29 de octubre de 2014

Invitados #8: Richard Feynman, ¡Feynman cerdo machista!

         Algunos años después de dar unas lecciones a los estudiantes de primer curso de Caltech (que fueron publicadas con el título de Feynman Lectures of Physics) recibí una larga carta de un grupo feminista. En ella me acusaban de prejuicios contra las mujeres, a causa de dos historias: la primera era un análisis de las sutilezas de la noción de velocidad, en la cual intervenían una conductora que era detenida por un agente de tráfico. Discutían sobre la velocidad a la que circulaba, y yo ponía en boca de la conductora objeciones válidas a las definiciones de velocidad que daba el agente. La carta decía que yo hacía parecer estúpida a la conductora.
         La otra historia objeto de sus críticas estaba referida por el gran astrónomo Arthur Eddington, quien acababa de averiguar que las estrellas obtienen su energía por combustión atómica de hidrógeno, mediante una reacción nuclear que produce helio. Eddington refería la forma en que, en la noche siguiente a su descubrimiento estaba sentado en un barco con su novia. Ella dijo: «¡Mira qué hermosas brillan las estrellas!», a lo cual él había replicado, «Sí, y ahora mismo soy el único hombre en el mundo que sabe la causa de que brillen». Eddington estaba describiendo una clase maravillosa de soledad, la que se tiene cuando se hace un descubrimiento.
       La carta sostenía que yo afirmaba que las mujeres son incapaces de comprender las reacciones nucleares.
           Imaginé que carecía de objeto tratar de responder con detalle a sus acusaciones, por lo que les respondí con una breve carta donde les decía, «¡Venga, hombre, no fastidies!».
            Inútil decir, aquello no funcionó demasiado bien. Me llegó otra carta: «Su respuesta a nuestra carta del 29 de septiembre resulta insatisfactoria…» bla, bla, bla. La segunda carta advertía que de no revisar el editor las cosas que ellas objetaban, íbamos a tener dificultades.
            Hice caso omiso de la carta y olvidé el asunto.
         Más o menos un año después, la Asociación Americana de Docentes de Física me concedió un premio por escribir aquellos libros, y me pidió que hablase en su congreso de San Francisco. Como Joan, mi hermana, vivía en Palo Alto, a cosa de una hora de coche, pasé la noche en su casa y fuimos juntos al Congreso.
          Al acercarnos a la sala donde debía pronunciar mi charla, nos encontramos gente repartiendo octavillas entre todos los que entraban. Joan y yo cogimos una cada uno y le echamos una ojeada. El lo alto decían «UNA PROTESTA». Seguidamente ofrecían citas de las cartas que me habían enviado, y mi respuesta (completa). Para terminar se decía en grandes letras «¡FEYNMAN, CERDO MACHISTA!».
            Joan se detuvo súbitamente y dio la vuelta apresuradamente: «Son muy interesantes», le dijo a la manifestante. «¡Me gustaría tener algunas más!»
            Le conté lo sucedido mientras entrábamos en la sala.
      En la parte delantera de la sala, cerca del estrado, se encontraban dos mujeres muy prominentes en la Asociación de Docentes. Una de ellas tenía a su cargo los asuntos femeninos dentro de la organización, y la otra era Fay Ajzenberg, una profesora de física que yo conocía, de Pennsylvania. Me ven bajar hacia el estrado acompañado de una mujer que lleva un puñado de octavillas y me habla. Fay se dirige a ella y le dice «¿Sabía usted que el Profesor Feynman tiene una hermana a quien animó a estudiar física y ha llegado a doctorarse en física?».
«Desde luego que lo sé», respondió Joan. «¡Esa hermana soy yo!»
Fay y su asociada me explicaron que las manifestantes eran un grupo —irónicamente, dirigido por un hombre— que no se cansaban de perturbar cuantas reuniones tenían lugar en Berkeley. «Nos sentamos una a cada lado de usted para hacer ver nuestra solidaridad, y justamente antes de que vaya a hablar, yo pronunciaré unas palabras para acallar a las manifestantes», ofreció Fay.
Dado que antes de intervenir yo habría otro orador, tuve tiempo para pensar algo que decir. Le agradecí a Fay su ofrecimiento, pero lo decliné.
En cuanto me puse en pie para hablar, media docena de manifestantes avanzaron hasta la delantera del salón de actos y desfilaron justo al pie del estado, agitando en alto sus letreros y salmodiando. «¡Feynman, cerdo machista! ¡Feynman, cerdo machista!».
Comencé mi alocución diciendo a las manifestantes «Lamento que la brevedad de mi respuesta a la carta de ustedes las haya hecho venir innecesariamente. Hay lugares más serios a los que dirigir la atención para mejorar la situación de las mujeres en la física que estos errores relativamente triviales —si así es como quieren llamarlos— en un libro de texto. Pero, después de todo, tal vez haya sido buena cosa que hayan venido. Pues las mujeres son efectivamente víctimas de prejuicios y discriminación en física, y hoy, la presencia de ustedes aquí nos recuerdan a todos tales dificultades y la necesidad de ponerles remedio».
Las manifestantes se miraron unas a las otras. Los cartelones que alzaban empezaron a bajar lentamente, como las velas al amainar el viento.
Proseguí: «A pesar de que la Asociación Americana de Docentes de Física me haya concedido un premio por enseñar, he de confesar que no sé hacerlo. Nada, pues, tengo que decir sobre enseñanza. Quisiera en cambio hablar de algo que resultará especialmente interesante para las mujeres que me están escuchando: me gustaría exponer la estructura del protón».
Las manifestantes bajaron sus letreros y salieron. Mis anfitriones me contaron después que jamás el hombre aquel y su grupo de protesta había sido vencido tan fácilmente.
(He descubierto recientemente una transcripción de mi discuros, y lo que dije al principio no parece ni de lejos tan dramático como yo lo recuerdo. ¡Lo que recuerdo haber dicho es mucho más maravilloso que lo que dije en realidad!)
Después de mi intervención, algunas de las manifestantes volvieron a la carga para presionarme sobre la historia de la conductora. «¿Por qué una conductora?», insistían. «Está usted dando a entender que todas las mujeres son malas conductoras».
«Pero la mujer hace parecer idiota al agente», dije yo «¿Por qué no les preocupa a ustedes la policía?»
«¡Porque eso es lo que es de esperar de un policía!», dijo una de ellas. «¡Son todos unos cerdos!»
«Pero es que debería importarles», dije yo. «En la historieta del libro olvidé decir que se trataba de una agente».

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