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20 de diciembre de 2013

Desayuno con Embriones

[Recupero este artículo publicado en El Sindicato durante la primavera de 2012 con el objetivo de estimular el debate teórico y el intercambio de argumentos sobre el aborto. Como dijo el cómico George Carlin: «¿Por qué se llama aborto si somos nosotros y si es una gallina se llama tortilla Y yo añado: «¿Para cuando hacernos unos bocatas de embriones revueltos con pimiento?» Ya estamos tardando.]  
En enero de este año [2012] se implantó una normativa europea que obliga a mejorar las condiciones de las gallinas ponedoras. Este tipo de legislación en el sector de la alimentación resulta —dicho sea de paso— bastante acorde con la penetración en Occidente de un saludable sentido común favorable a la consideración del bienestar animal, bien sea por razones morales (antiespecismo normativo), bien sea por consideraciones estéticas (simpatía contemplativa). Sin embargo, esta medida concreta solo puede resultar insuficiente para los primeros y decepcionante para los segundos. Por un lado, los defensores de una consideración imparcial de los intereses de todas las criaturas sensibles difícilmente se sentirán —nunca mejor dicho— representados en una directiva gubernamental tan pusilánime, que contempla un miserable aumento de la superficie disponible por ejemplar hasta los 750 centímetros. Por otro lado, los amantes de los juguetes animados y de las mascotas graciosas que, en palabras de Peter Singer, consideran “que un bebe foca con su piel blanca y suave y sus grandes y redondos ojos merece mayor protección que un gorila, al que le faltan esos atributos”; esos camaradas taaan sensibles —como digo— ya empieza a constatar los costes pecuniarios de su mundo interior. En el sector de la avicultura, la reposición de las jaulas ha supuesto un incremento de los costes de producción y las limitaciones de espacio se han traducido, de forma inmediata, en una reducción de la oferta (que descendió un 22%) y en un incremento de los precios (que aumentaron un 50%).

Mientras esperamos que el precio de los huevos ascienda de forma imparable hasta convertirse en un producto de lujo y ostentación, a la altura de otro tipo de embriones animales como el caviar, solo aptos para el consumo de las clases adineradas y los luchadores de wrestling (percíbase la ironía), algunos tertulianos comienzan a carraspear con fuerza y a elevar el tono de voz para denunciar una medida que juzgan ineficiente, máxime en tiempos de profunda recesión económica, porque supone una severa restricción de la competitividad internacional, y además implica un gravamen adicional sobre la canasta básica de bienes de consumo de los (ya de suyo empobrecidos) hogares europeos. Desde una perspectiva antiespecista cabe reconocer que la carestía es una consecuencia indeseable pero, no obstante, seguir insistiendo que, además de las mejoras en infraestructura avícola, la restricción del consumo y la reducción de la población son medidas necesarias para garantizar un trato equitativo y sostenible de las gallinas ponedoras, acorde con la moralidad realmente existente en Europa que reclama, desde hace tiempo, la politización de las pautas de consumo y, en concreto, la compresión de la comida como campo de batalla. En este sentido, el aumento de los precios hasta niveles prohibitivos es una medida coyuntural que recurre a los instrumentos del mercado o —para ser más exactos— a la herramienta de la oferta para imponer limitaciones en la conducta de los agentes económicos. A falta de una (mayor) autocontención espontánea de la demanda, si los individuos no se comportan en sus intercambios mercantiles conforme a sus principios declarados, es competencia de sus representantes políticos imponer las restricciones gubernamentales pertinentes, conforme a la opinión agregada de la mayoría. Este tipo de restricciones legales, seguirán siendo favorables al compromiso del ciudadano, aunque puedan ser contrarias a la hipocresía del consumidor.



La polémica en torno al precio de los huevos arroja un viejo debate de la ética aplicada: ¿resulta moralmente reprobable el consumo de embriones? Hace apenas unos días se orquestó un debate en Facebook sobre las implicaciones morales de la dieta vegana, a raíz de la publicación de la tercera entrega de Rollo Random en esta misma casa [El Sindicato], que concluyó con la sugerencia de organizar un desayuno a base de “óvulo humano en salsa de helado de semen criogenizado" con “cordón umbilical en salsa de almíbar como postre”. Antonio J. Rodríguez formuló esta propuesta en tono de provocación a modo de reductio ad absurdum de la defensa convencional de la dieta omnívora; una mezcla de relativismo moral, conformismo gastronómico y denegación de origen (“todo vale mientras cocine mi abuela con alimentos de origen indeterminado”). En esta misma línea, Antonio J. subrayó que esos abortistas taaan magnánimos, que tanto disfrutan llenándose la boca con monsergas teológicas mainstream y con cadáveres descuartizados de animales (una instrumentalización del reino animal que, por otro lado, se encuentra en plena conformidad con la entronización del Varón en las principales religiones monoteístas), esos chamanes de la sacralidad de la vida quizás deberían —según Antonio J.— saludar la carestía de huevos que atraviesa Europa como el anticipo de una disminución de la demanda de gametos femeninos para consumo humano.

A fin de cuentas, quien lucha por extender los derechos civiles a los fetos (Homo Sapiens Sapiens sin voz ni voto), también debería luchar, en primer lugar, por el reconocimiento de los derechos animales y, en segundo lugar, por la extensión de tales derechos a los huevos de corral (Gallus Gallus Domesticus sin canto ni pio-pio). Con independencia de la solidaridad de especie, no hay prima facie ningún criterio moral que justifique esta exclusividad en la aplicación del derecho a la existencia: ceteris paribus, el nacimiento de dos individuos detenta idéntico valor. La aceptación de este principio no excluye que podamos establecer, en un segundo nivel de justificación, una jerarquía de nacimientos que valore de un modo preferencial ciertas características que poseen de forma sobresaliente la mayoría de los miembros de nuestra especie, como el desarrollo del lenguaje doblemente articulado, la manipulación tecnológica avanzada o la previsión del futuro distante. Sin embargo, cualquier versión ilustrada del antropocentrismo que pretenda establecer un listado exhaustivo de las características que justifican el privilegio ontológico de nuestra especie se encuentra sometida, desde la publicación de Animal Liberation (1975), al argumento de los casos marginales: la etología demuestra que muchos animales poseen características que convencionalmente habríamos considerado distintivas de nuestra especie, mientras que multitud de seres humanos carecen por completo de tales facultades preferenciales. A falta de otro principio mejor, la igual consideración de intereses constituye el basamento mínimo de toda jerarquía en equilibrio reflexivo con nuestras intuiciones morales profundas.

Ahora bien, ¿qué entendemos por interés? Algunos autores próximos a la ecología profunda presuponen una definición máxima de esta noción y, de este modo, atribuyen intereses específicos a cualquier entidad que se esfuerce por mantenerse en su ser, incluido el reino floral y el planeta Tierra. De acuerdo con este enfoque eco-spinozista, cualquier individuo o conjunto movilizado por esta inercia existencial detenta, en última instancia, un interés susceptible de reconocimiento jurídico y de protección legal. Se pueden plantear dos objeciones a este planteamiento. En primer lugar, ciertas nociones filosóficas asociadas al conatus, como la preservación de la potencia, el incremento de la energía o la afirmación de la existencia, parecen entrar en contradicción con el segundo principio de la termodinámica que, bajo los prismáticos aberrantes de la ontología, sugiere una tendencia irreversible hacia la defunción por uniformidad térmica. En segundo lugar, la equivalencia conceptual entre interés y conatus suscita, en último término, una interpretación animista de la realidad que no discrimina entre deseos autoconscientes, inclinaciones conscientes y regularidades nómicas; lo que conduce a callejones sin salida: a fin de cuentas, una secuoya persevera en su crecimiento, del mismo modo que una combustión persevera en su reacción química, una célula en su ciclo biológico y un electrón en su orbital atómico. Así pues, a menos que estemos dispuestos a reconocer los derechos de los incendios forestales, de las invasiones cancerígenas y de la radiación electromagnética, tendremos que restringir la atribución de intereses y vincularla con la posesión de sensibilidad. En este sentido, un enfoque moral comprometido con la igualdad de consideración de intereses, que incurra en extrapolaciones animistas injustificadas, evaluará moralmente la conducta humana asumiendo la perspectiva —y considerando el bienestar— de las criaturas sensibles involucradas en cada situación. Esta atribución exclusiva de intereses a las criaturas sensibles se conoce como sensocentrismo.

Retomando nuestro asunto, ¿qué hay de malo en desayunar embriones humanos, como sugiere Antonio J. Rodríguez, de hasta 18 semanas de gestación? Hasta esta fecha la corteza cerebral no está desarrollada como para que ocurran las conexiones sinápticas pertinentes para la transmisión de experiencias sensibles y, por lo tanto, la conjetura sobre el sufrimiento silencioso o el grito inaudible carece de fundamento. Con excepción del dogma teológico sobre la sacralidad de la vida humana, no conozco ningún criterio moral que condene el consumo de embriones humanos sin condenar, al mismo tiempo, el consumo de otros embriones (v.gr., el balut o huevo cocido y fertilizado de pato, con embrión dentro; todo un manjar en algunas zonas del sureste asiático). Además, el principal razonamiento (no dogmático) favorable al reconocimiento de los derechos prenatales se sostiene, en último término, sobre alguna modulación pugilística del conatus: el embrión es una criatura sensible en potencia que se esfuerza por alcanzar la existencia; al interrumpir de un modo artificial esta odisea ontológica estamos negando el derecho a la permanencia legítima en el SER. Como ya hemos visto, esta postura animista se enfrenta a problemas irresolubles de demarcación: si la potencia existencial es un continuo afirmativo, ¿dónde situar la frontera entre la materia inerte y el organismo vivo? En el discurso antiabortista es habitual emplazar este salto cualitativo en el momento de la fecundación, señalando el carácter irrepetible del material genético contenido por el cigoto. Sin embargo, resulta arbitrario —cuando no curioso— pretender que la protección del ciudadano comience en ese preciso instante, si tenemos en cuenta que el inestable matrimonio entre el óvulo y el esperma puede terminar en divorcio express (el cigoto puede dividirse hasta 14 días después de la fecundación) o en masacre uterina (el número de abortos naturales sugiere que el aparato reproductor femenino es —en realidad— una máquina de infanticidio masivo). Con todo, las especulaciones antiabortistas sobre la potencia y lo irrepetible convierten a las biomujeres en dictadores sanguinarios que permiten la comisión de crímenes contra la Humanidad en el interior de su cuerpo, al desperdiciar cada mes un puñado de preciado material genético, especialmente aquellas Überfrauen que estuvieran en posesión de una cavidad uterina perfeccionada para el asentamiento óptimo del embrión. Desde un enfoque consecuencialista, si la preservación de material genético irrepetible es un objetivo en si mismo, entonces la interrupción del embarazo (aborto) y su omisión (menstruación) tienen idéntico resultado y, por tanto, ameritan idéntica valoración moral con independencia de la motivación subyacente. En comparación con las deficiencias teóricas del animismo, el enfoque sensocentrista ofrece una respuesta más rotunda y menos diletante, en perfecto equilibrio reflexivo con nuestras intuiciones morales, a saber: mientras no vulnere la sensibilidad ajena, el ser humano tiene licencia para consumir criaturas no sensibles. Ahora bien, ¿acaso el consumo de embriones humanos vulnera la sensibilidad ajena? ¿No estaremos acaso ante un prejuicio cultural fruto, a partes iguales, de un pasado histórico traumático y de una rémora teológica cristiana?
El debate está servido.
 

17 de noviembre de 2013

Tras la muerte de Tarzán

¿Hacia una Zoofilia no Patriarcal?
Sobre la zoofilia han recaído las peores acusaciones feministas. Tachados de patriarcales para arriba, herederos de una mentalidad dominadora de la Naturaleza, los zoófilos quedaron marginados, en líneas generales, de la revolución sexual sesentayochista. Con todo, provienen de entonces las pocas leyes permisivas hacia ellos; es el caso la recién derogada legislación alemana. Los conatos de pederastia, eso sí, camuflados bajo la cortinilla de la nueva pedagogía, nunca fueron bien vistos por el grueso de la población, no así por los profesionales de la emancipación erótico-festiva, quienes siempre vieron en el contacto carnal con los infantes una liberación de los esquemas educativos freudianos, más que otra cosa (véase Cohn-Bendit). Pero la hostilidad hacia la zoofilia por parte de las distintas variantes del feminismo sigue siendo arena de otro costal. Y con razón. Bajo un régimen de producción agraria, los practicantes de esta opción sexual eran, en su mayor parte, los repudiados, los losers, los neófitos del sistema patriarcal, no menos conchabados por ello con la misoginia y cosas similares: muchos campesinos reproducían entonces esta mentalidad de forma distorsionada en sus encuentros con animales; la tradicional violación de orangutanes depilados, perfumados y maquillados en Indonesia y en Tailandia muestra la pervivencia de este espíritu entre algunos estratos de la clase adinerada, quienes además no tienen ningún interés en el bienestar del animal, y cometen por ello auténticas salvajadas, a diferencia del campesino cuyo alimento y cuyo techo dependía —quieras que no— del buen estado de sus amantes/ganado.

Hablamos en todo momento, que conste en acta, de la sociedad campesina occidental a mediados del siglo XX; sobre el resto de sociedades quedan, sí, muchas narraciones mitológicas y bastantes condenas inquisitoriales, pero también pocas estadísticas fiables. En los Estados Unidos estudiados por Alfred Kinsey en 1953 mediante un conjunto de 11.000 y pico entrevistas los resultados no dejan espacio para la duda: entre un 40 y un 50 por 100 de los varones rurales había tenido once upon a time encuentros sexuales con animales; en términos totales, un 8 por 100 de la población varonil americana había catado otra especie, comparado con solo un 3 por 100 de la población femenina. ¿Conclusiones? Parece evidente que las prácticas con animales conformaban un mecanismo de iniciación en la materia para buena parte de los varones poco duchos en las arduas labores de la seducción del género opuesto. Estos eran los primeros pasos (bestiales, si se quiere) de los futuros buenos esposos. Los campesinos recurrían a los mamíferos más cercanos y mejor dispuestos a falta de algún hommo sapiens sapiens que oficiara el trabajo más viejo de todos. Recordemos, para los olvidadizos, que las putas no son tan viejas como parecen, dicho sea de paso: dejando de lado las mujeres tocadas por los dioses de la Antigüedad, y centrando nuestra atención sobre el Occidente moderno, la prostitución es un fenómeno más o menos renacentista, como cuenta muy bien Silvia Federici en Calibán y la Bruja, coetáneo a los primeros cercamientos de la propiedad comunal campesina. En Estados Unidos, el fenómeno estuvo circunscrito a las grandes ciudades, con el bozal siempre presente de la mentalidad puritana, como en todas partes. En el campo imperaba, mientras tanto, una imagen cercana a los Lonesome Cowboys de Andy Warhol. Un despiporre, vaya.

La persecución del bestialismo en Occidente, dicho sea de paso, tiene una denominación de origen también renacentista, igualito a la caza de brujas. En el siglo XVII, la Iglesia intenta y fracasa en prohibir la contratación de hombres para el desempeño de las labores de pastoreo, a sabiendas del contubernio de los vaquerizos; quien tenga abuelo bajo la dictadura, aunque sea de oídas, lo sabe. Mejor suerte tuvieron los países protestantes: en 1534, la bestialidad deviene crimen capital en Inglaterra; en 1683, Dinamarca comienza a castigar la sodomía con la hoguera; y así todo el rato.[i] Más adelante, se despenaliza las prácticas sexuales privadas con la irrupción de las revoluciones republicanas, y el Código Napoleónico sienta las bases de los debates actuales: la edad adulta y el consenso mutuo, dicen los liberales desde entonces, son los requisitos legales en materia sexual privada; dos principios que hasta el más queer acepta, ¿me equivoco?[ii] En este repaso sumario del arrejuntarse bestial y su Historia, como en muchas otras cosas, uno puede ver algunos elementos comunes con los feminismos históricos y sus conflictos por la emancipación de distintas sexualidades: primero la persecución de los poderes fácticos y luego permisividad hacia las prácticas privadas, siempre y cuando no perturben la publicidad, fueron las claves del silencio y del cerrojo sexual en ambos casos. Pero ni por esas: la genealogía histórica y las afinidades sociológicas no unirán aquello que los prejuicios políticos y los valores morales separaron. ¿Afortunadamente?, nos preguntamos.

Con la llegada del siglo XXI, uno podría esperar que las rencillas entre feministas y zoófilos se hubieran pulido, cuanto menos, en proporción a la caída en desgracia del campesinado occidental, cuyo peso relativo respecto del grueso de la población de los respectivos países de la OCDE ha llegado hasta mínimos históricos. El éxodo rural ha transformado, por la fuerza, la zoofilia en una opción sexual infrecuente, cuando no distinguida. Frente a la antigua usanza rural, que tanto gustaba de los esfínteres alocados de las gallinas decapitadas, o de la indolencia juguetona del ganado vacuno, que ni siente ni padece el miembro humano, en la última mitad del siglo XX se ha consolidado un cierto gusto equino.[iii] Esta fascinación hacia el caballo, cuadrúpedo de porte y nobleza sin par, retratada con finura en la obra teatral Equus (Peter Shaffer, 1973), revela de suyo el esnobismo urbanita existente en las novísimas preferencias zoofílicas. La fascinación, para curiosidad del lector, suele seleccionar a sus víctimas entre intelectuales de ciudad que nunca han visto un caballo, salvo en sueños húmedos. En esto también se diferencian del follacabras franquista en el granero, quien solía tener cierto retraso, comprobado en términos estadísticos: no es un invento de Delibes y sus retratos costumbristas; estas deficiencias redundan en detrimento de la periclitada seducción y el anhelado maridaje, reduciendo las posibilidades de procreación y emparejamiento. Sea como fuere, la rareza del asunto hoy día ha propiciado la irrupción de presuntas explicaciones científicas, dada la natural tendencia de los psiquiatras a considerar como enfermedad la anomalía salvaje, la desviación de la norma, la minoría silenciosa que hasta ayer mismo sostenía —por decirlo con Fdez. Porta— el Consenso Nacional Deseante. Sin embargo, cualquier intento de homologar la figura universal de El Zoófilo se encuentra con las disparidades insalvables entre el Ancien Régime Zoosádico, todavía presente en aquellos documentos audiovisuales donde —por ejemplo— una mujer resulta penetrada por un caballo para mayor escarnio de ambos, y Los Nuevos Zoófilos, mejor preparados y más comprometidos, quienes suelen alternar una relación sentimental monógama hacia su mascota (tengan en cuenta la atención cuidadosa que ello comporta) con alguna forma o suerte de militancia en favor de los derechos animales. No quisiéramos entrar en valoraciones científicas, así que deseamos desde aquí buena suerte a los expertos, quienes aspiran a comprender las motivaciones y la psicología de El Zoófilo, unos asuntos que nos resultan bastante extraños, pues consideramos tal reducción analítica una empresa fallida de antemano, por las razones que hemos expuesto arriba.

Una vez expuestas estas diferencias, permitidme recuperar el hilo central de mi argumento: ¿por qué razón no se produce una alianza más estrecha entre feministas (tanto liberales como radicales) y zoófilos? Dejando de lado la espinosa cuestión del consentimiento y del sufrimiento, dando por sentado que los portavoces de los think tanks incurren en equívocos cuando utilizan el membrete «libre, voluntario y consentido» para denotar la disposición del animal durante las prácticas sexuales, concediendo también que los defensores de los derechos animales reclaman con justicia controles de calidad para evitar la confusión entre zoofilia y zoosadismo[iv], el uso de las zonas erógenas con fines dañinos o denigratorios para ambas partes, y suponiendo que los amantes (de los animales) son también defensores de los mismos y de sus intereses, no se entiende el rechazo frontal que ha suscitado esta opción sexual entre una opinión pública favorable a la emancipación de las sexualidades divergentes respecto de la norma. La respuesta a tamaño desencuentro estriba en la composición tanto social como mental de las organizaciones que monopolizan la causa de la zoofilia. Todavía ancladas en una estrategia de oposición antagónica, gracias una teoría de los dos mundos (o conmigo o contra mí), estas organizaciones no saben, no contestan o no quieren convencer a la opinión pública. Sus posiciones son políticamente refractarias, sus argumentos parecen sacados de Walt Disney («Mi gato dice sí quiero»), no saben jugar la baza —fundamental— del liberalismo permisivo con restricciones biempensantes, la κοινὴ de las demandas ciudadanas occidentales durante las últimas décadas. 

Veamos el caso alemán, por ejemplo. A primera vista, la campaña por su legalización parece un movimiento sociopolítico tan patriarcal como cualquiera compuesto en su mayoría por varones sin conciencia de género. O con demasiada conciencia, dirán algunos. Los cabecillas de la ZETA, la principal organización que defiende esta causa en Alemania, son varones blancos de clase media. Sus comunicados interpelan a la comunidad en masculino primera persona del plural. Las amantes/mascotas posan muy bien junto a sus dueños: hembras serviciales —perras casi todas— meneando la colita. Michael Kiok, el führer de la ZETA, no solo reconoce a su adversario político en algunas mujeres politizadas, quienes se presume están preocupadas en exceso, dado su espíritu maternal y demás blablablás, por el bienestar de los animales, hacia los cuales las hembras siempre tienen una actitud de protección desmedida; no solo piensa esto Kiok, sino que también tiene mal gusto para decirlo: «Es más fácil comprender a los animales que, por ejemplo, a la mujeres». #FacePalm

En suma, las asociaciones zoofílicas realmente existentes sí son poco/mucho/bastante patriarcales. En lugar de combatirlos desde la izquierda, siendo ellos inexistentes en términos políticos, y nosotros muchos & valientes, la tarea consiste en plantear por qué esta sexualidad alternativa, con todos los matices históricos realizados, no encuentra los apoyos que debería. A fin de cuentas estamos hablando de un colectivo de tolerantes ilustrados cuyo objetivo en última instancia consiste en derribar las barreras de la sexualidad antropocéntrica. ZETA significa Zoophiles Engagement für Toleranz und Aufklärung. Esto es: Compromiso Zoofílico con la Tolerancia y la Ilustración. Con tan nobles siglas, la Toleranz y la Aufklärung, ningún filósofo que reflexione desde su butaca sobre el asunto puede concluir que la ZETA resulta sospechosa de complicidad con el patriarcado. En Alemania, sin embargo, todo el espectro ideológico ha respaldado la prohibición de la zoofilia el pasado mes de febrero. Ahora bien, ¿acaso la permisividad hacia prácticas sexuales distintas a las nuestras (quien quiera que seamos nosotros) no conforma, junto con la libertad de culto religioso y la separación de poderes, algo así como el corazón ideológico del liberalismo? Es más, ¿acaso la defensa de la zoofilia como opción válida no constituye —en cierto modo— la culminación de las luchas por la liberación sexual iniciadas en los sesenta?

Piensen en ello.



[i] Para una cronología de las prácticas sexuales con animales que abarque tanto la herencia europea como el resto de tradiciones en su conjunto véase Hani Miletski: "A History of Bestiality" en Andrea M. Beetz & Anthony L. Podberscek (eds.): Bestiality and Zoophilia, Purdie University Press, 2005, 1-23.
[ii] Me remito a una suerte de clásico, el Manifiesto Contra-sexual de Beatriz Preciado, donde la importancia concedida a la enajenación contractual de la sexualidad no deja lugar a dudas: estamos hablando de acuerdos consentidos por escrito entre sujetos jurídicos adultos. En el margen del contrato sexual quedan —entiendo— quienes no saben (y no pueden) leer o escribir. Los animales, claro. En repetidas ocasiones ha expresado Beatriz Preciado, por cierto, juicios contra los argumentos anti-especistas de Peter Singer, quien según muchos habría arruinado su carrera como filósofo ilustrado y moralista seriote cuando puso de moda el tema del heavy petting con animales. Sobre este punto —me pregunto— ¿también estarán Singer y Preciado en desacuerdo?
[iii] Esta evolución del gusto hacia seres con cierta carga onírica y esta elevación del coeficiente intelectual entre los practicantes de la zoofilia, así como la pertinencia de la distinción entre zoosadismo y zoofilia, pueden documentarse en Christopher M. Earls & Martin L. Lalumière: "A Case Study of Preferential Bestiality", Arch. Sex. Behav, vol. 38, 2009, 605-9.
[iv] Mas sobre la distinction zoofilia/zoosadismo en Colin J. Williams & Martin S. Weinberg: "Zoophilia in Men: A Study of Sexual Interest in Animals", Arch. Sex. Behav., vol. 32, 2003, 523-535.