30 de mayo de 2013

Lena Dunham Delayed

Esta semana tiramos del pasado.
Nos remontamos un mes en la memoria.
Hablamos de festivales, gente atrapada,
modernos (cómo no) y risas con hache,
además de palomitas penadas con cárcel.

¿Se han fijado? Las sesiones de los indie festivals nunca comienzan a la hora. Tal es su independencia, para mayor honra, respecto del horario comercial. Una rigurosa falta de puntualidad viene a ser el remedio de la abuela contra la carencia de anunciantes. A falta del pan financiero, buenas son las colas de espera. Celebrado entre el 25/04 y el 3/05, el Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona, el D’A de 2013 para los amigos del séptimo arte, no iba a ser para menos. Mi economía política doméstica tiene un límite para las entradas a 6 € & 50 cent. (descuento de estudiante incluido) pero todas las sesiones que visioné con mis propios ojos, cuya cantidad podemos enumerar con los dedos de la mano, contaron con la presencia de algún benévolo proyector, quien tuvo a bien el conceder a sus retrasados espectadores los cinco, diez, quince y hasta veinte minutos de justicia impuestos por los cánones de la cortesía española. Como retrasado con conciencia de estirpe que soy, ello, este ademán liberal, este gesto de magnificencia, esta holgura con los tiempos no supuso ningún alivio para mí. Llegaba tarde y corriendo —como siempre— a los cuarteles del CCCB. Mi reloj de bolsillo indicaba las 19.50. La película empezaba, según la parrilla, a las 19.45. La common law del lugar me daba todavía unos minutos extra. Estaba perdido, sin embargo. Yo suelo llegar cuando las cosas ya han empezado, ¿qué hace la gente con su tiempo libre en una sala de cine?

Las palomitas & la Coca-Cola estaban verboten para mí. Ya había probado el experimento hace unos años, en los Renoir de Tirso de Molina (MAD), durante el estreno de La cinta blanca, y no quería volver a experimentar el nazismo cultural en mis carnes. Ojos en llamas tras gafas de pasta, ¿se imaginan? La realidad puede llegar a ser más violenta que cualquier Haneke. Casi tan estricta como la etiqueta del espectador refinado. Da igual que la película sea una comedia de costumbres neoyorquina o un drama campesino mitteleuropeo: hay que verla con los brazos cruzados, las piernas cruzadas, o las palmas de las manos bocarriba, posadas sobre las rodillas —esas son las opciones. En cuanto a las risotadas enlatadas, siempre serán recibidas con los brazos abiertos en estos entornos, pues incorporan un distanciamiento brechtiano en relación a la contemplación estetizante burguesa, y es costumbre el mofarse a mandíbula batiente ante un Beckett o ante un Lynch, incluso en el MoMa ante un Duchamp, como pude comprobar una semana antes —una vez más— en el hilarante y refinado estreno de los Ilusos de Jonás Trueba, dentro del renovado y hipsterizado Matadero de Madrid, donde todas las señoras de la sala se partieron la caja, como mandan los cánones, nuevamente. (El nivel de las risas me suscita, de hecho, un interrogante. ¿Cuántas primas hermanas tiene Jonás para componer tamaño coreografía de sonrisas? Nunca llegaremos a saber la cifra exacta, me temo.) Como decía, retomando el argumento, a diferencia del ha-ha-ha de la carcajada limpia, el fru-fru de la pajita del refresco, el glub-glub de nuestras tráqueas animales y también el crunch-crunch de los maxilares inferiores introducen un ruido de fondo estomacal plebeyo y fuera de tono. Yo veo series mientras cocino, así que pelillos a la mar —por mi parte— y ¡larga vida a los taperguares! Pero habíamos venido a contemplar cinéma d’auteur. Tocaba sentarse a esperar y aburrirse, por añadidura, un poquito nada más.
 
Las palomitas
mejor no llegar a
 tocarlas si quiera.
Ya empieza el asunto, después de mucho esperar. Lucia Lijtmaer —la presentadora de la sesión— nos recuerda que Tiny Furniture —la película que estamos a punto de ver— no es Girls —la serie que todos hemos visto—. Ver para creer. Mismo reparto de actores, similar trama narrativa, idéntico escenario vital, ¿qué diferencias respaldan este enunciado? Para empezar, Lena Dunham ha simplificado el planteamiento narrativo, introduciendo el componente familiar. Allí donde la serie presenta un ambiente de fraternidad universitaria, o mejor dicho, los restos de amistad adolescente que la precariedad del mundo actual no ha apisonado, y Dunham realizar algunas variaciones narrativas con la materia prima contenida en una docena de perfiles sociales, la película simplifica el entramado de personajes, dejando de lado algunas figuras prescindibles —a mi juicio— del reparto original. En cuanto a la temática sociopolítica, todo igual en el frente: ante la fiereza del mercado de trabajo, una veinteañera obsesionada con las enfermedades de transmisión sexual, recién licenciada de alguna universidad americana, tiene que comerse su orgullo social de clase media, con guarnición de títulos, diplomas y certificados, y asimismo rebajar las aspiraciones intelectuales del cognitariado —que ella cree encarnar— a la altura miserable de una restaurant hostess, trabajo que consiste en apuntar las reservas de los clientes, durante el horario matutino, en una libreta de pedidos. ¿Menuda tragedia?, se preguntan. Menuda repetición, en realidad. Ese argumento está amalgamado a partir de la serie. Más interesante resulta, digo yo, las cuestiones generacionales que plantean los 98 min. de film. Frente a la confrontación antagónica entre progenie y progenitores que presenciamos en Girls, donde los nacidos en la década de los 80 aparecen como unos sacamantecas mimados y dependientes de la generación anterior, incapaces de encontrar una profesión a largo plazo, Tiny Furnitures sitúa esta dicotomía en perspectiva, incorporando la figura de la hermana adolescente y de la madre soltera (una vieja hippie), trasladando las complicadas relaciones de amistad a la estructura familiar, y mostrando también los conflictos que esta generación tiene con la camada inmediatamente posterior —los nacidos en los 90— quienes ya han incorporado, puestos bajo aviso, la ética protestante en su vida cotidiana.
 
Jemina Kirke. Madre embarazada
yonqui
. Atlante del katemossismo.

Sea como fuere, son las 19.55. Y todavía no ha empezado la película. Lucia Lijtmaer nos recuerda por segunda ocasión que no estamos ante Girls. En la cinta solo hay «some girls», nos recuerda por vez tercera. Tiradas en la cuneta se encuentran Allison Williams, quien interpreta en la serie a la morenaza Marnie Michaels, en el papel de veinteañera ordenada, con la vida planificada por completo, que termina perdiendo el Norte, y también Shoshanna Shapiro, la versión inocentona del consumismo americano, que Sexo en NYC representa en sus mejores momentos sexuales, rozando la cuarentena recién cumplida, y que Zosia Mamet encarna en sus primeros pasos, llenos de inocencia, credulidad y palabrería. El remanente femenino de esta austeridad en el casting de actores es Jemima Kirke. Jessa Johansson, para los amigos. En efecto, la hipster con acento británico que, durante la primera temporada, maquina la formación de un sindicato de babysitters, descuidando la atención de la muchachada que tiene a su cargo, para más tarde revolotear sobre el padre de las criaturas, y protagonizar una de las escenas lésbicas más entrañables de la serie, donde es llamada «Mary Poppins», y no sigo spoileando. La misma que, en la segunda temporada, en un capítulo que nadie puede spoilear, porque es una gema contenida en sí misma, sin relación con el resto de la trama, acompaña a la protagonista de la serie, a la propia Hannah Horvath, hasta las profundidades de la América Rural, con R mayúscula de Rodeo, donde el acento sureño se confunde con los dejes de Newcastle, las mujeres pueden mear detrás de un seto, y hasta el más pringao tiene una canita en pleno bosque, junto a las tumbas del cementerio, por ejemplo. Total, gran acierto para Dunham, el mantener a Kirke. Su sex appeal un tanto yonqui, en la mejor línea del Kate Moss Machine, salva alguna que otra escena de la película, que habría tenido que descender hasta los abismos del sitcom gag, en su ausencia, con tal de arrancar hasta el último

Hahahahahahahahahaha— del público.

Como contrapeso, tenemos a Alex Karpovsky. Yo pensaba para mis adentros, «Recórcholis: he aquí un buen actor», mientras los tramoyistas pasaban la película, y el público rumiaba sus palomitas imaginarias. Alex tiene todos los atributos requeridos para triunfar en el celuloide: mucha frente, mucha nariz y poca boca. Su mentón de Lama glama es imponente. Tiene una mirada descendente de órdago. Y su entonación es buena. En Tiny Furniture continúa interpretando su papel de petao, claro. A diferencia de la inglesa, su personaje carece de todo sex appeal. Se acuesta desnudo con mujeres preocupado en exclusiva por la sudoración de sus compañeras de cama. A pesar de su pecho de lobo, es un cordero sin gracia. Su relación con la protagonista es un boy meets girl fallido. El chico solo quiere alojamiento gratuito. Los problemas sexuales abarcan, por supuesto, bastantes metros en las cintas que ha grabado, durante su trayectoria cinematográfica, Lena Dunham. En los primeros capítulos Girls despunta una sexualidad mortecina, rutinaria y muy poco divertida, que contrasta por completo con la representación eufórica y falofórica, en ocasiones carnavalesca, que podemos encontrar en series —qué yo— como Californication, donde un escritor traumatizado llega a tener, solo en el episodio piloto, hasta cuatro lances sexuales: una felación para despertar de desayuno, mujer desnuda en la cama a mediodía, un poco de rollo sado durante la siesta, y algo de coitus interruptus tras la cena, ¡así cualquiera se pone a escribir! Tiny Furniture es, en varios sentidos, la culminación de este planteamiento. Culminación como nova más: la escena de sexo en el interior de una tubería con el guaperas de turno sintetiza la ambivalencia emocional de esa convención heterosexual que llamamos penetración vaginal. Pero culminación también como non plus ultra: en la galería del erotismo occidental, Lena Dunham es una invitada rolliza y tatuada, cuyos escarceos con los caballeros de Brooklyn se visten —alternativamente— o con un carácter mesiánico o con un aspecto bufonesco. Tertium quid non datur. El episodio quinto de la segunda temporada de Girls apuesta por la utopía: 24 horas de romance ininterrumpido con un adinerado y cariñoso médico divorciado, ¿quién pide más? Tiny Furniture, por el contrario, prefiere la broma fácil. He aquí una conversación entre una madre y una hija de manual de primero de carrera:
«¿Habéis tenido relaciones sexuales?» «Sí.» «¿En tu casa?» «No.» «¿En su casa?» «No.» «¿Entonces dónde?» «En otro sitio.» «¿En un hotel?» «En otro sitio.» «Madre mía, ¿en la calle?» «Peor que eso» «¿Qué hay peor que la calle?» «Una tubería industrial sobre la calle.»

Y los asientos detrás y delante, por todas partes, estallan en un Hahahahahahahaha. Y yo no paro de preguntarme, como hiciera otrora el ínclito Enrique Rey en FB, «¿en qué viajes, bajo qué climas, con qué gentes, durante qué aventuras habrá adquirido el público del CCCB esa maldita risa con hache aspirada?».

Tomar un Starbucks. Algo así como
el momento Hipster All-Bran. Violentado,
en este caso, por la cámara y por la prensa.