2 de enero de 2014

Lars, Tú Antes Molabas

[Repesco una reseña de Melancolía escrita cuando todavía había quien escribía sobre la esencia del arte, ese debate, y además citaba profusamente a Manolo Kant, entonces mi profeta maya personal. Por 2012 sería el año. Tras el visionado de la todavía mas infame Nymphomaniac Vol. I —nunca molará menos que ahora Lars von Trier—  intuyo que todos andamos errados, el fin del mundo sí ha tenido lugar.]
Por muchos premios que pueda obtener y por muy deprimido que uno estuviera durante su visionado, el espectador que ha visto Melancolía tendrá que reconocer que estamos ante la peor película de Lars von Trier, y con diferencia. La primera parte del film se alarga de una manera insoportable, con la adición ad nauseam de escenas de locura sin demasiada conexión causal entre sí, hasta constituir una versión muy cara y con muchos medios técnicos de Celebración de Thomas Vinterberg (¡ay, dónde fue a parar el Dogma 95!). Lars trabaja durante casi una hora el perfil psicológico de Justine (Kirsten Dunst) para luego no recurrir a él en la segunda parte. Ante esta objeción caben dos respuestas: (i) la respuesta low-cost de Carlos Boyero, que justifica esta deficiencia narrativa por el hecho de que el personaje principal es bipolar; (ii) la respuesta high-tec del lector avezado de Gilles Deleuze que copia y pega en su reseña del film una cita de Imagen-tiempo o Imagen-movimiento, que sostiene que la lógica cinematográfica no se caracteriza por una estructura hipotáctica (entonces…después) sino por la conjunción copulativa (y…y…y), y que el devenir-loco de la rubia recién casada no está justificado por ningún antecedente psicológico ni requiere de solución final alguna porque, precisamente, se trata de un enigma que no apunta a ninguna parte (el índice de un malestar cósmico más profundo). Eso está muy bien: todo auteur que se precie está en su derecho de trabajar de un modo arbitrario el perfil psicológico de sus personajes con el objetivo de generar en el espectador una sensación de extrañamiento e inquietud. Pero esta tremenda justificación hermenéutica no solventa el problema de que Melancolía no es una obra de arte, en el sentido kantiano, que pretenda suscitar el juicio reflexionante autónomo de sus espectadores, sino una pieza de adoctrinamiento moral para niños-bien en apuros que, por algún motivo, se sienten identificados con el drama escatológico del fin del mundo al que asisten una panda de snobs de vacaciones en su “casita del campo”. De hecho, la supuesta arbitrariedad “rizomática y esquizofrénica” de las escenas de la primera parte está domesticada al servicio de una clara estructura teológica de donación de sentido moral que se pone de manifiesto en la segunda parte y que, en última instancia, se puede resumir en un sencillo apotegma: “la vida es mala y debe ser destruida.” Y claro, cuando entramos en los pantanosos terrenos de la teología los argumentos de Deleuze dejan de ser válidos.

No quiero cuestionar, por tanto, la hechura formal de este film (que tampoco me parece como para tirar cohetes y derramar galardones sin fin), sino su contenido social, ideológico y concreto (que, adelanto, considero despreciable).

Siguiendo con el desarrollo de esta sencilla moraleja (“la vida es mala y debe ser destruida”), la segunda parte de la película es una reducción al absurdo de la ideología cristiano-redentora y pequeño-burguesa que ha latido desde siempre la obra de Lars. Al cineasta danés siempre le ha resultado más sencillo concebir el fin del mundo que la posibilidad de un cambio, por mínimo que sea, en las estructuras sociales (esto es válido tanto para la clase trabajadora de Rompiendo las olas como para la sociedad esclavista de Manderlay). Esas jaulas de hierro, esas estructuras sociales infranqueables tampoco están ausentes en Melancolía, aunque el film parezca mostrarnos un estado de excepción social sin jerarquías, protagonizado por niños-bien que llegan sin problemas a fin de mes y que detentan, en una situación de igualdad aristocrática real, un mismo status social (con la salvedad del chaval recién contratado que es violado sin piedad por la protagonista en el green 8). Todo lo contrario. Una estructura social más profunda que la polarización de clase está incorporada en la subjetividad loca, romántica y trasnochada de los personajes de Lars. Me refiero a la estructura patriarcal que el cineasta danés ha proyectado sobre la mayor parte de sus filmes, orquestada en torno a la polarización maniquea, que ya aparece con toda claridad en el Anticristo: “mujer = idolatría = naturaleza = mal” y “varón = conocimiento = debilidad de la voluntad”.
Basta con analizar la conducta de los personajes ante lo inevitable de la muerte para descubrir la presencia de este clásico binomio patriarcal en la película. (Atención, spoiler) El varón, que posee los conocimientos astrofísicos y el instrumental apropiado como para predecir matemáticamente la trayectoria del planeta, sabe que no hay escapatoria ante la destrucción del planeta; que todo rito es inútil ante la defunción como acontecimiento brutal, físico y sin sentido actúa en consecuencia como un estoico lector de Séneca (algunos dirán: “como un cobarde”) y se suicida. Por contra, las mujeres que lo ignoran todo sobre la astrofísica y que carecen de los conocimientos matemáticos como para calcular la trayectoria del planeta, tienen que recurrir a un aparato de medición fabricado por un niño a partir de un alambre. Ante la evidencia palmaria del fin del mundo adoptan una actitud infantil y supersticiosa; prefieren engañarse a si mismas y al pobre chaval en lugar de asumir de manera adulta su propia muerte; privilegian la falsa conciencia de la realidad y el autoengaño sobre los hechos palmarios empíricamente contrastables. ¿Y qué hacen? Construyen una “cueva mágica” con tres palos y cierran los ojos.

No sé por qué, pero creo que Melancolía es una parábola muy sutil sobre la crísis económica leída en sede teológica, una alegoría sobre autoengaño religioso como mecanismo compensatorio en tiempos difíciles. Pero en realidad no es así. Melancolía es una moraleja ejemplarizante sobre el Apocalipsis como acontecimiento escatológico que restablece una suerte de justicia cósmica y biológica de acuerdo con la cual Dios juega a las canicas con sus planetas porque considera la vida como un mal que debe ser exterminado; un bodrio melodramático sobre la bipolaridad, estructurado de acuerdo a los cánones ideológicos de la estructura patriarcal, contado desde a través del drama psicológico de unos “rentistas del sufrimiento”, al servicio de una subjetividad romántica trasnochada. Con estos personajes es difícil establecer otra relación que no sea la del resentimiento.

Resumiendo: Melancolía es una película que me ha gustado mucho porque al final los snobs bipolares terminan recibiendo lo que se merecen. Gracias a Dios, los ricos también lloran, están tó locos y, cuando llegue la hora de la verdad, toda su riqueza no será suficiente como para escapar al fin del mundo.

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