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22 de abril de 2014

Rodrigo Fresán: «Yo no digo nada, señora. Lo dirá El Escritor.»

Es cierto, lo he visto. 10 años fuera de Argentina pueden lograr que uno de allá diga ‘coger’ sin ese doble fondo. El escritor Rodrigo Fresán, que lleva viviendo en Barcelona desde 1999, no solo lo dice más abajo —es lo de menos— sino que también declara algunas cosas realmente perspicaces sobre sus gustos musicales o sus afinidades literarias tras la muerte de Roberto Bolaño, amén de su amor por Stanley Kubrick o el estado de la crítica de libros en la época del follower resentido, o por qué Fresán tiene un zapatófono de móvil en lugar de sumarse a la fiebre de las redes sociales y su coltán. Todo esto en una entrevista que tuvimos el gustazo de hacerle el pasado 13 de marzo en La Central de la c/ Mallorca, cuando todavía estaba de novedad editorial La parte inventada, una novela irradiada por los átomos del género relato —según nos cuenta el autor— sobre cuyo pacto de ficción y sobre cuyos vínculos secretos con ciertos libros (no solo los escritos por Fresán, también sus lecturas) estuvimos hablando durante la entrevista. Hace 40 días. No habiendo quien quiera publicarla, tal vez la extensión o la transcripción literal asusten, Castra Castro se reserva la propiedad y el usufructo omnímodo de la exclusiva. Ellos se la pierden.
Tú —mejor tarde que nunca— no.

ERNESTO CASTRO. Dado que La parte inventada empieza con todo un catálogo de extractos de autores posicionándose y midiendo el grado de presencia del autor en sus novelas o escritos —el primer capítulo es ciertamente autoficcional en este sentido— y la contratapa subraya que el contenido mismo del libro es ‘¿Cómo piensa un escritor?’, quisiera saber si de esta última novela puede decirse lo mismo que dijo Alan Pauls de Mantra: «una novela triste, cuya región secreta es la infancia y cuyos temas son el tiempo y la forma: las dos únicas cosas en las que la infancia nunca piensa, las dos únicas cosas que piensan la infancia».

RODRIGO FRESÁN. La infancia es un asunto que me interesa de suyo. Todos mis libros tienen alguna conexión con ella; desde Historia argentina, donde el núcleo central es un episodio autobiográfico bastante fielmente reproducido. Me interesa la infancia como espacio y melodía, junto con las variaciones que se desprenden a partir de ella. El primer capítulo de La parte inventada (aunque prefiero la palabra sección, pues no son capítulos en sentido estricto) es y no es autobiográfico; todo libro lo es en tanto que uno lo saca desde dentro, impregnado por la placenta de sus neuronas, el ADN. Si nos ponemos rigurosos y puristas —fundamentalistas— no hay texto que no sea biográfico aunque carezca de relación con tu vida: la escritura se volvió parte de la vida, como una suerte de juego.
La primera sección no sería estrictamente autobiográfica porque hago un ejercicio de imaginación en ella, tomando algunas coordenadas geográficas y temporales donde estuve, cosas que pasaron de verdad, y ahí implanto un momento que no guardo en la memoria —nunca lo guardé—: el despertar de la conciencia literaria, que para mi sigue siendo un enigma porque nunca quise ser otra cosa que escritor. Mis ganas de escribir no tienen, por así decir, un Rosebud; por esa razón tenía que inventarlo; escribirme los recuerdos que no tengo. Me considero bastante privilegiado porque nunca me he visto en el trance de renunciar a mis deseos profundos e infantiles. Yo no tengo prácticas o creencias religiosas —ni de las más populares, ni de las más extrañas— pero sí me siento en cierto modo elegido por ese don, la voluntad de ser escritor, pues el 99,9% de las personas terminan renunciando a su primera vocación, ya sea esta jugar en la selección o ser Batman; alguno deseará volverse presidente del gobierno (¡hay gente para todo!) o princesa o explorador.
Mi vocación literaria es en cierto sentido infantil; en el mejor sentido posible del término, pues hunde sus raíces en mi infancia y de ahí que en todos mis libros la figura del escritor tenga una cierta aura romántica; quizá no de superhéroe, pero sí de freak o mutante o persona distinta. Mi primera percepción del ser escritor es a través de los ojos de un niño —en este caso poseo un recuerdo clarísimo a los cuatro años— que cuenta cuánto tiempo falta para empezar el colegio.
Cuánto falta para saber leer y escribir.
Cuánto para poder ser escritor.

EC. Esta obsesión infantil resulta especialmente curiosa a la luz de algunas afirmaciones tuyas sobre la historia de la literatura, como la que pones en la boca de uno de tus personajes en Jardines de Kensington, donde aprovechas que el protagonista es un escritor de fábulas infantiles (ante todo, Peter Pan) para subrayar la peculiar identificación literaria que tiene lugar entre siglos y tiempos vitales: en el XVIII se inventa la juventud (ante todo, Werther), en el XIX la infancia (ante todo, Oliver Twist), en el XX la adolescencia los jóvenes ya no se limitarán a padecer el mundo de los mayores sino que, además, lo cuestionarán», escribes, «tomarán el relevo y asumirán la maldición de ser protagonistas siempre extraviados en un mundo enloquecido por adultos que se comportan como niños»)…

RF. ¿Y en el XXI? Diría que hemos acuñado el infantiloide perfecto. Un adulto cada vez más conectado a juguetes, con menor grado de atención que nunca, preocupado por el próximo modelo de iPhone o cuántos canales tendrá la TV, consultando cada poco su perfil de Facebook. Una mezcla explosiva entre la sorprendida ingenuidad del infante y la egolatría ignorante del adolescente: el infantilescente, podríamos llamarlo.

EC. En el libro dices otra cosa («Me atrevo a predecir que será la vejez: un siglo rebosante de viejos sanos y desesperados») pero también estamos hablando de una ficción escrita entre 2001 y 2003, antes de la plaga de smartphones, y además veo que tú sigues en el Pleistoceno [señalo el móvil que Rodrigo Fresán ha dejado sobre la mesa, un modelo del año catapún que seguro haría las delicias vintages de más de uno o dos hipsters / depravaos. A su lado la Game Boy Color es tecnología aeroespacial puntera].

RF. Este trasto lo tengo desde hace ocho años porque mi mujer se quedó embarazada y como estamos solos aquí, no tenemos familia, es un medio para hablar en casos de extrema urgencia. Eso sí, no hay día que no reciba tres o cuatro mensajes de Vodafone pidiendo que por favor vaya a entregarlo, que me ofrecen unos regalos a cambio, por lo que sospecho que contiene una tecnología mejor, porque además —toco madera— no se me rompió nunca, así que seguramente necesitarán el secreto que yo tengo aquí y en cualquier momento piensan entrar como ninjas por la ventana de mi casa. Lo que sí tengo es una cantidad bastante preocupante de imbéciles haciéndose pasar por mí en Facebook y en Twitter. A parte de eso, nada.

EC. La pregunta clave sería: ¿no te llama la atención escribir desde una condición social que tú encarnas desde hace unos años y que algunos críticos señalan como un factor a tener en cuenta cuando medimos la periodicidad que tuvieron tus dos últimos libros, salidos cada seis años? Javier Calvo decía, con motivo de la aparición de El fondo del cielo, que su demora —el periodo que había llevado escribirlo comparado a la acelerada redacción Mantra (nueve meses) o de Esperanto, hecho en pocas semanas— se debía a que entre medias habías tenido un hijo. ¿No te llama la atención, no piensas escribir en el futuro desde la otra cara de la infancia, que es la paternidad?

RF. La parte inventada, esa novela que yo no habría podido escribir sin la ayuda de mi hijo, ya es bastante paternal. La portada lleva su firma: «Diseño gráfico por Daniel Fresán». ¿Te cuento el motivo? ¿Te interesa este tema?

EC. Cómo no.

RF. Él tendría unos cuatro años. Yo andaba absolutamente empantanado con el libro. Íbamos camino del colegio. El libro decido cuantas secciones contiene, armo un mínimo esqueleto y las abro todas. Salto de una a otra. No es una escritura lineal. Tampoco termino de ver —para usar una frase en boga— la luz al final del túnel [Risas de ambos]. En esto que pasamos por delante de una papelería. Y estaba este juguetito en el escaparate. Y mi hijo me dice: «Mira, papa. Esa será la portada de tu próximo libro.» Y yo me quedo: «Bueno, ¿qué sé yo? Jajá. ¡Qué niño más ingenioso! Pat-pat-pat.» [Rodrigo Fresán acompaña la conversación reconstruida —especialmente las onomatopeyas— con gestos que simulan estar dándole golpecitos en la coronilla a un mancebo como quien asiente ante un tontolaba.] Entramos a comprar el muñequito. Y cuando estamos saliendo añade: «Además tiene que ser el protagonista». Y yo: «No jodas, hombre, Daniel». Vuelvo a casa, una vez dejado en el colegio, y enciendo el ordenador. Me siento frente a la pantalla a seguir sufriendo. Y entonces reflexiono: «¿Qué pasa si le hago caso?».
El libro se resolvió por completo.
En La parte inventada, sobre todo en la parte del hospital, todos los relatos giran en torno a relaciones paterno-filiales. También supongo que para quien sea escritor, y serlo implica estar las 24 horas de servicio, la sola idea de empezar una cosa que —si hubiera justicia en el mundo y todo fuera bien— uno no verá su final, que es tu hijo, produce cierto interés & inquietud & curiosidad & angustia & preocupación. Muchas cosas. Dedicarse a escribir está entre las opciones vitales más individualistas, más solipsistas que jamás haya tomado alguien, y tener un hijo supone en cierto modo un cambio, una alteración potentísima del ADN, más fuerte incluso que descubrir y leerse a Proust, otro de mis grandes choques como escritor, y desde aquí recomiendo la experiencia a quienes escriben, que también intenten probar —si se atreven— el ser padres.

EC. Hablando de retratos familiares, yo recomiendo encarecidamente la lectura de Mantra en paralelo a la segunda sección de La parte inventada.

RF. La idea que uno tenía sobre esta parte era montar una suerte de making off de Mantra, contar en dos planos simultáneos algo que tiene pinta de ser un libro: está la mirada de la hermana del escritor y la tipografía atomizada del escritor que empieza a trabajar flotando sobre esos materiales literarios en un estadio todavía magmático, primal.

EC. Pero estamos hablando de géneros distintos y hasta opuestos. Cuando haces el retrato de los Karma recurres a un registro estilístico más bien cómico, irónico, satírico; vemos un clase alta cuyo personaje destacable sería esta Hiriz Karma, una pija redomada; mientras que los Mantra constituyen una cosmogonía surrealista mexicana cuyo daimon o figura individual mediadora con el lector es Martín Mantra, un mozo que aparece con un revolver en clase. No puede haber mayor distancia.

RF. Habría sido muy fácil y muy falso que todo fuera similar. Lo que quería contar ahí era cómo una cosa se puede convertir en otra diametralmente opuesta mediante el ejercicio de la escritura. Martin Mantra es Penélope, que es quien registra la situación con la cámara; el freak del entorno. Yo lo veo así: La velocidad de las cosas y La parte inventada funcionan como opuestos complementarios; incluso proyecto la idea de una tercera entrega para dentro de veinte años —digamos: La palabra justa o La palabra exacta— que sería el libro de la vejez y cierro de este modo la trilogía. La velocidad de las cosas estaba escrita en una primera persona constante, cambiaban mucho las situaciones de las historias, y era un libro de relatos como irradiado por los átomos (¿radioactivos?) del género novela. Y aquí invierto la cosa: la novela irradiada por el cuento. Me interesaba escribirla en una tercera persona que, sin embargo, fuera de primerísima. Está hecho a conciencia: si bien está escrito en tercera, muchos sienten que fuera una primera persona, y luego me echan a la cara «Lo que aquí dices».
—Yo no digo nada, señora. Lo dirá El Escritor.
         Y volviendo sobre el asunto autobiográfico, hay dos cosas que me interesaban. UNO, que el libro se llamara La parte inventada, o sea, que fuera por delante con una advertencia cristalina. Yo hice una operación sobre el personaje del narrador: muchas de las cosas que él piensa, las pienso yo; muchos de sus autores favoritos son los míos; pero la sensación es que lo que yo sostengo con volumen a cinco, él lo sostiene con volumen a quince. Al máximo. Esa actitud excesiva, vociferante y por momentos atronadora yo se la adjudico —la partícula de ficción que introduzco para deformarlo y que no sea yo— es lo que hace del narrador una persona sin ningún anclaje emocional más allá de la literatura, que haya apostado todo por ella. Uno suele hacer esta suerte de apuestas cuando adolescente: no me casaré; solo tendré musas; no tendré hijos; solo herencia literaria y esas cosas. La idea de renunciar a todo y luego despertar la sospecha de haber cerrado un pésimo negocio. ¿Tendría que haber leído la letra pequeña del contrato faústico? Yo creo que sí. Y DOS, quería rendir cierto homenaje a la literatura judeo-americana; me encantan esos personajes catastróficos, hombres Godzilla que destrozan edificios a su paso todo a su paso: el Mickey Sabbath de Philip Roth o el Von Humboldt Fleisher de Saul Bellow. Si algo puede quizás hacerse mal, estos tipos lo harán (excelentemente) peor.

EC. Algo que aparece también irradiado en la novela y funciona incluso como cierre de obras tuyas previas es la aparición de registros distintos al literario. La música o la ciencia ficción, sobre todo, el pop histórico. En varios textos tuyos subrayas la veta netamente generacional de esta amplitud de intereses culturales: mientras tú atraviesas tu infancia y tu adolescencia hay todavía una televisión con vocación ficcional en blanco y negro (digamos, antes del reality show) cuyos efectos especiales no alcanzan la capacidad imaginativa que despliegan la literatura u otros formatos creativos, permitiendo mantener cierto nivel de igualdad entre ellos gracias a las limitaciones estructurales compartidas. Confróntese este escenario igualitario con el predominio absoluto que detenta lo audiovisual (y lo relacional) a día de hoy. ¿Hasta qué punto influye en tu escritura este elemento generacional de convivencia —durante tu periodo formativo— de registros creativos distintos, igualmente apreciados masivamente?

RF. No niego que me duela o me preocupe —y esto tiene que ver con los dolores y las preocupaciones, muchísimo más exageradas, que aparecen en La parte inventada— pero sí me produce cierta inquietud escuchar a dos escritores jóvenes (menos viejos que yo) que se reúnen y se ponen a hablar sobre True Detective. Extraño cada vez más a escritores hablando sobre qué andan leyendo o escribiendo. No sé si será un signo de los tiempos que resulte difícil hallarlos. Me produce cierta inquietud que, según muchos escritores jóvenes, el siglo XIX no sea un lugar donde regresar y aprender, que los héroes desganados de Tao Lin no les permitan ver novelas como Barry Lyndon, por ejemplo, donde aquello estaba de una forma más clara [y más leída por la gente, piensa el entrevistador: los buenos terminan ganando la partida]. Si hay algo que beneficia a la literatura es su historia, que tiene lugar como una especie de carrera de postas; la intención de que todo empiece con la ultimísima generación —que haya a lo sumo unos corpúsculos primigenios veinticinco años atrás, estilo Thomas Pynchon o Don Delillo, a pesar de haberlos leído mucho— me produce cierta inquietud.
Y me la produce el haberlos leído.
Que ambos tengan leída la historia de la literatura.
Que sus libros muestren la diferencia.
No hay mucho que innovar. Yo soy más de renovar. El innovar es un reflejo juvenil. Si tú lees Tristram Shandy, Moby Dick y luego La casa de hojas… en fin… pues bueno… ya sabes… [Rodrigo Fresán se encoge los hombros mientras arquea las cejas. ¿Qué quiere decir? ¿Danielewski a la hoguera? ¿Melville y Sterne a la presidencia? ¿Programa de reeducación novecentista para letraheridos de pacotilla? Quién sabe.]

EC. Hay que decirlo con palabras.

RF. Digo: puede leerse primero Tristram Shandy, luego Moby Dick, luego La casa de hojas y decir «Mira qué cosa», o leer solo La casa de hojas y decir «Mira qué cosa». Y me da la impresión que ahora mismo se alienta o se disculpa esta última opción, a mi juicio deficiente. Tampoco quisiera parecer ese que sabe que está mojando los pies en el mar de la senectud, pero quizá estoy envejeciendo.

EC. Al contrario. Y por un motivo: el siglo XIX planea sobre todas tus obras. En La parte inventada la figura de Penélope está atravesada por Cumbres borrascosas y…

RF. El XIX hay que leerlo —hay que estudiarlo— por la sencilla razón de que el género rey era la novela. Y la novela no solo contaba sino que educaba; informaba. Todo lo que ahora hacen los soportes electrónicos o televisivos estaba entonces dentro de la novela. Y estaba de una forma más seria —más profunda— que en las plataformas que vinieron a suplantar esa posición; ese rol.

EC. Y como decía, en la literatura española vivimos en un momento que calificaría de posnocilla, en el sentido de que ahora mismo tiene lugar una recuperación de las posibilidades escondidas en el siglo XIX —más allá del estereotipo sobre el realismo decimonónico— por parte de una generación de escritores españoles que, habiendo nacido en los años 70, fingieron apostarlo todo a la casilla de las nuevas tecnologías, su carácter supuestamente revolucionario, durante la primera década de los 2000 y ahora, en el momento de convocar una retirada honrosa, salen con citas de Flaubert  y otros mutis por el foro. La pregunta: ¿cuáles serían los grandes olvidados del XIX? Los diamantes en bruto de este siglo. ¿Qué libros habría que visitar y no se visitan —según dices— con la debida asiduidad?

RF. Tampoco quisiera erigirme en juez categórico porque ignoro si se visitan o no. A mi juicio entre los autores que hay que leer están la parte del XIX de Henry James, Melville y Hawthorne, las hermanas Brönte —para quien guste de personajes extremos, ellas son las reinas del asunto—, Tolstoi. Son todos obvios; no solo no están olvidados estos autores sino que —como he dicho muchas veces— no hay crisis de la literatura; se siguen leyendo y se seguirán leyendo; probablemente por una cuestión demográfica, como cada vez somos más gente en el mundo, cada vez seremos más leyendo más a los clásicos.
Ahora bien, sí me parece que hay una grave crisis en la hechura popular, en la ambición literaria del best seller, que son cada vez peores. Basta coger [sic] un libro de Morris West, de Irving Wallace o de Robert Ludlum y ponerlo junto a uno de Dan Brown. Eran maestros del cuidado en el ritmo, la composición, la profundidad de los personajes. Y ni hablar de Stephen King. Un caso puntual sería comparar el primer multiventas de Anne Rice, Entrevista con el vampiro, con Stephenie Meyer y su Crepúsculo. Se está proponiendo una fórmula de mega-éxito literario que solo da vueltas sobre si mismo. Si te encantó El código Da Vinci no pasarás a El nombre de la rosa, sino como mucho a La estrategia Caravaggio, ¿sabes? Si quedaste prendado de 50 sombras de Grey no pasarás a Trópico de Cáncer o La historia de O, ¿me entiendes? Si eso pasarás —qué sé yo— a 49 claroscuros de Green. Se están cortando vasos que una vez fueron comunicantes; ahora son endogámicos.

EC. Tus observaciones musicológicas —ese gusto hacia los 60s y los 70s— es otro elemento temático muy tuyo; en La parte inventada dedicas mucho espacio a Pink Floyd; ¿hasta qué punto incluye tu escritura registros estilísticos musicales? En la primera sección de La parte inventada, justo cuando tiene lugar el llamado Rosebud, unos críticos de ficción señalan que —gracias a cierta dolencia o enfermedad— tú tendrás un estilo sincopado y fotográfico. [Las palabras exactas fueron: «El niño no lo sabe aún pero padece de una leve pero decisiva anomalía cerebral, producto de r) caída escaleras abajo en la casa de sus abuelos paternos. Un efecto más que un defecto. Algo que altera el ritmo de lo que se conoce como “persistencia visual”: la suya es más lenta y le hace ver todo más lento, como cuadro a cuadro, fotograma a fotograma, palabra a palabra. Persistencia visual que, sumada a su memoria eidética o “fotográfica”, acabará —con el tiempo y según sus críticos y estudiosos— “influyendo decisivamente en su estilo y visión”»] Yo discrepo. Tu estilo me parece mucho más fluido que serial, una especie de torrente imposible de contener, que nada tiene que ver con las diapositivas o los fotogramas. Rollo Pink Floyd, vaya. Varias preguntas tengo —pues— sobre música: (i) como he dicho antes, ¿hasta qué punto incluye tu escritura registros estilísticos musicales?; y (ii) ¿se puede saber que tienes con Arcade Fire?, porque menuda somanta a palos que les das.

RF. Con Arcade Fire no tengo nada salvo que Talking Heads fueran infinitamente superiores. Estas cosas son las preocupantes, que el último modelo sea mejor —por definición— que el previo, que es un principio dictado por Appel, por la idea de que el nuevo iPhone mejora siempre a la versión anterior, aunque no sea así y luego la gente rechiste «Porque —¡ay!— el antiguo tenía la pantalla semiopaca o los caracteres no-sé-qué». Es una pulsión que viene del rock, donde los ciclos son más cortos que en otras disciplinas artísticas y se desarrollan cada vez con mayor rapidez, que cada generación reclame su parte del mito y del pastel. Me causa mucha gracia ver las revistas sobre rock —las ojeo, en su momento me compraba todas— cuando organizan las encuestas de los 100 mejores de la historia, que siempre triunfan grupos de la última década, y en los puestos bajos de la tabla: The Beatles (49); Bob Dylan (54). Entiendo que cada generación quiera tener sus Beatles y su Dylan, pero no entiendo por qué no les interesan los Beatles y el Dylan originarios. Eso es lo extraño.
En cuanto a Pink Floyd, Wish you where here es un disco que pongo mucho como música de fondo para escribir, igual que las Variaciones Goldberg y etcétera. Mi traductora francesa me decía sobre la parte acerca de Pink Floyd: «Es que parece periodismo rock». Esa era la idea: cuando uno es adolescente y piensa en discos, sus pensamientos son como si fuera periodismo rock —por suerte, es algo que se te termina pasando. WYWH, como digo, me interesaba muchísimo meterlo en el libro porque cerraba muy bien el asunto de la ausencia y lo desaparecido. Y una de mis principales influencias formativas (y deformativas) es la portada del Sgt. Pepper’s. Mi manía referencial viene de ahí. Y cuando escuché “A Day in the Life” —su estructura tripartita; que es también la estructura de esa-cosa-extraliteraria-que-para-mi--no-lo-es, que para mi sigue siendo literatura y supuso entonces un impacto fortísimo: 2001. Odisea en el espacio.

EC. Joder, perfecto. Vamos encadenando respuestas y preguntas. La siguiente que llevaba apuntada era precisamente sobre 2001. La anécdota más divertida de La parte inventada es cuando decides comprar un muñeco de acción, que es el famoso monolito de Stanley Kubrick [#LOL] y cuya etiqueta anuncia: Zero points of articulation!

RF. ¡Existe de verdad! Lo pensaba adquirir pero costaba unos 60$ y 60$ por un bloque de plástico, un bloque de plástico duro —la verdad— me parecía excederse un poquito, ¿eh?

EC. Al loro: ¿en qué medida la etiqueta del irrealismo lógico —no sé si te la tomas en serio o estamos ante otro neologismo innecesario— se puede retrotraer hasta piezas no literarias como 2001? ¿Y en qué medida es La parte inventada, como fuera El fondo del Cielo, no una novela de ciencia ficción, sino con ella?

RF. Me gustaba mucho el cine —y me sigue gustando— pero buena parte del mismo murió para mí junto a Stanley Kubrick. Es el director que más próximo estuvo de los escritores, o viceversa. Yo vi el estreno de 2001 en un lugar de cinemascope —entonces las grandes salas eran como palacios de San Petersburgo— que estaba en la Avenida de Mayo. Era muy fan de la ciencia ficción (mis padres se habían divorciado; mi madre estaba casada con Paco Porrúa, el director de Minotauro, editor de Cien años de soledad; mi padre estaba haciendo un libro con Borges y otro con Cortazar; o sea que así me explico yo mi vocación literaria original) y recuerdo haber visto la escena inicial de Odisea en el espacio, totalmente convencido de que sería ciencia ficción, y pensando: «Joder, la prehistoria». Y salir transfigurado de las salas habiendo descubierto que podían decirse cosas de aquella manera. Hasta entonces, con seis o siete años, las películas y los libros que tenía entre manos utilizaban estructuras bastante habituales. Y entonces: la famosa elipsis del hueso; intuir que una máquina podía llegar a sentir mayor melancolía incluso que unos astronautas convertidos en una suerte de robots absurdos. Cuando me pongo a hacer zapping para ver qué hay en la tele, si están echando Odisea en el espacio, me quedo clavado frente a la pantalla: no puedo dejar de verla, no puedo terminar de verla. Volví hace poco a ver ese documental —narrado por Tom Cruise— donde explican como Stanley Kubrick trabajaba sus películas igual que yo trabajo mis libros, que se parece bastante —según el libro de Geoff Emerick— a la forma que tenían de grabar los Beatles de grabar.

EC. ¿Cuál es el proceso exactamente?

RF. Según Kubrick, hay que tener siete partes buenas —luego aquello se ordenaría de manera misteriosa, pero antes hay que tener siete nudos, siente secuencias, siente momentos; una vez tienes eso, todo está resuelto. Yo escribo una novela como alguien grabaría su maqueta: muchas pistas, muchos canales y efectos, efectos, efectos, efectos. Igual que Pink Floyd, un grupo que figura en La parte inventada —igual que Scott Fitzgerald o Bob Dylan o Ray Davis o William Burroughs— porque todos ellos sufrieron bloqueos creativos absolutos. Tanto Davis como Dylan como Pink Floyd —tras The Dark Side of the Moon— tuvieron un momento de indecisión donde no sabían muy bien qué hacer con sus vidas. El protagonista de La parte inventada tiene el mismo problema que Fitzgeral durante la década que trabajó sobre Tender is the Night. Son los instantes más curiosos de una vida como creador, esos ¿y ahora qué?

EC. Quisiera preguntarte por tus referentes y coetáneos. La faja de Random House a La parte inventada inevitablemente termina asociando tu escritura a Borges y a Bioy Casares si no hubiera más escritores (y más vivos) en América Latina.

RF. Seguro que para el público lector en lengua inglesa hay poco más. Y lo poco que hay —García Márquez, Vargas Llosa, etcétera— es distinto; sería bastante equívoco vincularlos conmigo.

EC. No obstante, creo que hay un salto entre aquella generación de escritores argentinos sin vínculo alguno con el resto del continente —tienes el dictum apócrifo de Borges: «He estado siempre entre argentinos, uruguayos, chilenos y paraguayos, pero nunca entre latinoamericanos»— dando por sentado que hay una solución de continuidad entre el Cono Sur y el ambiente —si quieres mágico, barroco, surrealista, africano— que puede tener Perú o la zona del Caribe. Mientras, un elemento relevante para entender la novísima hornada de escritores conosureños (estoy pensando en nacidos durante los 50/60: tu caso y el de Bolaño) es vuestro interés por una ciudad taaaan latinoamericana —en todos los sentidos del término, los buenos y los malos— como es el México Distrito Federal. Primero Los detectives salvajes (1998) y luego Mantra (2001) hacen del DF una pujante capital de la ficción en castellano. Quizá sea una reconstrucción retrospectiva falaz —yo tengo ocho años cuando Bolaño obtiene el Herralde; sus libros y los tuyos los leo mucho después— pero desde este punto de vista parece que entonces hubiese una relación de afinidad literaria, ahora quizás perdida, entre los escritores en castellano de vuestra generación. Pasada una década tras la muerte de Bolaño, ¿dónde sitúas tus libros en el mapa actual? ¿Ahora mismo quién —español, latinoamericano o internacional— crees que marcha contigo? ¿Quién despierta ahora mismo tus simpatías?

RF. Básicamente los escritores/lectores: el caso de Bolaño, de Vila-Matas, de Alan Pauls. Parece una tontería decirlo, pero es que hay muchos escritores que no leen, y esto también resulta distintivo del Cono Sur. A diferencia de la literatura latinoamericana, que tiene las raíces en la tierra, en contar la tierra, la literatura argentina y la uruguaya —ese monstruo de dos cabezas— hunde sus raíces en la pared, en la pared de la biblioteca. La herencia argentina sí es lectora y tienes ese ensayo de Borges, “El escritor argentino y la tradición”, cuya coda final resulta bastante definitiva y definitoria.

Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.

Bolaño se decía más escritor argentino que chileno, o si quieres latinoamericano. En cuanto a México, el único relato no argentino en Historia argentina, mi primer libro, tiene lugar en México y son dos páginas que compuse —a los seis años—  en el colegio. En mis libros, México siempre está presente, porque los cómics de Batman y de Superman venían de México; las series de televisión como Dimensión Desconocida estaban dobladas en México —tenían un acento peculiar. Estaban los luchadores enmascarados; las telenovelas que veías junto a la chica que cuidaba de ti cuando tus padres intelectuales salían para no volver de noche; los cuentos de Ray Bradbury sobre las momias de Guanajuato. Y los Sea Monkeys, una obsesión para mi generación. Los mayas y los aztecas también aparecían cuando estudiabas en el colegio primario el pasado continental; nos parecían increíbles las civilizaciones precolombinas mexicanas y peruanas, mientras que los argentinos (antes de Argentina) eran unos aborígenes nómades que andaban de un lado para otro —corriendo— sin nunca haber llegado a levantar una metrópolis de estas à la Indiana Jones.
También me he casado con una mexicana.
Supongo que Quetzalcoatl así lo designó.

EC. Y más allá de los lectores/escritores en abstracto, ¿alguno argentino en particular? Yo no tengo demasiado controlado el panorama, pero…

RF. Tampoco yo. En los quince años que llevo viviendo en Barcelona, pasé siete días en Argentina. Ahora tengo que volver en mayo para presentar La parte inventada; será la primera vez que vuelvo —en plan escritor— en doce años; la vez anterior fue con Mantra en 2002. Pero bueno, habrá buenos escritores argentinos: en Argentina se escribe bien por tradición, igual que la carne es buena o hay buen fútbol por tradición. Hay algo, tal vez una cuestión de distancia, hasta diría insularidad, la necesidad de contar cosas. La Historia de Argentina es muy espasmódica, empezando y terminando todo el rato, constantemente rescribiéndose. Hay, por ejemplo, 4 Maradonas, con aspectos distintos en momentos distintos, o 4 Che Guevaras o 4 Perones. Tienes los militares de la dictadura y los que deciden recuperar las Malvinas. Allí tiene lugar un ejercicio permanente de enloquecimiento o demencialización del presente. Tal vez eso (quién sabe) produzca escritores.
Y hay otro tema: no se percibe la obligación o la necesidad de escribir la gran novela latinoamericana. De hecho, las novelas argentinas clásicas son mutantes perfectos cruzados con géneros distintos: Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Adán Buenosayres, Respiración Artificial, El beso de la mujer araña, etcétera, etcétera. Tampoco hay pudor con la cuestión de los géneros: el fantástico y el policial, por ejemplo, están siempre presentes en el canon argentino.
Lo que percibo —y subrayo percibo para indicar que tal vez sea una percepción mía totalmente equivocada en la distancia de Barcelona— es que desde la crisis de 2001 ha habido un (re)descubrimiento de la narración tal cual el momento, contar qué pasa y hacer la crónica. Me parece perfecto que haya esa variante del realismo, siempre y cuando se practique exigentemente y con talento; resulta curioso que escritores como yo, en este nuevo contexto realista, nos volvamos mucho más raros de lo que previamente fuimos. Y mira que somos raritos, pero no es justo que lo seamos tantísimo. Yo mismo, puesto en contexto o tradición, no tendría por qué ser taaan raro.

EC. Una última pregunta sobre tu dimensión como ensayista. Tal vez sea una aberración en retrospectiva, dada la cantidad de artículos con enunciados entusiastas y sin verbo que pueden leerse ahora mismo, pero creo que has creado escuela —corrígeme si me equivoco— con tus reseñas y tus prólogos, tu función en tanto que crítico.

RF. Yo no soy crítico.

EC. Por ahí van mis dudas. ¿Qué relación tienes con el reseñismo más académico, influido hasta atrás por los filósofos franceses, dado que tus textos —esos que luego metes en las ediciones corregidas y ampliadas de tus libros— suelen saltarse los cercos del oficio a la torera, incluyendo muchos perfiles hagiográficos y una fuerte carga de emoción, ante todo euforia personal lectora?

RF. Hay una frase de François Truffaut que resume mi enfoque: “Hablemos solo de las cosas que nos gustan”. Algo que me resulta molesto de cierta intelligentsia, cierto formato de escritor con lecturas, es que de un tiempo a esta parte parece que nuestros gustos, nuestra posición lectora tenga que definirse a partir de lo que detestamos, que haya pudor en decir “Esto me gusta mucho”. De tanto en tanto veo o me dicen que vea blogs, sitios donde siempre resulta interesante contrastar los poquitos comments que tiene una entrada elogiosa frente a las doscientas apostillas de alguna reseña violenta, como si salieran de debajo de las piedras los haters [Rodrigo Fresán imita el «Ngrrr» de los zombis] y algunos reclaman: “Ahora cárgate a este otro.” Esa virulencia me sorprende y me repugna el tema del alias, igual que me resulta extraño legitimar el error ortográfico o la expresión contraída como gesto de vanguardia, que alguien que firma como @chachipiruli se cague —en 140 caracteres— sobre varios años de trabajo de un escritor y los demás aplaudan el entuerto; la verdad es que yo no veo la gracia.
Ignacio Echevarria tiene ganado todo mi respeto, pero yo no soy un crítico como es él o son otros, porque además me resulta bastante peliagudo ejercer la crítica y ser escritor también. La gente dice que todo me gusta todo, pero no es cierto que me guste todo y lo escriba, es que solo escribo sobre lo que me gusta; resulta más sencillo además hablar sobre filias, explicarlas y justificarlas. Sabemos escribirlas mucho mejor que las fobias. En cuanto a mi estilo, hablas de «perfiles hagiográficos» y tengo mucho de evangélico —en efecto, sí: predicar la buena nueva— y es una gratificación inexplicable cuando alguien se aproxima a decirte: «He leído a John Cheever gracias a ti».
Si hay una vida tras la muerte —algún sitio donde tienes que acceder— espero que alguien mantenga una contabilidad de las personas que recluté para leer a otros, que eso cuente en cierto modo a mi favor, que incluso compense los desastres, las malas acciones que dimanen de mi ficción.

28 de octubre de 2013

¿Son Nuestros Jóvenes Escritores Unos Viejunos De Tomo y Lomo?

Un recorrido por los malentendidos y las trifulcas
generacionales del posturelo literario en España.

Algo simpático ha pasado con la crítica literaria en España. El foco de atención mayoritario se ha ido trasladando de los autores a las generaciones, de éstas a las editoriales y nuevamente a los autores. Ahora vivimos un repunte de figuras estilo llanero solitario, firmas individuales sin adscripciones de ningún tipo, ni generacionales ni corporativas. Pero hace unos años todo esto era campo, campaban a sus anchas los cotillones del sector, cualquiera diría que los reseñistas pasaban más tiempo consultando y actualizando las redes sociales que leyendo los libros que un amable cartero había dejado en su buzón, literalmente por la patilla. Atrás quedaba entonces Vicente Luis Mora, convertido hace eones en estandarte de la honestidad porque glosaba brevemente su relación personal con el reseñado antes de valorar sus publicaciones. Atrás quedaba poner las cartas sobre la mesa. Desvelar la inevitable parcialidad de cada selección de novedades. Durante un breve lapso de tiempo arrasaron las denuncias sociológicas, rollo periodismo de investigación conspiranoico, de forma que La medicina de Tongoy y Patrulla de Salvación hicieron el agosto. Mientras tanto, críticos de chaqueta y corbata como Alberto de Santamaría debatían sobre el estado de la crítica, añadiendo un anillo más de reflexión metaliteraria a una discusión que comenzó cuando Juan Malherido descubrió que, si uno escribe desde la ironía, basta con leer en diagonal una novela hasta la página 80 y (el toque del chef) colgar fotos de tías en cueros para canalizar cientos de miles de visitas hasta un blog.

Todo esto es el pasado, por supuesto. Malherido y Tongoy antes molaban, pero ahora están como reformados, salvando las pullas mutuas entre ellos. A falta de nuevos malos de la peli, Patrulla de Salvación tiene poca gente que salvar de la inmundicia literaria que —según ellos— nos cubre hasta la cintura. Los Adisson de Witt, enemigos confesados de las corruptelas y el amiguismo, chaparon el chiringuito porque «los objetivos del blog han sido, al menos, parcialmente cubiertos». La crisis no solo ha llenado nuestras librerías de marketing y accesorios, tacitas de James Joyce en La Central; también ha dejado en números rojos a los sellos que antes fueran señalados con el dedo por haberse gastado el dedo en veinteañeros. Desvelar los premios amañaos, acordarse de la madre del poeta y del editor, desinflar a los jovencitos pretenciosos, reivindicar la literatura de importación frente a los medradores nacionales, fueron objetivos nobles y deportivos de la temporada 2011-2012. Ya no. Intuyendo que este interregno paradisíaco de reseñas a la carta, atención individualizada y entrevistas customizadas no puede durar mucho, cabe preguntarse por el pasado y el presente de una ilusión, la ilusión generacional que tiene entretenidos por igual a periodistas culturales y redactores de libros de texto.

¿Se acuerdan de la generación Harry Potter?

Tampoco hagamos leña del árbol caído. Quizá fuera el intento más bajuno y más fallido de encuadernar a los letraheridos que nacieron entre los 80 y los 90. Pero la estrepitosa recepción de la etiqueta resulta indicativa de un consenso. Muchos críticos piensan sobre los escritores como los antidisturbios sobre los manifestantes: cualquier aglomeración por encima de las veinte personas será notificada y aprobada o disuelta a palos. Sin embargo, la mayoría de los jóvenes escritores que conozco piensan que, salvando bromas como el Nuevo Drama, las generaciones las carga el Diablo. Y tienen razón. Dada la acelerada reposición de ejemplares sobre la mesa de novedades de las librerías, la trinchera donde se juegan las partidas de verdad, resulta prácticamente suicida alinearse con un hastag grupal cuya pronta fecha de caducidad compite en velocidad con la corrupción acelerada con la leche buena. Más llanamente: los encasillamientos generacionales se han mostrado extremadamente valiosos a la hora de distribuir culpas entre justos y pecadores, haciendo que escritores buenísimos fueran acusados por deslices literarios ajenos, pero todavía está por ver si estas simplificadas identidades colectivas incitan a la lectura o, por el contrario, extienden un conocimiento solapado de la literatura, esto es: para juzgar un libro basta con leer la solapa, como dicen los creadores de opinión en Twitter. Lo que está claro es que nadie quiere repetir el mal trago de la Generación Nocilla. Y así tenemos recortadores profesionales como salidos de una plaza de toros, tal que Javier Calvo, cuya buena cintura le ha salvado de las generaciones que buscaban empitonarlo. Y ya van varias.

Ahora que se edita toda junta la Nocilla, la saga de Agustín Fernández Mallo, no resulta gratuito pararse a pensar por qué son tan viejunos nuestros escritores en edad de merecer, por qué practican un storytelling salvajemente costumbrista contra sus mayores, por qué la experimentación interdisciplinar ha caído en desgracia, más allá de los blogs donde los poemitas y las reflexiones jibarizadas andan de la mano. Que cada vez más veinteañeros reivindiquen como sus referentes a narradores castizos de la tradición española quizá solo responda a esa estrategia generacional que consiste en ampararse bajo la protección del abuelo Benet o de la abuela Cela cuando nuestros padres (pongamos, ¿Foster Wallace y Bolaño?) o están muertos o no quieren darnos la paga. También puede ser que las nuevas tecnologías, una vez incorporadas en la vida cotidiana, no ofrezcan las perspectivas de presentismo, fragmentación y conciencia tecnófila expandida, por mucho que insistan los dependientes de ese puestecillo llamado Modernidad; sino todo lo contrario: las novelas de 600 páginas con estructura aristotélica quizá nunca fueran tan necesarias como ahora, justo cuando la errancia en Internet reclama estas píldoras de paciencia y concentración. Claro que también tenemos esa otra lectura, según la cual una vida dañada y alienada vía Whatsapp reclama una sintaxis de encefalograma planito-plano, en conformidad con una adolescencia que ahora llega hasta los 30 años (véase Dirty Thirty, la orgía masiva organizado por los hijos de la casta política). Sea como fuere, algunos juntapalabras noveles se ha revelado contra el postureo modernista, cayendo de este modo en la misma zancadilla que los suplementos de cultura pusieron a los nacidos en los 60 y 70: meter en el mismo saco firmas que deberían juzgarse individualmente, en vez de todas juntas y a bulto.

3 de septiembre de 2013

La alienación. Sobrevalorada.



Hay tanto escrito acerca de la alienación que cualquier publicación adicional sobre el asunto no puede sino incrementar la sensación sobre la que dice versar el texto. Virtudes performativas tienen estas lecturas veraniegas sobre algunos, los menos de muchos, que hemos abierto las páginas de El hombre sin atributos y hemos insistido en el empeño. Y es que la alienación tiene un problema: carece por completo de atractivo, resulta más interesante como toque lateral de estilo —aquí el maestro no sería Musil sino Beckett— que como temática a desarrollar en 600 páginas. Joseph Heller asumió, como escritor, ese desafío. He ahí la osadía en Algo ha pasado. Heller escribe sobre nada, pero no se regodea en ello. Poco o nada tiene que ver el anonadamiento de este narrador con, por ejemplo, la reflexividad onanista de un Vila-Matas. La vida desobrada del escritor puede resultar morbosa para unos lectores cuyo objetivo existencial consiste en hacerse pasar por artistas o diletantes de si mismos. No despiertan tantas pasiones entre los enemigos del mainstream, por el contrario, la ausencia de aventuras del burócrata funcional, a no ser que vengan comprimidas en alguna catchphrase memorable, digno resumen de cualquier micro-relato. ¿Quién no recuerda en tiempos de subidas impositivas realizadas por un gobierno conservador y de derechas el I would prefer not to bartlebyano? 


Más difícil resulta memorizar el argumento de esta novela, una suerte de Bartleby desde dentro, que Heller expande durante páginas y páginas. Cualquiera diría que Algo ha pasado tiene si quiera una cosa tan romántica como un argumento. El tiempo se congela ante los detalles intrascendentes del protagonista, Bob Slocum, una persona descrita en la contratapa como alguien aparentemente envidiable, cuando desde el primer momento, desde la primera línea sabemos todo lo contrario. Las apariencias no engañan. Slocum no alcanza la categoría de despendolao houllebecquiano, ese berberecho que llega a tiburón y luego regresa a su situación social de berberecho. No, los personajes desarrollados por Heller nunca abandonan ese régimen crustáceo. Sus temores y sus sueños conforman una doble negación. Andan pegados esa insignificancia intransferible. Se cancelan como incógnitas de signo opuesto pero equivalentes en una ecuación de segundo grado.

Ahí me he pasado. Mis amigos matemáticos van a matarme por esa última analogía. Los críticos, siempre forzando la maquinaria, me reprobarán. Es más, ya veo cómo entre el público letrado levanta la mano (¿o quizá el puño?) esa mezcla entre narrador aristotélico y reportero gonzo tan común en nuestro tiempo. ¿Qué pasa —me pregunta— que los burócratas no follan? No hacen otra cosa, desde luego, las anodinas figuras de Algo ha pasado. Aunque para fornicio semejante, enajenante y rutinario, más valen las hojas de Excel que los preservativos. Para que se hagan a la idea, así de protocolarias son las pasiones que atraviesan los cuerpos de Tom Johnson y Marie Jencks, quienes buscan la oscuridad del almacén o el silencio de una escalera, entre otros tantos sitios, con el secreto objetivo de acumular papeletas para un divorcio tan inminente como previsible; y así lo describe Slocum cuando contempla las transparencias de Jane, aplicando el funcionalismo sobre las maneras de desvestirse:

(Con frecuencia mis dedos quieren acariciar y tirar de los pezones de esos senos menudos con igual perfección, pero sé, por experiencia que mi deseo no se detendría mucho tiempo en ellos. No son más que un punto conveniente opor el cual empezar).

Los paréntesis, por cierto, no son añadido alguno. Entre las marcas del streaming solipsista que sostiene el narrador en primera persona destaca —claro que sí— la dualidad del aparte teatral, la bicameralidad de quien corrige en directo sus dichos y sus hechos, la esquizofrenia del pequeñoburgués que ama y no ama a la policía —por ejemplo. Y aquí podemos insertar nuestra primera crítica negativa. ¿A santo de qué tanta corrección?, nos preguntamos, cuando se trata de una figura atonal y sin contrapunto. Estas confesiones privadas no aportan nada a una novela con un desarrollo lineal donde las naderías de la historia y el hastío del lector, lejos de acentuarse y apuntalarse, quizá deberían rebajarse con algo de acción. A todo esto, los diálogos tecleados por chimpancés —disculpen la hipérbole— tampoco contribuyen a ralentizar una lectura que desde la página 296 avanza en diagonal y a toda vela. Yo, desde luego, comienzo me calzo las botas de siete leguas cuando vislumbro por el retrovisor tomaduras de pelo como esta:

—¿Todavía estás enojado conmigo?
—Me enojo cada vez que tienes que irte.
—¿Estás enojado conmigo ahora?
—¿Tienes que volver a irte?
—¿Estarás enojado?
—¿Tendrás que irte?
—Sí.
—Supongo que no. Puede que no lo esté.
—Te extraño cuando estoy lejos.

La alienación, pace algunos intelectuales afrancesados, tiene su fecha de caducidad. Y 1974, fecha de publicación de Algo ha pasado, resulta estar en tierra de nadie. Muy tarde para los dramas weberianos sobre la jaula de hierro estatal y el desencantamiento del Lebenswelt, inapropiados para un periodo histórico marcado por el retroceso del funcionariado tradicional ante el próximo triunfo electoral de los neocon y los neolib, los diálogos reiterativos de Algo ha pasado llegan muy pronto para los nativos digitales, sus pérdidas de tiempo y sus conversaciones intranscendentes (¡Tao Lin nos asista!). Mediante este patinazo en términos literarios, el autor de Trampa-22 se anticipa de nuevo a su propio tiempo. Si entonces, en 1974, la versión en ficción de la II GM permitía comprender simbólicamente Vietnam, esta novela tan floja —13 años mas tarde— deviene pertinente y muy actual. ¿O tempora o mores?

15 de julio de 2013

Desde el Puesto de Telégrafos

Unos rounds con Diego Zúñiga.



I.
[Reseña.]

Como a todo estudiante de filosofía, a mi me gusta llamar a las cosas por su nombre. En mi pueblo una novela que apenas supera el centenar de páginas es una nouvelle con todas las de la ley. Teniendo en mente estos dogmas, no gustándome los gatos dados por liebres, ya se pueden imaginar las reticencias despertadas por Patricio Pron en mi persona cuando el argentino dijo que «Diego Zúñiga es el autor de una primera novela extraordinaria», haciendo referencia a Camanchaca, un libro cuya edición en Random House Mondadori ocupa 120 páginas de fragmentos cuya extensión varía desde 30 líneas bien apretadas hasta el «Todo es mentira, dijo mi mamá» que puebla en solitario la página 52. Una vez leído el libro, tengo que decir que quizá Pron errara sobre el formato del texto, más próximo a la prosa poética que cualquier otra cosa, pero desde luego acertó con la calidad del mismo: Camanchaca, a falta de otro término, resulta extraordinaria.

Y repito este adjetivo porque todo en esta narración está fuera de madre: un tío materno raptado por los ovnis o por los militares, dependiendo de la versión de la historia; una abuela creyente con creencias confusas (mezcla el fin del mundo y la destrucción de Babilonia; lee la Biblia pero habla de Jehová; ¿cristianismo, judaísmo o totum revolutum?; testigo del Mismísimo, en realidad); un padre cuyo fantasma se aparece en sueños transmutado en una ballena blanca voladora arponeada sobre los Andes (¡ríase Ud. de Hamlet!); y personajes a cada cual más estrafalario pueblan el microcosmos de Camanchaca. Forzando los límites del sentimentalismo, Zuñiga provoca el distanciamiento del lector, utilizando una combinación de elementos literarios que encontramos presentes en algunos coetáneos suyos (evitaré los nombres propios porque, entre los escritores más jóvenes, los paralelismos tan son odiosos como inevitables las identificaciones); la estrategia consiste en mezclar una escena trágica (el entierro de la abuela: «tuvieron que reducir los restos de mi tío para que entraran en el mismo nicho») y un espectador desapasionado («Mi papá no quiso verlo [...] Mi papá no dijo nada»), generando una sensación de incomodidad notable.

Retratada de memoria, mediante fragmentos y saltos temporales, la familia del protagonista parece siempre construida en el borde de la inverosimilitud, como si el narrador en primera persona no estuviera recordando una historia personal, sino un continente propio, o como si el autor tuviera por segundo apellido Márquez y Camanchaca estuviera compuesto por los recortables de un manuscrito primigenio de 600 folios o más.  De ahí la expresión prosa poética que he escogido para catalogar las emanaciones del estilo más interesante de Diego Zúñiga. Puesto el caso:

Era un camión largo. De pronto, una silueta al costado del camión, mirando a la carretera. Luego saltando. El hombre del auto frenó. Se quedó un momento quieto, como si alguien hubiera presionado stop. La imagen congelada. El desierto. El fuego. Play. El hombre que volvió a acelerar. Llegó a Iquique. Mi familia. Todo el mundo subiendo hacia el desierto. El sonido de las ambulancias. El fuego.

Más que las referencias pasajeras a Super Nintendo y a Bola de Dragón Z, intuyo que el estilo sincopado de este pasaje constituye la principal marca generacional en la escritura de Zuñiga, influido él también por el nuevo estilo internacional impuesto desde la blogosfera, donde la muchachada encadena frases sin adjetivación y sin subordinadas, como dictadas sin piedad desde un puesto de telégrafos. Salvo por alguna «lonja de jamón», algún «pendejo culiao» y cierto «lo llamó y le dijo», que vienen a colorear un poco los anodinos enunciados en sujeto-verbo-predicado de Zúñiga, cualquiera diría que estamos leyendo una traducción realizada por un amante de los puntos y seguidos, en lugar de un texto escrito de directo en castellano. 


II.
[Entrevista.]

Ernesto Castro (EC). En primer lugar, ¿qué es Camanchaca? Patricio Pron, desde la solapa de tu edición en Random House Mondadori, nos dice que estamos ante una novela. Sin embargo, en mi pueblo (donde hablamos francés muy bien en la intimidad) llamamos nouvelle a un texto de ficción de esta extensión. Por si fuera poco, cuando un lee el texto comienza a descubrir tonos líricos aquí y allá, hasta el punto de pensar: ¿no serán prosas poéticas? Así que dime, ¿qué taxonomía prefieres?

Diego Zúñiga (DZ). En Chile sucede algo particular: es muy grande la importancia de la poesía. Ignoro si muchos narradores leen poesía; todavía tengo esa duda. Desde luego Bolaño —quien espero haya influido para bien a los más jóvenes— reivindicó siempre a muchos poetas. Tenemos un poeta chileno, muerto hace ya más de veinte años, llamado Juan Luis Martínez, cuyo primer libro se titula La Nueva Novela. Es un poemario, finalmente, pero no está en verso, sino que tiene preguntas filosóficas, dibujos, etcétera. Es una suerte de collage con gran fondo, muy influido por los surrealistas, más allá de lo técnico y la pirotecnia. Tengo un amigo que dice que tras La Nueva Novela ya podíamos hacer cualquier cosa, como quien destroza los géneros para hacer algo nuevo. A estas alturas resulta muy difícil que las cosas no se mezclen. Los géneros, digo. Me pone muy contento cuando alguien descubre poesía en el texto, porque yo no me siento capacitado para escribirla, no solo por el tema del país y su tradición, sino porque no tengo el talento o la paciencia para hacerlo. Mario Levrero decía que una novela es cualquier cosa entre una tapa y una contratapa. Yo escribí Camanchaca pensando, siempre, que era una novela. Un año antes de escribir el libro publiqué un relato, unas cinco o cuatro páginas por encargo, para un diario donde se pagaba bastante bien. Y pronto me di cuenta que no era eso.  Aunque Camanchaca sean unas pocas páginas, formalmente sucede que yo solo cuento una parte. Es una historia familiar. De haberla contado de forma tradicional, digamos, tendría un volumen de 300 páginas. Me fascinaban los personajes poderosos de las novelas rusas y francesas, pero sabía que la historia tenía que ver con el narrador; su mirada está como así, finalmente, tiene problemas para expresarse. ¿Puede un libro de 400 páginas hablar de la falta de comunicación? Yo creo que no.

EC. Siguiendo con Rusia y los rusos, no se me caen los anillos cuando te digo que he confundido en varias ocasiones el título de tu libro con Kamchatka, la península situada en el extremo oriental de Siberia, cuyo nombre recuerdo gracias a un juego de mesa. En el Risk, Kamchatka es una región crucial para hacerse con Asia y para abordar América del Norte. Entre las ventajas del Risk para esta entrevista se cuenta su fidelidad para con la concepción occidental del mundo. Según el juego, América del Sur es la región menos interesante de todas, seguida muy cerca por Oceanía. Está dividida en tres zonas: la Gran Colombia, Brasil y el Cono Sur. La pregunta, por tanto, es la siguiente: ¿crees que a los lectores españoles nos gusta amalgamar la literatura latinoamericana o sois vosotros mismos los culpables de nuestra concepción riskeana de la realidad? En otras palabras, ¿hay en Camanchaca una pretensión de representar la realidad del subcontinente en el microcosmos familiar de la narración?

DZ. Hay esa pretensión, claro. Resulta inevitable cuando uno escribe sobre la familia. La novela está ambientada en el Norte de Chile, pegando con la frontera peruana y el desierto de Atacama: todo eso determina tu vinculación con el mundo, y cuando escribo mis libros, tanto este como el nuevo, pienso finalmente en el lugar. Cuando uno deja reposar los textos luego descubre que estas cosas pueden pasar en otros sitios: el norte de México o Perú, por caso. Si bien todos estos países son muy distintos entre sí, empezando por el idioma y los tonos, también hay algo que (paradojas de la vida) nos une: nuestras familias son un poco raras. En Camanchaca no hay nada de realismo mágico; todo está centrado en la familia; hay sucesos extraños y uno intenta medio normalizarlos. Considero que el hablar de la familia universaliza la historia. Hace unos años, igual ya no tanto, marcaba mucho ser hijo de padres separados. En Chile somos muy fijados con estas cosas. Camanchaca trata sobre una familia de clase media, que se dice en Chile, pero todo es bien frágil y precario. El libro muestra esa inquietud. Todo se puede extrapolar, igual.


EC. Ahora que mencionas el elemento de lo inhóspito, tan presente en la tradición narrativa europea, como nos recuerdan a todas horas los críticos literarios y sus monsergas freudianas, ¿crees que hay una obsesión europea por conocebir a los escritores latinoaméricos como kafkianos en el exilio? Confiesas que tu escritura se aleja del realismo mágico. Yo, desde luego, situaría Camanchaca sobre otros railes completamente distintos. Aunque la sensación de distanciamiento que genera tu composición de las escenas dramáticas sea digna de nota (y yo piense que hay un componente generacional en ello), me llama más la atención tu trabajo de la memoria histórica, tan personal, intimista y hasta familiar. Creo que hay muchos puntos en contacto con El espíritu de mis padres de Patricio Pron. Aunque quizás estemos ante una nueva misunderstanding inflaccionaria típicamente eurocéntrica. No hay casualidad alguna en que los mismos editores franceses, ingleses e italianos que en el pasado tuvieran reticencias en traducir a Pron se lanzaran hace unos años como hienas en cuanto escucharon el dulce canto de sirena de la dictadura y de los desaparecidos que emiten las páginas valientemente escritas por Patricio. Así que dime, ¿crees que los europeos tenemos alguna suerte de obsesión con encuadrar la alta cultura latina bajo la categoría de la memoria histórica?

DZ. Mira, tengo la sensación que sí. Medio en broma medio en serio la gente dice que Herralde dictaba a sus autores argentinos que pusieran por algún lugar la palabra desaparecido en los libros que publicaban con Anagrama. Algo así me pasó con la traducción de Camanchaca al italiano: ellos la miraron como una novela de posdictadura. El traductor hizo un epílogo donde rastreaba todas las marcas; las reseñas que aparecieron allá también ahondaban en ello, aunque todas se centraban más en la familia y la intimidad. Hicieron una lectura política, que no es que se la hayan inventado, pues el libro muestra las marcas, aunque el tema me parezca demasiado complejo. Ya pasamos por la novela del militante: generalmente un fracaso. Ahora pasamos por la novela de los hijos: Pron y su libro, que me gusta mucho; Zambra escribió Formas de volver a casa, que también trata este tema. A diferencia de ellos, yo no viví la dictadura. Nací en el 87, cuando ya estaba terminando. Nuestra labor como generación, de haber alguna, sería abordar este problema desde una perspectiva novedosa. Entre los argentinos, quienes siempre parecen en especial talentosos a la hora de narrar distintamente estas cosas, se cuenta un escritor jóven, Félix Bruzzone, que tiene un libro de relatos titulado 76. Siendo él hijo de desaparecidos, narra el asunto desde una perspectiva delirante, abandonando el llanto que suele acompañar estas exposiciones. Hay un gesto entre la indiferencia y el compromiso muy nuevo, muy fresco: me parece el modelo para abordar el asunto. Escribir desde Chile y no abordar el tema me parece (inevitablemente) difícil. Hay opciones, claro. Mucha gente quiere alejarse y me parece muy bien. En Chile el tema de la dictadura es algo que no... finaliza bien. En Argentina hubo gestos de reparación: Videla muere en la Cárcel; Pinochet, en un hospital militar, con todas las comodidades. Es un tema pendiente. Super pendiente, finalmente: el presidente en estos momentos es un hombre que dice no haber apoyado a la dictadura, pese a estar rodeado de gente cercana a Pinochet. En el Norte hubo campos de concentración enormes. En Atacama hubo uno. Pisagua, cerca de la frontera, tiene un campo desde la guerra chileno-peruana; es un lugar horrible. El Norte está ahí. No hacerse cargo me parece extraño. Yo he nacido allí, he crecido allí. Los relatos están como en el aire. Iquique, como cuento en la próxima novela, era la ciudad favorita de Pinochet. Cuando fue el plebiscito, cuando terminaron sacándoselo, él sólo pregunto: ¿Cómo me fue en Iquique? Perdió, por supuesto.

EC. Para cerrar, quisiera hacerte una pregunta sobre el estilo del párrafo y la sintaxis que utilizas. Salvo algún juego entre el complemento indirecto y el complemento directo, algún localismo inconsciente que te sale, y alguna expresión cariñosa para designar a los miembros de tu familia, Camanchaca está escrito en un estilo plano y uniforme. ¿Qué pasa con los jóvenes? ¿Han olvidado la hipotaxis y la adjetivación? ¿Acaso escribes desde un puesto de telégrafo?


DZ. Yo no escribo así, digamos, en la vida real. En la novela encontré una voz. Fui dándole forma. Alguien me dijo que Camanchaca es una novela sin estilo, porque el narrador -como tú dices- escribe pam-pam-pam, desde el telégrafo. La voz exigía eso. Pero yo no escribo así. Por el contrario, disfruto mucho con las frases subordinadas. Pensándolo generacionalmente, quizá estemos muy influenciados por las traducciones desde el inglés. Hay que luchar contra eso, cuestionarlo, darle un giro. Mi nueva novela se aproxima más a mi escritura ideal, cómo me gustaría escribir, en este sentido: un narrador en tercera persona, una historia más normal, etcétera. En Latinoamérica han pegado mucho las traducciones. Me genera una situación contradictoria, porque me encanta leer a Carver y a Cheever, pero luego uno descubre que todo el mundo anda leyendo igual, y piensas: «Cierra la puerta y andate por otro lado». Cuando estuve escribiendo Camanchaca, andaba muy pegado a Cheever y a ese estilo. De ahí el epígrafe de Richard Ford. Entiendo el libro como una huella del periodo que estuve buscando sintetizar la idea yanqui de la frase corta en un narrador muy puntual y concreto. De todas formas, no toda la literatura norteamericana es igual: Richard Brautigan no escribe como Carver. Para desmarcarme, hace tiempo que leo otras literaturas o poesía, incluso la yanqui, una tradición muy rica y variada. Y cuando he venido a España, ahora estos días, he comprado muchos libros europeos, tanto en las librerías de Madrid como aquí, en Barcelona. De pronto descubro que me estoy llevando todo franceses, húngaros y cosas así, cuando allá solo llegan cosas, por así decir, mainstream. Supongo que esto refleja mi cambio de intereses.


Publicado originalmente en Zafarranchos Merulanos. 11 de julio de 2013.

10 de julio de 2013

Zurita 752

Leyendo desde España una masturbación chilena

I

Por desgracia, el tráfico de influencias sobre el Atlántico no es tan fluido como nos gustaría. Tras el desembarco de los boomberos durante la Transición Española, los autores de América Latina, mal conocidos y amalgamados por su condición continental, son leídos en la Península siempre y cuando aparezcan en editoriales de la Península. Pocos son los sellos de allá conocidos por aquí. La poesía chilena confirma la regla en lo segundo (leemos a Nicanor Parra en Galaxia Gutenberg: tapa dura y 58€, ¡veleidades del Primer Mundo!) pero constituye una excepción a lo primero: en España hay una gran tradición de lectura (y de envidia) hacia los poetas chilenos. Nacidos en un país estrecho y alargado, verticalmente dispuesto como un poema, la lista de escritores en verso arrojados por el vientre chileno y celebrados con cava en Barcelona, cabeza editorial de España, sería imposible de desgranar por completo: desde los cuatro grandes hasta Jorge Teillier, pasando por Enrique Lihn o Gonzalo Millán, muchos versiculistas hemos leído con ganas. La obsesión reciente por Bolaño habrá además incrementado —supongo— el interés por los textos chilenos en general, y por los escritos de Raul Zurita en particular. Sobre Zurita deja escrito Bolaño en Entre paréntesis un blurb tan usual como inocuo; aparte de no decir nada, el fragmento tiene la virtud —qué menos— de responder a cuatro de las seis uves dobles del periodismo informativo. Who? «Zurita». What? «[C]rea una obra magnífica». How? «[Q]ue descuella entre los de su generación». When? «[Y] que marca un punto de no retorno con la poética de la generación precedente». A falta del Where? y del Why?, interrogantes impropios para cuestiones estéticas, la referencia bolañista merece nuestro respeto: muchas gracias por descubrir Zurita, Roberto. Más profundas, pero no menos vagas, son las palabras que Raúl dedica a Bolaño; están escritas en su último libro, el tema que aquí nos ocupa:

Cuando surgiendo de las marejadas se vieron de nuevo los estadios del país ocupado y sobre ellos al hepático Bolaño escribiendo con aviones la estrella distante de un dios que no estuvo  de un dios que no quiso  de un dios que no dijo  mientras adelante la mañana crecía y era como otro océano dentro el océano los desnudos cuerpos cayendo  el amor de la  rota boca  las graderías rebalsadas de prisioneros alzándoles sus brazos a las olas

Para quien no conozca la referencia implícita del texto, cabe señalar que —según Bolaño— el protagonista de Estrella Distante (1996), el nazi Carlos Wieder, pinochetista convencido y ejecutor de desapariciones atribuidas, hizo unos versos en el aire desde su avioneta («La muerte es mi corazón/ Toma mi corazón/ Carlos Wieder», rezaba el poema en los cielos). La respuesta de Zurita tuvo que esperar unos años: en 1973 estaba encarcelado por comunista y por veinteañero, igual que el cantante Victor Jara, a quien aplastaron las manos los esbirros de Pinochet (44 balas entre pecho y espalda) en el Estadio de Chile (de ahí la referencia a los estadios). Como digo, Zurita tuvo que esperar una década para escribir en los cielos de NYC la respuesta (La vida nueva, 1982), y otro decenio más para dejar grabado sobre el suelo del desierto de Atacama el monumental «Ni pena ni miedo», la frase latina que llevaba desde 1933 el 7º Regimiento Alpino del ejército de Mussolini («Nec spe nec metus», rezaba su escudo de armas). Visible como la Muralla China desde Google Maps, Ni pena ni miedo (1993) constituye algo así como el Monte Rushmore de la generación española de los 70, izquierdistas esperanzados en el arranque de la Transición, sorprendidos por la derrota del socialismo democrático en Chile (70-73) y en Portugal (74-76), más tarde convertidos en chaqueteros de derechas o en cínicos nihilistas posmodernos que no tienen miedo, en efecto, pero tampoco esperan nada. En suma, nunca fue tan cierta aquella sentencia de Holderlin sobre los poetas, que se comunican —según él— desde las alturas, como para el caso de los poetas chilenos, sean de derechas o de izquierdas, que se responden alto (muy alto) entre sí.


II

Para que se vayan situando, no muy lejos de Barcelona la Rica en Dones, pero más cerca de la Sacamantecas Corte Madrileña, hay una ciudad vieja castellana (apenas un pueblo) de nombre Salamanca donde los editores son jóvenes y los poetas, también. Entre los audaces encontramos a Fabio de la Flor, hombre orquesta de la Editorial Delirio, donde el año pasado tuvo lugar el parto de los montes: no fue un ratón sino un tocho/pocho de 752 páginas el resultado de la conexión chileno-salmantina. Raul Zurita hacía suya la plaza con un poemario/monumento, un ejercicio de memoria histórica, en verdad, o así es cómo vemos el asunto desde aquí, donde las experiencias personales se mezclan con el paisaje circundante a Valparaiso. Para publicar los ejemplares, Fabio de la Flor, quien suele editar libros en cuadrado, tuvo que modificar el formato. Él mismo me dijo off the record, y yo lo cuento aquí como si nada, que setecientas páginas equiláteras equivalen a talar medio Amazonas. Así que Fabio de la Flor, poco o nada eco-friendly en otras cosas, se avino a utilizar un paralelogramo más sostenible: el rectángulo. Ahora bien, salvo por sus dimensiones estilo Kellog’s All-Bran, Zurita encaja muy bien en el catálogo. Si el libro destaca, será para bien, porque la editorial cuenta con poemarios sociopolíticos (como Basura de Ben Clark), intimistas y personales (como Campo de fuerza de Carmen Camacho), así como desmesurados (como No haber nacido de Gonzalo Escarpa) que pueden arropar (y arropan de hecho) a su hermano mayor chileno sin complejos. 


Glosar el contenido de Zurita es una tarea que doy por desestimada. El libro hay que leerlo —diantres— aunque sea a cachos, solo las páginas impares, o como usted quiera abreviar esta extensa letanía que tanto se alarga, que tan mal cuerpo deja. Y es que Zurita tiene la manía de ser implacable: con un minimalismo descriptivo que llega a extremos bíblicos, los adjetivos y los apartes, los juegos formales están prohibidos en una poesía que desgrana anécdotas personales con una crueldad insólita. Así nos cuenta Zurita como se separa de su familia (mujer y dos hijos) para irse de putas buscando a una pelirroja (el color del pelo de su madre loca): «Me operé de ellos. Así de simple». En calidad de informe subjetivo, acompañando el escenario del desastre, encontramos algún «sufría», algún «lloraba», algún «gritaba»: mojones de subjetividad que acentúan el nudo en estómago que ya ata bien atado esta poesía casi burocrática, donde los golpes de estado, las separaciones matrimoniales o las muertes se registran con una celeridad enquistada. En verdad miento como un bellaco, pues la poesía de Zurita tiene un componente formalista, cómo no ignorarlo: hay apartados del libro donde la página está muy trabajada, hacia el final del libro sobre todo. Un tono menos contundente y más dubitativo aparece, asimismo, en poemas como «Dispensario». No obstante, considero que la mencionada sinceridad descarnada constituye aquí el principal elemento poético. El resto son descansos para un lector acongojado, quizás incluso ofendido o tal vez aburrido, dada la machacona y exhibicionista voluntad de contar que atraviesa Zurita.  


El libro arranca la víspera del 11-S, día de luto entre nosotros, los socialistas de todas las partes del mundo, que recordamos cuando el imperialismo derrocaba gobiernos democráticos sobre la faz de la Tierra, mucho antes de exportar a otros países el liberalismo constitucional, manu militari también, antes incluso de que los yihadistas les pisaran la fecha a los fascistas chilenos. Sobre la impotencia política que vino tras la derrota, Zurita escribe unas valientes líneas contra sí mismo. Nacido en una casa pobre pero ilustrada («Se suponía que teníamos unas casas en Iquique, heredadas de tiempos del salitre, pero en realidad valían un pepino», confiesa el hijodalgo); crecido como adolescente idealista con el comunismo («Veras que se va», la sección final del poemario, es también un cántico a la victoria efímera de Allende); consolidado como performer internacional gracias a una masturbación en privado (No puedo más, 1979) y a las repetidas mutilaciones que realizó sobre su cuerpo, ya fuera para portadas de sus libros (Purgatorio, 1979) o simplemente en señal de protesta; Zurita se desdice en «Verás un mar de piedras» de todos los críticos de arte, incluido él mismo cuando joven, quienes consideran que hacer el imbécil en salones, museos y galerías constituye algo más que impotencia subvencionada por la indignación (de capa caída) de los conservadores. La política mientras tanto, si me permiten el aparte, siempre ha estado en otra parte. Resulta de hecho muy lamentable ver cómo los niños burgueses licenciados en Historia del Arte que vienen a España desde Chile, conocedores al dedillo de todas las obras y los artistas del CADA (Colectivo Acciones de Arte), ignoren por contra el nombre del partido de la resistencia donde militaba Lotty Rosenfeld, artista chilena conocida en el mundo entero por Una milla de cruces sobre el pavimento; mal que nos pese, Rosenfeld fue encarcelada por su militancia, no por sus performances, hasta en dos ocasiones. Zurita fue miembro del CADA, y a toro pasado, en el libro que estamos comentando, escribe sobre el mundillo artístico de 1974:

Una pareja que veía llegando de Alemania me mostró las fotos. Fue al año del golpe y ya era cuento viejo, pero fue la primera vez que las vi. Los había arrastrado el cauce del Mapocho. Aparecieron una mañana y la gente los miraba desde los puentes. Me las mostraron porque la tipa había hecho unas obras con ellas. Pintó los cadáveres de la fotografía con un color rosado y el resto lo dejó igual. Joder con los artistas. Con la tipa me acosté una vez.

En 1980 la cosa no había mejorado:

La tipa me sacó las fotos mientras me la cascaba en una galería de arte y acabó mal. En fin, todo ese pajeo del arte bajo la dictadura y bla bla bla. Con esa tipa, más la que era mi segunda mujer y dos tipos más, teníamos un grupo de acciones de arte bajo la dictadura y bla bla bla.

¿Y qué dicen del final?

En fin: pequeños tipos rotos en un pequeño país roto.

III.



En suma, una Gesamkunstwerk rotunda y completa, cuya extensión desmesurada, escrita a chorro limpio, no ha impedido el recibimiento cálido por parte de una crítica de poesía, como la española, más acostumbrada a los versículos del poemario juvenil, quizá bueno en las distancias cortas, pero demasiado caro para el lector ocasional, incluso cuando está sufragado por el dinero público de alguna diputación provincial —cosa que pasa las más de las veces. Zurita, el libro, no incurre en el defecto contrario. Un tocho que recopila todas las cosas escritas y por escribir de algún figurín literario consolidado: Zurita —a pesar del título y las apariencias— no es eso. No. A caballo entre la antología de toda una vida y el libro temático, las 752 páginas de Zurita vuelven una y otra vez sobre los mismos fantasmas, aquellos que cruzaron en varias ocasiones el Atlántico para sembrar el miedo en las clases populares gracias a la mano invisible que mece la cuna del capital, o mejor dicho: su cama matrimonial americana. No están en el poemario estas palabras tan demagógicas, claro. Disculpen la intromisión de la política en este comentario: en el libro, si aparece la palabra capital (en Zurita, solo cuatro veces) siempre denota metrópoli señalada, cabeza urbana estatal, nunca dinero contante y sonante. Sin embargo, un ζῷον πoλίτικoν como el servidor que les escribe —deformado sin remedio por la interpretosis politizante y hasta marxista— no puede dejar de asociar estas páginas tan personales con aquellas otras, menos intimistas pero también cruciales para entender las derrotas que pueden establecer lazos a través de los continentes. Me refiero a Soberanos e intervenidos, el libro sobre la larga mano del imperialismo, ya saben Uds., en los países de impronta ibérica y latina. Escrito por Joan Garcés, otro chileno bien conocido nuestro, narra aquello que Zurita calla en ocasiones. Sin embargo, no es este lugar para repetir la agencia y el destrozo —nunca mejor dicho— de Washington en estas naciones. Así solo queda recordar las lecturas que realizó el poeta durante su estancia en la Península. Estas lecturas fueron, de hecho, el primer contacto de muchos lectores con Zurita. El comienzo de una amistad grande, espero, hacia cierto modelo de recitar. Primero calmado, luego dubitativo, finalmente teniendo que sujetarse el cráneo: así recita Zurita, cuya enfermedad de Parkinson convierte sus esfuerzos por mantener la compostura un espectáculo estético de primer orden donde la entrega a los espectadores constituye el principal componente a tener en cuenta cuando arrancan los aplausos. Atronadores. Dicho sea de paso, el tono de la lectura a viva voz recuerda asimismo, por extraño que parezca, la consulta privada del libro. Algo inevitable, hablo de mi experiencia: uno empieza piano-piano, ojeando la morbosidad del asunto, y termina agarrándose al asiento, cualquier cosa fija que haya cerca, con tal de no ser arrastrado por el torrente. A Zurita —si me permiten el consejo— conviene si eso leerlo por partes, a cachos y con saltos. Y si no terminan, tampoco se preocupen: la cosa continua. La cosa, como muestra la inestabilidad sociopolítica tanto chilena como española, no puede sino continuar.

[Publicado originalmente en 50 Watts. 10 de julio de 2013.]