5 de junio de 2013

Bañistas y charlacanes

La zarpa de Niall Ferguson me recuerda
a las garras de Habermas ante Ratzinger:
la escuela teoclásica contraataca de nuevo. 

Cuando los focos calientan, las cámaras enfocan y las grabadoras recuerdan, los economistas también se ponen en evidencia. Apremiados por la atención mediática excesiva que incide sobre sus hombreras, hemos asistido en los últimos años a un encadenamiento de cagadas memorables, gestadas por ciertos peritos en la materia. Apenas ha terminado de hablar uno, y por culpa de otro, ya sube el pan de nuevo. Cuántas veces habrá repetido David Harvey la anécdota de los miembros de la London School of Economics siendo puestos a caer de un burro por las preguntas de la Reina de Inglaterra. Isabel quiso saber, allá por 2009, porqué los economistas británicos, siendo tan expertos como son, no habían predicho la crisis. Una pregunta que se hace toda hija de vecina: ¿dónde quedó la capacidad de predicción y de prevención de nuestros asesores financieros? Estos contestaron que cantidad de personas inteligentes habían dedicado su carrera a estudiar —por supuesto— los menesteres del modelo económico, pero ignorando todo este tiempo —por desgracia—  los riesgos sistémicos del mismo (sistemic risks), y de ahí la inopia. Desde entonces, las metidas de gamba no han cesado. ¿Tiene Ud. un grado en ADE? ¿Quiere arruinar su reputación? Pida turno, por favor. El último de la cola es el historiador económico Niall Ferguson.

En un artículo reciente, William K. Black ha analizado la retórica que utiliza Ferguson para calumniar a sus oponentes teóricos. Perífrasis, insinuación o indirecta son las palabras requeridas para caracterizar las recientes especulaciones psicoanalíticas del historiador. El autor de The War of the World parece haberse arrogado el derecho de charlacanizar a diestro y siniestro entre sus compañeros de disciplina, ya sea oteando síntomas de traumas infantiles en el horizonte, o convirtiendo en una patología la pluma polémica de Krugman, ya sea descubriendo túneles secretos entre la sexualidad y el pensamiento de Keynes, ya visitados con anterioridad por otros pensadores conservadores. Claro que esto, como todo, se realiza bajo la pátina discursiva de las corazonadas y de las tentativas en condicional o en subjuntivo. De ahí la importancia del circunloquio como aquella fórmula retórica que nunca puede faltar en las explicaciones supuestamente científicas, así como en las incursiones del francotirador solitario, quien puede rebajar sus afirmaciones taxativas y la graduación polémica de las mismas con ciertos «quizá» y ciertos «tal vez», que hacen las veces de salidas de emergencia, ideales para esconder la mano tras lanzar la piedra.
 
Ay, si el doctor
levantara cabeza.
Ahora bien, pensando el ladrón sobre su condición, no podemos ser tan duros con Ferguson, quien ya se psicoanaliza a sí mismo, ahorrándose el dinero del diván en sus escritos. En su último libro, La gran degeneración, encontramos una brillante declaración —para más señas— sobre la estabilidad emocional de nuestro querido historiador. Ferguson narra cómo la sangre que atraviesa sus arterias entró en ebullición cuando vino a descubrir que la casita en la playa que acababa de comprar —situada en South Wales, ignorante de él— daba en verdad a un montón de desechos esparcidos por la arena. «En lugar de Bajo el bosque lácteo —la obra de Dylan Thomas ambientada en una imaginaria localidad galesa—, aquello parecía más bien Bajo el cartón de leche. Enfurecido, y quizá [sic] dando muestras de los primeros síntomas de un trastorno obsesivo-compulsivo, empecé a acarrear y llenar bolsas de basura negras cada vez que salía a dar un paseo». Esta historia tiene un final agraciado —colorín, colorado— gracias a la generosa contribución del Lions Club, una asociación filantrópica fundada por hombres de negocios retirados de Chicago, que desplegó toda su capacidad organizativa, limpiando la costa en un santiamén.

El feliz relato de los bañistas de Gales contiene una moraleja sobre la mentalidad del historiador económico, quien prefiere deshacerse en elogios hacia la sociedad civil británica del pasado, antes que denunciar la ausencia de regulación gubernamental en materia de desechos marítimos, confiando en las intenciones bondadosas del entramado onegeinista que —desde mediados de los años 80— satisface por cuenta propia las funciones sociales de un Estado del bienestar en retirada completa. Curar antes que prevenir, es la máxima de Ferguson. El historiador vuelve a demostrar su violación de los axiomas de la teoría de la racionalidad, dada su escasa aversión hacia los riesgos sistémicos, especialmente cuando se trata de asuntos que afectan a otras personas, mientras arremete —lanza en ristre— contra la Food and Drugs Administration (FDA): «La justificación  que se da por las rígidas normas de la FDA es evitar la venta de un fármaco como la talidomida. Pero la consecuencia no deseada es, casi con certeza, permitir que mucha más gente muera prematuramente en comparación con el momento en que habrían muerto a causa de los efectos secundarios de haber existido un régimen menos restrictivo». ¿Se han fijado en la posibilidad de escapada, en la valentía desde la barrera, en la llamada de retirada, contenidas todas ellas en ese «casi con certeza»?

Eramos pocos y se pulverizó
el Record Guiness de bañistas
desnudos: 400 en Gales.
La gran degeneración es un título de traca para un libro de divulgación que pretende petardear los bajos fondos del discurso demagógico en materia económica. Echando más leña a la hoguera, sin embargo, Ferguson se permite algunas filigranas políticas en su Introducción, gracias a los siempre presentes comentarios sobre la escasa calidad democrática de los sistemas electorales actuales, nunca dirigidos sobre el sistema bipartidista estadounidense. «En apariencia, los legisladores de países como Rusia y Venezuela son elegidos en las urnas, pero ninguno de ellos puede calificarse como una verdadera democracia a los ojos de los observadores imparciales, y no digamos ya a los de los líderes de la oposición local», sentencia el historiador económico, amalgamando su particular diatriba antichavista con el paralelo moscovita, despreciando las variaciones entre ambos regímenes,  y dibujando —sin duda— un peculiar camino hacia la imparcialidad democrática, cuando posiciona las declaraciones partisanas de los opositores electorales venezolanos, que por sus actos en las calles los conocemos, muy por encima de la escala de valores de los observadores internacionales, cuyos informes suelen refrendar por mayoría —pace Ferguson— la regularidad del procedimiento de selección de los gobernantes.

Entrando en materia, La gran degeneración resume las explicaciones principales sobre el desarrollo económico expuestas con mayor enjundia por autores como Douglas North, Jim Robinson, Daron Acemoglu, Paul Collier, Hernando de Soto o Andrei Shleifer. La premisa del análisis institucional neoclásico —en las palabras de la tribu de san Pablo Ferguson— es simple, sencilla y para toda la familia: son los diseños institucionales quienes explican el desarrollo diferencial y coordinado de la economía mundial. Este programa de investigación historiográfico se bautiza a sí mismo como comparatista, pero resulta sorprendente, por el contrario, la ausencia de un estudio profundo sobre las relaciones dinámicas entre los modelos económicos que están siendo puestos bajo la lupa. Estos modelos tuvieron concreciones históricas muy concretas, cuyo destino y cuya suerte no está predestinado de antemano, y menos aún escrito en la sólida piedra del entramado institucional interno. Las relaciones con el entorno también importan. Sin embargo, el antecedente inmediato del sistema económico mundializado, el origen de los agravios económicos comparativos, hablamos del colonialismo, queda borrado de un plumazo de este esquema de interpretación. Si me permiten la analogía, diría que los institucionalistas recuperan en el nivel teórico más abstracto la vieja cantinela sobre la autarquía como objetivo a alcanzar cuando comparan los distintos modelos como si fueran casillas estancas de un enorme fichero donde las partes solo comparten entre sí la mera contigüidad. Una vez reducida a mera contraposición, la comparación histórica termina redundando en un fetichismo sobre el milagro europeo, me temo.


Otra característica de la vulgata institucionalista contenida en La gran degeneración es la sorprendente conjunción entre la picardía del aprendiz de brujo y la reserva del maestro de la sospecha que despliega Ferguson en sus páginas. A caballo entre el politicastro desmelenado y el economista austríaco, Ferguson establece correlaciones unívocas entre capitalismo y democracia, en la mejor estela de los thinkers de la novísima izquierda anglosajona, pero también mantiene sus reservas en materia de economía política, anonadado por la complejidad irreductible de los intercambios mercantiles, ante los cuales solo cabe dejar hacer & dejar pasar —como dicen los franceses— y que los agentes privados solucionen el entuerto. Apoyado sobre este dueto, Ferguson analiza con detalle cuestiones políticas de actualidad, recetando siempre que puede el bálsamo de Fierabrás del Estado de derecho, y echando pestes de cualquier intervención del gobierno que no sea la contemplación pasiva de los sucesos. El historiador amplía hasta la náusea la letra pequeña de los programas de estímulo tímidamente propuestos por la Obama Administration, entrando hasta la minuciosidad y el detallismo de un colegio de abogados, para destacar cómo la Dodd-Frank Act —por ejemplo— se entromete en cuestiones de género, materias allende las competencias de cualquier legislación financiera, tales como el número de mujeres contratadas por las instituciones que manejan el dinero. Sea como fuere, toda legislación es deficiente por defecto, salvo aquella que incrementa el libre albedrío de los agentes privados, pues «no está claro en absoluto cómo obligar a los bancos a tener más capital o a hacer menos préstamos puede ser incompatible con el objetivo de una recuperación económica sostenida».  


Sin embargo, cuando toca hablar de las virtudes de la Common Law anglosajona, el historiador no se queda corto en sus libaciones a las deidades liberales. Niall Ferguson se quita la toga, se afloja la corbata y se sirve una copa, o así nos imaginamos a este caballero andante del liberalismo, mientras sentencia la siguiente boutade antológica, que los editores habrían hecho bien en situar en la faja del libro. «Pocas verdades son hoy —sentencia— más universalmente reconocidas que la de que el imperio de la ley —en particular en la medida en que sirve de freno a la “codiciosa mano” del Estado voraz— conduce al crecimiento económico», aunque el incremento del PIB europeo durante el liberal siglo XIX —añadiríamos nosotros— palidezca ante el crecimiento exponencial de las economías reconstruidas, y protegidas por el paraguas del Welfare State, después de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo, la amalgama entre incertidumbre y revelación, la síntesis entre las intuiciones reveladas a la conciencia del historiador y las suspicacias despertadas por los gobiernos actuales, no hace sino sugerir —perhaps— alguna suerte de disonancia cognitiva partisana en el pensamiento de Niall Ferguson. Que él mismo se lo ausculte.

El mentado encuentro
Habermas vs. Ratzinger.
Ex ungue leonem. 

[Publicado  originalmente en Sin Permiso. 2 de junio de 2013.]