2 de diciembre de 2013

El Capital Desde Dentro


Cuenta el mito que ya se estaba hablando de la novela de la crisis antes de que ésta hubiera empezado. Siempre se ha dicho que los hombres de negocios, salvo por los ingresos mensuales en su cartilla, llevan una vida muy próxima a los escritores. Mad Men explota, en ese sentido, el publicista que todos llevamos dentro. Del mismo modo, se especula que algunos antiguos empleados de Lehman Brothers ya pensaban escribir una novela, pues novelescas y canallescas fueron sus aventuras, mientras bajaban en los ascensores, portando sus pertenencias materiales en cajas, camino a la puta calle, Wall Street. Muchas han sido desde entonces las descripciones en primera persona de la estafa de casino trucado que los antisistema, solo por molestar, llaman capitalismo. Ahí tenemos Por qué dejé Goldman Sachs de Greg Smith, un encargo editorial recalentado a partir de una polémica misiva aparecida en el New York Times donde Smith, quejándose del cortoplacismo rampante de nuestros tiempos, recuerda con nostalgia los viejos tiempos de la avaricia a largo plazo (la expresión es de Sidney Weinberg) cuando la confianza, el prestigio, la seguridad y hasta la utilidad social eran algunas varas de medir las inversiones económicas. 
Muchos dirán que la propia lógica del derivado financiero, lejos de resultar inspiradora para el novelista, se resiste a ser convertida en ficciones. ¿Cómo narrar la vida de un Credit Default Swap?, he ahí la cuestión. Según cierta visión de la cultura vigente, las operaciones millonarias en los mercados secundarios de deuda pública solo serían parte del complot que el presente tiene montado contra el resto de los tiempos. Para constatar el carácter plausible de esta lectura basta con echar un vistazo a volúmenes como Present Shock de Douglas Rushkoff, sobre cómo las redes sociales revientan los patrones narrativos tradicionales sustituyendo la periodización de los sucesos por el lema "está pasando ahora mismo"; o 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep, donde Jonathan Crary comenta como los sistemas de vigilancia, los patrones de consumo y la flexibilidad laboral están terminando con cualquier noción de descanso. Sin embargo, se siguen escribiendo novelas sobre la crisis de tropecientas páginas con una estructura secuencial aristotélica. ¿Cómo viene siendo posible esta tendencia a contracorriente?
La factura de Capital de John Lanchester quizá pueda darnos una idea. Escrita entre 2006 y 2011, Capital es una novela de cocción lenta —Lanchester escribe a mano 500 palabras diarias de ficción— donde el estilo dickensiano (la influencia de The Wire es notable) se fragmenta mediante la intromisión de capítulos dedicados a un solo personaje. En este friso social circulan tanto los inmigrantes salidos de las películas de Ken Loach como esos pijos cuyo mejor tema de debate consiste en enumerar la ristra de números de su nómina. A esto se dedica precisamente Robert Young, asalariado por el Pinker Lloyd Bank (eso sí: con un salario pantagruélico) y residente en la imaginaria Pepsy Road —ficción verosímil dada la existencia de teatros Häagen-Dazs y lineas de metro Vodaphone—. Young colecciona puntitos de Damian Hirst. Los Young British Artists son, de hecho, objeto de irrisión constante durante buena parte de la novela; varios performers hijos de papa reciben su merecido por su presunto compromiso político genuflexo ante los dictámenes mercantiles. Lanchester tiene razones más que suficientes para tamaño escarnio público del gremio: convincentes investigaciones empíricas señalan que el número de fundaciones artísticas privadas por metro cuadrado constituye un índice fiable para determinar la injusticia de los sistemas impositivos nacionales. Algo está yendo fatal, vendría a decir Lanchester, cuando los ricos tienen dinero de sobra para dárselas de cultivados.
¿Es Capital, con sus 600 páginas, la novela de la crisis? Resulta difícil convencer a los realistas (he dicho bien: los realistas) que consideran que cualquier intento de poner orden a los sucesos en la época digital, fuera de la experimentación y lo fragmentario, no tiene por qué estar condenado a recalar en el basurero de la narrativa decimonónica (imaginamos que esto último es un insulto, quién sabe). Con sus detractores, sin embargo, Capital sigue siendo una novela deliciosa que conviene paladear con bastante tiempo. Porque, en el lado B de la sociedad empresarial, todavía hay gente con —por desgracia— tiempo ocioso forzoso, gajes del desempleo, cuyos ritmos quizás estén mejor acompasados con los tiempos de Lanchester y su Capital: un soberbio retrato del Titanic minutos antes de partirse en dos.

[Publicado originalmente en Quimera. Diciembre 2013.]

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