7 de abril de 2014

La escritora que fregó tu suelo


Barbara Ehrenreich es algo más que otra feminista de izquierdas recomendada en la solapa de sus libros por Naomi Klein; es una periodista valiente y necesaria de la estirpe de los Wallraff, investigadores de campo con lecturas y trabajo de archivo a sus espaldas que prefieren destapar las injusticias del sistema a quedarse muditos, sabiendo que la cruda verdad de los trabajadores mal pagados y de las mujeres estafadas por sencillos magufos vende mejor que la salsa rosa de unos pocos escogidos. Por cuatro duros es su libro mejor conocido, una suerte de jornada en el infierno, un descenso a los abismos del curro basura que tienen que aceptar las mujeres poco formadas del mejor de los mundos (y desde el comienzo de la crisis las formadas también) con tal de ganarse el pan de cada día y obtener en términos económicos —como reza el estribillo de “Antes muerta que sencilla”— «una poquita, una poquita, una poquita libertad». 
Para los que (todavía) no hayan leído este clásico del gonzo journalism, la cara oculta de las payasadas de Hunter S. Thompson en las Vegas, cabe decir que el ensayo surge como un encargo de la revista Harper’s: hacerse pasar por dependienta, camarera y empleada del hogar, o mejor dicho, laborar durante un mes en cada uno de estos curros y pagar con estos exiguos ingresos unos gastos mensuales modestos (alquiler, gasolina, comida).
En suma, sobrevivir a la clase trabajadora para contarlo. 
Tampoco hay que mistificar la iniciativa de Ehrenreich.[i] Su paso por los bajos fondos parece algo casi heroico y ante todo increíble (habrá quien se pellizque para comprobar que no está soñando mientras lee su relato) ahora que los escritores están más lejos que nunca de la calle (véase la reflexión de Miqui Otero sobre la generación de letraheridos empollones que padecemos), y desde luego vivir tres meses en calidad de proletaria es algo digno de elogio en comparación a las farsas que ahora gastan ciertas cadenas de televisión enviando a modelos a pasar una semana en la calle, como si fueran unas vagabundas sin techo, o peor: como si el público (y carteristas y violadores potenciales) no supieran distinguir y tratar con un reality show a partir de las cámaras que lo custodian y lo acompañan. 
Ehrenreich es honesta cuando escribe que «no hay manera de aparentar ser camarera: la comida llega o no llega a la mesa. [...] En todos los puestos, en todos los lugares donde viví, el trabajo absorbía por completo mis energías y gran parte de mi intelecto. No estaba tonteando.» Y tampoco está de menos recordar aquellos escritores que, sin necesidad de cambiar de aires o hacerse pasar por otros, retrataron la miseria del trabajo asalariado manual desde una íntima cotidianeidad con ella. Estoy pensando en Jack London y George Orwell, por supuesto, pero también escritores actuales —quizá menos finos en términos ideológicos y literarios— como el López Menacho de Yo, precario.
Recuerdo un párrafo de Por cuatro duros que vale más que mil declaraciones de falsa modestia y que transmite a la perfección el carácter sencillo que debería literalmente atravesarnos cuando nos ponemos a juntar palabras por escrito sin ignorar la realidad que rodea a nuestro escritorio (empiezo a hablar en primera persona del plural y con expresiones normativas: mea culpa); una lección de humildad: «Hace años, cuando me casé con mi segundo marido, éste dijo muy orgulloso a su tío —por aquél entonces, aparcacoches— que yo era escritora. La respuesta del tío fue: “¿Quién no lo es?”»
A su retorno a la vida de escritora, la pregunta más recurrente entre los miembros de la jet set literaria era: pero Bárbara, ¿cómo es que no se percataron tus colegas?, ¿cómo es que no vieron la encerrona? Esta gente pensaba, siguiendo un prejuicio clasista bastante extendido, que un intelectual se reconoce a la legua (sus gafas le delatan, o algo, quizá el jersey de cuello de cisne) y no hay manera que un genio de las letras pase medio minuto fregando suelos sin que una pizca de su brillantez destape su coartada. Y tenían razón: Ehrenreich era jodidamente inexperta y torpe. Por lo demás, nada permite distinguir (en términos de ingenio) a una persona que lleva años desempeñando una profesión mecánica del resto. «Cualquiera que pertenezca a las clases instruidas y crea lo contrario debe ampliar su círculo de amigos», es un consejo de Barbara Ehrenreich.




[i] Ella es la primera en quitarse florecillas de encima, empezando por enumerar las cosas que diferencian a una turista de una working poor autóctona y nativa, de toda la vida: «Si pagaba el alquiler por semana y me quedaba sin dinero, daría el proyecto por terminado; para mi, nada de albergues ni de dormir en el coche. [...] Al acercarse el momento de iniciar el experimento, me prometí que, si las cosas llegaban al extremo de no tener asegurada la comida siguiente, sacaría a relucir mi tarjeta de débito y haría trampa

[Publicado originalmente en Culturamas. 3 de abril de 2014]

5 de abril de 2014

Los dandis eran unos reaccionarios, y punto en boca.

«Pero, ¡ay!, la marea creciente de la democracia, que lo inunda y lo nivela todo, ahoga día a día a esos últimos representantes del orgullo humano y vierte oleadas de olvido sobre las huellas de estos prodigiosos mirmidones.» (Charles Baudelaire.)


1. La RAE contraataca. En un lugar de la web de cuyo link no quiero acordarme no ha mucho tiempo que hallé una lista de términos en peligro de extinción entre los cuales figuraba ‘dandi’. Una palabra que yo al menos juzgaba corriente y bastante socorrida, pero ahora que pienso no recuerdo haberla utilizado jamás en ningún contexto hablado desde que tengo edad de razón. Mala señal para una expresión valorativa, pues en este caso el uso define el significado, y la ausencia del mismo señala el Sayonara a cierto tipo social. Nos hemos quedado sin dandismo, eso es todo.
Podemos imaginar que algunos nombres sin intensión carezcan además de extensión como los tecnicismos científicos que sirven para hablar de entidades abstractas mientras sigamos creyendo en su existencia y medición empírica. Ahora bien, ¿qué quiere decir que términos de comparación pierdan su referencia? Quizá sea posible imaginar un mundo sin flogisto o sin materia oscura. Uno sin antiguos y modernos, sin analíticos y continentales, sin poqueros y gafapastas, una realidad no atravesada por dicotomías normativas, todo hay que decirlo, apenas resulta habitable. La pérdida de un epíteto como ‘dandi’ es, por tanto, algo peor que la peor escena de Bambi. Marca el final de una larga distinción social.
El trágico destino semántico de lo dandi quizá se entienda mejor viendo la evolución que tuvieron dos vocablos igualmente cargados de malafollá, sus antónimos por definición: lo cursi y lo hortera. La cursilería, acuñada para referir a la decadencia gaditana de mediados del siglo XIX, cuyo origen se remonta a la independencia de las colonias hispanas de ultramar, entendida entonces como mucho querer y poco poder, o según define el Diccionario de voces gaditanas (1857) de Adolfo de Castro: «Persona que quiere ser elegante sin tener las condiciones para ello, bien por faltarle medios pecuniarios, bien por carecer de gusto», nada tiene que ver con el color rosita y los sentimientos betuminosos hoy asociados a los cursis.
A su vez El Hortera (1843) de Antonio Flores, primera acepción literaria del término que controlo, también retrata cosas distintas: un mozo de tienda con determinadas aspiraciones sociales, el equivalente nacional del parvenu o del New Money, un individuo juzgado poco menos que advenedizo en una sociedad inmovilista como la española, más próximo en su connotación peyorativa al ‘emprendasaurio’ contemporáneo, insulto que recuerdo haber hallado en el Twitter de Eudald Espulga, antes que los calzones hasta los sobacos que vienen a la mente cuando queremos imaginar el atuendo propio del hortera.
Ambos vocablos mudaron bastante de sentido, trocaron el significar posiciones específicas dentro del campo social (cursi = hijodalgo decadente; hortera = trepa tonto), empezaron a designar cuestiones puramente decorativas, volviéndose dos estrategias distintivas —quizá opuestas— del mal gusto universal. El dandi, por contra, sigue igual. Prácticamente designa lo mismo hoy que ayer. Las cosas que no merece la pena nombrar suelen, por lo común, llamarse como toda la vida. Quizá el dandismo constituya, como pensamos nosotros, un mecanismo de distinción aristocrática típicamente novecentista que recurre a la sagacidad como herramienta de provocación, una opción elitista que resulta inviable cuando la cultura y la educación se extienden a las capas bajas de la sociedad.
Entre dos nacidos en familias bien, dos herederos de grandes fortunas, dos creadores originales como Paris Hilton y el conde de Lautréamont solo media varias décadas de educación obligatoria, tolerancia cum indiferencia y progreso cultural democrático que hacen imposible que los mismos gestos que jodieron la marrana a los burgueses del siglo XIX vuelvan a ofender a nuestros conservadores actuales. Entiéndase correctamente, la distinción elitista resulta especialmente perentoria entre la clase media alta, como sabía bien el Tom Wolfe de Radical Chic, cuyo desdén hacia el simple burgués es directamente proporcional a la falta de interés por la vieja casta de nobles, o como indica acerca de la remodelación de las tascas donde se reunían los intelectuales el aclamado Robert de Montesquiou: «Estos salones han sido redecorados al estilo Luis XVI, y no han ganado nada con este cambio. Hoy, encontramos en ellos a marquesas que son auténticos zoquetes, mucho menos interesantes que las jarras de cerveza de antaño.»

2. Contra el pies ligeros. Escribir un artículo sobre el dandismo sin enunciar alguna boutade sería como mirar el porno siguiendo motivos ocultos de carácter estético, un despropósito en toda regla, así que ahí tienen una, para que luego vayan diciendo: el mejor libro sobre el dandi es Gödel, Escher, Bach, el libro de Douglas Hofstadter sobre los vericuetos del razonamiento formalizado autoreferencial, ilustrado con variados ejemplos musicales y pictóricos, incluido un pasaje sobre la traducción de Crimen y castigo que mola mogollón. Los capítulos están precedidos por diálogos entre Aquiles y la Tortuga, siguiendo el modelo de Lewis Carrol, que consiste en formular paradojas gracias a los vacíos lógicos de nuestro ambiguo lenguaje natural.
En el diálogo «Contracrostipunctus» la Tortuga cuenta el pulso que tiene desde hace años con su amigo el Cangrejo, quien una vez dijo haber comprado el mejor fonógrafo jamás hecho, uno (llamémosle x) capaz de reproducir cualquier grabación, cosa que la tortuga demostró que era falso mediante una canción titulada «No puedo ser escuchado mediante el fonógrafo x», que según parece destrozaba el fonógrafo nada más pincharla. Así comienza una competición por encontrar mejores fonógrafos que resistan las canciones de destrucción masiva previas y por canciones todavía más explosivas. Un regressus ad infinitud que finaliza con una lección sobre la capacidad de asimilación de ciertos sistemas estáticos también válida para comprender la dialéctica entre ruptura y canon cultural:

«Es simplemente un hecho inherente a los tocadiscos el que no puedan hacer todo lo que uno podría desear que ellos fueran capaces de hacer. ¡Si existe un defecto en alguna parte no está en Ellos, sino en sus expectativas de lo que ellos deberían ser capaces de hacer! Y el Cangrejo estaba lleno de tales expectativas no realistas.»
           


            Y aquí viene la moraleja para la cuestión del dandismo: también nosotros andamos mirando hacia atrás como cangrejos, denunciando las limitaciones del espíritu antiburgués del dandi, del flâneur y del romántico en general, quienes paseaban —sin prisa pero sin pausa— tortugas por las calles de Paris, como si la lentitud pudiera terminar con el frenesí de la producción capitalista, como si la pereza no pudiera también venderse y masificarse, cuando en verdad ni ellos ni nosotros, ni el Cangrejo ni la Tortuga, sabemos demasiado bien como acabar con esta carrera hacia el precipicio, la competición de la competencia que avanza siempre con pies ligeros. O como pensara Jean Floressas des Esseintes, el protagonista de A Rebours, al descubrir que su tortuga engarzada en cantidad de piedras preciosas estaba literalmente muerta:


«Acostumbrada sin duda a una existencia sedentaria, a una vida sencilla y tranquila bajo la protección de su caparazón, no había podido soportar el lujo tan deslumbrante que se le había impuesto, la rutilante capa con la que había sido vestida, las joyas incrustadas que decoraban su concha como si fuera un copón sagrado.»

            Ahora en serio: el motivo de la tortuga, manifestación de la revolución anticapitalista conservadora que el dandismo también encarna, casi todos los representantes del movimiento suscribiendo eventualmente ideologías reaccionarias, tal que el liberalismo monárquico del vizconde de Chateaubriand, el heroísmo autoritario de Thomas Carlyle, el onanismo apolítico de Jean Lorrain o el catolicismo descubierto por Joris-Karl Huysmans, debería estudiarse con tremenda atención. Y es que, como toda hipótesis general, la nuestra también estaría sometida a la amenaza de la falsación empírica. Conviene evitarlas siempre, las generalizaciones, las tipologías y las categorías absolutas, porque luego pueden hacer chistes como ese sobre la raza aria que corría en la Alemania del III Reich: para ser ario tienes que ser rubio como Hitler, alto como Goebbels, fuerte como Goering.
Y del mismo modo podría decirse que para ser dandi hay que suscribir la monarquía como Lord Byron, la heroicidad como Benjamín Disraeli, el onanismo como Eduardo Zamacois, el catolicismo como Oscar Wilde o el onanismo como. Mejor sería afirmar que las lealtades políticas del dandismo fueron movedizas conforme la posibilidad de destacar oscilaba entre la izquierda y la derecha. «La revolución también fue una cuestión de de moda, un debate entre la seda y el paño», señalaba Honoré de Balzac olvidando sin duda que Maximilien Robespierre y Benjamín Constant llevaban la misma corbata de doble lazo. Charles Baudelaire, el mismo que cogió su fusil en 1848 presto a fusilar a su padre legal, el general Jacques Aupick, escribía en sus últimos Journaux intimes un delicioso entremés sobre conversión política y cinismo solitario:

«En cuanto a mi, que a veces siento en mi el ridículo del profeta, ya sé que nunca encontraré la caridad de un médico. Perdido en este vil mundo, avasallado por las masas, soy como un hombre cansado cuyos ojos no ven atrás, en los años profundos, más que desengaños y amarguras, y ante sí un huracán que nada nuevo contiene, ni enseñanza, ni dolor. La tarde que este hombre roba al destino algunas horas de placer, mecido en su digestión, olvidado —dentro de lo posible— del pasado, contento por el presente y resignado al porvenir, embriagado de su sangre fría y de su dandismo, ufano de no estar tan bajo como los que pasan, se dice mientras contempla el humo de su cigarrillo: “¿Qué me importa donde van estas conciencias?”»


3. Quosque tandem, Villena. En cierto modo sería necio por mi parte terminar esta reflexión sin incluir un poquito de gimnasia intelectual contra algún oponente cierto o imaginario entre los analistas españoles vivos del dandismo, ya que los duelos a la prima sangre fueron el pasatiempo universitario de tantos jóvenes del siglo XIX, nuestros cien años preferidos, y además nuestra lectura entra claramente en confrontación con cierta forma de teorizar sobre lo dandi. Si tuviera que escoger oponente, armas y campo diría que Luis Antonio de Villena, el curso Teoría Política 101 y la Antigüedad prometen —en ese orden— una victoria rápida e indolora.
En Corsarios de guante amarillo Villena plantea una teoría general del dandismo que atribuye sobre su objeto de estudio un conjunto de perfecciones y propiedades normativas de modo que puestos ante cualquier disyunción excluyente (v. gr.: ¿dandi se nace o se hace?) la respuesta está dada de antemano. Bien se rechaza por inapropiada la dicotomía, bien termina ganando el preferido de Villena, quien además despeja las fundadas sospechas de snobismo, estupidez o fatuidad que puedan llegar a planear sobre algunas figuras del movimiento subrayando que «el dandi vive para el reino terrenal y para la diferencia», entre otras cosas. Afirmación ciertamente gratuita, tanto como mentar a Jacques Derrida para resolver el teorema de Fermat, pero no obstante válidas una vez aceptamos como petitio principii que dandismo es sinónimo de buen gusto en general original. Descripción adecuada a costa de juzgar a estos sujetos por sus intenciones, sin lugar a dudas prometeicas, en lugar de ceñirnos a sus dichos y hechos, muchas veces caricaturas y estereotipos de si mismos.
Estas premisas abstractas, sumadas a la ausencia de distinción entre crítica literaria ponderada y declaración estética individual, llevan hasta querer emparentar dandismo y disidencia mediante afirmaciones desmesuradas, como que Catalina o Alcibíades también ostentan el título dandesco que Villena concede, una concesión seguramente extraída de un retrato de Ezequiel García escrito por Julián del Casal, donde resuenan las palabras de Plutarco sobre el efebo griego:

«Pues con estos cuidados y estos discursos, con esta prudencia y esta habilidad en manejar los negocios, reunía un desarreglado lujo en su método de vida, en el beber y en desordenados amores; grande disolución y mucha afeminación en trajes de diversos colores, que afectadamente arrastraba por la plaza; una opulencia insultante en todo; lechos muelles en las galeras para dormir más regaladamente, no puestos sobre las tablas, sino colgados de fajas; y un escudo que se hizo de oro, en el que no puso ninguna de las insignias usadas por los Atenienses, sino un Eros armado del rayo.»

Que Alcibíades en persona aparezca rodeado de músicos, borracho hasta decir basta,  pidiendo meterse entre las sábanas de Sócrates, violando todas las distancias que mantiene el dandismo finisecular, caracterizado por su estoicismo personalista, quizás pueda leerse como un gazapo del Banquete de Platón, quien calumnia bastante a los referentes del fenómeno a estudiar. Lo increíble es que Villena intente unificar aquello que la historia política disgregó: el bando de la plebe romana y los treinta tiranos atenienses, la democracia que Catilina suscribía y la restauración que Alcibíades permitió. Los únicos mores que Catalina atacaba eran los privilegios hereditarios; los únicos tempora que buscaba modificar estaban bastante corruptos; aquella famosa patientia, según dicen abusó de ella, sentaba su trasero entre los senadores. Villena sostiene que Catalina era dandesco porque una vez «fracasada la conjura, da batalla y, viéndolo todo perdido, orgulloso el ánimo, entra entre filas enemigas» y perece «atravesado de heridas». Menudo «suicidio en dandi». El relato su muerte, igual que la descripción de su personalidad, vienen de la pluma de Cicerón y de Salustio, escritores reaccionarios ambos, cuyos textos debieran tomarse cum grano salis, como suele hacerse cuando los latinos hablan, desde una posición de superioridad, sobre los vencidos de la Historia, sean estos seguidores de Cartago, Espartaco o Catalina.
Y hasta aquí llegan nuestros ejercicios de gimnasia intelectual.


4. Advertencia para gafapastas. No quisiera pretender que tengo la razón conmigo. Hay aspectos del dandismo sujetos todavía a una legítima controversia analítica. Los trajes del siglo XIX, por ejemplo, ¿son inherentes o adventicios a este tipo social? El propio Villena desde luego se vestía en los 70s contra el evening dress de Charles Chaplin, Marlene Dietrich o Fred Astaire: «mi propia indumentaria, quizás elegante, pero exagerada y excéntrica, con broches, corbatas raras, anillos múltiples, y alguna vez toques de maquillaje». La divergencia existente entre los atuendos llevados por Antonio de Hoyos y Vinent (overol de seda azul cuando tocaba desfilar en nuestra guerra civil) y Theophile Gauthier (chaleco rojizo satinado cuando Victor Hugo estrenaba Hernani en Paris), sustentan la variedad del repertorio estilístico. A esto apelaba Jules Barbey d’Aurevilly cuando llamaba uno de los nuestros a Lord Spencer a pesar de llevar «una levita que sólo tenía un faldón, si bien la cortó y la convirtió en una nueva prenda, que después ha llevado su nombre. Un día —¿podrá creerse esto?— los dandis incluso tuvieron la ocurrencia del traje raído.»
            Sin embargo, yo continúo pensando que entre las herencias genuinas del dandismo ocupa una posición especial los fraques de charol, el sombrero de copa y llevar siempre guantes, una aportación duradera a nuestra concepción intuitiva de la pedantería elegante, seguida de lejos por las sugerencias de Thomas Carlyle sobre los pantalones ajustados («No hay excusa posible que pueda permitir a un hombre de gusto delicado la exuberancia del trasero de un hotentote») ahora puestos de moda por la vanguardia sociocultural llamada gafapasta. En cuanto a la estética del gentleman, Beau Brummel en solitario la inaugura, rebajando la gradación de colorines del vestuario, metiendo durante la Regencia cierto sentido del recato en la obscena nobleza británica, luego imitada por la burguesía. O según reza el dictum de Edward Bulwer-Lyton:


«Las invenciones en el vestir deberían asemejarse a la definición de Adison sobre la buena escritura, que consiste en “los refinamientos que son naturales sin ser obvios”.»

21 de marzo de 2014

Si odias a tu suegra o a la democracia, no culpes al inconsciente freudiano.

Dos libros que hay que leer sí o sí.

UNO. De los creadores de La historia falsa y otros escritos, el volumen de artículos de Luciano Canfora editados por Capitán Swing sobre —entre otras cosas— el secuestro de Gramsci a manos de los fascistas (¿quién cometió la negligencia en ese caso?), la correspondencia entre figuras notables de la Antigüedad (Cicerón y Bruto) inventada para justificar la resolución del conflicto cara a la posteridad, y que también cuenta entre sus páginas la mejor glosa y análisis de la recepción de un testamento —el de Lenin— que se haya hecho nunca, llega ahora a sus mejores librerías El mundo de Atenas, cortesía de Anagrama, una continuación por otras sendas de las obsesiones centrales del historiador italiano.
Miento: las sendas son las mismas de siempre: la reconstrucción historiográfica de los hechos (y el sentido de esos hechos) como operación ficcional de legitimación con las vistas siempre puestas sobre una actualidad política en disputa. Lo que resulta fresco es el método: Canfora es un comparatista, y las abundantes notas a pie de página dan cuenta de su celo investigador, pero sus libros se leen como un blockbuster policíaco. Tanto monta que el marco temporal sea el siglo IV a.C. y los personajes caballeros de túnica holgada, pues leemos sus páginas con el entusiasmo de saber cuándo y cómo queda sedimentado para consumo de demócratas/ demagogos futuros el mito de la ciudad-Estado absolutamente igualitaria y plebiscitaria en sus métodos de decisión política.
Cosa que nadie duda, por cierto, otra cosa es el ejercicio efectivo de tales mecanismos y la transición tiránica (más o menos ilustrada) que antecedió a ese remanso de presunto poder plebeyo que conocemos como el siglo de Pericles, donde las cotas de chovinismo etnocéntrico —los atenienses como salvadores de todo-lo-bueno-y-griego ante las hordas bárbaras en Maratón, una lectura puesta en nueva circulación por Frank Miller y sus secuelas fílmicas— alcanzaron ciertamente niveles de infarto. Nadie ha escrito después con tanta contundencia como hizo entonces Aristófanes sobre el pueblo pobre y mantenido estatalmente; presten oídos a Las avispas, por ejemplo:

«Tú, que imperas sobre mil ciudades desde la Cerdeña al Ponto, sólo disfrutas del miserable sueldo que te dan, y aun eso te lo pagan poco a poco, gota a gota, como aceite que se exprime de un vellón de lana; en fin, lo preciso para que no te mueras de hambre. Quieren que seas pobre, y te diré la razón: para que, reconociéndoles por tus bienhechores, estés dispuesto, a la menor instigación, a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de tus enemigos.»

Lo dicho: próximamente (en realidad desde febrero, llevamos un mes de retraso) en sus mejores librerías.

DOS. Bronislaw Malinowski es un clásico indiscutible, un founding father de la antropología; lo que quiere decir que la pertinencia científica de sus asertos decrece exponencialmente cada año al mismo ritmo con que aumentan las facultades literarias del difunto y el número de filósofos diciendo chorradas teoréticas sobre lo que en su momento tuvo voluntad de contraste empírico, nunca de repetición acrítica y académicamente papagayesca. Como diría el propio en el prólogo a Sex and repression in Savage Society: «la pedantería siempre será mi principal pasión».
En este contexto: pasión = Cristo mal.
Así pues, cumpliendo las funciones de una amigable señorita de la limpieza, la editorial Errata Naturae ha desempolvado este librazo, para mayor disfrute del lector ajeno a la Academia, añadiendo un Edipo destronado donde antes solo estaba el rutinario título original. Más de un aplauso merece este ejercicio de rotulación creativa, pues ajusta muy bien las expectativas lectoras a lo escrito mismamente por el antropólogo desde las Islas Trobiand. No solo se quedó una larga temporada en ellas fundamental y principalmente porque la Primera Guerra Mundial frustró sus intenciones de retorno a Europa, sino que, desde la aparición póstuma de sus diarios de campo, donde el fundador de la autoridad etnográfica escribe sus verdaderas preocupaciones, parece gravitar sobre su figura la sombra del modelo a no seguir en el futuro: un polaco vagabundo que aguarda el título de Sir mientras confiesa su spleen hacia la cultura milanesa y la excitación que le suscitan los cuerpos ‘animalescos’ [sic] de sus anfitriones en la selva.
En este sentido, recuperar el Malinowski matizador de Freud (otro cadáver exquisito de la ciencia actual) no solo sitúa la figura en contexto; puede servir como excusa para recordar la peculiar dualidad trobiandesa entre autoridad familiar (encarnada por el tío materno o kada) y paternidad xenofílica: el padre biológico no forma parte de la veyola o tribu propia; es un extraño. Literalmente ama sus hijos, unos forasteros (tomakava). Compárese a nuestro pater familias, que en Occidente sintetiza la autoridad y la paternidad, según Malinowski:

«El resultado suele ser una amalgama: es el ser perfecto y hay que hacer cualquier cosa por obtener su beneplácito, y al mismo tiempo es el ‘ogro’ al que hay que temer y para cuya comodidad—y el niño pronto se da cuenta—se organiza todo el hogar. El padre cariñoso y comprensivo no tardará en asumir el papel de semidiós, mientras que el padre pomposo, rígido y falto de tacto se granjeará pronto el recelo e incluso el odio del pequeño

Lecciones xenofílicas relevantes —las del padre extranjero trobiandés— cara a este presente nuestro de fronteras que proliferan.

[Publicado originalmente en El Cotidiano. 20 de marzo de 2014.]

19 de marzo de 2014

Algo presuntamente interdisciplinar que (no) verás de nuevo

Los museos se han vuelto la última frontera del cine y del teatro dizque experimental, toda vez que ambos campos tienen sus altibajos de público en las salas, mientras las ganas de fosilizar sus productos y convertirlos en objetos de colgar y mirar siguen igual de vivas que siempre en el pecho de prohombres del archivo infinito como Manuel Borja Villel (véase la exposición de José Val del Omar en el MNCARS como constatación —en este sentido— del dictum: museo y mausoleo tienen algo más en común que la eufonía); pero este maridaje desigual adolece de problemas conceptuales. «El problema con las artes escénicas es que basta con separarse un poquito del modelo teatral de La venganza de don Mendo para que te metan en ‘danza u otros’, ese cajón de sastre donde todo vale», me declara en anónima entrevista un miembro fundador de Perro Paco, un blog de crítica de teatro cuyo estilo rompe con los criterios de análisis complacientes (cuando no meramente publicitarios) que maneja la inmensa mayoría de revistas de críticas del campo. 
Bajo el inhóspito epígrafe de ‘danza u otros’ estuvo precisamente en el MNCARS el pasado jueves la (¿bailarina?, ¿performer?, ¿actriz?) Cláudia Dias. A sus cuarenta y dos años (dato nada baladí como veremos más adelante), esta portuguesa natural de Lisboa tiene a sus espaldas una importante trayectoria caminando sobre el canto de la navaja de los géneros escénicos, trasegando entre la improvisación de nuevo cuño y lo puramente interdisciplinario, primero en calidad de integrante del Grupo de Danza de Almada (1990/97) y luego en el colectivo Ninho de Víboras (1997/2004), dando por conocida y descontada su formación (ahora sí: como bailarina) en la Academia Almadense y el papel que tuvo en el desarrollo de la estrategia de creación escénica en tiempo real que acuñara su maestro, Joao Fiadeiro, que consiste en realizar una ejecución que trascienda el instinto del momento pasajero para abrirse a una peculiar forma de autonomía que estriba en asumir lo dado por el entorno y conceder la iniciativa creativa a los mismísimos espectadores
Por si no quedara aclarado, leamos las palabras de Fiadeiro: «para ser verdaderamente libre, es necesario que pueda elegir; para elegir, es necesario que tenga hipótesis; para encontrar hipótesis, es necesario que comprenda el problema; para comprender el problema es necesario que tenga tiempo para hacerlo; para tener tiempo para comprenderlo, es necesario que inhiba mi tentación de actuar por impulsoComo dijo Kant: la libertad que consiste en obedecer a la inclinación del instante fugitivo no es propia de un sujeto racional, sino en todo caso de un cochinillo segoviando dorándose a placer en el horno. Afortunadamente (o no) el trabajo reciente de Claudia Dias se aleja de estas coordenadas para profundizar en el sotacaballorey de la obra teatral de bajos vuelos, capaz de abundar en universales antropológicos utilizando elementos alegóricos y un anzuelo mediático como —por ejemplo— la posición que detenta Portugal en el concierto de las naciones: pocos actores, un buen texto y palante.
El trabajo presentado en Madrid, Vontade de Ter Vontade, es un ejemplo perfecto. Por pocos actores entiendo en esta ocasión la propia Cláudia Dias recorriendo un camino de arena compactada que a todos visos simboliza la existencia humana como tránsito y mudanza mientras ella enumera (¡tan largo me lo fiáis!) los años que tendrá hacia 2050 y la iluminación volviéndose tenue y  apagándose para terminar. Por un buen texto cabe sospechar que la enumeración de una serie de trayectos posibles por encima de la cartografía colonial y geológica, hasta estelar que compone nuestro tiempo presente, empezando por los PIGS y terminando por el Reino de los Cielos, quizá pueda pasar por un buen texto si no fuera por las bromas sacadas de Wikiquotes para solaz y mayor gracia de gente que se mesa el mentón muy fuerte (Claudia Dias le pregunta a Dios: «¿Existe vida antes de la muerte?»). También parece gratuita la referencia en el programa de mano a Tony Judt (el historiador neolaborista) y a Boaventura de Sousa Santos (intelectual flotante del brasileño Partido dos Trabalhadores) como si fueran los presuntos inspiradores de la estereotipada visión que transpira esta pieza sobre política exterior. En descargo de ambos debería indicarse, como toda obra de ficción señala, que todo parecido con la realidad es inopinada coincidencia

Ah, se me olvidaba: al final hubo baile. Un contundente intermezzo donde Cláudia Dias estuvo moviendo las caderas al ritmo de cierta música latina removiendo con los pies la playa, poniendo una distancia cínico-irónica respecto de su discurso y finalmente escarbando un ‘bujero’ donde enterrar y guardar las bragas.

[Publicado originalmente en A*Desk. 19 de marzo de 2014.]

7 de marzo de 2014

El pianista que rompió tus bragas

Ríase Usted de Justin Bieber o Nikki Sixx;[i] los músicos actuales quizá mojen mucho el churro, sin duda gracias a la aparente superioridad concedida por la posición del escenario, pero nadie lo hace como lo hacía en época Franz Liszt, el primer pianista en llevarse el auditorio hasta el orgasmo y más allá. Hasta finales del siglo xviii el arrebato sonoro tenía sobre todo una dimensión religiosa, más que nada porque las óperas y las piezas orquestales respetaban muchísimo el calendario de santos, y la música de cámara —algo más laica— tenía el mismo valor y función un cráneo de jabalí sobre el marco de una puerta: elemento puramente decorativo. Sea como fuere, la popularidad de la música estaba limitada a parroquias y entornos cortesanos. No será hasta el fichaje de Händel por la Reina de Inglaterra en el mercado de invierno de 1710 que se abrió la veda del compositor masivamente querido. Y pagado: a su muerte, el autor de Agripina había ahorrado 20.000 de las antiguas libras, lo que ahora mismo equivale a varias veces el patrimonio de David Bisbal; una bicoca frente a las cifras que más tarde verán estrellas como Haydn o Rossini en una sola gira por las islas del Norte. Haydn y Rossini, por cierto, solo comparten (musicalmente hablando) las cantidades que amasaron. Una comparación entre ambos compositores ofrece ciertas pistas sobre el cambio que —nadie sabe cómo— tuvo lugar durante las Guerras Napoleónicas en materia de hábitos musicales:

(α) Marzo de 1808. Haydn cumple 76 años. El príncipe von Trauttmansdorff organiza una gala de honor en Viena. El maestro dirige La Creación, su oratorio. Tras el preludio orquestal y un recitativo sucinto aparece el coro diciendo: «Y el espíritu de Dios recorrió / la superficie de las aguas. / Y Dios dijo: Hágase la luz. / Y la luz se hizo.» El pasaje arranca pianisimo hasta la segunda ‘luz’, momento que la orquesta aprovecha para irrumpir en fortissimo, que es como recibir un manotazo después de un escalofrío. En aquella ocasión el público se arrancó en aplausos, según cuenta el Allgemeine Musikalische Zeitung, mientras Haydn «con lágrimas rodando por sus pálidas mejillas y como abrumado por las más violentas emociones, alzó sus tembloroso brazos al Cielo, como si elevara una plegaria al Padre de la Armonía.»

(β) Otoño de 1822. Rossini visita Viena. La misma revista musical informa: «Fue realmente suficiente y más que suficiente. Toda la interpretación fue como una orgía idólatra; todo el mundo actuaba como si le hubiera picado una tarántula; los chillidos y alaridos de ‘viva’ y ‘forza’ no pararon en ningún momento». Y Lord Byron corrige: «la gente lo siguió por todas partes, lo coronó, le cortó mechones de pelo como recuerdo, lo aclamó, le dedicó sonetos y lo festejó, y lo inmortalizó mucho más que a ningún emperador.» Y Stendhal concluye: «Ligero, animado, divertido, nunca pesado, pero rara vez sublime, Rossini parece haber venido a este mundo con el propósito de conjurar visiones de extático deleite en el alma común del Hombre Corriente

            Aquí entra en juego Liszt, el primer virtuoso en ganarse a la burguesía tocando el piano. A diferencia de Mozart, ese wannabe de aristócrata y cortesano biempagao,[ii] Liszt tocó ante todo tipo de públicos y tenía un trato cercano con las clases altas, se dirigía a ellas como si fuera su familia. Una anécdota de Tim Blanning mostrará el grado de reciprocidad: «Cuando se marchó de Berlín en 1842, lo hizo a bordo de un carruaje de seis caballos blancos, acompañado por una procesión de treinta coches de caballos y una guardia de honor de estudiantes, mientras el rey Federico Guillermo IV y la reina lo despedían desde el palacio real.» Viajaba además con un pasaporte expedido por las autoridades austriacas que por única patria, condición o categoría social declaraba: Celebritate sua sat notus (“De sobras conocido por su fama”). Y se alojaba en los hoteles de Paris bajo el registro de músico-filósofo en camino de la duda a la verdad. En la cima de su fama, hacia 1845, corrió el rumor de que se había prometido a la reina de España, a la sazón una teenager que había creado el ducado de Pianozares ex profeso para el pianista con los mejores dedos a este lado del Dnieper. Descuiden: en peores enredos estaba metida nuestra Isabel, hecha mayor de edad con trece años a golpe de decreto real, todo para evitar la mala sombra de los carlistas, y luego prometida en matrimonio a un Borbón primo suyo. Cuestión de genética, supongo.
No comments.
            Tanto monta la condesa de Pauline Plater, quien —ante la pregunta por el top tres de pianistas que hubieran tocado en su mansión— dijo que los mejores sin duda son Hillier, Chopin y Liszt: el primero sería el mejor amigo, el segundo el mejor marido y el tercero el mejor amante. El virtuosismo instrumental no parecía figurar entre los criterios de juicio de la condesa. Tampoco diríase que fuera el caso de las jóvenes (y entradas en años) que reclamaban la atención de nuestro músico, a pesar de que hubiera tomado órdenes menores y la gente le llamara ‘el abate’ Liszt. Algunas llevaban bordada su litografía de 1846 (obra de Kriehuber) en la ropa más inhóspita, en las prendas más insospechadas. Fue Heine quien, ante este clima de opinión, inventó la palabra ‘Lisztomanía’ para referirse a «¡Un frenesí incomparable en la historia del frenesí!». Preguntada por esta contradicción religiosa (¿acaso el entusiasmo de las lisztómanas ha decaído desde la ordenación como sacerdote de su caballero de los pentagramas y de las teclas?), Judith Gauthier estuvo tajante: «¡Al contrario, las excita más! ¡Es la atracción por el fruto prohibido!». Y sigue: «¿Era un santo? Le mostraban una veneración tan extraordinaria... ¡sobre todo las mujeres! Corrían hacia él, prácticamente se arrollidaban, le besaban las manos y le miraban la cara con éxtasis en los ojos.»
            Liszt parecía —no bromeo— un demonio tocando su instrumento. Su predecesor inmediato fue Paganini, sobre quien decían las malas lenguas que debía su técnica a un homicidio. Así se explicaba que su trayectoria como intérprete hubiera despegado tarde, cuando lo normal era ser un prodigio famoso y virtuoso desde niño, hasta el punto que la ausencia de genio y alcanzar objetivos mediante el esfuerzo —la propia idea de ascenso social— resultaba sospechosa en plena Restauración. Asesinó a una amada y estuvo veinte años en la cárcel, se rumoreaba de Paganini. Tampoco faltaba quien sospechase que la cuerda de sol de su violín estaba hecha a partir del intestino de la muerta —quien haya visto la serie Hannibal sabrá que tal cosa resulta factible (y hasta de buen gusto). En el caso de Lizst, el público exclamó ‘milagro’ durante su primer concierto público, hacia 1824, unos dicen que porque tocaba dabuten y otros que era tan pequeño (unos 12 años) que no se le veía y el piano parecía tocarse solo.
Paganini no parece haberse percatado del cambiazo:
su violín es ahora una pala y la plebe que acompaña
sus notas con sogas y cacerolas lleva el gorro frigio.
¿Mera coincidencia con la Revolución Francesa?
            Liszt y Paganini parecían demonios, en definitiva, porque su inadecuación respecto de una sociedad estamental encarnaba una variante peculiar del Diablo. Hay tantos ángeles caídos como países. Es habitual señalar (y Jankélevitch lo repite en un librito delicioso[iii]) que nuestro músico encarna el comienzo del nacionalismo o de la peculiaridad folclórica en la música clásica, sobre todo en virtud de su Rapsodias Húngaras que, junto con sus escritos sobre los cíngaros, que vienen a tener una noción de patria donde la clave no está en la identidad fortificada o prevenida del exterior, no tanto en las fronteras cuanto en el nomadismo (aquí Jankélevitch reproduce los prejuicios franceses favorables a la movilidad sin raigambre de las estepas por encima del Danubio, algo que ahora mismo nadie puede celebrar con semejante entusiasmo y atletismo filosófico) pero también debería señalarse que Liszt rompe con aquella (presunta) Ilustración monolítica sobre todo cuando aborda en su Sinfonía Fausto (op. 108) la figura del satanismo, entonces confundida en los principados protestantes alemanes con la melancolía (la Iglesia ofrecía a los exorcistas consejos prácticos para distinguir entre ambas facetas de la genialidad, entre la posesión y la malafollá, por ejemplo en el Rituale Romanium de 1614, así que seguro que había problemas de distinción entre los católicos), pero la clave está aquí: ante las ilusiones sensibles del Satán latino (cuya acechanza continúa invariable desde tiempos de San Agustín); ante la naturaleza desafiante del Lucifer británico (puesto de moda por los románticos y vinculado con Prometeo en el famoso instante del Paraíso Perdido donde Milton escribe: «Better to reign in Hell than to serve in Heav’n»); ante estos modelos aparece el símbolo de la burguesía alemana, Mefistófeles el marchante de espíritus y destinos exitosos. Ante quien Fausto toma una decisión errada, cuyo significado ideológico no resulta difícil de digerir, como indica Cesar Rendueles:

Para mí fue un descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser una fuente de realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo que mi generación, la primera educada completamente en el hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal. Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: «Tío, cómprate un perro



[i] Por si todavía quedara alguna, el bajista de Mötley Crüe despeja todas dudas que pueda haber sobre la falta de morbo o la presunta carencia de erotismo más de la mtv: «En los comienzos del grupo juntábamos monedas para comprar un burrito de huevo en Noogles. Mordíamos el extremo y nos frotábamos la polla con la carne picada caliente para que nuestras novias no notaran el olor al coño de otras chicas. Nos tirábamos a cualquiera lo bastante idiota o borracha como para meterse en la furgoneta de Tommy Lee
[ii] Contra una opinión bastante difundida, la miseria económica de Mozart no se debían a la falta de trabajo (o a las deudas de juego. La parte del león se la llevó el costear los tratamientos para la enfermedad de su esposa); lo que trajo su ruina fue el éxodo masivo de nobles a raíz del asedio de Viena que los turcos iniciaron en 1787. Basta con echar un vistazo a los suscriptores de los conciertos benéficos de Mozart, un formato de patrocinio entonces recurridísimo: de 176 personas, el 50% pertenecen a la alta nobleza, el 42% a la baja y solo un 8% a la burguesía. Vaya esto como refutación (aunque sea parcial) del papel que, según algunos mistagogos, tuvo la burguesía en el desarrollo de las artes: hasta finales del XIX, ese papel brilla por su ausencia. 
[iii] La colección de ensayos Liszt: rapsodia e improvisación resulta deliciosa —a mi juicio— en su segunda parte, donde el francés escribe cosas bien dichas, en lugar de marcarse filigranas de múltiples referencias y confusión conceptual a cascoporro (Jankèlevitch es un filósofo de las distancias cortas, más certero cuanto más concreto, pero también un creador de aforismos dentro del ensayo extenso, un prosista que cuenta las sílabas del párrafo y pondera el sentido de la reflexión a partir de su eco); oigamos cómo suena:

La improvisación musical la mayoría de las veces solo improvisa fingiendo que lo hace o como forma de hablar; en el lugar de la conversación académica que reserva al público la obra acabada, inmaculada, increada y pone entre paréntesis el laborioso devenir, el improvisador coloca, a modo de juego, un malentendido sobre la propia sinceridad de esa génesis: la operación se ha convertido en un elemento del opus, el tiempo aparece entonces como un prolongamiento de la obra, por más que sea una obra a la que su latencia convierte en imprecisa, difluyente, atmosférica; de ahí el equívoco de un impromptu que parece salir de golpe y que progresa como si buscara su camino ante nuestros ojos cuando incluso sus tanteos están determinados de antemano por ficción e idealizados por el artificio de una reconstrucción retrospectiva: una música oral, hecha para no ser ejecutada nunca dos veces seguidas del mismo modo, se convierte en música escrita. La improvisación es la aproximación profesada; la propia vacilación engendra en el oyente una simpatía agradecida por ese proceder imperfecto, errante, aproximativo y jalonado de fracasos que se supone que es el de la vida. «Quasi improvvisando», leemos un poco en todas partes en las obras de piano de Liszt.


[Publicado originalmente en Paco Perro. 5 de marzo de 2014.]

5 de marzo de 2014

Sobre lo que Jordi Évole no se atreve a bromear: la Transición española a través de sus ficciones

Es cierto que la función política de una buena ficción estética consiste en ampliar el campo de lo pensable, dos pasos por detrás del sentido común y uno por delante de la historia, haciendo explícitos nuestros prejuicios inarticulados para que el trabajo empírico posterior se encargue de ilustrarlos o refutarlos. Podemos corregir los pronósticos que contienen películas como Regreso al futuro (Steven Spielberg, 1985) y a la vez abrazar las sospechas acerca del estancamiento tecnológico del neoliberalismo: «Me prometisteis colonias en Marte. A cambio, tengo Facebook», titulaba la revista de tecnología del MIT; la figura de un 2012 donde Martin McFluy puede montar un patinete flotante sobre las aguas permite cerrar las bocas de quienes brindan sin tregua por Internet y la llamada tercera revolución industrial.[i]
      Pero también hay ficciones que encubren la realidad maquillando o embelleciendo ciertos aspectos de la verdad oficial, quitándoles a los alienados su parcela legítima de sospecha —que seas un paranoico no implica que no te estén persiguiendo; Kurt Cobain dixit— cuando no deformando lo evidente hasta volverlo irreconocible. Los sicilianos utilizaron durante décadas las novelas sobre la Mafia para negar su existencia, alegando que era una licencia poética de Leonardo Sciascia o un invento de los comunistas para desacreditar a la Democracia Cristiana (palabras textuales del arzobispo de Palermo). Joe Colombo, cabeza de familia mafiosa en Nueva York, pudo huir de la policía fundando la Liga Italoamericana de los Derechos Civiles, entre cuyos fines estaba denunciar el estereotipo holliwoodiense del gangster pizzero (una realidad empírica durante la época dorada de la heroína siciliana que finalizó con el Pizza Connection Trial) y presionar a la productora de El Padrino para que ‘Cosa Nostra’ no apareciera mencionada explícitamente en la gran pantalla.
      Michael Corleone quizás forma parte de una estirpe distinta, junto a Cristo o el joven Werther, la de los personajes imaginarios que generan cambios históricos, pues la trilogía de Francis Ford Coppola se ha hallado en (casi) todas las redadas antimafia llevadas a cabo desde el estreno[ii], pero mucho me temo que Operación Palace, el camelo de Jordi Évole sobre el 23-F vendiéndolo como una película de Garci donde todos los partidos estaban compinchados para salvar la legitimidad monárquico-constitucional, pertenece a la segunda categoría de ficción políticamente útil o eficaz, siendo este programa de televisión —por tanto— cómplice ignaro de la Restauración Borbónica Setentayochesca.

La recepción de Operación Palace puede dividirse en tres apartados:
(i) los que critican la declinante profesionalidad periodística de Salvados, el programa de Jordi Évole, tal vez olvidando que este caballero inició sus andanzas mediáticas como boicoteador espontáneo de pacotilla en el late night show de Buenafuente, que la etiqueta del Follonero no se la quita nadie y que laSexta forma parte de Atresmedia Corporación, unida en matrimonio a la verdad hasta que el share de espectadores los separe, y cuyo affaire adúltero con los humoristas de izquierdas (Gran Wyoming y compañía: herederos de la derrota política socialista convertida en complaciente chascarrillo de bar) será una relación duradera pero nunca seria;
(ii) los que prometen, con tremendos calambres filosóficos, monografías sobre Hans Christian Andersen u Orson Welles cuando todos sabemos cual es la diferencia entre generar psicosis colectiva y advertir el final de un chiste por Twitter («Hay que ver el finaaaaal», dijo el bromista ante las primeras expresiones de incredulidad), como si no hubiera distinción entre señalar la desnudez del emperador y travestirle como alguien que tolera la disidencia simbólica o el humor, cuando ahí están los números secuestrados de El Jueves y los chavales en comisaría por bromear con el fuego y la efigie de su Majestad en el mismo juego;
(iii) los que piensan que una gracia dicha muchas veces deviene en realidad empírica, pues la gente empieza a avistar OVNIs tras haber visto Mars Attacks! (Tim Burton, 1993) y está bien que la filosofía de la sospecha salga del guetto de la extrema izquierda, aunque sea primero como farsa y después como tragedia (histórica y matizada), pero antes veamos quienes participaron gustosamente en la inocentada dotándola de verosimilitud (¿qué pintaba en este cambalache presuntamente antimonárquico Luis María Anson, defensor de los borbones en el exilio, presidente de la agencia EFE durante la Transición, director del ABC hasta 1997 y fundador entonces de La Razón?), no vaya a ser que la sociedad borbónica (y sus oficiosos enemigos) se estén riendo de nosotros, no en nuestra compañía.

Dado este clima de opinión, reírse en público de Beatriz Talegón, secretaria general de cierta organización socialdemócrata, por tragarse hasta el fondo la novatada mediática y añadir que lo había leído antes en sitios serios, no solo refleja un sentimiento de superioridad algo chusco y paleto teniendo en cuenta el número de tuits borrados a toro pasado y la propia verosimilitud del mockumentary; Twitter es un lugar donde los cobardes y los resentidos hacen mofa de los errados pero audaces, un deporte bastante popular en este Reino, como cuando un país de analfabetos funcionales en lengua inglesa señaló con el dedo a Ana Botella, que en lo del relaxing cup sí nos representa: en boca abierta seguro que entran moscas. Total, que Beatriz Talegón será una bocazas y ojalá esta vejación en mitad de la plaza del pueblo sirva como aviso para futuros consumidores apresurados de información: todo es falso hasta que se demuestre lo contrario. Pero hay que reconocer que, aún siendo el chivo expiatorio del nerviosismo y la impaciencia que tenemos los derrotados de la historia de España de que nos den la razón en clave de conspiración institucional sobre la Historia Reciente de España, esta flor del cerezo tuitero tenía bien apuntada la bibliografía.
Tanto monta que Soberanos e intervenidos de Joan Garces, el volumen citado —e injuriado— en el momento del batacazo talegónico, no mencione complot interno alguno entre los partidos españoles, más que nada porque el autor fue serio (ahí tiene razón nuestra secretaria general) y trabajó con las fuentes de archivo disponibles en Washington, ya que su objetivo inicial era escribir sobre el golpe de Estado contra Salvador Allende, rastreando el grado de implicación de los servicios secretos yanquis, y fue entonces cuando destapó el marrón sobre la injerencia de Estados Unidos en España y Portugal.  Soberanos e intervenidos, por resumirlo en un eslogan que quepa en Twitter, es una versión mejorada de wikileaks, solo que ceñido a los sucesos en América Latina y la Península Ibérica, donde el principal interlocutor son los agentes contables en ultramar del imperio haciendo entrar en razón (de Estado) a las distintas facciones políticas hispanas —una a una— mientras margina a los ‘irrazonables’ y domestica a los adversarios en el contexto de la Guerra Fría. Ojalá nuestros políticos fueran lo suficiente originales como para convertir nuestro destino como país en una película con denominación de origen y nominación a los Goya incluida.
Más que complot estamos hablando de sesiones intensivas de tirititero.

Lo que Operación Palace no cuenta (y tampoco ficcionaliza) es que da igual si la Casa Real o los partidos del Régimen tuvieron noticia previa o participaron activamente en el pronunciamiento, porque los militares les consideraron cómplices y corderos, distinguidos colaboradores de las Fuerzas Armadas, y del mismo modo que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, si no estás al tanto del atraco a la democracia llamado Transición Española, que cuenta contigo como convidado de piedra de semejante transformación gatopardiana, es tú problema no hacer nada para desmentirlo (y también nuestro por asistir pasivos al evento). El marrón, como constata el cuarto capítulo de Soberanos e intervenidos, salpica por todas partes. Especialmente sobre la bancada del PSOE: según dijo ante el Juez Instructor, a Tejero le indican dos días antes del passage a l’acte

«que todo va a salir bien, que los socialistas no van a dar la menor guerra, ya que si oyen una frase similar a “el elefante blanco está aquí” o “ha llegado”, aceptarán lo que proponga el que lo dice. Los socialistas del Congreso son más bien socialdemócratas y ven también la necesidad de un golpe de timón.»

Lo que Beatriz Talegón no tuitea es que Tejero y Milans se salieron un poquito del papel, como actores del reparto que improvisan a la tremenda sacando los tanques a la calle y disparando sobre el techo del Congreso, soñando con gobiernos pretorianos, cuando todos estaban por la labor de mantener una Carta Magna que concedía (y concede) la unidad estatal al silencio de los cuarteles; los golpistas españoles crean un precedente de victoria en la derrota que se repetirá en la transición de Rusia hacia el capitalismo, generar una crisis ficticia que habrán de resolver los comisarios oficiales del pueblo, pero contra toda broma y falso documental, no necesitaron guionización pues tenían al general Armada como apuntador y sus diálogos de sordos estaban escritos según una conjunción atlántico-socialista que tiene su origen varios años atrás y que parece apuntar en una dirección clarísima: 

en 1978 se supo que los integrantes de la Operación Galaxia preveían hacerse con el presidente del Gobierno, a la sazón el antiyanqui Adolfo Suarez,[iii] buscando propiciar un gobierno de salvación nacional mediante el recurso al artículo octavo de la Constitución; en febrero de 1980, un semanario ultraderechista madrileño, El Heraldo Español, titulaba “El plan De Gaulle... al revés”, advirtiendo que Armada presidiría un gobierno de coalición auspiciado por Felipe González; en julio de ese mismo año, Suárez comenta ante la prensa peruana «que conocía la iniciativa del PSOE de situar a un militar al frente del Ejecutivo»; el 6 de noviembre, contraviniendo las sugerencias de Willy Brandt y la resolución del Comité Federal contra un gobierno coaligado, un diputado socialista por Madrid anuncia que «es lógico pensar que en España puede haber Gobierno de coalición [con González] hasta el año 2000»; un día después, El País anuncia que dentro de la cúpula del PSOE «existe la sensación de que el estamento militar —pese a su demostrada disciplina— no soportará mucho tiempo la actual escalada terrorista sin que se produzca algún tipo de intervención en los asuntos de la vida pública, que incluso podría justificarse constitucionalmente». Y hasta aquí puedo leer.

En suma, sobre lo que Jordi Évole no se atreve a bromear es la línea de puntos que los investigadores del futuro habrán de trazar entre la mentalidad atlántica de los gobiernos del PSOE, cuyas incursiones paramilitares merecen especial atención, y los extraños sucesos que tuvieron ocasión durante la primavera de 1981, coincidiendo con las primeras elecciones francesas con presencia de los comunistas en el bando electoralmente vencedor; hechos sobre los cuales solamente ofrecemos un aperitivo documental, dada la falta de transparencia de nuestros gobiernos, teniendo siempre en cuenta que —en el caso de la Transición Española— la alternativa entonces no fue democracia o dictadura sino, en mitad de la Guerra Fría, militarismo atlántico o solo peninsular.


[i] Los expertos debaten sobre los motivos de la deceleración tecnológica que sufrimos desde mediados del siglo pasado, cuando se pusieron las bases de las principales aplicaciones prácticas que han desarrollado las empresas desde entonces, parasitándolas ciertamente; así que unos culpan la escasa iniciativa del Estado en materia de investigación y desarrollo, mientras otros confían en los parabienes de la competencia privada; pero lo que parece meridiano, en términos agregados, es que la incidencia del mundo digital en la economía, por muchos efectos culturales que tenga, no puede compararse a la Segunda Revolución Industrial —la más crucial desde el Neolítico— en materias como aumentar la productividad del trabajo o la calidad (y la extensión) de la vida humana. (Cf. Robert J. Gordon, “Is U.S. Economic Growth Over? Faltering Innovation Confronts the Six Headwinds”, National Bureau of Economic Research, Cambridge, Mass, Working Paper 18315.)
[ii] Una cinta que nunca aparece en las redadas sobre las tapaderas de los mafiosos es Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) aunque —según dicen— retrata con mayor precisión el mundo del hampa; pero los criminales también son humanos, y prefieren evadirse viendo un retrato idealizado y complaciente de si mismos, presuntos caballeros de familia y valores, en lugar de volver sobre la cruda realidad de su existencia, más próxima a un Joe Pesci matando por diversión o a un Ray Liotta adúltero y puesto hasta arriba de droga. (Cf. Iñigo Domínguez, Crónicas de la mafia, Libros del KO, Madrid, 2014.)
[iii] El sucesor de Adolfo Suarez en UCD, Leopoldo Calvo Sotelo, no tiene dudas sobre el sentido del relevo: «Para mí estaba claro desde 1977 que había que incorporar a España en la Comunidad Europea y la Alianza Atlántica. ¿Lo veía tan claro Adolfo Suárez? Probablemente no. […] volvía insensiblemente a las coordinadas árabes e hispanoamericanas de la política internacional, y descuidaba la transición exterior. En cuanto a Alianza, apuntaba en Suárez un cierto antiamericanismo. Corregir y precisar ese rumbo fue uno de mis primeros propósitos.»

[Publicado originalmente en Sin Permiso. 2 de marzo de 2014.]