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5 de noviembre de 2014

Invitados #9: Bruno Galindo, Sopas para Tesla.

España Sin (Un) Franco es un congreso territorial. El título, salta a la vista, encierra dos períodos: franquismo y crisis. El fin de la dictadura más longeva de Occidente y el subsiguiente arranque de la Transición marcan el año cero. De ahí que la edad de los participantes sea clave: los 16 conferenciantes —14 hombres y sólo dos mujeres— son tan jóvenes como la joven España. Vienen historiadores, politólogos, expertos en derecho constitucional, filósofos y —según nomenclatura de Ernesto Castro, coorganizador junto a Javier Fuentes Feo y Antonio Hidalgo Pérez, gestores del Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo, el Cendeac de Murcia— trolls ilustrados. “Estamos haciendo este congreso para que los prejuicios se reafirmen —y entonces vayamos al duelo de pistolas— o se disuelvan”, bromea el primero de ellos. El programa se divide en cinco partes: Europa, Constitución, Estado, Comunidades Autónomas y Ciudad. Hay tres días para abarcarlo todo.

Día 1. Europa: choque de trenes
La gran esperanza liberal aboga por el desmantelamiento del Estado del bienestar. El otro ponente de la tarde escora al lado contrario. Se visibilizan dos polos antropológicamente antagónicos. Se prefigura un ellos y un nosotros. Pero ambos ponentes ponen un enemigo en común: la casta. Todo termina en una cordial cena.

Juan Ramón Rallo1984, doctor en Economía por la Juan Carlos I de Madrid y licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia, plantea el modelo social europeo como tara. El también director del Instituto Juan de Mariana pone como ejemplo Estados Unidos, tanto por sus políticas expansivas (a tope con el fracking) como porque allí el gasto público apenas roza el 33% del PIB (frente al 50% de Europa). Dice el autor de Una revolución liberal para España (Deusto, 2014) que Australia, Suiza o Singapur —donde no hay salario mínimo ni convenio colectivo, donde los más pobres, dice, ganan 3.000 euros— son aun mejores ejemplos de baja presión fiscal. En España, en cambio, el ciudadano sólo puede gestionar la mitad de su renta per cápita. Porque aquí casi 10.000 de los 15.500 euros de salario corriente se nos van en impuestos directos, indirectos o en Seguridad Social. El orador pronuncia con visible desagrado las expresiones obra pública y política social; detesta la palabra Estado. ¿Por qué Europa es un Estado tan gigantesco? ¡Excusa o pretexto para subir los impuestos a las clases medias! Los de Podemos (y otros) dicen: tenemos que parecernos más a Europa; que tributen más los ricos. Pero ojo: no puedes recaudar todo lo necesario para alcanzar un 50% del PIB sólo a través de las rentas altas. Habría que duplicar los impuestos al consumo. Subir aún más los impuestos a las clases medias y bajas. ¿Os gustan las socialdemocracias nórdicas? Pues así lo hacen ellas.
Las opciones son dos: o vamos hacia el opresivo régimen fiscal o progresivamente desmontamos el estado del bienestar, que, como dice Piketty en El capital del siglo XXI, sólo es bienestar del Estado. ¿Te gusta que Ana Mato gestione tu sanidad? ¿Que Wert gestione tu cultura? Porque al final el Estado del bienestar es eso: el burócrata que manda. El demandante vendido al oferente. Yo quiero pagar la sanidad que yo quiera, pero es que además tengo que pagar la pública. ¿La educación? También dos veces. Las pensiones públicas —un esquema piramidal y fraudulento—, lo mismo. Sé lo que estáis pensando: hay desprotegidos, pobres, minusválidos. Eso, con un 4% del PIB, se cubre de sobra. ¡Distribución estatal de la renta sólo para esos casos! El Estado está al servicio de las burocracias y de quienes lo han creado. De la casta. Que no nos obliguen a estar en el corral a quienes no queremos estar en él. Acabemos con el Estado del bienestar y vayamos a una sociedad del bienestar.
Gracias.
Aplauso.
—Utópico —valora un espectador.
        —Inapelable —dice otro.
        —Manipulador —opina un tercero.
        —Típico austríaco —concluye otro.

Isidro López1974, sociólogo, viene a hablar de Historia y política. Para él Europa es la construcción del poder neoliberal, no un infierno socialista. El miembro del Observatorio Metropolitano arranca identificando los dos polos del neoliberalismo: el utópico (el mercado como intercambio puro, sin poder ni sociedad; ahí, dice, vive el anterior ponente) y el pragmático (que tiene claro que hay una lucha por intereses colectivos: es el mercado a la conquista de las estructuras estatales). Éste —dice el coautor de Fin de ciclo: financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano (Traficantes de Sueños, 2010)— es el peor. A éste se dirigirá su ponencia. Quiere empezar revisando el nacimiento de la Unión Europea, y recordar que la UE actual es un producto de la crisis del capitalismo. Un dispositivo keynesiano-fordista en el que unos (funcionalistas) se propusieron la creación de espacios económicos, y otros (federalistas), la demarcación de objetivos políticos. Todo funcionó hasta la crisis de los ’70, que, más allá del aumento del precio del petróleo, planteó una crisis de gobernabilidad. Por un lado, el arreglo social empezó a darle problemas al modelo capitalista. Por otro, surgió una grave crisis de rentabilidad, marcada por el exceso de producción, la inflación, el desempleo… Asoman la Francia del ’68, la Inglaterra de Thatcher y los mineros, movimientos obreros salvajes en la España de la Transición. El caso es que la UE busca cesiones de soberanía en términos de Estado-nación para poder controlar sus turbulencias. Lo cual se va a visibilizar en una reestructuración: la primacía de las finanzas, la capacidad de negociación del trabajo, el ataque a las capacidades del Estado y una reorganización espacial según la cual distintos territorios del continente se van a dedicar a distintas funciones (en el centro, las fases de diseño; en el sur, los polos de construcción). En Maastricht-1992 cuajará el proyecto neoliberal que dejará como líderes al Reino Unido y Alemania. En España, la última esperanza de la clase media será la entrada en el euro.
Pero, ¿qué ha pasado en Europa —ese espacio sin política, esa mera configuración paraestatal— desde 2009? Pues que la esfera europea se ha politizado. Hay un vector de cambio: Europa nos manda. Y dos hitos. Uno es Grecia: primera batalla entre acreedores y deudores en el marco del default. Syriza. La forzosa redistribución. El planteamiento del impago. El otro hito es España. Nosotros somos la mayor contestación política a la que tiene que hacer frente la UE. Sobre todo el Banco Central Europeo. El rescate ha sido imposible porque no había dinero; lo que se hizo fue un rescate escalonado. La crisis de las cajas. Bankia. La total anulación del gobierno nacional ante la incapacidad de los políticos. La casta. La crisis que estamos viviendo ahora no es más que la crisis de los ’70 prolongada.
Gracias.
Aplauso.
        —Más humano —comenta un espectador.
        —También utópico —apunta otro.
        —Demócrata —interviene un tercero.
        —Paleomarxista —sentencia otro.
El debate promete. El centro social contra el instituto de empresa. Lo colaborativo contra lo elitista. Agua y aceite. Rallo insiste: “Un ingeniero del MIT es más pobre que una anciana que recibe una pensión”. “¿Cuánto tiempo mantendría su valor financiero Apple si se lo dieran a un burócrata?” López apunta: “El precio de la vivienda se comporta como un activo financiero”. “Estamos unidos.” Las posiciones se confrontan en diálogos como éste:
—Talento es alguien en un garaje creando Facebook.
—Pero Facebook es un largo proceso de trabajo social y cooperativo; una sola persona le da un certificado monopolístico, pero ha sido generado por vínculos sociales.
—Cualquiera podía haber creado Facebook, pero fue Zuckerberg. Las cosas no se crean solas, por choque exógeno. Si el mundo fuera como proponéis nos quedaríamos sin Facebook, sin Google, sin iPads o sin medicina personalizada.
—Me temo que lo que vosotros proponéis no tiene legitimidad democrática. Y eso va a llevar a un conflicto.
Alguien entre el público menciona al inventor Nikola Tesla, pionero de la ingeniería y genial promotor de la electricidad comercial. Aquél fue un genio per se, dice. En ningún caso se puede decir que fuera un producto social.
—Yo no conozco el caso de Tesla —argumenta López—, pero estoy seguro de que su mujer le llevaba la sopita para que él hiciera los cálculos.
        —La sopita tiene valor si se la llevan a Tesla —replica Rallo.
—Sin esa mujer no hubiera habido descubrimiento de ningún tipo. Forma parte de ese proceso social.
—Pero si me la llevan a mí no voy a ser Tesla. El valor de llevar sopitas depende del valor que genera Tesla. Si tú llevas sopas aleatoriamente no tendrás Teslas. Llevar sopas no genera Teslas.
Acaba la primera jornada en una cena de confraternización. Todos los ponentes, y también algún miembro del público que se ha unido por su cuenta, se relajan en un restaurante del centro. Zapping de conversaciones: “el pulpo es más inteligente que el cerdo”, “¿sabías que trigo se dice igual en Armenia y en Euskadi?”, “si Franco resucitara la gente le votaría”. Unos hablan. Otros escuchan. En esas mesas largas siempre hay gente con la que no hablas y de la que nunca sabrás.
[Sigue leyendo en El EstadoMental.]

[Bruno Galindo es escritor y periodista. Sus últimos libros son Diarios de Corea (Debate, 2007), Omega (Finalista Premio UFI 2011) y El público (Lengua de Trapo, 2012). Es redactor del Estado Mental y coordinador de su radio.]

8 de octubre de 2014

Autopista a Murcia y al Infierno. Políticas del Moderneo Estético.

      Según Karlheinz Stockhausen, el compositor experimental alemán, el 11S fue una Gesamtkunstwerk wagneriana: una obra de arte total. Jean Baudrillard interpreta esta declaración en el primer capítulo de Power Inferno. Según Manuel Borja-Villel, el actual director del Museo Reina Sofía, la @acampadasol fue la mejor exposición de arte contemporáneo de 2011. Miguel Ángel Hernández Navarro interpreta esta declaración en su capítulo de El arte de la indignación. El interés de los filósofos por el carácter estético de la política se remonta —como poco— a Immanuel Kant hablando de la guillotina jacobina, que en las cercanías de París resultaba aterradora y en la distancia de Königsberg (actualmente Kaliningrado, propiedad de Vladimir Putin) entusiasmaba y era sublime. Con la extensión del sufragio universal, la ideologización de los medios de comunicación y el fenómeno de la campaña electoral perpetua, cuando política y estética se confunden, el interés deviene en obsesión. Después de doctorarse en ciencias políticas, Pablo Iglesias no se matriculó en un master de coaching & management & networking, si es que existe semejante aberración curricular, sino en uno de teoría crítica donde la gente tiene cierta idea de Giorgio Agamben y el homo sacer, Walter Benjamín y la crítica de la estética fascista, Jacques Rancière y el reparto de lo sensible, por señalar tres ideas fijas del campo, que quizá no valgan mucho como filosofía práctica, en el sentido estricto del término, pero sí desde luego más que mil talleres de community managing dadaísta.
      La mayor parte de estos autores ha llegado a la mesa de novedades con la pegatina de “La Central recomana” gracias y a través de la región de Murcia, que durante la revolución cantonal “gloriosa” de 1868 pidió el ingreso en los Estados Unidos, calificada por el New York Times como la nueva capital cultural española en 2010 gracias a festivales como el SOS 4.8, museos como La Conservera o centros como el Cendeac, por donde ha pasado gente como Slavoj Zizek, Michel Houellebecq, Gianni Vattimo, Gilles Lipovetsky, André Glucksmann, Michel Onfray, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o  Simon Critchley, invitados por el antiguo consejero de cultura, Pedro Alberto Cruz, que entra dentro de la extraña categoría de los militantes del Partido Popular que suscriben las ideas de un maoista como Alain Badiou y de un licencioso como Gilles Deleuze. Las contradicciones no terminan aquí: la renta de Murcia fue una de las que menos aumentó durante el boom y una de las que más descendió durante el crash. Igual que la de Valencia y la de Alicante. Serán cosas del Levante.
 En términos culturales, sin embargo, esta provincia ha iniciado su segunda transición. Haciendo de la necesidad virtud, del presupuesto inteligencia, el Cendeac apuesta con D.Nuevo Ensayo por los jóvenes ensayistas nacionales, uno de los principales puntos ciegos de un campo como los estudios culturales, dominado hasta tal punto por la inteligentsia globetrotter que todo el mundo prefiere discutir (en sus sueños) con un abuelo cebolleta como Fredric Jameson antes que leer en diagonal los textos de un chaval de mi edad como Eudald Espluga, aunque el segundo esté más dispuesto a entablar discusión que el primero. En la última edición del SOS 4.8, Iván López Munuera presentó su proyecto de reflexión sobre la revuelta cultural plebeya, una idea que ha tenido diversos nombres durante estos últimos años (fan riots, pop-politics, etcétera) y cuyo principal cómplice intelectual a nivel global es Greil Marcus, el primero en trazar el rastro de carmín que lleva desde Tritan Tzara hasta Stewart Home pasando por el punk, una memoria histórica que Servando Rocha —en un nivel local, con menos medios— sigue rescatando desde su editorial La Felguera.
 Próximos a esta memoria histórica alternativa, solo que destacando los elementos estructurales que subyacen a la dinámica de primero ignorar, después rechazar y finalmente mercantilizar la cultura plebeya, tan característica de la tensión que mantiene el mainstream con sus márgenes, los antiguos miembros de Ladinamo, una asociación madrileña histórica, han ganado últimamente una relevancia mediática importante (ya en compañía, ya en solitario) como los inquisidores del hipster que son, señalando como hizo Victor Lenore el desprecio de la Rockdelux por la música pokera, o refutando como hizo Cesar Rendueles la lectura del 15M en clave tecnológica, o recuperando a Kortatu frente a La Movida como emblema ochentero vintage, como hicieron Isidro López y Roberto Herreros. El problema de este enfoque consiste en tomarse demasiado en serio la existencia del enemigo demoníaco a excomulgar, como si la CT no fuera un conejo sacado de la chistera de Guillem Martínez, una proyección determinista retrospectiva que confunde intencionadamente el directo de Alaska en La edad del oro (1984) y su momia en Alaska y Mario (2014); como si la sociofobia no fuera una fantasía benthamita abandonada a partir de la unión de los librecambistas y los conservadores en la esquizoderecha que proclama defender a la familia y el mercado, cuando en realidad defiende a la Iglesia y el Estado; o como si los hipsters no fueran cuatro mataos sin voz ni voto en la cultura oficial española, que por suerte (o por desgracia) sigue siendo cosa de sangre, arena y cuernos. 


[Publicado originalmente en Eldiario.es. 8 de octubre de 2014.]

12 de mayo de 2014

Karl Polanyi. Ultraje y descargo.

[Varios años haciendo del vicio criticar una excusa, un salvoconducto indispensable para recibir gratis las novedades editoriales y expresar mi opinión sobre ellas, me han enseñado la inutilidad de reseñar a los clásicos —reseñarlos para bien con otro fin que no sea el de obtener una atención vicaria de la que se presupone a sus ilustrísimas majestades, los muertos. Elogiar las virtudes de un cadáver, ya sea el día de su entierro o cuando vuelvan a publicar sus obras completas, solo puede tener una función honesta, como los discursitos pronunciados a tumba abierta: ejemplar para los vivos, que son los que pueden oírlos. Que luego presten atención es otra cosa. Tomando estas premisas, asumiendo que los ejemplos negativos tienen un valor añadido, en tanto que solemos coincidir en nuestros disgustos más que en otra cosa, quisiera compartir por qué el primer artículo de la (por otro lado tremendamente recomendable) antología de textos de Karl Polanyi —publicada esta misma semana por Capitán Swing con el título Los límites del mercado— me produce mis más profundas arcadas. Hago esto por varias razones: Polanyi es un intocable —en el mejor sentido de la palabra para la izquierda y en el peor para la derecha— gracias sobre todo a La gran transformación, su libro sobre la ilusión del libre mercado decimonónico, pero la excelencia intelectual no es una propiedad conmutable a través de la firma, y algunas de sus piezas menores —como este caso— son un ladrillo, así que permítanme concentrar mi atención en lo malo, que terminaría inevitablemente difuminado en una valoración general del libro, aunque solo sea por realizar una contribución —seguramente parcial, pero espero que válida— a la destrucción de toda canonjía y a la discusión sin cuartel de un grande como Polanyi. Como decía —aproximadamente— Hegel, nadie es grande para la señora de la limpieza que tiene noticia de sus calzoncillos. A falta de ella, aquí estamos nosotros. Y nada más, que la excusa va camino de ser más larga que lo excusado.]
El primer texto de esta antología de Karl Polanyi, “Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica” (1925), cabría leerlo como documento y arqueología de la obsesión alemana por lo orgánico, según la cual son siempre mejores las teorías que analizan la realidad desde una perspectiva interna a la totalidad, tanto monta que esta sea la totalidad de las naranjas de Valencia o la de imbéciles con una beca para la formación del profesorado universitario, porque con este enfoque son todo ventajas: para empezar convierte la vagancia intelectual en construcción esquemática de relaciones dialécticas, so capa de perder en claridad, precisión y honestidad lo que uno obtiene en verdades del Perogrullo (v.gr.: “el todo no es igual a la suma de las partes”); desde el punto de vista —insisto— de nuestra oposición a la elevación de semejantes alemandas a la condición de filosofía del rechupete, “Nuevas consideraciones” es un palm face como una casa. El típico artículo militante cuyas premisas presumen —en una petición de principio de manual— las bondades (¿visionarias?) del socialismo mediante una distinción entre dos formas de “aprehender” el capitalismo: (i) el análisis cuantitativo propio de la estadística, que Isidro López traduce como visión exterior; (ii) la experiencia de los agentes económicos organizados, llamados la visión interna del conjunto. Es aquí, cuando entran en escena los visionarios colectivos desde dentro de la ballena, cuando arranca la barra libre de wishful thinking orgánico que por un lado necesita teorizar —como en el cuento de Julio Cortázar— hasta para subir una escalera («Por desgracia, nos falta todavía una teoría de la organización que permita mostrar con facilidad que la capacidad de una organización para producir una visión de conjunto está limitada, en primer lugar, por los propios principios de la organización») y por otro lado aprovecha la falta de teoría para difundir una propaganda sindicalista, hasta arriba de cursivas para los amigos del lema fino, donde figura una idea de ponderar medios y fines de acción «sin que nos demos cuenta», que salvo que se refiera a las ocurrencias peregrinas y en tiempo record —¡la víspera!— de alguna cúpula sindical, nos lleva a pensar que Karl Polanyi no ha pisado un sindicato en su vida:


«Consideremos un sindicato organizado democráticamente en la víspera de un conflicto decisivo con el sindicato patronal [...] En el caso que nos interesa, antes de declararnos “preparados para el combate”, hay que reconocer, calibrar y evaluar todas las tentativas recíprocas de los miembros, las unas en relación con las otras. [...] Si no fuera así, el sindicato podría romperse en plena lucha. Esta exigencia resulta tan evidente que, normalmente, ni siquiera se hace explícita. Pertenece a la vida normal del sindicato y se impone cuasi-automáticamente. El hecho de que se imponga sin problemas prueba que en el seno del sindicato, sin que nos demos cuenta, reina desde el punto de vista de los miembros, una visión de conjunto tan perfecta como viva, de las evaluaciones recíprocas del trabajo. El sindicato es, por lo tanto, un órgano de la visión interna que los miembros tienen del mundo del trabajo, porque suscita, tanto entre los dirigentes como entre los miembros una visión de conjunto de todas las formas de sufrimiento en el trabajo.»

21 de noviembre de 2013

El Hombre Murciélago tiene coleta y barba del chivo.

Entrevista con Pablo Iglesias.

Buscar un hueco en la agenda de Pablo Iglesias es poca broma. Estamos hablando con una figura pública solicitada de continuo en tertulias de todo pelaje y condición. Todavía ignoramos si la fórmula secreta que tiene oculta Pablo Iglesias para estar en todas las cadenas a la vez es su capacidad de comunicación, arrolladora y electrizante, o la máquina del tiempo que ha tenido que inventar ex profeso para llegar puntual a sus citas con los focos. El caso es que pudimos hacernos con unos minutos de su tiempo para charlar sobre los libros que ha ido sacando este otoño. Y es que, a pesar de haber publicado dos libros propios y dos colectivos con anterioridad, la temporada verano/otoño de 2013 ha sido especialmente caliente para Pablo Iglesias. Un volumen colectivo sobre cine y política, un ejemplar de conversaciones con El Nega, el rapero cuyos artículos en KaosEnLaRed generan verdaderos tsunamis de respuestas, y Maquiavelo ante la gran pantalla —el título habla solo— han jalonado el desembarco en el escaparate de novedades de La Central para Pablo Iglesias. Este pavo está hasta en la sopa.

Mientras esperaba la llegada de Pablo Iglesias a su despacho de la Universidad Complutense, haciendo guardia en la puerta del despacho, custodiando el despacho de Pablo Iglesias como quien custodia a Emilio Botín hecho preso, no podía dejar de pensar que la Facultad de Ciencias Políticas tiene un parecido de familia con Gotham City, la urbe gótica de Tim Burton, no la flashy Chicago de Chris Nolan. Y no son solo los contrafuertes de hormigón armado llenos hasta arriba de grafitis que invariablemente juguetean con los nombres de Hitler y Stalin (¿acaso resultan comparables?). Y no son solo los justicieros enmascarados y los decadentes burócratas existentes entre el profesorado, pues haberlos haylos en cualquier facultad con este recorrido histórico y político. Hay algo rollo Batman en Somosaguas y no sé qué aún. Menos mal que la aparición del entrevistado llega para disipar estas reflexiones errabundas, para hacerme esconder en mi mochila mi ejemplar arrugado del The Economist. Y empezamos poniéndonos formales a hablar sobre Giorgio Agamben.

Después de la entrevista, una hora larga dando la chapa a unas infelices que habían quedado atrapadas entre nosotros y la puerta del despacho (compartido) de Pablo Iglesias, habíamos quedado que yo podría acudir en calidad de oyente a una clase suya para ver qué tal el ambiente, cómo pilota la nave cuando las cámaras están apagadas el hombre de la coleta, la barba del chivo y la camisa con corbata de La Tuerka. Hay que decir que fue una experiencia inolvidable. No tanto por el contenido de la clase, que también tuvo cierta enjundia, cuanto por el método de afrontar dificultades pedagógicas que parecen incurables. Y la cosa estaba mala. Qué motivos ocultos pueden tener unos estudiantes que acuden a un seminario donde toca comentar unos textos (en este caso de Immanuel Wallerstein) sin haber buscado siquiera el nombre del autor en Wikipedia es una cosa que escapa por completo a mi sesera. En un grupo de cincuenta alumnos todavía entiendo la gracia del ignorante disimulado entre muchos, poner cara de listo es algo gratis, pero hacer el viaje de ida hasta Somosaguas para calentar la silla en una asignatura de Licenciatura, sabiendo que ese programa de estudios lleva varios cursos extinto, que la asistencia no es obligatoria y además seréis cuatro monos en el aula, resulta bastante kamikaze.

Ante este percal, ¿qué hace Pablo Iglesias? Enseñar que la curiosidad intelectual es la única virtud que tiene que cultivar el estudiante de humanidades, más allá de los apuntes pasados a limpio y en colores fosforito, que cualquier licenciado en ciencias políticas que carezca de esta virtud puede darse por analfabeto funcional, que él prefiere impartir docencia presencial incluso en asignaturas extintas en lugar de corregir trabajos desde casa y mirar hacia otro mientras la calidad de la formación se deteriora porque hacer lo contrario supondría bailarle el agua a la filosofía de los recortes en educación, que La Academia es mafiosa, los profes vagos y el estudiantado jodidamente infantilizado. Pablo Iglesias haciendo de Gothan City una ciudad limpia y segura, una universidad de exigencia y excelencia y experiencia, esta será la imagen que pienso retener en mi mente cuando Francisco Marhuenda o Alfonso Rojo vuelvan a sugerir que el hombre de la barba del chivo y la camisa con corbata de La Tuerka tiene pocas clases. Disfruten de esta entrevista, contiene unas cuantas lecciones:

ERNESTO CASTRO. Antes de nada una aclaración conceptual. En el libro de Maquiavelo ante la gran pantalla y también en ciertos artículos académicos manejas una noción de verdad política como decisión sobre la vida. Aquí surgen dos cuestiones. La primera de carácter conceptual: ¿por qué utilizas el término verdad y no otro cualquiera?, ¿qué implicaciones tiene vincular estas decisiones vitales con la verdad o la falsedad del mundo político que habitamos? Y la segunda, ¿por qué suscribes esta suerte de concepción decisoria sobre la política cuando tu actividad militante tiene que ver ante todo con la canalización de la opinión pública, la aglutinación de mayorías y el refuerzo del antagonismo, ámbitos ideológicos bastante alejados de la toma de decisiones?

PABLO IGLESIAS TURRIÓN. El concepto de verdad en política arranca como algo que me interesa a partir de los seminarios con Andrea Greppi, que es un profesor de filosofía política cuando yo hice el master allí. Me empezó a interesar desde la discrepancia. De alguna forma me apoyo en Giorgio Agamben y una de sus obras fundamentales que es el homo sacer. El homo sacer es una figura que corresponde al derecho romano que se referiría a esos seres humanos que estarían fuera del derecho. En contraposición al bios, ellos serían el zoe. El equivalente a una planta o un animal al que se le puede dar muerte fuera del derecho. Tiene irrelevancia jurídica el que tú mates una mosca, incluso un ratón o una rata (a lo mejor los animales domésticos ya tienen una cierta protección). Esto se aplicaba a los seres humanos. Existe la figura en el derecho romano que Agamben aplica para comprender algunos fenómenos de la contemporaneidad. En particular el Holocausto: los judíos no son exterminados de una manera jurídica, no son condenados a muerte por ningún tribunal, sino que son tratados como lo que Agamben llama nuda vida.

Esto serviría también para entender la situación de los migrantes. En muchos casos no son sujetos de derecho. El objetivo tampoco consiste en comparar el Holocausto con la situación de los ahogados en Lampedusa, un buen ejemplo de esto mismo, aunque cabría indicar que nunca podemos comparar dos cosas iguales: no cabe establecer una comparación entre un boli bic azul y otro boli bic azul. Es para entender todos esos casos que quedan fuera del derecho que Agamben relaciona a su vez con otra noción latina: la patria potestas. La patria potestas implica el derecho de dar muerte como fundamento de la soberanía. No hay soberanía si no hay una posición de exterioridad con respecto al derecho. En el libro digo que de alguna manera el derecho es la voluntad racionalizada de los vencedores. A diferencia de lo que plantean buena parte de las tradiciones políticas liberales, el derecho tiene que tener una fuente que necesariamente que trasciende la legalidad vigente, lo cual tiene que ver con la noción de poder constituyente. El Tercer Reich es un paradigma de esto mismo. Yo leo a Schmitt a través de Agamben, cuyo decisionismo establece que la voluntad soberana se encarna en el propio Führer. Lo que está diciendo, en términos conceptuales, es la verdad, esa excepcionalidad permanente en el Tercer Reich es la verdad de la política si entendemos ésta como el poder y la soberanía. Esto pretende ser una descripción sostenida sobre la lectura de Schmitt, Agamben, Lenin, el Marqués de Sade o Peter Weiss. Todos tienen en común considerar que la soberanía resulta exterior por completo respecto de las estructuras jurídicas vigentes.

¿Por qué esto no opera en el plano de la ideología? Una cosa es hacer una descripción del poder y otra cosa es intervenir políticamente. Ahí sí que se interviene según unas reglas dadas. Yo no actúo como sujeto soberano cuando intervengo en política porque no tengo poder. En todo caso tengo opiniones y cuando las expreso asume una serie de reglas de juego, igual que el abogado hace con las suyas. Los parámetros de la comunicación política están vinculados en todo caso con los planteamientos gramscianos que describo en el libro cuando planteo la disputa por el sentido común general.

EC. Quizás tergiverse las cosas, pero me parece importante relacionar esta cuestión de la verdad política con el fenómeno de movilización de masas que más has analizado, bien desde la Academia bien desde la misma calle, que es la desobediencia civil realizada por los movimientos antisistema. En tu tesis doctoral consideras mayormente inapropiado el análisis de la desobediencia civil en términos del dinanismo constitucional de los regímenes demoliberales. Y también juzgas algo cínico que autores tipo Habermas o Rawls estipulen la necesidad de la sanción como condición de legitimidad democrática de esta práctica política. La inteligencia de tu análisis, a mi juicio, consiste en entender la desobediencia civil como aquella práctica política que cuestiona la autoridad sin incurrir ni en la legalidad, ni en la clandestinidad, ni en el conflicto armado. Es en marcos jurídicos flexibles, según dices, donde puede y tiene que ejercerse, donde la autoridad permite la movilización ciudadana hasta cierto límite. Y el objetivo, aquí está el núcleo duro de tu análisis, no sería tanto forzar las limitaciones del ordenamiento constitucional cuanto hacer visible el conflicto.

Es aquí donde entra en juego el asunto de la verdad política. Tengo una cita tuya de un texto sobre los tutte bianche donde decías que el objetivo último de la resistencia no violenta activa (una forma de desobediencia social y no solo civil) era «situar el problema político del lado del enemigo que se verá forzado a asumir el papel de único sujeto violento». Una década después, en unas reflexiones sobre Agamben, concluías que su lectura trágica de la lucha desde abajo (y contra el poder) «puede dar la impresión de que la única política real (con aspiraciones soberanas) es precisamente un nuevo suicidio de Antígona». ¿Todavía suscribes ambos enunciados? ¿Aún crees que las movilizaciones ciudadanas solo pueden cuestionar la autoridad en tanto puestas ellas mismas en un estado de excepción, vueltas ellas mismas un homo sacer, haciendo visible la violencia que ellas mismas provocan y convocan ante el poder?

PIT. Para nada. Entendiste perfectamente los argumentos de Rawls y Habermas, quienes decían que los desobedientes civiles serían una suerte de Tribunal Constitucional Informal, lo cual equivale a decir que la desobediencia civil está justificada cuando es el propio poder quien incumple la legalidad y son los desobedientes quienes tratan que restaurar las leyes asumiendo el coste de las sanciones judiciales vigentes. Esto para hacer un discurso está muy bien. Fíjense, las personas que resisten un desahucio están en verdad defendiendo el derecho a la vivienda que está en la Constitución. Como elemento discursivo para la comunicación política es excelente. Pero cualquier actor que haga política utiliza distintas tácticas en función de la circunstancia, de su poder y su análisis. La desobediencia civil, ¿por qué resulta exclusiva de contextos jurídicos flexibles? Vayamos a los ejemplos: en una batalla en Siria parecería completamente ridículo que alguien apareciera con las manos en alto porque no hay espacio para la desobediencia civil, porque en ese contexto te matan.

Luego saltas al contexto actual. ¿Deberíamos llevar la política a estados de excepción? Yo creo que no. Por una cuestión no de principios sino puramente táctica. En el contexto político actual, los de abajo, los movimientos sociales, quien quiera una sociedad más justa no tiene nada que ganar. Entramos en un terreno militar. Yo he dicho que las huelgas de hambre son asunto de militares, gente capaz de morir para dañar las filas enemigas, pues hace falta una disciplina y un desprecio por la vida propio del contexto militar. Aplicar esta lógica a las movilizaciones que tienen lugar ahora (insisto: dejando los principios a un lado) me parece una bonita manera de perder.

Mi planteamiento aquí es bastante pesimista. Creo que, paradojas de la vida, lo único que les queda a los de abajo es la ley y el Estado. Cuando los de abajo no tienen poder militar, cuando los sindicatos se encuentran más desorganizados que nunca, cuando los contrapoderes sociales vienen a ser una promesa futura que no está claro cuando llegará, en la medida en que van disminuyendo los derechos sociales, eso se aleja de la gente. Es mucho más difícil que la gente haga huelga cuando no hay sindicatos o cuando tiene contratos precarios. Son las peores condiciones para formar contrapoderes sociales efectivos, independientemente de las mistificaciones enfermas de quienes dicen: «No, si todo el mundo se concienciará y saldrá a la calle». Eso es una estupidez.

En ese contexto, cuando lo único que les queda a los débiles son las leyes y el poder del Estado, ¿cuál sería el escenario de lucha que nos conviene? La defensa absoluta de la democracia. Incluso de la institucionalidad que queda y continúa siendo democrática. En estos momentos el combate político devenido en enfrentamiento social abierto, teniendo en cuenta que vas a luchar con quien tiene las armas, el dinero y los aparatos ideológicos principales, es como poco un suicidio absurdo.

EC. Retomemos el concepto de los de abajo. Ha sido gracioso que estos últimos veranos la política haya superado en popularidad a la música y en lugar de grandes hits el periodo estival nos haya dejado grandes debates políticos. En 2011 tuvimos el pugilato entre Lapavitsas y Varoufakis sobre permanecer (o no) dentro de la unión monetaria con motivo de la posible victoria de Syriza en los comicios griegos; 2012 fue toda la movida de la prima de riesgo; y 2013 trajo nuevas ideas sobre quién sería el sujeto político antagonista o emancipatorio, una figura que El Nega asociaba con la clase obrera de toda la vida, poniendo especial énfasis en los chonis, los chavs locales de Owen Jones, una apuesta de movilización que tiene aún sus ecos en textos de Victor Lenore, el crítico musical de la plebe. Sobre los de abajo tú mismo indicas que no se trata de una categoría sociológica objetiva sino una herramienta de comunicación cuyo objetivo en última instancia consiste en aglutinar mayorías sociales en torno a demandas conjuntas y proyectos políticos de futuro. ¿No juzgas que expresiones flexibles de este cariz puede servir como coartada retórica para los oportunismos electoralistas más rampantes?

PIT. Por supuesto que sí. Igual que todas las nociones políticas más útiles a lo largo de la historia. Cuando yo hablo de los de abajo en un artículo de opinión (uno totalmente emocional que además aparece en un periódico que pretende ser leído por mucha gente) es como si hablara del pueblo. Éste tiene tantas caras como quieras. Puedes identificarlo con la clase obrera o con el Führer. Pueblo es la palabra que acompaña a la palabra Partido en la formación gobernante en este país: Partido Popular. Son, por decirlo con Ernesto Laclau, significantes vacíos y en disputa. No son categorías para analizar nada. De hecho, los artículos que vienen después del mío tienen infinito mayor valor teórico.

EC. ¿Pero en serio crees que los de abajo es una categoría que está en disputa más allá de la Academia o el gueto político de la izquierda? ¿Más que, por ejemplo, la etiqueta del ciudadano? A título de opinión personal, considero que la idea de pueblo en el sentido latinoamericano del término no resulta  exportable en el Estado español salvo para el caso de los nacionalismos periféricos. Si uno apuesta por un modelo III República, está claro que tiene que manipular identidades colectivas sucedáneas como la ciudadanía, que son las que utilizan los adversarios políticos inmediatos, igual que estamos luchando por significar la democracia desde la izquierda, ¿no crees?

PIT. No hay que hacer ascos a nada. La comunicación política es promiscua por definición. Hay momentos en que la noción de ciudadanía es utilísima. Pero el discurso de los de abajo tiene a mi juicio un matiz que en este momento histórico es maravilloso. A saber: la conciencia que tiene la gente de eso, cómo tiene que ver con nuestra existencia cotidiana. Un trabajador autónomo, un pequeño empresario, un parado o un asalariado, toda esa complejidad difícil de definir en términos sociológicos que es víctima de la crisis tiene clarísimo que ellos están abajo y tiene clarísimo quienes están arriba. Cuando tú preguntas a una señora, «¿Usted cree que tiene intereses en común con Emilio Botín?», salvo que tenga metido en la cabeza esa noción liberal absurda según la cual si Botín va bien tú irás bien, Botín es España y tú también lo eres, la gente entiende a la perfección su posición. Una posición de clase muy ambigua, insisto, que no es una categoría sociológica descriptiva, pero que permite generar identidad.

Me doy cuenta de la efectividad que tienen los medios cuando digo: «En el barrio de Usted no hay desahucios, en el mío sí. ¿Va Usted a decir a mi vecina que no puede pagar la hipoteca que su país es el mismo que el de Emilio Botín o el de Arthur Mas o de ese 0,6 por ciento que tiene ingresos familiares superiores a los 6.000 euros al mes?» Eso lo entiende cualquiera, además de generar una reacción emocional muy bonita que funciona en términos políticos. Por eso creo que los de abajo es un concepto maravilloso. Cuando determinados sectores de la izquierda se empeñan en ponerse como presuntos teóricos (en el rollo: «Te vas a enterar porque yo vengo aquí con el marxismo, a ti lo que te pasa es que no eres marxista, lo que hay que decir es los trabajadores o el proletariado, yo hablo con superioridad teórica respecto a ti») siempre pienso que esta gente cree que ser marxista es tener un retrato de Marx sobre el escritorio de su casa.

Sin echarme flores, quien haya leído mi tesis habrá visto que hay todo un capítulo donde analizo estos asuntos. Pero vamos, una cosa es el problema de la composición de clase, y otra bien distinta el discurso político efectivo. Yo creo que hay que ser promiscuo, en efecto, utilizando el término trabajador cuando toque, pero sin ignorar que estamos hablando con términos estrechos, que dejan fuera muchos sectores de la población, empezando por los estudiantes, que nadie querría regalarlos a la derecha. ¿Acaso un autónomo no es un trabajador? Vaya si lo es. Habla con cualquier autónomo que tiene que pagar sus 280 euros mensuales, que asume todos los riesgos. ¿Vamos a regalarle la pequeña y mediana empresa al adversario cuando se trata de personas que están doblando el espinazo y nada tienen que ver con los malditos rentitas de la COE?

Necesitamos conceptos políticos que nos permitan ampliar el campo de lucha, aquello que cierto tipo de izquierda son incapaces de hacer. Su actividad política consiste en darse golpes en el pecho y/o insultar a los demás cuando dicen: «Esto del feminismo está muy bien, pero lo que cuenta es la contradicción capital/trabajo. Una vez hecha la revolución podremos resolver el problema del racismo. Todo caerá como un catillo de naipes.» Quien así habla viene a ser un perfecto idiota. Esta gente no ha entendido los avances en materia de estudios culturales, cómo categorías que tienen que ver con el color o el género redefinen por completo la noción de clase, no han leído a Franz Fannon. Y luego siguen siendo incapaces de traducir sus precarios diagnósticos en un discurso político de mayorías, que es lo que sirve para ganar. Por mucho que tengas una bandera roja, si careces de misiles y cabezas nucleares habrás de obtener votos. Desde luego que con tu cabeza cuadrada es muy difícil que tengas votos porque la mayoría de la gente te ve como un marciano.

EC. Está claro que determinados comunicadores políticos que en los últimos años han ido consolidando un huequito en nuestras pantallas, como es tu caso o el de Iñigo Errejón, han insistido muchísimo en la cuestión de cómo ganar más allá del dogma y del brindis retórico cara al sol más o menos marxista. Sigo echando en falta, no obstante, la pregunta por el día después. ¿Qué pasa el día después de la toma del palacio de Invierno? ¿Dónde queda la política, en el sentido quizá utópico del término, como toma de decisiones colectivas y solución conjunta de nuestros problemas?

PIT. No quieras saberlo. Porque si de verdad quieres saberlo, no se trata de una discusión teórica entre intelectuales o profesores, hay que acudir a las experiencias históricas concretas: son terribles. La primera de ellas: para construir Estados hacen falta dictaduras. Eso lo entendió perfectamente el señor Lenin. En España el Estado, que luego se puede convertir en Estado del bienestar (esto lo teoriza muy bien Iñigo Errejón), se construye en el marco de una dictadura. Es muy difícil que hagas una serie de cambios duraderos si estás sometido a elecciones cada cuatro años. El debate sobre lo que habría que hacer, cómo gobernar todo el rato siguiendo un horizonte emancipatorio, con todos los respetos: no estoy dispuesto a tenerlo porque estos debates solo podemos tenerlos a la luz de la experiencia histórica. Están muy bien las propuestas que dicen, respecto a las experiencias del comunismo soviético, que eso no era socialismo sino burocracia o degeneración estaliniana, pero ello equivale a decir: «Mi Reino no es de este mundo. Yo querría un mundo donde las flores crecieran en primavera, los hombres fueran hermanos, o como dice la letra de la Internacional...»

EC. Disculpa el corte, pero estaba pensando no tanto acerca del Reino de los Cielos cuanto de ciertas utopías reales. Me parece que en el cambio de milenio tuvo lugar un doble debate, tanto programático como movilizador, del que seguimos bebiendo y dependiendo sin grandes cambios hoy en día. El movimiento antiglobalización puso sobre la mesa interesantes mecanismos de visibilización y de movilización, del mismo modo que la discusión en torno a la Tasa Tobin, la Renta Básica o los Presupuestos Participativos supuso una renovación del andamiaje institucional socialista.

Creo que, gracias a la lección de América Latina, hemos avanzado muchísimo en las cuestiones de la movilización, no así con los detalles del programa, que siguen arrastrando el boom de las utopías reales a finales del siglo pasado. Muchas veces damos por sentado que los gobiernos populistas (en el buen sentido del término) tienen asignadas de antemano un conjunto de medidas, un conjunto de políticas públicas de cajón que tienen que ver, por ejemplo, con la nacionalización de los recursos naturales. Esto resulta evidente en Venezuela, claro, donde la extracción de petróleo viene a ser el sector central del sistema productivo, ¿pero en España? ¿No crees que merezca la pena discutir sobre las utopías reales con capacidad imaginativa y pericia técnica teniendo siempre en mente los ideales y valores de la izquierda?

PIT. La palabra utopía la dejamos mejor fuera. Lo que cabe ahora plantear es un programa de reformas tristemente keynesiano. Digo triste porque ante todo quiero darles la razón a los abogados del decrecimiento, cuyo Reino tampoco parece de este mundo. Claro que, como demuestra Harvey, este mundo nuestro apenas resulta sostenible. Entonces hay dos opciones: o ganas las elecciones y planteas un programa de reformas, o vas a vivir en un pueblo con unas placas de energía solar y, una vez cavado tu propio pozo, dices: «He construido una revolución en mi vida que cualquiera podría replicar». Me parece fantástico. Las ideas se tienen que verificar en la práctica. No es una discusión teórica.

¿Qué es lo que habría que hacer? Lo hemos escrito en algún lugar, que no basta no basta con el marco del Estado-nación, que sería necesario por lo menos una alianza de los Estados del sur de Europa (a poder ser con otros países del Mediterráneo y del Norte de África). ¿Objetivos? Recuperación de la soberanía monetaria, y luego veremos si ello implica que te sales o que te echan del euro; nacionalización o recuperación de sectores estratégicos: los transportes, la electricidad, los medios de comunicación; apostar por las energías verdes y renovables. Esto podría funcionar perfectamente pero entendiendo siempre que, incluso en el marco de una federación de Estados, tienes que ser competitivo en los mercados internacionales con todas las implicaciones que eso tiene.

En Venezuela han podido hacer políticas redistributivas porque tienen un recurso determinante en el mercado mundial que se llama petróleo. Y eso es tristísimo porque el petróleo es una cosa que  contribuye a destruir el mundo. Salvo que plantees el hacer una revolución mundial coronada por una suerte de directorio socialista que pudiera alterar las bases de cómo se mueve el mundo, un sueño que tiene toda la razón, por supuesto, pero que como mucho verá puesta en la práctica tu bisnieto, tú desde luego no.

¿Discutir del programa? Humildemente, hay que decirlo con humildad, la única experiencia reciente que hemos tenido han sido las latinoamericanas, plagadas de contradicciones. No ha dejado de haber corrupción ni en Venezuela, ni en Bolivia, ni en Ecuador. Sigue habiendo ricos y pobres. Sigue habiendo economía del mercado. Date una vuelta por el Country Club en Caracas para constatar cuanto de bien viven los ricos. Incluso puede darse la contradicción de que las políticas públicas de un gobierno socialista beneficien a su propia burguesía, siempre prestas a poner trabas en los humildes intentos que pongas en marcha en vistas a empoderar a las clases populares. Empoderar a las clases populares en la fábrica puede implicar una disminución de la productividad.

Si viene un millonario diciendo que, a cambio de determinas concesiones administrativas, hará cambios que mejoren el funcionamiento productivo, llegar a ciertos acuerdos seguro que será beneficioso para el conjunto de la población, porque está claro que cuando das el poder a los trabajadores ellos quieren ante todo trabajar menos, no tienen en general un compromiso militante que pueda durar más allá de tres semanas. Son contradicciones propias de cualquier proceso de transformación. La política consiste en cabalgar contradicciones permanentemente. Y nunca en esto hay un libro donde un genio te cuente qué receta hay que aplicar.

EC. ¿Cuál crees que sería entonces, vista desde la dichosa montura de contradicciones, la hoja de ruta del debatido proceso constituyente en España? Hace tiempo organizaste una mesa redonda con gente de IU y del PSOE para hablar de una posible exportación del modelo de coalición andaluz a las elecciones generales de 2015. ¿Eres optimista acerca de la capacidad de iniciativa de este posible gobierno de izquierdas?

Hace poco tuvo lugar un debate entre Iñigo Errejón, Isidro López y Brais Fernández sobre cómo iniciar un proceso constituyente. La mayor parte de ellos eran pesimistas acerca de forzar tal proceso desde abajo, teniendo en cuenta la progresiva pauperización de todo el mundo, con el acotamiento de los pequeños recintos de libertad y sin miedo que ello conlleva, viendo también la sobrecarga militante que implica la movilización constante, dispersa y sin apenas frutos en la calle. Casi todos pensaban, que la posibilidad estriba en iniciar el asunto desde arriba, aglutinando esperanzas, ilusiones y demandas en algún símbolo político cuya carta de presentación electoral consista en ofrecerse ante todo como la herramienta del cambio de Régimen. Todo esto desde arriba, señalaba sobre todo Iñigo Errejón, el más pesimista de los tres.

PIT. Estoy de acuerdo aunque reconozco que estamos ante un escenario muy poco bonito.  Claro Iñigo Errejón tiene una experiencia concretísima en Venezuela y ha visto de cerca el proceso. Entonces claro que puede rebasarle por la izquierda todo el mundo. Puede venir un montón de gente diciendo que se trata de un reformista y que nosotros somos en el fondo los verdaderos revolucionarios. Claro, el hecho es que tú y tus amigos sois doce si no queréis vincularos a ningún proceso efectivo. El planteamiento de Iñigo Errejón es correcto.

Con respecto a la mesa redonda entre IU y PSOE, digamos que ese programa estaba planteado porque quería alertar de un peligro. A mi me da la impresión de que cualquier gobierno de coalición entre IU-PSOE, algo bien posible en el futuro, donde Izquierda Unida sea la fuerza minoritaria lo tendrá algo crudo a la hora de modificar las estructuras que definen el papel que desempeña España dentro de la Unión Europea. Esto no quita que fueran a tener buena intención. Seguramente intentarían hacer cosas distintas respecto del gobierno del PP. Pero resulta difícil que cualquier gobierno donde el peso de los votos esté en manos del PSOE pueda llegar si cabe a plantearse la auditoría pública de la deuda, la reindustrialización y el control público de ciertos sectores estratégicos o la nacionalización de la banca.

Claro que en política hay que llegar a acuerdos en la medida de tus fuerzas, lo cual no es una cuestión de principio, sino el primer lema táctico. Algo que les critico a mis amigos de Izquierda Anticapitalista es cuando establecen prohibiciones del tipo «No pactarás». Es una manera de quitarse problemas de encima. Todo se supedita a una lógica inexorable: «Dentro de 50 años nosotros habremos construido los contrapoderes sociales para barrer a toda la casta política». Y entonces acudes a un ayuntamiento, una cosa pequeñita, y analizas las dificultades que tiene que superar un alcalde.

En este contexto es importante aprovechar la oportunidad. Lo de que el PSOE está derrotado y el bipartidismo también muerto no es cierto. Lo decía hace poco Manuel Monereo, una cosa es que el bipartidismo se encuentre visiblemente debilitado, pero hay cierta virtud en las fuerzas opositoras que tiene primero que medirse el términos electorales y puede fracasar perfectamente. Tú puedes hacer un gobierno con la mejor intención del mundo, con todo el respaldo que puedan ofrecer los votos, y sin necesidad de golpe de Estado, tres meses de colapso económico o la incompetencia de los tuyos pueden volverse en su contra hasta el punto de sacar a millones de personas a la calle pidiendo el Retorno de Rajoy.

Uno de los errores de la izquierda es pensar que dentro de un libro está la solución. Convertir en religión el marxismo, la teoría revolucionaria. En política no hay nada en que podamos creer. Implica relacionarte con la realidad y sus contradicciones permanentemente. Respondiendo a la pregunta, ¿serviría un gobierno PSOE-IU teniendo en cuenta que IU sería la fuerza minoritaria?

Creo que no.

EC. Imaginemos entonces distintos contrafácticos. Has dicho muchas veces que estarías dispuesto a postular para el Ministerio del Interior de una hipotética y futurible III República donde Ada Colau fuera la ministra de Vivienda. Sueles utilizar a menudo la figura retórica de acudir tú mismo en persona a esposar a los delincuentes financieros como Botín. La pregunta está clara, ¿acaso modificarías tu forma de afrontar la política desde la posición del soberano? Una cuestión importante que tendrías que afrontar, sobre la cual has expresado opiniones distintas dependiendo de la cadena de TV donde estabas, es el espinoso asunto del monopolio estatal de la violencia. Así, asaeteado por las preguntas de los contertulios en Intereconomía llegaste a declarar que no contemplas que los manifestantes puedan utilizar con legitimidad la fuerza armada. Sin embargo, en alguna presentación de Fort Apache y de la Tuerka has recordado que según cierta tradición resulta en todo punto relevante para la estabilidad de la democracia que los ciudadanos no solo tengan el derecho a portar armas sino también utilizarlas contra...


PIT. Es un enfoque teórico. Intentaba explicar cual es el fundamento constitucional en Estados Unidos para el derecho de los ciudadanos a portar armas. No estaba pensado originalmente para que un propietario dispare su escopeta sobre un afroamericano que está robándole el coche. El origen del derecho de los ciudadanos americanos a portar armas es limitar el poder repartiéndolo entre todos, siguiendo el principio del check & balances por contraposición con la tradición del absolutismo europeo en la que el poder ejecutivo lo controla absolutamente todo. En la tradición norteamericana, formalmente más democrática, ese poder tiene que estar disperso, por eso al sherrif lo elige la gente y no el ejecutivo, no es el prefecto elegido por parte del gobierno en Francia. Nuevamente se trata de un enfoque teórico. De ahí a inferir que estaría diciendo: «Salgamos todos con...»

EC. No, no. Estaba preguntando otra cosa. No tienes por qué pensar en un escenario insurreccional. Me preguntaba si resulta exportable para la izquierda esta idea liberal según la cual las armas no son solo —como bien dices— la garantía material del derecho a la resistencia sino sobre todo una ulterior restricción del poder legislativo cuyo objetivo secundario —no por ello menos crucial— consiste en limitar la capacidad de hacer leyes contra la propiedad privada. Un conjunto de individuos armados no solo suponen el reparto de la violencia sino también una traba para cualquier modificación legislativa que quiera violar sus intereses inmediatos.

PIT. Es absolutamente exportable. En términos teóricos sería crucial para construir una sociedad democrática. En una sociedad democrática la gente no podría delegar todo el poder, tendrían que existir organizaciones de la sociedad civil. Eso existe, claro que sí, sobre todo en la derecha. La Iglesia es un poder que en este país legisla a través, por ejemplo, de lobbies que le dicen al ministro de Educación que tiene que poner en la ley Wert. Un ejemplo reciente: la manifestación de la Asociación de Víctimas del Terrorismo del domingo pasado [27 de Octubre de 2013]. Es impresionante hasta que punto la AVT puede hacer que el gobierno diga una cosa y la contraria a la vez: acatamos la sentencia pero vamos a estar en la manifestación contra la sentencia. En cuanto a un servidor siendo ministro del Interior: lo he dicho muchas veces pero creo que haría un pésimo trabajo por carecer de formación en la materia. Lo haría mucho mejor como director de la televisión pública o trabajando en el discurso del gobierno. Esto dentro de la paja mental del «¿Qué quiero ser yo de mayor?».

Pero claro que hay una distancia kilométrica entre tener el poder ejecutivo y ser soberano en términos absolutos. Es algo que Allende decía a menudo: tenemos los votos, pero el poder no es nuestro. Ahora bien, el poder ejecutivo puede tener una ejecución simbólica poderosa. Melenchon declaró una vez, es algo meramente simbólico pero me gusta mucho, que si llegaba a la presidencia cada vez que los mercados amenazaran a Francia haría desfilar al ejército por los Campos Elíseos. Así recordarán los mercados quien manda. Por mucho que ellos sean los tenedores de deuda, el ejército responde a las órdenes del presidente. Este símbolo es una manera de decir: «Usted, señor tenedor de deuda no es una entidad abstracta, sino que vive en un domicilio, tiene un cuerpo físico, incluso hasta es una nuda vida como me apures, y si te mando cuatro tipos uniformados harás cuanto y como quiera.» De nuevo es un planteamiento teórico, porque el hombre de negocios bien puede decirte que nada, que el ejército es suyo, que son hombres de negocios en última instancia quienes se encuentran en la cúpula militar.

EC. Para terminar, ¿cómo grabarías tú la Resistencia de Madrid durante la Guerra Civil? Este quizá sea el gran tema de los primeros capítulos de Maquiavelo frente a la gran pantalla, donde criticas las narraciones reconciliadoras que intentan maquillar la lucha contra el fascismo como poco menos que un terrible malentendido entre hermanos finalmente reencontrados en la Transición, siguiendo el relato del gemelo malvado y desaparecido de las telenovelas de mediatarde, un desencuentro fratricida a caballo entre el romance en tiempos revueltos y el desarrollo imparable de las tendencias históricas, cuyas consecuencias sobrepasan por completo la agencia de los individuos, no digamos ya su capacidad de comprender. Así pues, sin incurrir en el folclorismo mistificador de un Ken Loach, ¿cómo harías honor a la ambigüedad constitutiva del bando republicano, un mambo yambo político de comienzo a fin, sin obviar el papel de construcción de imaginarios que implica el arte de la imagen en movimiento?

PIT. Hacer cine implica construir mitologías. El hecho de que la guerra civil no esté asociada en los imaginarios populares a la tradición antifascista, siendo el antifascismo el epítome de la democracia en aquél momento, que no esté asociada al progreso o al empoderamiento tiene que ver con el tipo de cine que se ha hecho sobre el conflicto, presentándolo como una suerte de caos o lucha entre hermanos. ¿Por qué me gusta, con todas sus contradicciones, ese contexto de Madrid? Porque fue un momento muy particular en que los históricamente desposeidos, los desgracios de la Historia, los protagonistas pasivos de su desarrollo tuvieron el poder. Estamos ante un Madrid lleno de contradicciones; mi abuelo comentaba que a veces olía a sangre, se cometían crímenes; pero los madrileños estaban intentando en última instancia restaurar el orden. Y para ello se apoyaban en las organizaciones de la clase obrera. Y en última instancia los que más mandaban eran jóvenes de 25 años que provenían de la clase trabajadora y que estaban dispuestos a llevar a cabo un programa de transformación para colocar su pais en una situación mucho mejor.


Ese contexto revolucionario, la imagen de la gente humilde, los habitantes de Vallecas ocupando los grandes hoteles de los ricos, autogestionándolos, y al mismo tiempo intentando dotarse de un gobierno y un ejército fuerte, se trata de un momento de máxima expresión de la democracia. Se identifica la democracia con dejar un papelito en una urna, pero hay mucha más democracia cuando aquella señora que nunca jamás había podido mirar a su patrón a los ojos está sentada en el recibidor del Hotel Palace dando de comer a sus hijos. Es decir, la democracia se produce cuando va a la universidad el hijo de un trabajador, la democracia se produce cuando una mujer se puede licenciar, y eso tiene mucho que ver con el empoderamiento popular que se da en la Guerra Civil. El miedo de los ricos, los que siempre habían mandado. Los avances en el siglo XX están directamente vinculados —como dicen Los Chicos del Maiz— con el cambio de bando del miedo. Si hay derechos sociales, si hay derecho a huelga, si se puede permitir que cualquiera pueda llevar a su familia a un centro educativo o a un hospital, eso es porque los ricos han ido ganando cierto miedo que hace tiempo que parecen haber perdido por completo.