La crítica de
novelas es la tumba del periodismo; es el equivalente, en el mundo de las
letras, a construir puentes en algún clima tropical imposible. Es un trabajo
duro, poco saludable y mal pagado, y por cada palmo de espesa vegetación que se
logra desbrozar con arduo trabajo, la selva avanza el doble durante la noche.
Un crítico de novelas a los treinta años ya es demasiado viejo y la jubilación
temprana resulta inevitable, «les femmes
soignent ces infirmes féroces au retour des pays chauds», y todos sus
escritos posteriores exhiben una amarga y malhumorada brillantez, cuyo secreto
sólo se puede aprender por medio de los estragos hepáticos que causa esta
terrible escuela. ¡Qué carácter, qué aire congoleño transmite su agriado
romanticismo! De baja por invalidez desde febrero, todavía me acuerdo de la
última expansión de los prolíficos y uniformes arbustos y matorrales. Esas
correosas malas hierbas, tan difíciles de exterminar, primero atacan a través
de la belleza de sus flores; la propaganda o bombo, «ostentando—tal como lo
describió un botánico—su enorme trompetilla que asoma del chillón envoltorio».
Nervudas aunque insípidas, sin carácter aunque brillantes, estas floraciones
primerizas de Girtonia o Ballioli[1]
resultan más opresivas por su profesión —la mayoría de los críticos me darán la
razón— que los gigantes del bosque, los Galsworthy y Walpole, cuyos troncos
cubiertos de enredaderas desafían cualquier intento de echarlos abajo.
Una
de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico que acaba
convertido en indígena. En lugar de luchar contra la vegetación, sucumbe a ella
y, correteando sin pausa de flor en flor, da la bienvenida a cada una con
gritos de «¡Genial!». «¡Qué elegancia, qué ironía y distinción, qué apasionada
sinceridad!», exclama mientras las radiantes obras maestras se reproducen
rápidamente a sí mismas, y sólo aparta la mirada de los proscritos,
faloamorosos, «desagradables, secos y difíciles, indignos de un inglés».
Otra
visión que debe afrontar el cínico es la aparición del novato, que llega verde
de la universidad y con la determinación, «por encima de todo, de ser justo, de
juzgar cada libro por sus méritos, de no dejarse extraviar por los melindres y
finuras de la escritura, ni por la tentación de destrozar un libro en la
reseña, sino básicamente de intentar ayudar al autor al mismo tiempo que se
aconseja al lector». «Lo importante —empieza a decir— es no olvidar nunca el
nivel de exigencia que uno se marca, y no acabar enmohecido.» Recuerdo
perfectamente una noche en que nos sentamos alrededor de la hoguera del
campamento cuando Novato y Untuoso (que por entonces ya se estaba convirtiendo
en indígena) estaban «trabajando» un libro. No podría decir la fecha exacta,
pero sería fácil dar con ella, porque recuerdo que se comentaba que el Mercury se hundía y Criterion resultaba cada vez más aburrida.
—Este libro —dijo
Untuoso— rebosa genialidad, y no sólo es un trabajo genial, de una sinceridad
intelectual apasionada, sino que está muy cerca de ser la mejor novela de este
mes, o al menos del final del mes.
—De buena
gana me mostraría efusivo —interrumpió Novato—, ya que en esta primera novela
la señorita Culodeviolín parece una escritora con vocación de exquisita, y ha
aportado tal dominio y distinción a un tema tan difícil que, en mi opinión,
convierte Enredaderas o trepadoras en
un libro notable no sólo como novela; si bien quizá no llega a ser de
primerísimo orden (recuerde mi nivel de exigencia), al menos logra plasmar las
inevitables reacciones de una mujer joven con una sensibilidad a flor de piel y
una apariencia más vulnerable que la mayoría, al enfrentarse al conflicto entre
el genio (uso la palabra con total circunspección) y lo que, a falta de una
definición mejor, debemos llamar vida. Me gustaría, sin embargo, sugerirle a la
señorita Culodeviolín con todo respeto…
—Enredaderas o trepadoras —intervino
Untuoso, sonriendo como un borracho— es moderna, tal como indica el título, tan
moderna como Matisse o Murasaki. Es audaz y confronta al crítico con todos esos
perecederos fuegos de artificio de la juventud, de la juventud de la posguerra
ardiendo por completo en su incandescente fogosidad. Tomemos por ejemplo la
escena en la que Alimony deja a sus padres:
A medio camino entre la primaveraverano y veranotoño cae ese mes pasado
de moda que es agosto-tras-julio, época de enormes lunas amarillas, hierba seca
y horribles anhelos. Alimony estaba echada pero despierta, contando los
listones de la persiana, que parecían formar una espesa costra en el rico caldo
de la luz del atardecer, como si fueran los dedos extendidos de un semidiós, un
Marsias desollado. Detestaba estar en la cama durante el día. A través de las
ventanas se colaba el ruido de la fiesta y las voces de sus padres.
—Ahora trata de pasar la roja por la siguiente argolla; con un poco de
suerte quizás lo consigas. ¡Oh, cariño! Tendrías que haberle dado más fuerte.
—Pero si le he dado fuerte.
Alimony se en encogió involuntariamente. Penesar que ella sería uno de
esos desgarbados adultos, ¡y mañana era su cumpleaños! El día era caluroso y
sofocante, quizá en los campos… Abrió una novela que tenía junto a ella por las
páginas de la introducción: «Hace algún tiempo un amigo puso en mis manos un
objeto que tuve ciertas dificultades en reconocer. Sir James Buchan y el señor
John Barrie, a quienes consulté, enseguida me lo confirmaron. “Sí —me dijeron—,
es un libro, pero sólo unas pocas personas son capaces de identificarlo como
tal”». Alimony pasó las páginas ociosamente. «Una ceñida capa de nubes se
cernía sobre el lago… Weaver, estoy consumida de amor por ti, aunque en el
pueblo dicen que soy una mujer dura.» «Oh, escribir, escribir así —pensó
Alimony—, escribir como Mary Webb.[2] Pero
¿cómo, sin experiencia? Quizá en los campos…» Se levantó y recogió unas pocas
pertenencias desparramadas. Mientras bajaba de puntillas por la escalera vio
que todavía no eran las siete. De pronto se imaginó a sí misma caminando de
puntillas por la vida, un tallo roto y embalsamado de las rosas de este día,
como su propia ambigua juventud, ahora dejada atrás para siempre.
—¡Alimony!, vuelve a la cama. —Era la voz de su madre.
Algo en el interior de Alimony pareció estallar. Volvió su rostro
transfigurado.
—Me cago en la leche, mama, déjame en paz. No voy a dejar que nadie me
diga lo que tengo que hacer. Durante toda mi vida la gente no ha dejado de
decirme lo que tenía que hacer y durante toda mi vida he estado huyendo de eso.
Y continuaré haciéndolo. Supongo que mi vida es mía, aunque sea un caos, ¿no es
así? Y tú pretendes darme lecciones cuando yo tengo que oír cómo papá y tú os
peleáis en el jardín como un par de gatos callejeros. Todo me aprisiona, creo
que voy a acabar vomitando.
—Querida, cariñito, corazoncito.
—Oh, mamá, déjame en paz. ¿No ves que ya estoy harta? Salió a toda
velocidad, cruzó la puerta, que lucía un atractivo llamador, y salió al camino
de grava junto a las ventanas del comedor. Se volvió para mirar a través de
ellas. Sus regalos de cumpleaños estaban allí desde primera hora de la mañana;
sobre la mesa había un solemne pastel con once velas. Desde el jardín se oía a
lo lejos el golpeteo de las bolas de críquet.
—Weaver —suspiró de nuevo; y algo le dijo que la vieja Alimony estaba
muriéndose, quizá estaría muerta antes de que acabase la noche, incluso antes
de que la luna de Metroland se hubiese levantado en las estaciones de servicio.
—Un libro
poderoso —resumió Untuoso—. No es una novela para los que prefieren…
—Sin duda hay
que mantenerse en guardia —dijo Novato— para no mostrar demasiada simpatía por
un escritor simplemente porque nos obsequia con un nuevo planteamiento de
nuestros propios problemas.
—Una de las
pocas obras maestras modernas —continuó el otro—, un libro para la biblioteca
más que para el ropero, para aquellos a quienes les gusta encontrar, entre un
Bradshaw[3] y un
breviario, entre el oro y el brillo, una bagatela antiguo-moderna que cumpla
con la definición que dio Milton de la novela como algo lento, sinuoso y
sensual. Un trabajo, de hecho, un trabajo de… Pero no seré yo quien desfigure
nuestro querido hábito enfatizando esa lamentable palabra. Tan sólo diré,
lenta, sinuosa, aunque espero que no sensualmente: «¡Bienvenida, señorita
Culodeviolín! ¡Bienvenida, Alimony!».
Y sin
embargo, al rememorar esas tardes en que los destinos de tantos libros
ilegibles y de otros tantos no leídos se decidían brillantemente, no puedo
evitar sentir pesar y ternura más que felicidad por haberme librado de ellas.
Es fácil olvidar la tensión nerviosa y la sensación de náusea, la cínica
desesperanza con la que nos afanábamos por enfriar el entusiasmo de los
infatigables autores. Hay algo tan limpio y sorprendente en un paquete de
ejemplares para la prensa que no puede sino sentirse el placer de abrirlo. La
sensación de recibir algo a cambio de nada, aunque breve, es gratificante
mientras dura, y las tempranas expectativas que uno tenía de descubrir a un
nuevo autor son quizá un placer menos gozoso que las esperanzas posteriores de
poder desacreditar a un viejo escritor. El verdadero problema de la narrativa
inglesa es que ha dejado de ser legible. Con tal de que las novelas cumplieran
ese requisito, importaría mucho menos que fueran malas. Los escritores
norteamericanos son legibles; por regla general, un libro norteamericano de
segunda fila arrastra al lector. Después éste quizá constatará que se trata de
un libro menor, pero mientras lo está leyendo disfrutará. La novela inglesa, en
cambio, no tiene esta virtud, y no consiste más que en una autobiografía
emocional retocada o en una descripción cuidadosamente distanciada de gente
estúpida, que demuestra que el autor es demasiado inteligente para ser
inteligente. Pero me estoy volviendo a acelerar. Entretanto, una nueva
generación de críticos se está formando, y esto me hace pensar en la verdadera
tragedia de la profesión de crítico, en esa irónica e irrevocable ley de
justicia poética que ennoblece el trabajo tedioso y permite al periodista
derrotado sentir en su propia ruina algo sublime. Por todas las novelas que
frustra, la novela a la larga le acabará frustrando; al igual que el rey de
Nemi, el asesino debe morir asesinado. Valiente y ágil, el crítico sube al
ring. Se precipita ciegamente sobre las sobrecubiertas encarnadas. Destripa a
algunos viejos gacetilleros. Pero sus arremetidas finalmente resultan fútiles y
sus armas tienen las puntas romas, sus palabras son rancias. Puede fracasar
noblemente, como Croker[4] ante
su Keats; puede, simplemente, consumirse alabando o denostando (lo uno o lo
otro poco importa) el incesante flujo de novedades verdaderamente interesantes
y de segunda fila, pero finalmente la selva le reclama.
¿Qué
consejo puedo, entonces, dar a alguien que se ve forzado —porque nadie puede
hacerlo voluntariamente— a convertirse en crítico? En primer lugar, nunca
elogies; los elogios quedan anticuados. Al hacer la crítica de un libro que te
gusta, escribe para el autor; al hacer la crítica de cualquier otro, escribe
para el público. Lee los libros que reseñas, pero no ojees más de una página
para decidir si merecen ser reseñados. Jamás toques novelas escritas por tus
amigos. Recuerda que el objetivo del crítico es vengarse del creador, y su
método debe estar en función de si el libro es bueno o malo, si debe condenarlo
o debe quedarse quieto y dejar que pase al olvido. Todo buen crítico tiene un
tema predilecto. Se especializa en ese tema sobre el que ha sido incapaz de
escribir un libro y su meta es comprobar que ninguna otra persona lo logra. Se
planta en la cola para sacar las entradas a la fama y se dedica a propinar estacazos
en la cabeza a sus rivales cuando éstos se inclinan ante la taquilla. Cuando ha
dejado fuera de combate a un número suficiente, se convierte en una gran
autoridad, que es más de lo que ellos lograrán. ¡Y si yo hubiera aguantado el
clima, me habría convertido en eso! El problema de la edad de jubilación ha
inquietado a los economistas desde hace mucho tiempo. Paseándote, tal como hago
ahora, entre otros críticos acabados, con la salud y el temperamento quebrados
por los rigores de la profesión o por los reproches de los autores, los
editores y el público, no puedo evitar preguntarme, en los puebluchos de
veraneo en la costa, los petits trous pas
chers cerca de Portsmouth o de la Riviera donde habitan los jubilados, si
estamos realmente acabados. ¿Puede volver atrás un crítico? ¿Es demasiado viejo
a los veinticinco años? ¿Puede encontrar un sitio, junto a gente más joven, en
la línea de fuego donde retienen las novelas del otoño, y morir con las botas
puestas? Sé que es una locura soñar, pensar en estas posibilidades. Debería
afrontar los hechos con el mismo coraje con que en otra época afronté la
ficción.
miser Cyrille, desinas
ineptire
et quod vides
perisse perditum ducas…[5]
Y, sin
embargo, estas secretas añoranzas son humanas. El otro día, mientras languidecía
entre números atrasados de una revista en un hotel francés, recibí una carta de
Nueva York que casi me devolvió las esperanzas. «¿Cuándo? —me preguntaba quien
la escribía—, ¿cuándo le dirá usted al público que el señor Compton Mackenzie,
en sus tres últimas novelas, no sólo ha atrapado el estilo de la prosa de
Congreve, sino también la actitud ante la vida de Congreve?» «¿Cuándo?
—suspiré, y tenía lágrimas en los ojos—, ¿cuándo lo haré?»
[Traducción de Miguel
Aguilar, Mauricio Bach o Jordi Fibla.]
[1] Alusión a dos famosos
Colleges: el Gritón, College femenino de Cambridge, y el Balliol, del que fue
alumno el propio Connolly en sus años de estudio en Oxford. (N. del T.)
[2] Mary Webb (1881-1927),
autora de novelas ambientadas en el medio rural y cargadas de romanticismo,
morbidez, pasión e ingenuidad. (N. del T.)
[3] Henry Bradshaw (1831-1886)
fue un prestigioso bibliógrafo y bibliotecario de la Universidad de Cambridge,
autor de tratados sobre tipografía y sobre libros antiguos. (N. del T.)
[4] John Wilson Croker
(1780-1857), político conservador y crítico literario que atacaba con ferocidad
a los jóvenes poetas, hasta el punto de que llegó a decirse que su crítica al Endymion de Kyats aceleró la muerte de
éste. (N. del T.)
[5] Mísero Cyrille, deja de
hacer tonterías, / y lo que ves que ha perecido considéralo perdido.
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