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18 de febrero de 2015

Alberto Cardín, Sobre el "maternalismo" español.

Como saben los allegados, estoy laborando en jornadas de doce horas en la Biblioteca Nacional con el objetivo de escribir una biografía intelectual de Alberto Cardín antes de que las obligaciones académicas me fuercen a aparcar mi entusiasmo y conviertan a este olvidado en un conocido de toda la vida, otro más, ad usum privatum. A modo de canapé de lo que estoy preparando, quisiera compartir uno de sus textos, curiosamente escamoteado en las diversas antologías que realizaron sus albaceas y colegas de Barcelona en los años inmediatamente posteriores a su muerte. Hablamos de “El pájaro en sazón, o el mal en María Zambrano”. Título menos viral imposible. Dada la bella maquetación de la revista que publicó este texto por primera y última vez, el número noveno de los imprescindibles Cuadernos del Norte, correspondiente a los meses de septiembre y octubre de 1981, he escaneado y subido el documento original. A riesgo de parecer redundante, no me resisto a transcribir aquí mismo los primeros párrafos, que tratan de un asunto crucial: la religión de fondo de los españoles, que no tendría tanto que ver con el catolicismo cuanto con el hablar de oídas y oír como quien oye llover, la asunción mística de lo inmanente como una madre impenetrable a la crítica lectora, lo que lleva a una fe del carbonero en la amada realidad con la que uno anhela comulgar. Ríase usted del wishful thinking anglosajón.


Hay una religión inveterada, más fuerte aún que la idea misma de religión. Nada tiene que ver con la voz de la tierra y de la sangre, sino con la repetición de lo informe en lo consabido, con la reproducción de tópicos que oculta la ausencia de pensamiento.

La religión organizada tiene que ver con ella en la medida en que es su más firme sostén, pero es ante todo el regimiento interior y exterior de quienes ni piensan ni se extasían, y lo que es peor, tampoco actúan de manera pragmática.

Es posible que este tipo de religión tenga más adeptos en España que en ninguna otra parte. Adeptos que no se cuentan solamente entre los vulgares, sino también entre los egregios, configurando esa especie de continuo unánime que caracteriza a la cultura española, y que según Américo Castro acontecía ya «cuando todavía no se llamaban españoles los castellanos y los leoneses».

Esta verdadera ortodoxia española, que une al vulgo con sus condiciones de existencia, previamente incluso a los proverbios, constituidos en punto de debate de un cierto habla culta, y que relaciona a los intelectuales con el acervo de lo archirrepetido para evitarles razonar, es la que María Zambrano reconoce bajo nombre de «materialismo español», esa tabuización del entorno, ese «dogmatismo afirmativo, existencialista, que postula, diríamos, la divinidad del mundo visible», o más aún que la divinidad, su maternalización, haciendo al intelecto impotente para pensarlo.

Este materialismo, en su forma devota, lo experimentó por vez primera María Zambrano en una iglesita de las afueras de Segovia dedicada a S. Juan de la Cruz. Fue allí, sin duda, donde por primera vez capturó el sentido de la primordialidad del amor, esa concepción propiamente española, continuamente consagrada por la vuelta a los místicos, de las relaciones entre mundo y verbo que impide todo lo que no sea balbuceo, acumulación caótica de notas, contraste sin paradoja, porque apenas existe contraposición de magnitudes.

***

Muy curiosa, ciertamente, esta creencia tan española en la preexistencia del amor, que en su forma intelectualizada se manifiesta en Ortega en las primeras páginas de sus Meditaciones del Quijote, a las que trata de «ensayos de amor intelectual».

Curiosa porque tiene todos los caracteres de un absorbente amor de madre que no comprende sino aquello que puede incorporar. María Zambrano, que atribuye muy apropiadamente este tipo de caridad a Ortega, lo explaya de manera inmejorable refiriéndose a Séneca, aunque tal vez no sea él precisamente el sujeto más adecuado para ejemplificarlo: «el pensamiento español, en sus horas más lúcidas, dice, cuando con entereza viril está más despierto, manifiesta una razón maternal, tan poco despegada de lo concreto y corpóreo, delicada y recia a un tiempo, tan imposibilitada de hacerse idealista, tan divinamente materialista».


Divinamente materialista, virilmente maternal, éstos son los atributos que mejor cuadral al medusino pensamiento español, al que algo mantiene estáticamente pegado a la tierra, absorbiendo desde allí cuanto al azar le llega, sin jamás pretender penetrarlo, siempre según el modelo que en la mística, tan alabada como forma de pensamiento, alcanza su paroxismo paródico; y el espíritu dotado / de un entender no entendiendo / toda ciencia trascendiendo.

[...]

23 de julio de 2014

Invitados #1. Alberto Cardín, El efecto Rashomon en etnología

[Inauguramos una sección de firmas invitadas en Castra Castro. El primer invitado, venido desde el propio Hades, prácticamente convertido en una deidad ctónica, es Alberto Cardín (1948-1992), sociólogo de la religión, antropólogo de biblioteca, militante de género, poeta sutil y narrador guarro, francotirador de reseña corta y —por encima de todo— el mayor polemista que ha dado esta tierra. No exagero. Me sorprende muchísimo que El efecto Rashomon en etnología, el ABC de la antropología dizque posmoderna en España, no esté digitalizado todavía. Alguien tenía que hacerlo. Para eso está un servidor, valga la redundancia, para servirles.]
Empleo la expresión «efecto Rashomón» en un sentido semejante a como en psicosociología se habla del «efecto Roshenthal» o el «efecto Hawthorne», a como en medicina se habla del «efecto placebo», e incluso de manera similar a como en politología habla Peyrefitte del «efecto Serendip» (en términos bastante distintos a como Merton emplea una expresión similar).
Hablo, pues, de una situación sobredeterminada en la que el llamado «efecto» resulta ser más bien la metáfora de todo un juego de interacciones equívocas, que afectan a contextos observacionales concretos.
En el caso de la etnología (como también en el de la medicina, donde habría que preguntarse si acaso toda relación yatrológica no implica como necesario desenlace un «efecto placebo»[1] dichos contextos cubren todo el campo de intereses de la observación etnográfica y la reflexión etnológica, constituyéndose en su verdadero nudo problemático.
Más precisamente, el «efecto Rashomon» vendría a designar en etnología aquella situación constitutiva por la que el etnógrafo se convierte en testigo privilegiado, e incontrastable en condiciones idénticas, de un objeto que ya nunca más volverá a ser el mismo tras su trabajo de campo, y sobre el que en adelante sólo podrá actuarse interpretativamente.
O dicho en términos harrisianos: la penetración «emic» del etnógrafo no resulta contrastable en términos experimentales, por lo que es necesario disponer de una teoría interpretativa general, so riesgo de caer en un estéril perspectivismo.
Adelanto, para abreviar, la solución de Harris, de quien por otro lado he tomado contraejemplarmente la situación que bautiza al «efecto» que nos ocupa.
La situación, como se sabe, es la descrita en la hermosa novela de Akutagawa, trasvasada con idéntica complejidad a la pantalla por Kurosawa. Harris, que aparentemente solo vió la película, resume así la problemática: «el espectador contempla cuatro visiones diferentes de la “misma” escena. Los protagonistas son un hombre, su esposa, un extraño y un testigo oculto. Cada uno de los actores narra una visión distinta de su vivencia, y cada versión aparece en la pantalla como una realidad vivida… dejando que el espectador decida por si mismo cuál de ellas, si es que alguna lo hace, recoge con fiabilidad el suceso (o si, para empezar, lo hubo)».[2]     
La memoria cinematográfica de Harris al parecer no es muy buena, y no sólo pierde en el olvido un rasgo etnológicamente muy relevante del sistema judicial japonés (el hecho de que se convoque a una chamana para que ésta evoque a un muerto, que también «miente»: es decir, da una versión «éticamente» falsa), sino también minimiza hasta el olvido el hecho de que el enigma sí tiene solución, y hasta una solución moralmente muy relevante (es el campesino que narra la historia al monje budista quien lo ha tergiversado todo, y el monje pierde su fé en la humandad para reencontrarla en el rescate de un niño expósito).
Claro que estos olvidos tienen su explicación en el interés de Harris por la metáfora que Rashomón, tal como él la entiende, pone en escena: «Para un materialista cultural, solo caben dos posibles soluciones a las contradicciones y ambigüedades de Rashomón: o una de las versiones es correcta desde un punto de vista etic y todas las demás son falsas, o todas son falsas desde un punto de vista etic. Para el fenomenólogo se da una tercera solución: todas son igualmente verdaderas».[3]
Con una ferocidad verdaderamente lukacsiana, Harris condena a lo que él entiende por «fenomenología» al más blando de los relativismos: no hay para él otra posibilidad de certeza (y al parecer de verdad) que la contrastación de los testimonios subjetivos con un patrón universalmente válido que dictamine sobre su acuerdo o desacuerdo con unos hechos postulados como objetivos.
No carece de interés que las consideraciones sobre Rashomón se incluyan en el capítulo final de M.C. [Materialismo Cultural], titulado «El oscurantismo», que empieza con las siguientes palabras: «el oscurantismo es una estrategia de investigación que cifra su objetivo en desbaratar la posibilidad de lograr una ciencia de la vida social humana».[4]
Dicha ciencia representa, según él, «la única manera de evitar la anarquía relativista, de una parte, y el etnocentrismo, el nacionalismo o cosas peores de otra».[5] Al parecer, no se le ocurre pensar que para lograr vadear tales peligros cae en otro tipo de etnocentrismo —tan peligroso como cualquier otro, pero más dogmático y destructor en tanto coincide ciegamente con la ideología espontánea de Occidente—, y en una concepción normativa de la ciencia, que quizás no sea la más adecuada para categorizar el tipo de objetos que tiene que manejar la etnología.
Discutir la resolución tajante y definitiva que Harris pretende dar al problema presentificado por Rashomon, nos llevaría a discutir toda su teoría del carácter supuestamente nomotético del «Materialismo Cultural», y concomitantemente, a poner en cuestión su histórica consideración del particularismo boasiano (parte fundamental de su Desarrollo de la teoría antropológica), lo que implicaría a su vez, sin duda, una cierta formulación positivista del tipo de particularismo actualizado que convendría contraponer a las propuestas harrisianas.
Me interesa, no obstante, centrarme más en el problema previo que supone el «efecto Rashomón» como tal, en tanto su adecuada consideración dejaría despejados en parte muchos de los problemas que la discusión directa en teorías pondría en juego. Y haré ésto mediante la exhibición de una serie de breves ejemplos:
Uno, quizás de los más famosos, recientes, y hasta escandalosos en el ámbito de la etnología, es sin lugar a dudas el discutido trabajo de Turnbull sobre los ik de Uganda, The mountain people, a los que el etnólogo pinta con tintas tan siniestras que uno de sus críticos franceses, J.L. Amselle pudo decir de él: «nunca, que yo sepa, un etnólogo había deseado el genocidio de la población que había estado estudiando».[6]
El mismo Turnbull, reconsiderando su libro meses después, llega a conclusiones mucho más relevantes desde el punto de vista de la teoría: «meses más tarde de mi estancia entre los ik tuve ocasión de dedicarles un capítulo en Tradition and Change in African Tribal Life», que dice cosas bien distintas a las de este libro, y me hace cuestionar sobre la validez de gran parte del trabajo de campo, incluido el mío. Se trataba aparentemente de una relación puramente descriptiva, y un intento de reconstruir la vida de los ik en un año medio cualquiera; pero, de no haber llegado cuando lo hice, de haber llegado cuando la hambruna estaba ya ampliamente extendida, probablemente, jamás hubiera llegado a conocer el lado de los ik que describo en este libro».[7]
Los ik que Turnbull pinta son un pueblo cruel, envidioso y anárquico como consecuencia de una incipiente y ya perturbadora aculturación, y que Turnbull que pocos años ante había extendido exitósamente el mito de los maravilloso y selváticamente felices pigmeos mbuti, no puede menos que comparar a los ik con aquellos, con la consiguiente distorsión observacional, fruto de una coyuntura personal y temporal que, precisamente por su evidente anomalía, desvela las distorsiones estructurales de la observación etnográfica.
De hecho, el retrato que Turnbull ha dejado de los mbuti ha sido ampliamente cuestionado con posteridad, correlativamente a las críticas que Turnbull había hecho de sus predecesores, Schweinfurst y el P. Shchbesta, quienes, al parecer no habían podido observarlos en las mismas condiciones supuestamente idílicas,[8] y que Amselle, sin embargo, califica de «robinsonada».[9]
Correcciones múltiples de este tipo son el pan nuestro de cada día en etnología, con mayor o menor escándalo; es el reciente cuestionamiento de las observaciones hechas por Mead en Samoa, por parte de un Freeman que las contrasta dos décadas después; o la continua reinterpretación del problema de la guerra entre los yanomano, en la que Harris tan activa y recurrentemente interviene;[10] cuando no de teorías generales que revistan las ya constituidas con anterioridad sobre todo un campo, a la vez que evaluan las observaciones testimoniales correspondientes, como es el caso de Antropología y antropofagia, de Arens, o, mucho más conocido, El totemismo en la actualidad, de L.-S.
Una de las más interesantes revisiones sistemáticas de este tipo es sin duda alguna el magnífico artículo de Evans-Pritchard sobre el canibalismo zande, donde tras repasar los testimonios de 24 observadores, sobre tres variables: «¿quién comía?», «¿a quién se comía?», «¿motivo?», llega a la siguiente conclusión: «considerando todo el conjunto de los datos podemos concluir que hay grandes probabilidades de que el canibalismo fuese practicado en alguna medida por los azande».[11] Lo que resulta mucho más ambiguo que la reserva con la que concluye el texto: «tanto los europeos como los árabes parecen tener un interés morboso por el canibalismo y con facilidad aceptan cualquier historia que oigan sobre el tema».[12]
Casos como éste de los azande, y otros similares, en alguno de los cuales el mismo Harris no puede menos de mostrar los límites dogmáticos de su método —como es el caso del canibalismo azteca, donde se aceptan los testimonios de los conquistadores, y sobre tal base empieza a aplicarse el patrón materialista-energético—, subrayan la necesidad de despejar previamente —o, en su defecto, asumir—, el «efecto Rashomón» como reserva primordial de cualquier posible utilización de los datos para la construcción de teorías con aspiración nomotética.
Dos ejemplos me bastarán para mostrar la fragilidad dogmática, tanto frente a la complejidad de los hechos y sus dificultades de homologación, como previamente frente a la evaluación de los testimonios de que se dispone: su breve teoría —pero con ambiciones de completa— de la homosexualidad, contenida en La cultura americana contemporánea, donde su muestreo etnológico se reduce a tres sociedades exóticas, sin plantearse siquiera el estatus «emic» de lo que universal y «étic-amente» entiende Occidente por homosexualidad.
Mucho más ampliamente teorizada y continuamente debatida en diversos frentes: su teoría del canibalismo azteca, complementaria de la de Harner.[13] En ella, aparte de apenas tomar en cuenta las muy pertinentes críticas que Montellano había dirigido a Harner,[14] pone por testigo frente a Sahlins nada menos que a Cortés, quien ya desde su primera «Carta de relación» está instando al Cesar Carlos a que utilice la supuesta perversión de los aztecas como casus belli.[15]
La correcta evaluación de testimonios en casos tan cruciales como éstos pueden parecer nimia desde la altísima consideración en la que Harris tiene a sus pretensiones nomotéticas, y sin embargo su subrayado no tiene tan sólo una motivación ética —que también, puesto que hay una aspiración ético-cognoscitiva continuamente presente en los enunciados de Harris que, de otra forma sólo se consumaría en un sentido verdaderamente oscurantista y dogmático—, sino sobre todo epistemológica, fundada básicamente en dos premisas: 1) no se pueden agrupar hechos heteróclitos a la manera de los comparatistas, y justificar luego su armonía con argumentos energetistas; 2) el estatuto de cada observación debe categorizarse sobre la base de una correcta definición de lo «etic» y lo «emic» que no coincide con la solución que Harris da al problema de Rashomón.
En este sentido, la muy directamente antiharrisiana afirmación de L.S. en Estructuralismo y ecología resulta plenamente pertinente: «Si se insiste en conservar la distinción etic/emic, sólo será posible mediante la inversión de los contenidos normalmente adjudicados a cada unote estos términos. Es precisamente el novel «etic», durante tanto tiempo aceptado por el materialismo mecanicista y por la filosofía sensualista, el que debe ser considerado un artificio. Por el contrario, es el nivel «emic» donde las operaciones materiales de los sentidos y las actividades más intelectuales de la mente tienen su lugar de encuentro y se armonizan con la naturaleza interna de la realidad misma».[16]
O, puesto en términos más escépticos: es el nivel «emic» del objeto observado, no sólo el que se intenta capturar, sino de hecho el que se captura distorsionadamente, por su inmediata e inadecuada traducción al sistema «emic» del observador, quien universaliza su propia tabla de rasgos distintivos como nivel «etic» universal y referencial.
En este sentido, la forma como Lowie traduce la divisa de Boas, cuya perspectiva califica de «no euclidiana», resulta del todo ejemplar: «debería ser nuestra meta suprema, no sólo ver a los otros pueblos con su propia perspectiva, sino también vernos tal como los otros nos ven».[17] Lo que nada tiene del tan denostado relativismo, en el que parece que nada pueda pensarse pues no hay homologación posible de contextos.
La razón universal segregada por Occidente no es un logro del que el particularismo boasiano, o cualquier otro relativismo pretenda abdicar, pero tampoco es su aspiración  implantar una especie de reinado del terror a costa de igualar en la teoría lo que en la práctica Occidente ya ha engullido, entropizado. Como Margaret Mead tan bien resumía de su maestro: «Boas pensaba que lo esencial de su tarea era llegar a adoptar la forma de pensar de su informante, conservando el pleno uso de su capacidad crítica».[18]



[1] «Los medicamentos tienen ante todo y en su primer lugar un efecto placebo», J. Clavreul, L’ordre médical, Paris, Seuil, 1978
[2] Materialismo cultural, Madrid, Alianza, 1982, p. 349.
[3] Materialismo…, ibid.
[4] Materialismo…, p. 340.
[5] Materialismo…, p. 360.
[6] «Le sauvage méchant», en Le chauvage a la mode, Paris, Le Sycomore, 1979, p. 249.
[7] The mountain people, NY, Touchstone, 1972, p. 33.
[8] The forest people, NY, Touchstone, 1962, p. 20.
[9] «Le sauvage mèchant», cit., p. 247.
[10] «A cultural materialistic theory of band and village warfare; the yanomano test», en Ferguson (ed.), Warfare, culture and enviroment, NY, Academic Press, 1984.
[11] «El canibalismo zande», en La mujer en las sociedades primitivas, Barcelona, Península, 1975, p. 158.
[12] «El canibalismo…», cit., p. 247.
[13] «El canibalismo azteca», Historia 16, nº 45.
[14] «Aztec cannibalism. An ecological necessity?», Science, nº 200, pp. 611-17.
[15] Cartas de la conquista de México, Madrid, Sarpe, 1985, p. 36; Harris, Materialismo…cit., p. 367.
[16] Estructuralismo y ecología, Barcelona, Anagrama, 1974, p. 41.
[17] Lowie, Histoire de l’ethnologie classique, Paris, Payot, 1971, p. 127.
[18] Apud, Harris, El desarrollo de la teoría antropológica, s. XXI, 1979, p. 274.