una versión
actualizada de este ideal post-humano: el hiperhombre,
aquél individuo cuya identidad está constituida por los enlaces con otros
individuos y que, no obstante, es capaz de imponer sobre los demás un discurso
propio, el cual sería reproducido y transmitido hasta el último rincón del
planeta gracias a los dispositivos mediáticos disponibles. Según esta lectura,
no habría comunicación entre individuos, tan sólo competencia y, ocasionalmente,
un devenir espectáculo de aquellos pocos privilegiados que consiguen alzar la
cabeza sobre el resto. Desde otra perspectiva, la Web 2.0 haría realidad
aquella fantasía conocida como la sociedad
de emisores que Roland Barthes formuló en su autobiografía a modo de
tentativa fallida, de sueño inconcluso: una forma de asociación donde el goce
de la producción, la pulsión del decir y el pathos
de exponerse ante el Otro apremie a todos los miembros por igual, en una
orgiástica “eyaculación colectiva de la escritura, en la cual podría verse la
escena utópica de una sociedad libre
(donde el goce circularía sin pasar por el dinero).” (Barthes, 1997: 92)
También se podría ver en la Red de redes la realización de la Comunidad desobrada (Jean-Luc Nancy) o
la Comunidad inconfesable (Maurice
Blanchot). Ambos libros versionan, cada uno a su manera, el mismo ideal
comunitario que postula una forma de colectividad no asentada sobre ninguna
identidad preestablecida entre sus miembros. Como su propio nombre indica (La
communauté désoeuvrée),
este tipo de asociación no produce obra alguna, o lo que es lo mismo, no se
asienta sobre ningún principio de acción o producción; se demora en el proceso
comunitario mismo sin finalidad, sin resultado. La comunidad de los que no tienen comunidad, la llama Nancy.
También la blogosfera tiene algo de inconfesable: los blogs se apiñan unos al
lado de los otros, a un solo clic de distancia entre ellos, sin tener nada en
común excepto el mero co-estar en el mismo dispositivo de exhibición técnica.
Ya se caracterice como una sociedad de emisores donde
se ha democratizado el poder y el placer del discurso, ya se describa como una
suerte de comunidad desobrada que rompe con el paradigma de la identidad
colectiva, lo que termina imponiéndose como una suerte de certeza pura es la
ambivalencia de la Web 2.0 en lo relacionado con la identidad de sus usuarios.
Por un lado, los listados de links en Blogger, las jerarquías de amistades en
Facebook o el número de seguidores en Twitter son utilizados con el fin de
potenciar el sentimiento de pertenencia a un colectivo. Por otro lado, se
podría argumentar que Internet, y en general, la lógica espectral de los new media
no hace sino acrecentar la ya de por sí infinita distancia entre un individuo y
otro. Ambas lecturas son válidas y están firmemente asentadas. Esta
ambivalencia nos recuerda que el potencial de una herramienta como Internet no
se encuentra predeterminado de antemano en virtud de una suerte de lógica
interna al mismo, sino que depende de los usos, códigos y prácticas que los
usuarios articulen a partir de él. En este sentido, el sistema de redes
sociales abre un campo de posibilidades comunicativas que oscila desde la
conexión total hasta el aislacionismo privado. Cada post subido a Blogger es una
suerte de mensaje en una botella, dirigido al mismo tiempo a todos y a nadie.
Tanto la asimilación como la distinción se incluyen entre las estrategias
sociosimbólicas permitidas y, es más, potenciadas por Blogger, Facebook,
MySpace, Twitter y mil plataformas que más ofrecen un habitáculo al usuario que
este puede utilizar, bien para exponer el mensaje de un modo claro, explícito y
para todos los públicos, bien para codificarlo bajo el velo de una jerga sólo
apta para iniciados. La proliferación de códigos personales de comunicación -el
caso de las abreviaturas utilizadas para chats y e-mails- se convierte en el
complemento ideal de la consolidación del inglés-chapurreado-por-extranjeros
como lengua oficial de las transacciones, genuina koiné del siglo XXI. Así, la Web 2.0 concilia dos pasajes de la
Biblia que se encuentran en el origen de la teoría de medios: a) El derrumbe de
la Torre de Babel (Genesis, 11: 1-9) que marca el fin de la Ursprache, la disolución de la matriz
lingüística originaria en una multiplicidad de gramáticas irreductibles entre
sí, con la consiguiente aparición del problema de la traducción. b) El milagro
de las lenguas de fuego durante el Pentecostés (Hechos de los Apóstoles 2,
1-13), cuando los once apóstoles, arrebatados por el Espíritu Santo, comenzaron
a hablar en una lengua común con los habitantes de una ciudad cosmopolita. Momento
privilegiado en el que todas las lenguas se funden en un mismo cauce magmático
de sentido.
En el momento en que la forma más básica de
interacción humana –la comunicación- deviene el modelo de intercambio cultural,
pasan a gestionarse como producto cultural de primer orden algunos fenómenos
sociales que dependen de ella, como es el caso de la formación de vínculos
afectivos y redes de amistad. La Web 2.0 constituye todo un imperio de la mediación afectiva: el
cibersexo hereda los mecanismos de sobreexcitación del impulso sexual propios
del capitalismo caliente (Beatriz Preciado), mientras que las páginas de contactos
(Meetic, Ashley Madison, etc) operan de acuerdo a la lógica del capitalismo racionalista (Eva Illouz):
hacen pasar al consumidor potencial de emociones por un proceso racional en que
debe elegir metódicamente sus intereses y objetivos; formalizar de su propio yo
en la configuración de un perfil exhaustivo (edad, sexo, color de pelo, etc).
Sobre el cibersexo pesa la grave acusación de que sólo ofreciera experiencias
sexuales de segundo grado. En última instancia –es habitual escuchar- los
usuarios de este tipo de sites sólo
obtienen una satisfacción masturbatoria que, por muy coordinada que sea, por
mucha reciprocidad que se consiga y por muy en directo que suceda todo, no
puede compararse, ni de lejos, a una experiencia de carne y hueso. Frente a
esta argumentación, que parte de una concepción presentista de las relaciones,
según la cual la codificación del objeto de deseo depende de las intuiciones
emocionales y los instintos sexuales despertados por la condición encarnada de
lo que se me presenta ahí delante, se
pueden ofrecer varias razones que justifiquen porqué el cibersexo no rompe con
la lógica del encuentro sexual tal y como lo describe esta concepción, e
incluso llega a radicalizar algunas de sus características fundamentales. Desde
el punto de vista informático, el usuario que regenta con asiduidad páginas web
de cibersexo corre con un riesgo de contagio vírico análogo al que implica
recurrir a los favores de la prostitución, sólo que en este caso las
enfermedades venereas las habrá de contraer tu PC –concebido ya como extensión
del propio usuario. Ante esta situación, se hace necesario protegerse de
troyanos, keyloggers, exploits, y otros mil virus más que esperan a la vuelta
de la esquina. No es de extrañar que las más aclamadas páginas de cibersexo –es
el caso de Chatroulette, por ejemplo-
apelen en su publicidad a la seguridad y protección de los encuentros, en vez
de referirse a las características físicas de sus usuarios habituales -de
hecho, las páginas más sospechosas tienden a ser aquellas que ponen toda la carne en el asador antes de
tiempo, aquellas que prometen cuerpos cuando es tiempo de hablar de salud-.
Así pues, el cibersexo extiende la paranoia acerca de la posibilidad del
contagio en otros formatos y por otros medios. Este tipo de plataformas
muestran una imagen nítida de la idea de sexo óptimo tal y como se configura en
nuestros días: funcionalidad, limpieza y discreción son las cualidades
fundamentales. Además, es falso que el cibersexo implique un acrecentamiento de
las distancias entre los dos polos de la relación sexual. Todo lo contrario,
reproduce el esquema de la concepción presentista de la sexualidad, trasladada
a la esfera explícita y obscena del espectáculo audiovisual. En palabras de
Slavoj Zizek:
“el ciberespacio no es lo bastante espectral […] mi
pareja sexual ciberespacial es alguien excesivamente
presente, que me bombardea con un torrente de imágenes y declaraciones
explícitas de sus fantasías más secretas. […] cuando me sumerjo en el
ciberespacio, podría decirse que regreso a una relación simbiótica con el Otro,
donde la dimensión de lo Real ha quedado abolida como resultado de un
desbordamiento de las apariencias.” (Zizek, 2006: 261)
¿Por qué no cabe hablar de la era de la información para referirse al nuevo estado de cosas
instaurado a partir del surgimiento y la consolidación de la Web 2.0? Porque no
pueden ser mayores las diferencias entre Internet y las estrategias puestas en
práctica por los media a través de los cuales se canaliza lo que conocemos como
información. En contraposición con la lógica de la mediación afectiva propia
del cibersexo y las páginas de citas, pensemos en el telediario como prototipo
de asepsia informativa: no hay feed-back
entre el presentador y su audiencia, el canal de emisión es unidireccional y la
relación del receptor con el mensaje consustancialmente pasiva. Además, la
lógica de la información sancionada por estos canales se basa en la escrupulosa
distinción entre el espacio público y el privado, mientras que para la Web 2.0 el espacio público se reduce al ámbito de
publicidad de lo privado. Qué decir de los presentadores del telediario. Que
los encargados de la sección de Deportes gocen de tan buena audiencia y fama
por su humor, cercanía y agilidad comunicativa, muestra en qué medida
constituyen la excepción que confirma la regla: monotonía, frialdad y exactitud
terminológica dentro de lo políticamente correcto. Desde una perspectiva
humanista uno se podría preguntar si hay algo así como un “alma” tras esos
maniquís de los que solo se conoce su torso -de cintura para abajo comienza lo ignoto-, portadores de una fachada
hierática que se mantiene impasible a medida que su voz va desgranando monótona
y pensadamente noticias que cualquiera juzgaría propias del día del fin de los
tiempos. Nada más lejos de esta visión
del mundo a medio camino entre el Armaggedon
y el Apocalipsis, que el discurso naif y happy-happy de las pizpiretas comentaristas que se graban a través
de las web cam y suben sus clips a Youtube como si, a fin de cuentas, no
hubiera epidemia o catástrofe natural que no pudiera resolver un buen escote.
Uno se atrevería a decir que las dudas acerca de la
“humanidad” de los interlocutores no se mitigan con la emergencia de Internet,
sino que más bien se acrecientan, a juzgar por los disparatados debates entre
filósofos de la mente anglosajones en torno a la pregunta: ¿puede pensar una
máquina? Según el Test de Turing –popularizado por su aplicación en la película
Blade Runner como método la hora de
distinguir entre cyborgs y humanos-, si una máquina es capaz de comportarse
funcionalmente como un ser humano, entonces, a efectos prácticos, es un ser
humano. La tesis contraria, defendida por John Searle y popularizada por Roger
Penrose, parte del conocido experimento de la sala china para concluir que el
Test de Turing carece de una gramática normativa que establezca una distinción
entre aquellas máquinas que parece que
piensan pero no lo hacen y máquinas que de
hecho lo hacen: una máquina capaz de responder a un test es el equivalente
a un humano capaz de traducir de un idioma desconocido a otro idioma
desconocido porque tiene en sus manos un diccionario bilingüe, a pesar de no
entender los signos de ninguna de las dos lenguas. En ambos casos, argumenta
Searle, el humano/la máquina no conoce el idioma, sólo maneja un conjunto de
reglas de equivalencia estipuladas de antemano, no hay comprensión sino
reacción mecánica. Nuestra experiencia personal como internautas nos lleva a
decantarnos por la posición pragmática y positivista de Turing: hay algo
vagamente humano, algo difusamente cotidiano en los mensajes de spam que uno
puede llegar a recibir en la bandeja de mail a lo largo del día. Estos mensajes
son enviados por robots que pueblan la red, robots hechos de un amasijo de
cables y bombillas -lo sabemos. Sin embargo, al sugerirnos tan económicas
ofertas para alargarnos el pene, al premiarnos con cuantiosas cantidades de
dinero o al fingir que escriben de parte de una teenager desprotegida en busca de un partenaire ibérico, estas máquinas muestran mayor humanidad la que
uno podría esperar de la mitad de los miembros de su comunidad de vecinos,
exhiben una preocupación por el bienestar propio y ajeno, al menos tienen en
cuenta las necesidades, los gustos y hobbies de buena parte de la población. Esos
robots nos salvarán la vida algún día.
2. UrMedia.
La leyenda cuenta que en el origen de los tiempos la
Humanidad dispuso de una forma de comunicación inmediata, directa, intuitiva: la capacidad de intercambiar
experiencias, formular consejos y elevar admoniciones alrededor del fuego del
hogar una vez hubiera anochecido. De este modo se articularon las tradiciones
orales primigenias, en torno a la construcción de una narración compartida que habría de ser transmitida de generación en
generación y entre cuyas virtualidades se encontraba el sentimiento de
pertenencia a una comunidad. Con la aparición de la novela la experiencia comunitaria se fragmentó en una pluralidad de
individuos que se describen a sí mismos su existencia solitaria, centrada
entorno al problema de la muerte y la búsqueda de un fundamento que otorgue
sentido a la existencia. En un tercer momento irrumpió la información como aquella forma de articular del relato que
disecciona la experiencia del individuo, antaño presentada como un continuo
argumental novelesco, en segmentos discretos, noticias que son transmitidas a
toda velocidad por los media, y cuyo valor se cifra en su novedad o, más bien,
en el hecho de ser renovable periódicamente por información nueva.
Esto que acabamos de presentar puede tomarse como un
resumen del El narrador, el texto de
Walter Benjamin donde el autor presenta una genealogía de los regímenes
discursivos asociados con la construcción y difusión del relato bastante
similar a nuestro esquema de los sistemas de intercambio cultural, con la virtud
de que además incorpora el momento “pre-medial” que hasta el momento habíamos
dejado de lado (a saber: la oralidad). Este texto nos interesa especialmente en
tanto problematiza las relaciones entre la palabra hablada, la escritura y los
dispositivos informáticos de su almacenamiento y reproducción. Además de ser un
documento importantísimo acerca del periodo histórico en que se produce la
inflexión entre la cultura novelesca y el proceso información mediatizada, El narrador es relevante a efectos de un
análisis de la Web 2.0 en términos de cultura de la comunicación por su planteamiento
de un desarrollo histórico de las fuerzas culturales que no se basa en un
esquema hegeliano de superación sin regreso, sino que se abre a la posibilidad
de que se produzcan solapamientos entre los diferentes momentos, así como
regresiones a un estadio previo y actualizaciones del pasado al albor de la circunstancia
presente. En una palabra, Benjamin deja una puerta abierta a la resurrección de
los muertos; a su conmemoración y no sólo a su recuerdo. Y esto es lo que nos
interesa: mostrar como el final pseudo-hegeliano de la Historia –si hacemos
caso a Fukuyama- y su origen pre-medial –según Benjamin- forman un continuo
espacio-temporal. O lo que es lo mismo: describir un fenómeno más del
solapamiento tan actual de movimientos Ur-
con tecnología high tec. A la luz del
esquema benjaminiano diremos que el modelo interactivo de la Web 2.0 propicia
una resurrección de la oralidad en el contexto de la aldea global cibernética.
En torno al fuego de la pantalla en blanco del ordenador se ordena el nuevo
tribalismo mediático. Con la recuperación de la conversación como modelo de
intercambio cultural, se produce la reaparición de géneros que hasta hace poco
pensábamos caducos como la admonición, el consejo, el modelo ejemplar y el
refranero, todo ello bajo un formato a medio camino entre el how to de los textos de autoayuda y el Do It Yourself (DIY) de la subcultura alternativa, aunque
con un matiz: el lema ya no es hazlo tú mismo, sino en exhíbete tú mismo,
muéstrate cuanto puedas dentro del circuito obsceno del consumo de los otros a
través del cuerpo de uno mismo. Recordemos la pieza net art de Dora García, Heartbeaters, donde la artista española
desarrolla la siguiente ficción: se ha extendido entre los jóvenes de todo el
mundo una nueva moda que consiste en escuchar los latidos de su propio corazón.
La pieza nos relata la vida y milagros de esta pandilla de drogadictos de la
interioridad que comienzan a vivir al son de sus pulsaciones, cuyas peripecias
oscilan entre la identidad, la intimidad, la adicción y la locura. En una de
las ventanas emergentes se puede leer:
“La creencia generalizada era que,
con este sonido que parecía sacado del alma humana, se podían alcanzar
finalmente las metas de la cultura del “háztelo tu mismo”: Ya no se trataba de
hacer solamente tu propia música, tu propia televisión, tu propia radio, cine-
se trataba de hacer tu propia realidad.”
La dimensión digital de la obra de Dora García no es
meramente accesoria o formal: la narración se desarrolla a través de
hipervínculos que hacen emerger ventanas del fondo oscuro de la pantalla, como
si de pulsaciones de un corazón cibernético se tratara. Esta pieza puede ser
perfectamente leída como una metáfora de la sociedad red –la cita que referimos
ya debería poner en sobreaviso al lector-. En la Web 2.0 el encuentro con el
otro siempre está mediado por la interioridad del yo, lo público y lo privado
forman un continuo sin cortes ni distingos. En la Web 2.0, la conversión del
espacio público en mera publicidad de lo privado, puede leerse como la
desaparición del hombre público y su sustitución por un conjunto difuso de celebrities efímeras, personalidades y
comentaristas. O también la introyección de la publicidad como principio rector
de la intimidad digitalizada se puede leer como una contaminación de la vida
privada por el discurso público. El espacio público, ¿está en crisis o sólo
colonizando nuevos ámbitos en su provecho? La esfera privada, ¿amplía
tentacularmente sus campos de influencia o está al borde de desaparecer en un
colapso obsceno y espectacular? No son dos opciones mutuamente excluyentes. El
estatus de la intimidad en la Red está sometido a las ambivalencias
consustanciales a toda escritura de sí: el yo no es sino en tanto que se
escribe, se objetiva mediante un procedimiento de fijación identitaria pero,
por definición, el yo implica un plus, algo que se sustrae a ser objetivado.
Estamos ante la doble dimensión del sujeto tal y como se viene analizando a
partir de las filosofías de la existencia: el ser humano es al mismo tiempo
trascendencia e inmanencia (Sartre), ser deyecto arrojado en el mundo y
proyecto de sí (Heidegger). En un lenguaje menos comprometido con un
esencialismo ontológico y que abogue por la dimensión cultural del ser humano
diremos que toda noción de sujeto implica tanto la sujeción como la sustracción
a un código establecido. El yo que se narra a si mismo habrá de cumplir con el
deber de callar tanto como con el de decir. Pensemos en un narrador
homodiegético clásico: Holden Cauldfield en El
guardián entre el centeno no nos cuenta su vida desde el comienzo, sino que
toma la decisión de empezar y terminar donde a él le parece. La veracidad que
desprende el relato depende en gran medida de ese gesto de sustracción que se
deduce de todo ejercicio de escritura, y que Salinger nos muestra en toda su
pureza en esta novela. Hay cosas que no
os pienso contar, en esto consiste el pacto autobiográfico además de las
características ya señaladas por Phillip Lejeune en su ya canónica monografía:
la autobiografía es ese género literario en que el lector acepta que autor, narrador
y personaje principal son de hecho la
misma persona. A esta caracterización habremos de añadir el siguiente
corolario, dicho por boca del autor: vosotros
sabeis que yo sé cosas que vosotros no sabeis. Si aceptamos, como dice
Katie Roiphe, que “Facebook es la novela que todos estamos escribiendo” y que
con ello “nos convertimos en el Wikileaks de nosotros mismos”, en palabras de
Andrew Keen, habrá que analizar la Web 2.0 en términos de un gigante
dispositivo de codificación de la interioridad con las siguientes
características: pensar la interioridad en términos de relación, pensar la
substancia en términos de situación, pensar el sujeto en términos de
plataforma. ¿Qué es lo que se sustrae a esta definición? La capacidad de
decisión de la que dispone el usuario y, lo que es más importante, la capacidad
de no decir nada en absoluto. Al internauta se le puede aplicar aquello que Kafka
escribiera en El silencio de las sirenas.
Ambos poseen un arma mucho más terrible que su canto o su espectáculo, esto es:
su silencio. Esto nos lleva a una interesante paradoja señalada por Norbert Bolz,
“en la marea de datos de la sociedad multimedia, “plusvalía” sólo puede
significar: menos información.” (Bolz, 2006: 12) ¿Cómo responder al dilema que
plantean las redes sociales en relación con la crisis del espacio público y la
espectacularización del yo? Apoyándonos en Gilles Deleuze, diremos que nos
hallamos en la era de las sociedades de control, donde nada escapa al panóptico
que todo lo observa. ¿Queda un espacio para la libertad? Sí, el mismo de
siempre: la libertad de elegir uno mismo a qué ídolos someterse.
Frente a aquellos que piensan que Internet supone un
salto cualitativo en la Historia de la Humanidad hacia un estadio hasta el
momento desconocido, es nuestro parecer que sólo reproduce la lógica de las
cavernas. Me explico. Hay un hilo conductor entre el Mito de la Caverna y la
Web 2.0, pasando de la sala de cine como forma actualizada del trampantojo
platónico, a saber: una paulatina independización de los fantasmas. Si Platón,
siguiendo a la tradición pitagórica, estipuló que el cuerpo (soma) es la tumba (sema) del alma, y postuló a modo de ideal regulativo la
emancipación del fantasma anímico respecto de la máquina encarnada (salida de
la caverna, liberación respecto de las pasiones), el cine hizo realidad la
presencia fantasmática del otro a través de sus imágenes, proyectadas por la máquina
contra el espacio puro de la pantalla en blanco y, por último, el Ciberespacio
–según las profecias New Age- promete una liberación del alma respecto del
cuerpo, con el fin de ser integrados nuevamente en la máquina, esta vez no
menos etérea, del software digital.
La profecía completa sostiene que el ser humano se independizará de su
condición encarnada una vez su personalidad ya no se cifre en torno a su
cuerpo, la gestión, ordenación y arreglo del mismo, sino que pase a articularse
en torno al intercambio comunicativo en Red; en este momento, Internet hará
realidad la disolución del Yo programada por el pensamiento francés contemporaneo,
en la fusión budista del uno mismo personal e intransferible en el Uno-Todo
mediático sometido a flujos constantes y sin centro alguno. Los teóricos más
respetados a día de hoy suscriben en mayor o menor medida esta profecía -tanto
los escépticos como los más entusiastas de Internet- en la medida en que todos
ellos subrayan como característica definitoria de Internet su tendencial
liquidez, su naturaleza efímera. Tenemos el ejemplo de Bauman a quien tuvimos
la oportunidad de entrevistar en persona. “Es todo, de nuevo, como surfear:
eminentemente superficial. Uno puede pertenecer a un gran número de redes a la
vez, incluso asumir diferentes identidades en las distintas redes. Así, éstas
son atractivas precisamente porque no fuerzan a adoptar obligaciones a largo
plazo.” (Bauman & Castro - Lareu, 2011) Es una versión de las cosas
bastante conocida, así que no insistiremos demasiado en ello. En líneas
generales, inscribe Internet dentro de la dinámica relativista, fragmentaria,
disolutoria, nómada, eterea, sin norte, rumbo, ni guía, propia de este periodo
aciago que cada uno llama a su manera anteponiendo prefijos a la palabra
Modernidad, esa expresión fetiche (dando lugar a todas las modulaciones:
postmodernidad, sobremodernidad, Modernidad Líquida, etc).
Nuestra intención y nuestras tesis son muy otras.
Frente a la profecía New Age, nos atenemos a un análisis del presente, una
casuística de los medios aplicada a nuestra circunstancia que no se detiene en
la elaboración de pronóstico alguno. Según nuestra lectura, Internet en su
estado presente no es una promesa acerca de la definitiva y esperada separación
entre cuerpo y mente, tampoco tiende hacia la fusión del yo en el Uno-Todo
mediático, ni mucho menos un argumento en favor del dualismo cartesiano. El
ciberespacio no rompe con la lógica propia de un ser encarnado como es el
hombre; la reproduce por otros medios, aunque una cosa sea cierta: de la carne
a la imagen, de la personalidad a la relación, el otro es a cada momento más
espectral si cabe. Pero incluso los fantasmas llevan encima una manta, están
vinculados a una forma de aparecer que es la que nos interesa analizar. En
cuanto a los análisis de Internet en términos de anonimato, impersonalidad y
liquidez, los desechamos por completo al considerarlos, primero, inútiles para el
análisis concreto de las relaciones mediatizadas y, segundo, inaceptables como
descripción estructural de la Web 2.0. Las categorías utilizadas por estas
corriente de pensamiento, con todo lo operativas que pudieran ser para hablar
de la sociedad tras la caída del Muro, hoy muestran su fecha de caducidad, su
inoperancia a la hora de integrar Internet como fenómeno social de primer
orden. En última instancia, más que ante genuinos análisis, nos encontramos
ante proyecciones ilusorias, producto de una falta de conocimiento del medio.
Reconozcámoslo: aquellos que siguen hablando de Internet en términos de
liquidez y/o impersonalidad, bien no han abierto una cuenta de Facebook en su
vida, bien profesan un gran respeto por sus más directos maestros. En este
punto suscribimos plenamente la tesis de Eloy Fernández Porta:
“Los ciudadanos que se formaron durante
el postmodernismo vivieron bajo la égida de una idea muy extendida: “todo lo
sólido se disuelve en el aire”. Creo que el auge de la época digital, aunque
también trae consigo sus disoluciones y sus disipaciones, nos enfrenta con una
condición distinta, contrapuesta: “todo lo etéreo se consolida en la red”.
Cosas etéreas: amistades, vínculos, deseos: factores que adquieren en la web
una dimensión contractual –y se articula en estructuras con frecuencia bien
visibles-.” (Fernández Porta, 2010: 235)
Frente a la imagen tan atrayente de Internet como un
magma informe e indistinto, constatamos la emergencia de fenómenos vinculados
con la reconstrucción de la identidad
relacional y la reaparición de la responsabilidad
de decir Yo. Es cierto que Internet potencia formalmente el anonimato de
los emisores, pero no menos cierto es que las comunidades configuradas en su
seno desprecian a quien hace uso de tal anonimato con fines no participativos.
Así, el insulto anónimo en los comentarios de un post es censurado en la medida en que se basa en una lógica
unidireccional de comunicación (no espera respuesta), mientras que en el
cibersexo –donde la interacción participativa es un presupuesto- el anonimato
es divertido siempre que se dé la cara o, mejor: el sexo, ese depositario
último de nuestra identidad individual. Lo que uno esperaría encontrarse en las
redes sociales es un conjunto de anónimos de identidad difusa que jueguen
estratégicamente mediante máscaras y autoficciones. Esta es la imagen
complaciente que nos formamos de nosotros mismos habiendo escapado de una vez
por todas a las exigencias de decir yo, las obligaciones de tener un nombre
propio, emancipados de los códigos de la identidad personal. Y sin embargo la
identidad regresa aún en su versión mediatizada. Los roles y los códigos de
conducta no desaparecen sino que se adaptan a las circunstancias. La identidad,
esa enfermedad del nombre, no
desaparece con la aparición de los metamedia, sino que se flexibiliza: las
redes sociales explicitan como, lejos de ser una mónada autosuficiente, el
individuo es un campo de fuerzas modulado específicamente por los otros. Lo que
uno se encuentra cuando entra, por ejemplo, en Facebook, son perfiles
detallados, radiografías exhaustivas de cada individuo, personalidad o
asociación, donde la mentira no juega un papel tan relevante como la elusión.
Así, por ejemplo, no es habitual que la gente finja tener otra edad en las
redes sociales. En caso de no identificarse con la suya uno puede permitirse no
ponerla, eludir ese factor, y así ahorrarse el que todos sus conocidos le
feliciten cuando no es su cumpleaños, incluido aquellos amigos más íntimos, de
los que uno esperaría una felicitación el día de su cumpleaños, amigos que,
siguiendo la tónica general, se han resignado a no aprender de memoria fechas
importantes y que, por lo tanto, apenas manejan otra información que la
suministrada por las redes sociales. El efecto psicológico característico del
contacto metamediático no es ni la sensación de ser engañado, ni la incertidumbre
acerca de la veracidad de los perfiles ajenos, sino la sensación de
inconmensurabilidad a la hora de gestionar la propia fantasía, a la hora de
tener que tomar decisiones en la fijación de mi personalidad y en la elección
de mis relaciones. La pregunta por mi identidad involucra y me reenvía
inmediatamente a mi relación con los otros, y viceversa.
En suma,
nuestro objeto es la ética del internauta. Nuestra definición: toda modulación
ética parte del encuentro reiterado con el otro y avanza hacia el establecimiento
de códigos de reconocimiento y conducta entre aquellos que de este modo se
encuentran. Nuestra premisa: en un mundo cada vez más hiperconectado como el
nuestro se hace más difícil no entrar en contacto los otros. Nuestra
conclusión: la famosa aldea global pronosticada por Marshal McLuhan siempre
tuvo más de aldea que de cualquier
otra cosa. Según un estudio realizado en Francia, Alemania, Italia y Estados
Unidos, en el 2003 uno de cada cuatro e-mails enviados no salió del edificio en
que se originó (Castells, 2007: 286). A diferencia de lo que pueda dictar el
sentido común, no es cierto que se esté produciendo una desmaterialización ni
una deslocalización de los usuarios: la elección de los amigos, primero en
Messenger y después en Facebook, se realiza habitualmente con el objetivo de
consolidar las relaciones ya existentes, y la finalidad última de las
relaciones comenzadas en la Red Social sigue siendo el encuentro cara a cara.
En fin, cada vez hay más pruebas que sugieren que Internet potencia la glocalización, esto es: la adopción de
tecnologías globales para su uso local. Es más, se diría que se está
produciendo una regresión a una suerte de materialidad
audiovisual de los vínculos, a una suerte de regionalismo cibernético de las relaciones.
3. Gozo. Perversión. Trabajo
no retribuido.
De entre las virtudes más celebradas de la Red, tiene
una posición privilegiada lo que denominaremos la ideología de la disponibilidad total, que afirma que el
ciberespacio es un campo ilimitado de productos disponibles gratuitamente para
todos los usuarios. Según esta ideología, estaríamos ante la doble realización
de nuestros sueños consumistas y democráticos: un stock ilimitado de productos
para todos por igual, donde si algo no está disponible, pronto lo estará; un
supermercado que carece de límites estructurales, no reconoce ninguna
exterioridad y promete superar en la próxima actualización las limitaciones
actuales, producto de la contingencia histórica en que se halle el imparable
desarrollo tecnológico. Y es cierto que uno puede bajar películas del eMule –
en su defecto verlas on-line en Megavideo-, contemplar extasiado fotos de
propios y ajenos en Facebook, repasarse la obra completa de Heidegger,
Nietzsche o Derrida en castellano, o, en fin, elaborar un recorrido propio a
través del Museo del Prado, haciendo realidad la fantasía de André Malraux
sobre un posible Museo sin paredes
que no dependiera de la localización geográfica ni de la materialidad del
espacio. Así las cosas, uno estaría tentado a denominar la situación social
articulada entorno a la Web 2.0 con la expresión Estado de bienestar mediático: aquellos productos antaño
considerados un dispendio sólo al alcance de unos pocos hoy son reconocidos
como una suerte de necesidad de segundo grado. Esta situación estaría asegurada
por la voluntad de interacción entre los usuarios –una de las condiciones para
entrar en el juego. Todo el sistema se articula en torno al principio del
trueque sólo que aquí, a diferencia de en los tiempos arcaicos, no se reconoce
ningún patrón de medida. Es la ausencia de patrón de medida lo que permite que
sistemáticamente se puedan hacer equivalentes, perfectamente intercambiables
entre sí, productos que –en principio- poseen diferente valor. En Scribd, por
ejemplo, uno puede bajarse la obra completa de Hegel con tal de que se suba
algo a cambio: desde una tesis doctoral hasta una cartulina con dibujos de los
cinco años. Aquí se encuentra la piedra de toque del sistema. La única
condición impuesta para los surferos de la Red es no cortocircuitar la
circulación de mercancías. Internet es, en definitiva, un procedimiento de
intercambio regido por un movimiento circular, ilimitado y expansivo, que se
adecua a la lógica del capital como anillo al dedo, con la salvedad de que le
falta un patrón de medida que establezca un principio equivalencial entre las
mercancías.
Hay lecturas menos utópicas de la situación actual de
la Red, que afirman que la disponibilidad anárquica de los productos, la
ausencia de propietarios explícitos de los medios de producción y, en
definitiva, la independencia relativa de la que goza Internet respecto de los
poderes fácticos no implica necesariamente una ruptura con la estructura
institucionalizada del capital, ni mucho menos señala a Internet como el instrumento que terminará con la lógica
de mercado. Todo lo contrario. Es muy probable que la situación actual
responda a las características de uno de los momentos del capitalismo mismo, en
concreto aquello que Marx denominó la acumulación
primitiva del capital. Cada vez disponemos de más evidencias en favor de la
tesis que sostiene que, tarde o temprano, Internet será regulado
institucionalmente. Dos ejemplos recientes: la propuesta para la ley Sinde que
prohíbe las descargas gratuitas y las demandas interpuestas por particulares
contra Google que exigen al buscador más potente de la Red que restrinja el
número de búsquedas acerca de su persona, ateniéndose para ello al Derecho de olvido. Y esto no es todo. La
revista Time nos da nuevamente la
clave.
2010, fin del trayecto. La revista Time designa persona del año a Mark
Zuckerberg, fundador de Facebook: Internet ya tiene al menos un propietario, el
sistema de intercambio de bienes ha encontrado su plataforma y su patrón oro.
Esa alteridad anónima, ese Otro generalizado de la Web 2.0 –en cuyo nombre esta
misma revista realizaba salvas al aire hace solo cuatro años— se ha terminando
particularizando en un otro muy pero que muy concreto, y además, mira por
donde, millonario. En una mirada retrospectiva, el presente nombramiento de
Zuckerberg matiza y arroja luz sobre el anterior nombramiento de los
internautas anónimos. Aquella condecoración de la alteridad mediática que, allá
por 2006, parecía un brindis al sol, un piropo de marketing sin destinatario, un inocente discurso demagógico en
tiempos revueltos donde, “como la genialidad brilla por su ausencia, ya se
sabe: a falta de héroes, buena es la people.”
Nada más lejos de la realidad. El subtexto de aquella portada de 2006 se podría
resumir, a mi juicio, como sigue:
Puesto que Internet ya no es un
simple sistema de almacenamiento de información, sino que se asienta sobre
sistemas interoperables con un diseño centrado en el usuario, la revista Time, en nombre de todos los
propietarios por venir de Internet, quiere dar por adelantado las gracias a
todos vosotros, sin los cuales la Web. 2.0 no se mantendría en funcionamiento
ni un solo instante. Os necesitamos, a todos vosotros, bloggeros, facebookeros
y surferos varios de todo pelaje y condición. Gracias por vuestro ocio no retribuido. Gracias, en resumen,
por vuestra adicción al trabajo, por ser unos workaholic empedernidos, hasta el punto de trabajáis aún sin
saberlo, especialmente en el momento en que buscáis relajaros, dedicaros “en
vuestro tiempo libre” a subir un par de fotos a FB, poner al día vuestra lista
de hobbies, reestructurar vuestro catálogo de planes para el futuro lejano o el
fin de semana que viene. Con todas estas actividades que, claro, vosotros
realizáis libre y voluntariamente, estáis arrojando al mercado perfiles de
consumo que luego utilizarán las empresas publicitarias para ofreceros justo aquello que estabas buscando. Gracias por codificaros como
consumidores potenciales sin cobrar nada a cambio. Algunos se han enriquecido a
vuestra costa, pero vosotros habéis obtenido, y seguiréis obteniendo en el
futuro la realización de vuestros sueños. El círculo de la producción se cierra
y todos felices.
¿Cuál es la conclusión que se puede extraer de este
subtexto? Muy sencillo: en la era de la
ilusión mediática, el ocio constituye la plusvalía que se le sustrae al
trabajador no asalariado. Este ocio se basa en la aportación gratuita y
voluntaria de información acerca de las relaciones y las aficiones personales
de un individuo. Mediante esta exposición de la vida íntima a través de redes
sociales, el individuo obtiene reconocimiento por otros miembros de la
comunidad y es susceptible de ser objeto de una campaña publicitaria a nivel
microfísico que le tenga a él como único consumidor potencial de un producto
hecho ex profeso y a medida. Al igual
que el proletario novecentista, reducido por la dinámica social a su fuerza de
trabajo, el miembro de la Red Social sólo dispone de sus gustos y relaciones
personales. Ahora bien, las relaciones entre las empresas publicitarias y los
usuarios de Internet se aleja de los parámetros inherentes a la relación entre
el trabajador y el propietario de los medios de producción, asemejándose con
todo a una relación de explotación colonial: el sometimiento ante un gran Otro
que coloniza, conquista y normaliza las más íntimas aspiraciones de un
individuo, extrayendo de él la materia prima de la publicidad y devolviéndole
el producto manufacturado de sus aspiraciones. Nativo digital es una expresión eufemística para referirse a la
nueva generación de proletarios digitales o, para ser más exactos, la nueva
generación de indígenas digitales explotados por una potencia colonizadora para
quienes el producto del ocio sustraido regresa codificado como objeto de
consumo, manufactura gozosa, realización de sí.
La diferencia fundamental con siglos anteriores
estriba en que el indígena digital no se halla sometido a la relaciones de
dominación convencionales, cristalizadas entorno a la figura el Amo y Esclavo,
tal y como la analizó Hegel en la Fenomenología
del Espíritu y la interpretó Lacan en su Seminario. Mediante la imposición del trabajo, el Amo se asegura de
posponer el momento en que el deseo del Esclavo alcance su consumación. El
trabajo es para el Esclavo una suerte de placer diferido que impide la
realización gozosa de sí. Como se puede percibir, esta no es la situación de
los esclavos voluntarios sometidos a la dinámica de los metamedia. Éstos no
difieren su deseo a través del trabajo, sino que lo consuman a través de él. Es
aquí justamente donde se encuentra, según la teoría psicoanalítica, la
perversión: el padre no solamente exige ser obedecido, sino además amado en el
ejercicio de la subordinación. Aquello que el superego impone no es otra cosa
que gozar en el cumplimiento del deber. En palabras de Zizek:
“el psicoanálisis no trata del padre
autoritario que prohíbe el goce, sino trata del padre obsceno que lo manda, y
por eso produce impotencia y frigidez. El inconsciente no es secreta
resistencia a la ley, sino la ley misma. […] Para el psicoanálisis, la
perversión de la economía libidinal humana es lo que sigue a la prohibición de
alguna actividad placentera, no a una vida con estricta obediencia a la ley y
privada de todo disfrute sino una vida en la que el practicar la ley provee su
propio disfrute, una vida en la que el cumplimiento del ritual destinado a
tener a raya a la tentación ilícita se convierte en el origen de la satisfacción
libidinal.” (Zizek, 1999)
Mark Zuckerberg es para la Web 2.0 lo que fuera Kurz,
el personaje de El corazón de las
tinieblas, para las relaciones coloniales de dominación durante el siglo
XIX. Este tipo de figuras nos recuerdan que al final de la barbarie, el gozo y
la incivilización de los primitivos se encuentra el mandato de un burgués
acomodado. Como ya dijera Eloy Fernández Porta a propósito de los reality show:
“vivimos en una cultura de la adicción al trabajo, y en ella existen espacios
mediáticos donde se pone de manifiesto que la vida íntima, antaño concebida
como rancho aparte, no sólo ha sido perneada por las exigencias laborales, sino
que ha sido trasladada por entero a la esfera de producción.” (Fernández Porta,
2010: 130).
BIBLIOGRAFÍA.
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narrador” en Obras, libro II, volumen
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FERNÁNDEZ
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ILLOUZ, Eva: (2007) Intimidades congeladas, Katz, Buenos
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[Originalmente publicado en AA. VV.: Red-acciones, Caslon Libros, Valladolid, 2011. Parcialmente reproducido en Primer acto. Invierno 2014.]