6 de julio de 2013

Pasadlo Bien, Pero No Tanto


I.

Me entero por Contraindicaciones que el pasado viernes 14 de junio, sobre eso de las diez de la noche, unos antidisturbios de la ciudad de Basilea intervinieron en el desalojo de Favela Café, una pieza del artista japonés Tadashi Kawamata y del arquitecto suizo Christophe Scheidegger que estaba siendo ocupada en ese momento, según informan las autoridades, por un centenar de art hooligans cuyos daños a la propiedad artístico-privada ascienden (redoble de tambores) a unas cuantas pintadas de tiza en el suelo. Como supongo que les pasará a muchos de ustedes, esta es la primera noticia que tengo del presunto estrato social insurrecto del mundillo artístico. ¿Hooligans en Art Basel? Yo pensaba que a las Ferias de arte contemporáneo se iba a hincharse de canapés, a poner cara de bueno, a acariciar los guantes del poder. Pero no, resulta que hasta los propios artistas, indignados ellos mismos sin saberlo, habían pensado incomodar la ingesta de la nouvelle cousine por partes de los comisarios de estómago agradecido. Y ustedes se preguntarán, ¿cómo pensaban hacer tal audacia Kawamata y Scheidegger? Y la respuesta es: vendiendo cervezas a cinco pavos. En realidad me estoy tirando el pisto, pues ignoro el precio exacto de los refrigerios, pero el objetivo del dichoso art-café, en resumidas cuentas, viene a ser el siguiente: generar un espacio de reflexión crítica colectiva donde deconstruir las relaciones asimétricas implementadas globalmente por la pospolítica poscolonial imperante, esto es, generar las condiciones ontológico-disensuales de posibilidad del Ereignis politico-filosófico alterglobalizador, ¿se han enterado? Y como quien escucha disensual dos veces sin partirse la caja, así acudieron los ricachones a inaugurar Favela Café: pensativos, erráticos, meditabundos. Hay incluso un video del asunto. Recomiendo su visionado en paralelo a la grabación de la carga policial realizada y colgada por un espontáneo: que me llame, por favor, quien sepa hallar cinco diferencias entre el cinismo de Kawamata y el kinismo de los hooligans que justifiquen la legalidad de unos y la ilegalidad de otros. Hasta entonces tienen razón los comentarios anónimos de Contraindicaciones: «el arte contemporáneo está al servicio de las élites y éstas mandan a sus perros a protegerlo».


II.

Arte contemporáneo y antidisturbios tienen en verdad una relación bastante estrecha. Muchas han sido las piezas recientes que versan sobre este tema. La más célebre, El susurro de Tatlin #5 (Tania Bruguera, 2008): dos policías montados a caballo dispersando a los espectadores que abarrotan la Sala de las Turbinas de la Tate Galery. También otras menos conocidas —con merecida justicia— como Preemptive Act (Gianni Motti, 2007), donde vemos a un miembro de Scotland Yard haciendo yoga. Como hoy hablamos de cargas policiales, tenemos que hacer mención a The Battle of Ogreave (Jeremy Deller, 2001), todo un referente en el llamado arte histórico-político-participativo. La etiqueta no es mía, por supuesto: hace referencia a aquellos performances que pretenden establecer una relación distinta con el pasado mediante la incorporación de los propios agentes del suceso histórico en calidad de artistas de su propia memoria; la idea surge de los debates sobre la memoria histórica que desde finales del siglo pasado han tenido entretenidos primero a historiadores profesionales (la Historikersteit sobre el nazismo) y luego a charlacanes de toda condición; la pregunta central, en ambos casos, viene a ser: ¿cómo aprender de las derrotas y los errores del pasado? Como comprenderán, Walter Benjamin preside la mesa. Y a modo de objeción todos tenemos en mente el 18 Brumario de Marx. Hasta aquí todo en orden.

Para el caso de The Battle of Orgreave, el artista británico conmemora el encontronazo entre 8.000 mineros en lucha y 5.000 policías antidisturbios que tuvo lugar en la localidad homónima de Yorkshire durante la huelga que mantuvo la minería contra el gobierno de Margaret Tatcher entre 1980 y 1984. Diecisiete años después, mineros y policías son llamados a filas para hacer las paces, volviendo a personificar, esta vez de forma teatral, los sucesos del momento.  El artista pretende suscitar la reconciliación mediante el intercambio de roles, de modo que el minero de la realidad sea el policía del recuerdo y la repetición, en conformidad con el principio moral de ponerse en el lugar del otro, según el cual el enemigo político es siempre —por definición— alguien que conoces demasiado poco. Los referentes de Deller están claros: la repetición conmemorativa de la toma del Palacio de Invierno (1920) se cuenta a la cabeza. Desde un punto de vista teórico, la ventaja del perfomance consiste en subvertir de forma inteligente la dicotomía maniquea entre el pueblo y la policía que tanto ha puesto Jacques Ranciere de moda entre nuestros intelectuales afrancesados, aunque el maniqueísmo ya estuviera presente (perdonen ustedes la siguiente pulla) en el imaginario colectivo de aquellos movimientos revolucionarios cuyo techo político radica en recibir hostias ante un parlamento de tercera regional, como si los poderes fácticos estuvieran en una escalinata de acceso con leones, como si los Aparatos Ideológicos del Estado —por utilizar la terminología althusseriana— estuvieran compuestos por otra cosa que mandaos enajenaos y asalariaos —por utilizar la terminología passoliniana, mucho más apropiada.

«Rather than celebrating the workers as an unproblematically heoric entity», declara Clair Bishop, «Deller juxtaposed them with the middle class in order to write a universal history of oppression», y desde aquí en adelante la intención del artista deviene bastante dudosa, pues cualquier intento de escribir una historia universal de la opresión que no atienda a las coordenadas clasistas del conflicto británico de los años 80 solo puede arrojar una imagen distorsionada del periodo, máxime si tenemos en cuenta que los mineros estaban en lo cierto, sean o no considerados unos héroes por ello: el desmantelamiento del sector energético público británico, incluido las extracciones de materias primas en las islas, ha redundado en detrimento de la economía del país (para una descripción de la situación actual, véase el artículo en la LRB de James Meek: “How We Happened to Sell Off Our Electricity”). Deller pretende cuestionar el relato de los hechos heredado; según los medios de información, fueron los mineros quienes empezaron la gresca, una mentira corroborada por la televisión mediante un sencillo truco de Melies: montar las imágenes a la inversa; sin embargo, el propio Deller no puede escapar de la propia lógica que denuncia, incurriendo él mismo en una suerte de estética de videoclip en el documental que registra y acompaña el día de la conmemoración, mezclando flashes del performance con extensas entrevistas a los protagonistas. El contenido de las imágenes no podía ser más desalentador, según la descripción de Claire Bishop, nuevamente:
Although Deller's event gathered people together to remember and replay a charged and disastrous event, it took place in circumstances more akin to a village fête, with a brass band, children running around, and local stalls selling plants and pies; there was even a interval between the two 'acts' when mid-1980 chart hits were played (as one critic noted, in this context "Two Tribes" and "I Want to Break Free" acquired an unexpected political urgency). As the film footage testifies, The Battle of Orgreave hovers uneasily between menacing violence and family entertainment.

III.


En Interné circula desde hace unos años un video de una chica de Almería que, todo drogada, declara ante la cámara de Callejeros: «Me lo estoy pasando bien, pero no tanto como parece». Quizá la telonera del Ogro de las Drogas ignorase entonces la trascendencia de sus palabras; por desgracia, no todos tenemos tres carreras y cuatro idiomas (me either) como para parar mientes en la sabiduría oculta contenida bajo este inofensivo informe personal de satisfacción contenida y moderada. Para que se hagan a la idea, estamos hablando del modelo de disfrute cultural auspiciado por 200 años de tradición museística en Occidente, ¿cómo se quedan?  Pues bien, el modelo expositivo tradicional consiste, para que nos entendamos, en elevar este informe personal de contenida satisfacción a la categoría de imperativo categórico. Hasta hace unas décadas el código de honor del espectador responsable consistía en pasarlo guay del paraguay, pero nunca en demasía. Hasta hace unas décadas el consumidor avispado de productos culturales no aplaudía —leñe— ante los cuadros colgados en las paredes. Y tampoco correteaba desbocado por los pasillos. A fin de cuentas, no estamos en una película de Jean-Luc Godard y ustedes, estimadas lisensiadas en Historia del Arte, no son ni de lejos Anna Karina. Luego llegaron los artistas relacionales, y todo pensábamos que podíamos desanudarnos la corbata. Tras varias décadas de vida disoluta, con tantas pretensiones de demoler el Museo y abrir las ruinas para disfrute de la plebs, las porras de Basilea nos vuelven a colocarnos en nuestro sitio, que nunca fue otro que el asiento del consumista distinguido y comedido. Bienvenido sea el orden y la ley. Porque el cliente siempre tiene la razón. Siempre y cuando pague primero su consumición.


Publicado originalmente en SalonKritik. 20 de junio de 2013.