9 de junio de 2013

¿Cuántos editores se necesitan para apagar una bombilla?

La calma antes de la tempestad.

La primera adivinanza tiene su aquél: ¿cuántos editores se necesitan para terminar con la posibilidad de hacer dinero vendiendo libros? Ignoro el número exacto. Pero imagino que el nutrido puñado de editoriales que se meten el codo hasta los higadillos por hacerse con un hueco en el panorama literario español se aproxima bastante a la cifra imaginaria. Yo diría —si me permiten el detalle económico— que en condiciones ideales de competencia —de ser cierta la teoría del equilibrio— los precios expresarían los costes marginales de producción, los beneficios se reducirían a mínimos históricos, el mercado de los libros no sería inflacionario, como nos parece a todos los que conocemos un poco (no mucho) sus entresijos, sino competitivo en grado sumo. La joya de la corona española, el orgullo de Don Mariano, el baluarte de la eficiencia: todos esos epítetos se ganaría el sector editorial patrio si la susodicha teoría fuera aplicable a este caso. Desgraciadamente, los economistas tienen tantos problemas como los editores en cuanto a adecuación empírica y a realismo metodológico se refiere. Total, que en la burbuja que desborda la mesa de novedades de La Central —día sí, día también— se han juntado el empacho y las desganas de comer, por cuenta de los de los consumidores, con el entusiasmo y el wannabismo de los productores. Lectores hastiados ante la nonagésina edición (¡ahora ilustrada!) de El Gran Gatsby. Editores wannabes que quieren meterte la cuchara hasta la traquea. Y allá va el avión: tapa dura (+5€), dibujitos (+5€), epílogo crítico de Alejandro Magno (+5€). Suma y sigue, amigo. Y date con un canto en los dientes, que Los enanos también empezaron pequeños, como titulara en una memorable ocasión Wener Herzog. Y claro, la falta de dinero por ambas partes ha hecho estragos. La segunda adivinanza también tiene su aquél: ¿cuantos leuros mensuales necesita un omnilector (prosa, poesía y ensayo) para garantizar una ración saludable de alimento espiritual no pirata y en papel? Vuelvo a ignorar that figure, pero me juego la mano derecha —tan seguro ando— a que roza los cuatro dígitos. Así pues, Mileuristas, ¡vuestro es el mundo para tomarlo!

A todo esto Random House Mondadori publica Condenada de Chuch Palahniuk. A falta de tiradas que superen los 5.000 ejemplares por barba, entiendo que la diferencia entre ser diminuto y haber alcanzado la mayoría de edad en el negocio de encuadernar folios estriba en detalles como tener el monopolio en castellano de escritores como Palahniuk, narrador de sandalias doradas y autor del Club de la lucha (que nunca falte ese epíteto en la portada). Cuando hablamos de Condenada, por tanto, hablamos en realidad de un libro mesiánico y necesario: no solo salvará el balance de negocios trimestral del sello en cuestión (crucemos los dedos) sino que además financiará la publicación en papel de todos esos narradores patrios y ajenos que no se comen un colín entre los lectores, todos esos modernos que, además de contar historias entre semana, ejercen de críticos algunos findes y muerden la mano que les alimenta, vaya si la muerden, soltando que Palahniuk es un escritor mainstream («¿Habráse visto?»), un narrador acartonado («¡Noooo!»), que sus libros se venden en aeropuertos, que las versiones en pantalla y a color son mejores que los originales en negro sobre blanco. Todo muy cierto, claro. Pero ello no quita que el americano sea un artesano de la narración que nunca falla a la cita con los lectores. Esta última es una frase convencional para un narrador convencional. Y es que en Palahniuk todo está correcto y bien ordenado. Lo cual no es poco.



Condenada pertenece a una raza mestiza de novelas a caballo entre el cuestionamiento del arquetipo y la novela de aventuras. El libro narra el descensus ad inferos de una joven recién muerta de trece años. Alicia en el País de Satanás se encargará de desmontar algunas cosas que todos dábamos por sentado sobre el más allá de los malos: en lugar de ríos de lava tenemos lagos de esperma; la Ciudadela de Belcebú ha sido sustituida por un proyecto urbanístico en constante expansión desde el periodo sumerio hasta Frank Gehry; y un largo etcétera. Hay algo que sin embargo no cambia entre los muertos. Los cadáveres interesantes siguen condenados a vagar penantes por toda la eternidad bajo nuestros pies, en lugar de encontrar descanso infinito sobre nuestras cabezas. Desde Virgilio a Dante, el Infierno ha estado a reventar de famosos: basta con pasearse por los mille plateux de Telecinco (bocata de salchichón en malo) para intuir tal cosa. En esta ocasión, no falta en el catálogo de vanidades el propio Charles Darwin, quien viene a reconocer sus errores y otorgar la razón a los creacionistas de Kansas; momento previsible donde los haya en un relato satírico con más lugares comunes que un mitin político, todo sea dicho. Más interesante resulta, en términos de crítica sociológica, las lanzadas a moro muerto que amaga Palahniuk contra la generación de sus padres. Se ha convertido en un lugar común el mofarse de los adláteres del sesentayochismo. Y Palahniuk no está tan servido de mano como para no hacer leña del árbol caído. Vaya como muestra la siguiente descripción de una fiesta de cumpleaños donde la piñata contiene golosinas placer adulto:

Algunas de las imágenes más atroces del infierno resultan directamente risibles cuando se las compara con la imagen de una generación entera de adultos desnudos y peleándose en el suelo, jadeando y forcejeando en plena refriega frenética por quedarse con un puñado de cápsulas desparramadas de codeína de efecto retardado.

A todo esto Madison, la protagonista, ha muerto de sobredosis de marihuana en un internado. Entre las claves del relato se cuenta la conciencia de clase mostrada por la muy madura Madison, quien declara: «NI DE COÑA lamento no llegar a adulta y que me salga sangre todos los meses del potorro y tener que aprender a conducir un vehículo de combustión interna de combustible fósil y ver películas espantosas de esas que no se pueden ver sin un padre o tutor legal, para después beber cerveza en jarras y sacarme una licenciatura con beca deportiva en historia del arte antes de que un chaval me rocíe de semen por dentro y a mí me toque cargar con un bebé gordinflón en la tripa durante casi un año». Asimismo destaca el amplio léxico que puede llegar a exhibir una persona de esa edad, para sorpresa de unos despistados lectores que se reconocen en su sabiduría inopinada: ellos (nosotros) también conocen (conocemos) esas palabras esdrújulas. De este modo, la narración está punteada por apartes de la narradora, quien nos recuerda cada poco, como si estuviéramos ante un examen de lengua en primera persona, los términos raros que saltean la sintaxis de Palahniuk. El arranque de cada capítulo con una suerte de misiva a Satanás refuerza la ilusión de intimidad, el efecto de dietario. Los comentarios sobre Jonathan Swift y los Viajes de Gulliver en el capítulo décimo, por el contrario, apuntan hacia la hipótesis de la evaluación continua. Y aquí encontramos otro de los elementos que caracterizan la narración palahniukista: la presencia de elementos de sabiduría universitaria diluidos entre la asequible papilla del relato de aventuras. La presencia de un personaje sabelotodo en materias teologales garantiza, como quien no quiere la cosa, que nuestras entendederas enfilen la cama un poco —solo un poco— más llenas de saber. Lo dicho, no te acostarás sin saber algo nuevo.