Esperemos que esta vez de manera definitiva:
Castra Castro
The importance of being Ernesto.
19 de agosto de 2020
3 de mayo de 2015
Nos mudamos.
He importado todo el contenido de Castra Castro a Tumblr. Blogger me asfixiaba. Este es el cuarto cambio de dominio que realizo desde que empecé con esto de los blogs en el invierno de 2006. Nunca es tarde para volver a intentarlo de nuevo. Seguimos publicando en:
29 de abril de 2015
Hegemonía y contracultura.
Aquí tenéis el audio de mi intervención en el programa de Agitando Conciencias dedicado al asunto de la hegemonía contracultural, junto a todo el personal de OMC Radio y Lucía Morales, quien habló especialmente sobre temas de género mientras yo hablaba del empoderamiento de la mujer en la sección femenina de la Falange (una cantada que fue calificada por Lucía de kitsch) al mismo tiempo que realizaba un elogio del servicio postal público, siendo los carteros los únicos funcionarios con los que uno termina encariñándose después de tantos libros adquiridos por correo. Muchas risas y anécdotas personales, para variar.
16 de marzo de 2015
Artistas que (según dicen) trabajan sobre la Unión Europea.
Dicen las malas lenguas
que la Fundación Miró es el segundo centro de arte que más visitas
recibe en España después del Museo del Prado porque tiene un pacto
faústico con las agencias de viajes y con las rutas escolares, que
no paran de fletar autobuses en dirección a Montjuïc. De este modo,
el lugar que ocupa la fundación respecto de la economía política
de Barcelona (instrucción pública + turismo de masas) es el mismo
que ocupó el pintor respecto del franquismo: un lugar apartado y
acastillado, pero en última instancia cómplice con la situación.
Esta simbiosis se volvió
a mostrar el pasado jueves en la inauguración de Prophetia,
una exposición colectiva comisariada por Imma Prieto sobre las
“bases filosóficas e ideológicas de Europa”, que según ella
son “el rapto, la correspondencia o la reciprocidad y la
responsabilidad”, una mezcla de mitología de la ESO y wishful
thinking diplomático lo
bastante vaporosa como para poner juntas churras y merinas, 24
artistas que nada tienen en común salvo haber nacido en el viejo
continente. Aceptamos Río de Janeiro, donde nació Luiz Simoens,
como viejo continente.
300
personas hicieron cola el jueves para asistir a la performance de
apertura, que consistió en hacer estallar copas de vino tinto
emitiendo un pitido fuerte y agudo, que a punto estuvo de perforarnos
el tímpano. Tal sordera hubiera sido una metáfora muy bonita del
momento. De no ser por las bebidas y canapés que sirvieron los
organizadores, la prueba del algodón de este tipo de eventos, que en
esta ocasión fueron unos discretos picolines con cerveza, cualquiera
diría que el arte contemporáneo goza de buena salud por estos
pazos.
Pero
a veces los fallos son aciertos. Una de las piezas conceptualmente
más interesantes de la exposición, el reloj de pared de Pelayo
Varela, cuyas manecillas van arañando unos extractos de la carta de
los derechos de autor a nivel europeo, una reflexión sobre la
erosión de la propiedad intelectual con el paso del tiempo, no tenía
pilas la noche del estreno, con lo que se convertía en una pieza aun
más interesante. Una alegoría del dontancredismo que caracteriza a
los gobiernos europeos, que confunden la falta de voluntad con el
laissez faire y el
liberalismo con la impotencia: un reloj quieto, igual que un
presidente que no hace nada, al menos acierta a dar la hora bien dos
veces al día.
Un
tema recurrente de la exposición es el E pluribus unum,
la unidad en la pluralidad que ha caracterizado al continente desde
la caída del Imperio Romano hasta nuestros días, en que las
diferencias religiosas, idiomáticas o simplemente administrativas
siguen siendo un motivo para inventarse tradiciones nacionales y
levantar fronteras estatales. Hablamos de sentir los colores. Chus
García Fraile presenta una vidriera, Cuestión de fe,
donde las teselas son banderas de distintos países, que forman un
mosaico tan colorido como carente de sentido más allá de las
pasiones puntuales (agonísticas y dialécticas) que despiertan.
Daniel G. Andujar recorta en un círculo el escudo de la RDA, un país
que fue literalmente anexionado tras la caída del muro de Berlín,
en una clara referencia al motivo central de la bandera nazi. Y Nuria
Güell, una sospechosa habitual en este tipo de propuestas
políticamente comprometidas, expone una carta formal donde reclama
la condición de ciudadana apátrida.
Entre
las obras descontextualizadas, que son demasiadas como para
enumerarlas todas, destaca el McGuffin de la muestra: un vídeo de
Anri Sala sobre el prestigio que tiene la Unión Europea en países
como Albania. También cabe señalar Blinda,
de Jorge García, unas palabras de neón sobre una valla enrollada
que refieren la peculiar relación que mantiene la OTAN respecto de
la UE en tanto que gigante económico, enano político y gusano
militar. Y la torre inclinada de libros pintados de negro que muestra
Avelino Sala, una continuación de sus trabajos sobre la literatura
como trinchera, en la estela de los combates que tuvieron lugar en la
Complutense durante la Guerra Civil, rematando el asunto en este caso
con una figura de plomo y un grafiti que reza Sapere aude!,
la llamada a atreverse a aprender de la Ilustración alemana.
Rematando
rápidamente y resumiendo muchísimo, Prophetia es
una buena muestra de las diferencias abismales que existen entre los
países que forman la Unión Europea, diferencia que en este caso se
evidencia en la irrelevancia de los artistas extranjeros en
comparación con los locales, fruto del mucho abarcar y poco apretar
que marca de fatalidad al comisariado de Imma Prieto. Estamos ante
una amalgama apresurada de algunos de los nombres (llamémosles
emergentes) que han marcado la agenda artística de lo que va de
siglo. Una suma de individualidades que solo alcanza a profetizar la
genialidad o la incompetencia que cada uno tenga en solitario.
5 de marzo de 2015
Desenladrillar el Reino de España.
Las fotografías de
Ignacio Navas invitan a reflexionar sobre ciertos universales
antropológicos. El problema de la identidad, la reconstrucción del
pasado o los límites de la sociabilidad son algunas cuestiones
modulares que atraviesan unas imágenes cargadas de potencial
nostálgico. Tengo la suerte de conocer a Navas en persona desde
mucho antes que comenzara a mostrar sus obras en el circuito
artístico oficioso y puedo indicar, cuan hipster
que percibe como su cantante marginal de juventud llega a triunfar
entre el público masivo, viéndose rodeado de advenedizos que
llegaron a comprender —tarde y mal— el potencial de aquella joya
en bruto, que Navas lleva desde el principio interesado en salir a
cazar la realidad bajo un encuadre.1
Esta vez tarde
y mal
significa veintitrés primaveras, la edad que tenía Navas
cuando —hará casi doce meses cuando salga este texto— expuso en
la galería Ponce + Robles, el artista más joven del catálogo.
Desde aquella primera vez se ha ido ganando, gracias a premios y
artículos que subrayan la calidad de su apuesta, un huequito entre
las jóvenes
promesas, epítome que puede resultar incluso injusto
cuando hablamos —como es el caso— de una obra cuyos frutos tienen
lugar en el presente, sin necesidad de vaticinar una potencia a
realizar mañana o pasado.
Navas
refleja mejor que nadie las virtudes de abandonar la universidad
cuando viene siendo tiempo de empezar la carrera profesional. En
concreto, Ignacio Navas compatibilizó los estudios universitarios
con sus estudios en Blank Paper, y luego estuvo en Berlín como
asistente del ínclito Andrés Marroquín Winkelmann. Su lema vital
(«Ofrecer
en lugar de pedir») nada tiene que ver, como pueden imaginar,
con las facultades de Bellas Artes. Entrar hecho un pincel y salir
como una brocha, todo ello gracias a la ayuda de profesores
castrantes
y programas de investigación sin especialización vocacional, viene
siendo la tónica habitual de estos espacios académicos normalmente
claustrofóbicos. Tomen buena nota, jóvenes, pues estamos hablando
del drama de la educación española, el hecho de puntuar bajísimo
en las estadísticas internacionales, lo cual quizá tenga tanto que
ver con las limitaciones del presupuesto cuanto con —valga la
redundancia— las pocas ganas de ganarse las habichuelas por cuenta
propia.
También
recuerdo arruinar la primera exhibición (o quizá fuera la segunda)
de este artista en Madrid. Estábamos presentando la inauguración
unos colegas escritores cuando un servidor, a la sazón maestro de
ceremonias del encuentro, tuvo de improviso una ocurrencia romántica
que —resumiendo muchísimo— implicaba dibujar una silueta a
carboncillo sobre las proyecciones fotográficas mientras continuaba
perorando sobre cuarenta filósofos sin ninguna relación superficial
(o profunda) con la obra del agraviado inopinado de Ignacio Navas.
Tuve que frotar luego los restos de mi pintada pedante. Aprendí
entonces el valor de una imagen. También la importancia de (i)
conceder la palabra a las obras mismas, expresión repetida varias
veces en este ensayo; (ii) hablar desde la apariencia inmediata que
generan, una
fenomenología
de la recepción ignorante; (iii) olvidar las grandes
teorías, cosa que haré como pueda en este ensayo.
Según
el modelo oficioso de exposición ensayística, tendría que haber
dicho hace tiempo las señas del artistas, en lugar de hablar nuestra
relación personal o exponer mis intenciones ensayísticas; lo hago
ahora, cumpliendo las obligaciones del teórico
seriote, siguiendo de ahora en adelante el principio
kantiano-baconiano (De
nobis
ipsis silemus): nacido en Tudela (Navarra) hacia 1989;
adolescente tudelanos, estudiante madrileño con amistades
variopintas, migrante español en Berlín, retornado a Madrid (para
una buena temporada, esperemos), trabaja ahora mismo como freelance
—eufemismo anglosajón para la precariedad de la vocación
creativa— utilizando su cámara y su mirada; Ignacio Navas tiene la
ventaja de ser la primera persona a la cual tengo el recuerdo de
haber escuchado pronunciar la palabra epistemología.
Una vez hechas las presentaciones vayamos a las obras mismas.
I.
Nuestro
fotógrafo resulta conocido2
gracias a sus trabajos sobre la identidad personal y la construcción
del pasado. Obtuvo especial fortuna el proyecto Yolanda,
una reconstrucción tremendamente interesante en términos
historiográficos, pues sitúa bajo una óptica visual aquello que
pensamos en términos de relaciones abstractas. ¿Cómo ahondar en el
concepto de familia? No basta con tirar aquí de la orla, la foto de
grupo. Tampoco resulta suficiente el recurrir a esquemas de carácter
arbóreo. El objetivo consiste en trabajar la ausencia desde ella
misma. Hacer visibles los pasados hipotéticos que nunca tuvieron
existencia, aquellas realidades paralelas que quedaron apartadas, las
migajas dejadas sobre el mantel de la Historia. Aunque el revoloteo
retórico propio de nuestro ensayo pueda llegar sugerir determinadas
trascendencias intelectuales, tenemos que despejar cualquier sospecha
de petulancia acerca de las intenciones del artista. La idea de Navas
tiene mucho cotidiano, poco intelectual. Todo empieza, según dice
Tania Pardo en su descripción para Exit,
“cuando Ignacio Navas descubre en una fotografía de su propio
bautizo la existencia de una joven desconocida que le sostiene en sus brazos”. A partir de este
punto, momento de anagnórisis, la búsqueda del quién,
del cómo
y del cuándo
devienen en la fuerza motriz de la vocación de reconstruir el
ayer desde sus ruinas. Responder a los interrogantes principales
tanto de la filosofía como del periodismo (¿cómo se llamaba esa
mujer?) implican un proceso retrospectivo de construcción donde los
límites entre la realidad y ficción quedan puestos entre
paréntesis.
“Una serie de
fotografías domésticas extraídas de álbumes familiares se
entremezclan con las imágenes producidas actualmente por el joven
fotógrafo en aquellos lugares que se convirtieron en el escenario
donde se desarrolló la vida de esta joven. Una historia cargada de
guiños generacionales, retazos de una vida truncada. Un relato
cargado de una gran contención emocional”, según el preciso
análisis que elabora Pardo, cuyo juicio sobre el proceso resulta
acertado en tanto subraya la presencia indeleble de Gabriel, pareja
de Yolanda y tío de Ignacio, quien también colabora en la
verosimilitud de la reconstrucción de los escenarios ofreciendo su
particular archivo fotográfico. Y sus declaraciones, pues tras cada
imagen familiar se esconde una historia de adicción a las drogas
(Yolanda muere en 1996 de SIDA). Una fotografía que cualquier
instagramer desaprensivo hubiera etiquetado como #cute,
la silueta de Gabriel andando en mangas de camisa sobre unas montañas
nevadas, resulta encubrir un intento de escapada, unas
ganas terribles de huir de uno mismo: “Con la pasta que me he
gastado —declara Gabriel entrevistado por Ignacio—
no he disfrutado de unas vacaciones en mi vida. Todas
las vacaciones íbamos a intentar dejar la droga. Cuando vas a
desengancharte, el mono. No te apetece nada, estar
a todo trapo y no poder disfrutar de ello. No hemos
hecho más que perder el tiempo, el dinero, perder la vida y
malgastarlo todo.” ¿Qué cabe añadir sobre la fotografía
hogareña donde los ojos rojos del cocker
spaniel,
el perro de Yolanda y Gabriel, distraen la atención del papel
aluminio y los mecheros, situados entre botellas de kas
naranja? La propia imagen sugiere, sin necesidad de acudir
a La
carta robada de Edgar Allan Poe, todas las reflexiones que
pueda imaginar sobre la capacidad que tenemos de esconder verdades
ocultas visibles a plena vista de todos. La obscenidad también puede
cegar. En la composición resultante apenas resulta posible
distinguir qué fue pasado efectivo, dónde comienza la imaginación
retrospectiva, cuánto puede atrapar una imagen que versa sobre lo
no sido.
Entre
las imágenes que componen Yolanda
destaca aquella donde nuestra estimada protagonista aparece tomándose
una fotografía en el espejo. Ignoramos si estamos ante un robado
natural o se trata de una captura posada. ¿Acaso importa
la diferencia? El mismo gesto de hacerse visible ante una superficie
reflectante, la propia acción de pensarse enajenado sobre el
cristal, la voluntad de inmortalizar el momento fugitivo, implican
para empezar un conjunto de registros dramáticos, una batería de
disposiciones hacia la alteridad que vuelven estúpida —así las
cosas— la mismísima distinción. Aprecio en concreto esta imagen
porque también quisiera percibir en ella una suerte de broma, uno de
los guiños citados por Tania Pardo, pero justo en la dirección
contraria a la esperable hablando de los años 90. Lejos quedan las
referencias a David Bowie flanqueado por brillantes katanas, el
triángulo de los coches viejos entre la luna y la ventana del
copiloto, o el mal trago de quedar rapado para la
mili.
Lo interesante del mentado autorretrato en el cuarto de baño estriba
en la capacidad de aventurar las estrategias para la construcción de
la identidad especular hegemónica hoy
día,
cuando la presencia asfixiante de las cámaras digitales y los
móviles de novísima generación hacen que nadie pueda escapar, ni
siquiera Scarlett Johanson, a la sentencia del tribunal supremo
llamado imagen
reflectante sobre una superficie.
II.
En algunos trabajos
aparece la faceta documentalista
—si se me permite el insulto— de Navas. Es el caso de Linde,
una colección de los instantes atrapados en los bajos fondos, una
serie de rostros donde habita el vaciamiento,3
unos espacios que cualquier pedantote podría confundir con los no
lugares. Como nuestro ensayo implica una redacción sin
nombres propios, como compete a unas imágenes en blanco y negro —sin
pie de foto— donde los sujetos muestran su carácter a
través del anonimato, vamos a ahorrar también a los lectores la
reflexión número 647 sobre Marc Augé y sus sobrevaloradas
publicaciones. Nos interesa llamar la atención sobre el detalle,
tampoco porque busquemos reproducir los conocidos pasajes de Roland
Barthes sobre el punctum,
reflexiones conocidas por cualquiera que alcance a leer este texto
hasta aquí mismo, lugar donde tengo que confesar que Linde
me resulta interesante justamente por los aspectos urbanos que
entran en juego desde el
fondo
del plano, comenzando seguramente por las personas mismas,
sin que nadie repare en ellos.
Para nada quiero restar
importancia a las figuras centrales, las que terminan llenando el
encuadre de contenido emocional, como sucede en la fotografía del
semáforo con esa niña cuyas trenzas son —junto a su mirada
cabizbaja de 1.000 metros— los protagonistas indiscutibles del
escenario. Nada más lejos de mi voluntad que rechazar el interés
objetivo que tienen estas postales
sociales, los retratos de costumbres recogidos por Ignacio
Navas, las señoras bailando delante de la cámara. Es cierto que las conexiones visuales sugeridas
tienden muchas veces a incurrir en un simbolismo trasnochado, como
sucede cuando las ramas de los árboles cercadas por una barandilla
buscan sugerir la ausencia de libertad, pero estamos hablando de
casos puntuales, altibajos dentro de un catálogo que termina
arrojando un poderoso contrapunto entre fotos del montón y algunas
imágenes singulares. ¿Qué razón tiene Ignacio Navas para retratar
tantas veces abrazos perdidos en mitad de la calle? ¿Qué provecho
creativo atesoran estos instantes efusivos? Además de excitar el
lagrimal del respetable, ¿qué función pueden llegar a desempeñar
estos truncados instantes de privacidad?
4
Volviendo a nuestra
cuestión, el
fondo del plano, quisiera llamar la atención sobre
detalles triviales como las luces de la ciudad, esas farolas que
cualquiera podría tomar desde lejos por luciérnagas,
aquellos insectos iluminados por si mismos de los cuales hablaba Pier
Paolo Pasolini cuando buscaba reflexionar acerca de la ilustración
ciudadana autogestionada, la habilidad que estaban perdiendo los
ciudadanos italianos de brillar con luz propia, todo ello gracias a
la decadencia de la existencia comunitaria. ¿Y qué decir sobre las inopinadas construcciones
geométricas que terminan componiendo varios coches aparcados? Quien
tuvo coches para jugar cuando niño bien sabe que los desórdenes,
vistos desde un punto de vista privilegiado, también responden a una
voluntad sugerida o premeditada. Esta ilusión teleológica, la
creencia sobre la existencia de una intención, pero también la
sensación de vulnerabilidad que transmite —entre otras muchas
cosa— un caballito eléctrico ignorado por los jinetes infantiles, están siempre detrás de las fotografías de Ignacio
Navas.
El fotógrafo consigue
arrojar sentido sobre unos barrios que carecen del mismo.5
Los programas urbanísticos madrileños, cuya concreción sobre el
terreno estamos intentando retratar en imágenes y con palabras, son
el epítome del despropósito organizado electoralmente, una
expansión enladrillada (¿quién la desenladrillará?)
cuya musculatura económica está en baja forma desde 2008. Mientras
esperamos el reverdecer de la confianza mercantil, según reza el
broteverdismo inopinado y manirroto de los representantes
parlamentarios, nuestro
Godot personal, podemos interrumpir un momento el sálvese
quien pueda, contemplar las fotografías de Ignacio Navas,
una mirada a tomar en serio —ya seamos pescados o pescadores—
cuando arrecian tiempos revueltos como los nuestros.
[Publicado originalmente en Atlántica. Febrero de 2015.]
______________________________
1 Sería ciertamente lamentable el mantener en privado los comentarios, discrepancias y reflexiones que Ignacio Navas ha formulado a las cuestiones desarrolladas en el cuerpo del texto. Vamos a otorgar cierto espacio aquí abajo para que el artista pueda hablar con voz propia. La idea sería que estas notas quedaran como señales de humo contra el misunderstanding del crítico sabiondo o —mejor dicho— como posibilidades alternativas de interpretación. Sobre la peliaguda cuestión de «cazar la realidad bajo un encuadre» señala en concreto Ignacio Navas su discrepancia intelectual: «Estoy un poco en contra de este tipo de idea de la fotografía como cazar/capturar/sinónimos mix. Es algo que ha sido superado ya y ahora la fotografía está en otro punto, los fotógrafos tenemos otras necesidades, es casi un tópico para hablar de fotógrafos. A mi particularmente me gusta pensar la fotografía como una excusa para irse de aventuras. Una herramienta para embarcarse en búsquedas o procesos que de otro modo serían bastante complicados de llevar acabo. Y el hecho de hacer públicos esos caminos que he recorrido es compartir. No consiste en decir esto es así, sino más bien en crear un mapa done cada persona que quiera entrar a recorrerlo lo haga como quiera, llegando al punto que quiera navegando en mis imágenes. Es precioso construir nuevas visiones del mundo desde esas premisas.»
2 <<Conocido... bueno supongo que sí. He tenido suerte, he trabajado mucho y estoy muy agradecido a muchas personas que han confiado en mi trabajo y lo han apoyado. Pero no olvides que solo he publicado dos trabajos, no se si es la mejor forma de hablar de alguien que esta empezando. Pero no lo malinterpretes, agradezco mucho el gesto.>>
3 El artista considera peliagudo el término vaciamiento por el contrario apropiadas las expresiones «limbos emocionales» o «contención emocional» para designar estas honduras psicológicas muchas veces impenetrables para la cámara. Y sigue: «No son los bajos fondos, es la periferia madrileña. Fui a lugares como el Barrio del Pilar o La Gavia porque están completamente desprovistos de una identidad visual fuerte, la vida cotidiana tal cual, sin ningún tipo de decorado. Es muy visible la linde emocional en este contexto, esos estados en los que nos sumergimos las personas y que al final se acaba filtrando al entorno y configurándolo, al igual que guían una gran parte de nuestras decisiones vitales. Entiendo lo que quieres decir pero creo que puede malentenderse, hay un vacío en los lugares (algunos eran de reciente construcción y todavía no había ni farmacias, todavía no había vida de barrio pese a haber gente viviendo allí), pero no en ese sentido, el de los rostros de los que hablas ¿Quien soy yo para decir que una persona que apenas conozco esta vacía? ¡Por favor espero que nunca caiga en eso!.».
4
«La rama de los árboles —apostilla Ignacio Navas— No dejan de
ser ramas de arboles alado de una barandilla, nunca pretendí evocar
nada como al ausencia de libertad que hablas. Simplemente es mostrar
lo feo, el descuido y la dejadez que está arraigada en muchos
rincones de estos lugares. Hablando con un comisario de fotografía
me dijo que le encantaba cuando fotografiaba cosas que ocurrían en
la parte de abajo de los edificios, ese sitio que parece ser que
todos los arquitectos descuidan, pero paradójicamente es lo más
cercano, me parece muy acertada la observación. Ese simbolismo creo
que no está ahí.». ¿Qué vino primero, el huevo o la gallina,
los sucesivos booms inmobiliarios o la fragilidad de las relaciones
personales? Comienza un meritorio ejercicio de humildad por parte
del fotógrafo: «Linde fue mi primer pasito en la fotografía. Un
proyecto que surgió cuando estudiaba en Blank Paper, para mí fue
un proceso de aprendizaje y una forma de posicionarme como
fotógrafo. Una forma de delimitar las áreas donde quería trabajar
partiendo de esa gran selva que es lo más cercano: la
cotidianidad». «Como todo aprendiz, era torpe, pero las cosas se
aprenden haciéndolas». «Fue un proyecto hecho desde la intuición,
desde el atreverse, la inocencia y las ganas de aprender. Igual que
la experiencia al publicar un primer fanzine, con la arrogancia sana
que supone» ¿Y qué pasa con los abrazos? «No era una cuestión
de excitar el lagrimal (aunque todo el trabajo tenga un punto
emocional) sino de crear un ritmo, unos ecos visuales con la idea de
linde, un abrazo también es un límite en cierto modo. Aunque sí
es cierto que ahora cambiaría muchas cosas del proyecto, está mal
editado, mal secuenciado y por consiguiente con una narrativa
torpe... aprendizaje»
5
<<No se si los barrios carecen de sentido. No me gusta tomar a
nadie por tonto y supongo que estos barrios cuando se planificaron
tuvieron el sentido que tuvieron o trataban de responder alguna
necesidad (o interesaban a alguien) y ahora están ahí>>
corrige Ignacio Navas, «A mi me sirven de excusa, de escenario,
para fotografiar e indagar en intereses o curiosidades que tengo».
En relación a este último aspecto me comenta Ignacio Navas un
documental (El siglo
del individualismo), una entrevista (de Jordi Ébole a Arturo
Peréz-Reverte) o la obra de Jirō
Taniguchi. Y remata: «Ernesto, me gusta mucho el título de tu
artículo porque no era consciente pero de alguna forma es cierto
que mis proyectos (sobretodo los que te comenté que estoy
trabajando ahora) no se dirigen a hablar de lo que esta pasando, de
los ladrillos, sino de lo que cubren esos ladrillos, pero desde lo
más cotidiano, lo más nimio, pero al final es lo que más nos
importa. Hace poco leí una entrevista de Javier Krahe comentando el
famoso "España es el país del pelotazo:
enriqueceos". Somos la generación hija de esa idea. >>
2 de marzo de 2015
Tres poemas.
[Estos son los tres poemas de mi primer y último poemario hasta la fecha Árbol de Navidad (inédito, 2007-2010) que leí en el primer encuentro español de los perros románticos el pasado viernes 27 de febrero de 2015 en el Café Moderno de Madrid, como el poeta jubilado que soy, alguno de los cuales ya se habían publicado previamente en la antología Tenían veinte años y estaban locos (La Bella Varsovia, 2011).]
Ser fiel es fingir que el tiempo no existe.
A través de las persianas
mirando los coches cuyos faros cruzan
la pared del dormitorio
me doy cuenta del tiempo que las uñas
de los dedos de las manos y los pies
y el pelo, en general, por todas partes
llevan creciendo, cada día más y más
sucios, sin mi consentimiento.
Axiomas.
Amar la distancia,
decir la verdad
y prenderse fuego.
Será como viajar a otro país
con cara de loco.
Encontrar una foto. Será
como ser fiel y solo fiel
a no ser reconocido.
Ya sabes: como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo.
Las imágenes pasan
y pasan
sin pensárselo demasiado.
Árbol prohibido.
Prohibido tocar. Gracias.
Los hombres elevan la espiga y la espada
allí donde alzaron venganzas.
Donde está la geometría ebanista.
Limando esquinas de la escena.
El andamiaje inyectando por su piel
el rito. Regalando el ojo extraño al fuego.
Tejidos a los altos de sus torres.
Los hombres. Sacrificad el miedo.
Son cristal o diente. Ausencia de coma.
Son casi nada o casi todo. Son
el signo que marca su objeto. Son
el fruto a la necesidad de ser pensado.
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28 de febrero de 2015
Haya paz entre galeristas.
Se calcula que Leibniz
escribía a caballo y dormía una media de tres horas del mismo modo
que se calcula que Santo Tomás rellenó diez folios diarios desde el
momento mismo de su nacimiento hasta el de su defunción: a ojo de
buen cubero. Siguiendo el mismo criterio de vaguedad, Jacobo Siruela[1] ha bautizado ‘Casa Leibniz’ a una exposición paralela a ARCO
donde las galerías están agitadas pero no revueltas, compartiendo
espacio pero no negocio, primero paz y después gloria, aunque
Leibniz, el filósofo de la mathesis universalis,
que escribió prácticamente sobre todo, que tiene hasta unos
tratados de cocina muy sabrosos, no escribiera ni una sola línea de
valor sobre arte. Ni falta que hace. Una serie de chicos de los
recados teóricos (Germán Huici, Marcos Giralt Torrente, Javier
Montes, Oscar Alonso Molina, Estrella de Diego y Enrique Vila-Matas)
se han encargado de confeccionar el nuevo traje del conde de Siruela:
las cartelas de la exposición.
Unos
(Montes, Alonso Molina) salen por peteneras hablando de galaxias y
callando de galerías; otros (Giralt Torrente, Vila-Matas) cumplen
satisfactoriamente su papel y otros, los redactores de catálogos de
a duro la página, emborronan caracteres con espacios repitiendo el
primum vivere deinde philosophari
de toda la vida del Señor (Huici: “Frente a la labor del crítico
archivista que organiza el arte en estilos, esquemas y rankings,
seriándolo, difuminando la experiencia, se levanta la obra
ofreciendo resistencia, esperándonos, pidiéndonos que posemos sobre
ella nuestros ojos, que dejemos inundar por su presencia”; de
Diego: “Gastar y malgastar el tiempo otra vez, de una manera del
todo inusitada, porque tiempo es el mayor regalo para uno mismo y los
demás. Gastar el tiempo como si sobrara”).
Con estas premisas
afronta el público las dos plantas del palacio que el nieto de
Cayetana de Alba ha alquilado en Madrid para hacer realidad el sueño
de la armonía preestablecida leibniziana, que según Norbert Wiener,
el padre de la cibernética, es un modelo del fascismo, aunque
también puede serlo del mercado perfecto de Walras, donde los
individuos están perfectamente informados y coordinados sin
necesidad de interacción. Y es que el diálogo entre las obras se
aproxima a cero. Casa Leibniz
quiere ser una mónada sin puertas ni ventanas, como una especie de
microcosmos que refleje en su interior el conjunto del arte actual
español, una idea sin lugar a dudas más atractiva que la de ARCO,
ese mercadillo malebrancheano de la ocasión donde ni Dios puede
reconciliar lo que la res cogitans y
la res extensa, el
capitalismo y la inteligencia han separado.
Pero
no es verdad en todos los casos que quien reparte se lleva la mejor
parte, como lo demuestra la participación de
Espacio Valverde en Casa Leibniz,
la galería del noble organizador, que tiene una noticia buena y una
mala que darnos. La mala es el cuadro de Lluis Vassallo sobre la
historia de Zeuxis, que según Platón pintaba tan bien las uvas que
engañaba a los pájaros; por desgracia, no puede decirse lo mismo de
Vassallo. La buena es la pintura entre geométrica y metafísica de
Elena Alonso y el gran bodegón de Jorge Diezma, dominado por una
trompa cuya abertura central es una invitación a asomarse a una
dimensión desconocida. Esta pieza forma un dueto interesante con la
naturaleza no menos muerta que presenta el Espai Tactel: la pintura
de un jarron azul volcado sobre la chimenea de Ana Barriga. Y es que
la decoración interior del propio palacio interfiere muchas veces
con las obras, como sucede especialmente en el caso de Diego Delas,
cuya instalación Todas las posibilidades es
un intento curioso pero fallido de crear una pieza site
specific, utilizando la
omnipresente chimenea como una suerte de doble diminuto de este
mundo. El resultado, según el artista, puede analizarse desde un
punto de vista sintáctico. Hagan la prueba y me lo cuentan.
Igualmente
fallida es la sala a oscuras de Felipe Talo, cortesía de la galería
Alegría, con unas velas puestas sobre unos paneles de pintura medio
intuida, que aspiran a la condición de espacio místico y no llegan
a la de pasaje del terror. Mucho más relevante es la dialéctica de
la oscuridad y lo luminoso que establecen las dos obras situadas en
la escalera del edificio: El último resplandor,
de Antonio Fernández Alvira, y Las mil y una noches,
de Ignacio Bautista. Ambos artistas comparten con Xavier Mañosa,
artífice de una fuente de cerámica que parece hormigón, una
preocupación formalista por el trompe d’oeil
de los materiales (en el caso de Fernández Alvira y Bautista: el
papel que simula ser madera) que no por canónico, más aún después
de Jeff Koons, deja de ser interesante. En la misma línea el Salim
Malla y su poliedro irregular compuesto de capturas de Google Maps,
avalado por la galería Silva, que quiere plantear una reflexión
sobre la geometría del urbanismo cuya superficialidad no está
reñida con el mérito estético.
Con
todo, la aportación más decisiva a Casa Leibniz
viene de parte de la galería Ángeles Baños, que contribuye con una
serie de fotografías rescatadas de los archivos etnológicos por
Andrés Pachón, donde los soldados coloniales son reducidos a una
escala ridícula comparada con la aparición de las manchas de la
humedad y del tiempo sobre las imágenes. Pero sobre todo destacan
los dibujos que ha realizado Manuel Antonio Domínguez sobre unos
tratados de botánica donde se habla de ciertas flores hermafroditas,
sobre las cuales ha dibujado Domínguez una conjunto de retratos
bastante personales. Véase la presencia de individuos de sexualidad
indefinida situados ante objetos de madera. En conclusión, Casa
Leibniz no deja de ser
sintomática respecto de la apropiación del nombre de filósofos de
todo tipo de pelaje por parte de una industria del arte cuyo
desinterés por la filosofía de tales personajes no desmerece ni
mucho menos la calidad del proyecto, en este caso infinitamente
superior y digerible por encima de la alternativa puramente comercial
de ARCO y sus mini-yoes.
[1] Copiamos y pegamos, a modo de fe erratas, la corrección que nos ha hecho Inka Martí en Facebook sobre la identidad nominal del comisario de Casa Leibniz: "Jacobo Fitz James Stuart o Jacobo Siruela es el editor (fundador y durante 30 años de Siruela, que vendió para fundar hace diez años Atalanta); es también autor ("El mundo bajo los párpados"); también conocido como Conde de Siruela -el titulo lo utilizó para firmar su Antologia de Vampiros. Es padre de Jacobo Fitz James Stuart, galerista de Espacio Valverde y comisario de Casa Leibniz. Es el clásico enredo producido por llevar el mismo nombre".
[Publicado originalmente en Eldiario.es. 27 de febrero de 2015.]
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22 de febrero de 2015
El hipérbaton de Gregorio Morán.
En
la página 423 de El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de
los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996, Gregorio Morán cita La
prodigiosa aventura del Opus Dei, el libro de Jesús de Ynfante que publicó
en 1970 Ruedo Ibérico, la editorial de los exiliados en París, y resultó ser un
exitazo, aunque según Morán se trata de “un libraco escrito literalmente con
los pies”, pero el caso es que tenía
“la ventaja de que podían leerlo gasta los analfabetos;
les bastaba con echar mano al índice onomástico y como en un listín telefónico,
saber si estaban o no estaban, ellos o sus compadres. En el fondo, no sólo
marcaba una nueva modalidad, hasta entonces desconocida en el mundo del libro
español, sino un final de ciclo. La izquierda que marcaba tendencias, como
diríamos hoy de manera descocada, se apuntaba al más patético de los panfletos.
Denunciar, con la misma imprecisión de quien tira al plato y piensa que caza
perdices, a la nueva masonería, que por cierto empezaba su ya definitiva
decadencia. Incluso como instrumento garibaldiano, de combate y denuncia,
llegaba demasiado tarde.”
Lo
mismo puede decirse de El cura y los mandarines, un libro que, cual
Palas Atenea remedando el dicho de David Hume, ha nacido olímpico de la
imprenta, armado y deificado por los absurdos censores de la Real Academia de
la Lengua que, en vísperas de la última edición del Diccionario, llamaron a sus
socios de Planeta para decirles, en la lengua que sospecho que utilizará esta peña,
que “aut Victor García de la Concha aut nihil”. Un cierre de
ciclo para Morán; una lanzada a moro muerto que genera simpatías en la
izquierda de moda. Una obra maestra. Pero esta historia ya está contada…
principalmente por los periodistas que, habituados a entrevistar de oídas,
acudieron a la presentación del libro en el Café Comercial de Madrid, una rueda
de prensa con café y churros por cuenta de Akal, a preguntarle a Morán por lo
divino (Podemos) y lo humano: las 800 páginas del ejemplar cuya lectura muchos
pensaron abreviar acudiendo al índice onomástico que viene al final. 33 páginas
de nada. Así cualquiera.
Y
es que El cura y los mandarines parece escrito para ser más consultado
que leído. La unidad máxima de sentido es el párrafo como compartimento estanco
de información donde Morán aprovecha para desplegar su retórica de taxista y su
erudición de detective. Las repeticiones son permanentes (¿cuántas veces tiene
que recordarnos que durante el franquismo a la región de Cantabria se la
llamaba La Montaña o simplemente Santander para que podamos darnos por
enterados?) como si el lector fuera todo el rato un recién llegado a quien
hubiera que recordarle que el narrador Juan García Hortelano era tremendo
conversador pero como escritor poquita cosa, que el historiador Miguel Artola
era cuñado de un ministro del ejército de Franco o que el filósofo Pedro Laín
Entralgo era un mediocre farsante, por mencionar solo algunos de los epítetos
que vienen adosados a los anti-héroes más recurrentes de este ajuste de cuentas
homérico con el pasado. Morán solo alcanza cierta profundidad psicológica
cuando retrata a sus favoritos: Luis Martín-Santos, Manolo Sacristán y Max Aub;
esto es, los perdedores. Más precisamente, y siguiendo el mismo orden:
(i)
un narrador cuya extensa obra póstuma queda en manos de tuercebotas como su
padre o Salvador Clotas (a quien Morán le dedica su mejor invectiva: “Salvador
Clotas es uno de esos misterios de la cultura catalana antifranquista, de quien
se puede decir, sin exagerar, que su obra y pensamiento se podrían resumir en
una línea, y está por escribir”); (ii) un marxista cuya capacidad analítica se
ha desperdiciado hasta tal punto de que piensa en suicidarse a comienzos de los
70 (la herencia tampoco pinta bien: “Vistas desde la presente situación, las
tesis cum laude de hace cuatro o cinco años eran investigación altísima.
[...] Sin embargo, pese a su mediocridad, la fuerza que les da la formidable
explosión del nacionalismo catalán hace más temible [este rebajamiento de los
criterios académicos] de lo que acaso creas”, le escribe Sacristán a Emilio
Lledó en 1979); (y iii) un exiliado que regresa a España para presenciar una
escena que constata que escribir, como decía Larra, es llorar.
—¿Tienen
ustedes libros de Max Aub?
—Lo
siento, en esta librería no disponemos de autores extranjeros.
El
resto es una aplicación del principio acuñado por Antoni Domènech en Sin
Permiso: “Los libros de Gregorio [...] están llenos de
descalificaciones ad hominem, de contextualizaciones históricas particulares,
de juicios de intenciones y de todo tipo de apreciaciones inclementes y aun
intempestivas. No es necesario coincidir con todas y cada una de sus
apreciaciones —ni siquiera, tal vez, con la mayoría— para darse cuenta de esto:
la “buena” crítica cultural y la “buena” historia político-intelectual, a
diferencia de la “buena” argumentación filosófica, exigen partir de
algo muy parecido al temerario principio metodológico de la inclemencia.” Sin
embargo, los golpes bajos del retratista, profesión a la que se ha dedicado
Morán toda su vida, primero con Adolfo Suárez, luego con José Ortega y Gasset,
más recientemente con Rafael Barrett y ahora con Jesús Aguirre —recordemos que El
cura y los mandarines surge de una propuesta de Planeta de hacer una biografía
del Duque—, no solo no aseguran la probidad analítica del retrato, pace
Domènech, sino que terminan dejando ese barniz de intranscendencia que tienen
las anécdotas elevadas a la condición de categoría. Afirma Morán que si solo
atendemos a lo trascendente de cada época, hay algunas que podríamos
saltárnoslas directamente, decisión quizás más acertada que la de convertir a
uno que pasaba por allí, Jesús McGuffin Aguirre, en el centro de la
cultura española desde mediados de siglo. Así nos hubiéramos ahorrado, por lo
pronto, un capítulo sobre el Santander de posguerra, ciudad natal del cura
Aguirre, repleto de apuntes del tipo: “Pero esto nos aparta de nuestra
historia”.
El
propio Morán reconoce finalmente, hacia la página 760, que el protagonismo que
Ricardo Gullón atribuye a Jesús Aguire en su prólogo a Las horas situadas (“detrás
de cada acontecimiento literario o cultural de la vida española está la mano,
como mínimo una, ya fuera la derecha o la izquierda, de Jesus Aguirre”) es una
afirmación totalmente infundada “porque no es lo mismo decir que está presente
o pasaba por allí, a decir que sin su aportación difícilmente hubiera podido
hacerse.” Y suma y sigue Morán: “Todo en este prólogo de Gullón dedicado a
Aguirre es un inmenso hipérbaton, o un hipérbaton sobre otro hipérbaton, la
exageración habitual para dirigirse antaño al conde-duque de Olivares o al de
Lerma.” Si esto es cierto de un prologuillo, ¿qué será del tocho que tenemos
entre manos?
El
principio de inclemencia de Morán desemboca en hacer leña del árbol caído, pero
a las especies protegidas ni las huele. A Camilo José Cela le llama “el abuelo
golfo que cuenta chistes verdes en la mesa y pedorrea en los postres, y que
mientras todos duermen, busca los papeles para manipular las firmas y quedarse
con lo que haya”, una faceta oportunista y chabacana de su carácter más que
resaltada públicamente por el afectado en vida. Pero cuando llega el momento de
la verdad, recordarle a Cela su simbiosis con el franquismo, Morán, que tiene
un sentido de la integridad demasiado elevado para el común de los mortales, se
ofende por la estafa de Papeles de Son Amadans, la revista que Cela
utilizó para contactar con los exiliados, publicarles y aplanarse la senda al
Nóbel. Habrase visto semejante caradura: una publicación que nadie lee, montada
con el dinero de un dictador venezolano. ¿Y todo lo demás? Morán menciona la
conocida carta de 1938 donde Cela se ofrece como quintacolumnista en Madrid,
pero se olvida de mencionar que su colaboración activa con el Régimen llega,
como poco, hasta octubre de 1963, cuando informa al Ministerio de Información y
Turismo sobre la presencia de 42 comunistas entre los firmantes de la “Carta de
los 102”. Teniendo en cuenta la relevancia de este manifiesto en apoyo de las
huelgas mineras en Asturias, una de las contadas ocasiones donde Morán les
concede cierta valentía a los intelectuales del franquismo, hay que decir que
la fama de viejo cascarrabias que tiene el autor, olvidadizo en esta ocasión
con los delatores, está algo sobrevalorada.
Pese
a que el subtítulo prometa un análisis de la cultura y de la política española
entre 1962 y 1996, y pese a lo que sostengan los que ni se molestaron en
quitarle el precinto al envío de Akal antes de redactar su reseña, el libro de
Morán no versa tanto sobre la Cultura de la Transición o CT, esa sigla feliz de
los historiadores de cuarta y quinta mano que darían para un capítulo de Victor
Klemperer, cuanto de los años 60. No es solo un tema de espacio y de tiempo
(Morán le dedica a 1962 la primera parte, a 1964 la segunda y a 1969 la
tercera; la mitad del libro: 200, 150 y 50 páginas respectivamente), ni de
personajes meramente (los verdaderos protagonistas del libro, como José Luis
López Aranguren, nacieron antes de la Guerra Civil) sino ante todo de carácter:
la indiferencia de Morán hacia cualquier intelectual que tenga menos años que
él, como ha reconocido en diversas entrevistas diciendo que no le interesa la
cultura española a partir de 1996, hace que los jovencitos de la Segunda Restauración
Borbónica, hoy convertidos en los samuráis de su Continuidad, ni estén en El
cura y los mandarines ni se les espere. Con los muertos es divertido
hacerse el enfant terrible.
A
los 70 dedica Morán sus reflexiones en abstracto más poderosas: esa que empieza
diciendo que Die Verwandlung de Franz Kafka debería traducirse por La
transformación en vez de La metamorfosis y luego sigue pensando la
Transición a partir de esa pareja de conceptos, la transformación y/o la
metamorfosis del franquismo en democracia, en lugar de la manida dicotomía de
la reforma vs. la ruptura; o aquella donde recupera la obra de Manuel de la
Escalera contra la justificación retroactiva de la censura franquista que
afirma que después de la muerte de Franco no aparecieron grandes escritores
previamente censurados. O aquella otra reflexión sobre la emergencia de los
segundones del franquismo en las páginas de opinión de El País, escrita
con ese vocabulario amplio y esa sintaxis deslavazada que es firma de Morán, a
veces hasta el borde mismo del ripio o de la incongruencia gramatical.
El
último capítulo del volumen, “Final con fanfarria”, es sintomático de la
aproximación revanchista y generacional que caracteriza a Morán, pues es el
único momento en que se adentra en los años 90, tras haberse despachado los 80
con cuatro flash backs a 1982 y 1988, la victoria del PSOE y el
ministerio de Jorge Semprún, solo para informarnos finalmente, como en los
títulos de crédito de las comedias románticas mantecosas, que los protagonistas
comieron perdices y vivieron etcétera, solo que en este caso la heroína, quiero
decir la droga, se interpuso en su camino: al psiquiatra Carlos Castilla del
Pino se le mueren cuatro de seis hijos; al periodista Eduardo Haro Tecglen,
cinco de siete. Y la lista sigue. He aquí, según Morán, la herencia de la
llamada edad de bronce de la cultura española. Ya sabemos, según Hesiodo, cuál
es la próxima.
[Publicado originalmente en Revista de Libros. 10 de febrero de 2015.]
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