26 de febrero de 2014

El tanga de Giges

[Con motivo del cumple de Elena Castro, quien a la sazón cumple esta semana XXI años, y a quien yo hice en 2003, a modo de regalo por su décimo aniversario, un calvo con la palabra ‘gilipollas’ escrita en el culo; este es el humor de los Castro, irrespetuoso y escatológico, así que permite —hermana mía— que confiese una cosa que llevo tiempo guardando y cobijando en mi pecho, una gracia que ahora revelo ante el pueblo, y acepta como humilde presente este guante teórico que (en calidad de filósofo y pariente) quisiera lanzarte y te lanzo.]

Durante buena parte de su infancia, hasta que tuvo edad de razón, las lecturas de mi hermana estuvieron apresadas por una camisa de fuerza sexista que iba desde lo más refinado, los libros del amor cortés y el eterno femenino goetheano que mi padre le regalaba siguiendo criterios medio freudianos/ medio ilustrados, hasta el límite inefable de Los diarios de Georgia Nicolson, una Bildungsroman adolescente donde la vida consiste en aguardar (durante siete entregas sucesivas) una consumación erótico-marital que nunca llega a tener lugar; la autora utiliza expresiones metafísicas como nunga-nungas para hablar de ciertas partes del cuerpo adivinen cuales supliendo con palabras inventadas la falta de tensión y las carencias sintácticas del argumento. ¿Alguna oración subordinada en la sala? Normal que después de aquello Elena Castro saliera filósofa, feminista y foucaultiana. Era lo mínimo.
      El asunto es que entre aquellos folletines oficiales del patriarcado había un volumen cuyo título me causaba genuina perplejidad: Bailando en mis bragas invisibles. La hostia, pensaba entonces en el pináculo (todavía latente) de mi garrulismo: Bragas Invisibles, yo quiero novias que lleven unas así. El concepto de ropa interior imposible de capturar por los sentidos se me antojaba a los catorce años como una hipérbole preciosa, un eufemismo de la ausencia total y completa del atuendo, como cuando se dice que Dios es un jardinero recóndito, cuidando su parcela desde lo oscuro, más allá de nuestra limitada capacidad de percepción; la gente busca modos raros para negar Su ser. Qué jardín dices, hermana, esto es una selva.
      Hay que excusar que la sinopsis del libro daba pábulo a mis intuiciones sobre gónadas bien aireadas y relaja la raja, sweet darling: «¿es posible estar locamente enamorada del dios y, al mismo tiempo, desear morrearse con Dave el Risas? ¿No estará siendo víctima de un fenómeno conocido como cachondismo cósmico?», subrayaba la contratapa sosteniendo teóricamente mi nihilismo agnóstico hacia la lencería incorpórea. Pero estaba equivocado: las bragas invisibles no designan la obscenidad sino el nuevo traje de la emperatriz, no refieren tanto a la impudicia como a la mala fe, según la define Sastre, solo que aplicada a teenagers inquietas y afectadas por encajar con el estereotipo hetero proyectado sobre ellas. Esto es: ¿cómo ser cándidas vírgenes y desafiantes meretrices al mismo tiempo?; lo que habitualmente se resuelve con el tertium quid de mantener los alimentos en la despensa calientes pero secos. O como reza la traducción argentina de El ser y la nada:

«He aquí, por ejemplo, una mujer que ha acudido a una primera cita. Sabe muy bien las intenciones que el hombre que le habla abriga respecto de ella. Sabe también que, tarde o temprano, deberá tomar una decisión. Pero no quiere sentir la urgencia de ello: se atiene solo a lo que ofrece de respetuoso y de discreto la actitud de su pareja. [...] El hombre que le habla parece sincero y respetuoso como la mesa es redonda o cuadrada, como el tapizado de  la pared es gris o azul. [...] Pues ella sabe lo que desea: es profundamente sensible al deseo que inspira, pero el deseo liso y llano la humillaría y le causaría horror. Empero, no hallaría encanto alguno en un respeto que fuera respeto únicamente. Para satisfacerla, es menester un sentimiento que se dirija por entero a su persona, es decir, a su libertad plenaria, y que sea un reconocimiento de su libertad. Pero es preciso, a la vez, que ese sentimiento sea íntegramente deseo, es decir, que se dirija a su cuerpo en tanto que objeto. [...] Pero he aquí que él le coge de la mano.»

Y hasta aquí puedo leer.
Dedícale unos minutos.
De tu hermano mayor,
que seas feliz siempre
pero esta semana más,
tu hermano mayor 
Ernesto.

25 de febrero de 2014

Viejo, sordo y fucker.

Convengamos que lo que da grima de la música clásica es su público efectivo, una caterva de abuelos con sonotone y señoras de marqués que llevan tiempo siendo inquilinos correosos en esa pensión que por cuatro duros llaman alta cultura española. Por mucho que desde BCN quieran venderle Richard Strauss a la juventud, el hecho es que las charlas en las pausas musicales del Auditorio Nacional continúan versando principalmente sobre reumatismo y dolencias varias del pasar de las eras. Nuestros mayores dictan con sus gustos la programación (naturalmente conservadora) de las salas de conciertos; por encima de ellos pasa el siglo XX sin haberles dejado ningún rasguño plebeyo. Son peores que los hipsters, pues su postureo se remonta hasta la noche de los tiempos y exigen a ritmo de valls ruso nombres de alemanes muertos que no sabrían —dado el caso— deletrear. Son los que, cuando no están dando palmas, tosen de forma mimética o se suenan la nariz, los que dicen amar George Bizet pero no recuerdan otro título que Carmen, los mismos que el pasado domingo por la mañana acogieron en Madrid con notable tibieza y a destiempo a John Adams.
      John Coolidge Adams (1947) es un compositor formidable, según muchos el mejor de nuestro tiempo, la persona que incorporó en el minimal el espíritu de la música plebeya yanqui, una suerte de Walt Whitman de la tonalidad perdida y luego recobrada, quien escribiera sobre pentagramas sucesos de nuestro tiempo como la reunión entre Mao y Nixon (Nixon in China) o el secuestro terrorista del Acchile Lauro (The Death of Killinghoffer), y ahora está por vez primera en España demostrando públicamente —entre otros ítems— su perfecto castellano. Menciónese la formidable capacidad de dirección orquestal que proyecta, esa forma peculiar de doblar las rodillas como un bailarín de regatón; John Adams lleva el ritmo en la cintura, no solo en la batuta, y agradece atlético los aplausos con la mirada puesta en algún lugar cercano, y la garganta veteada de arrugas mientras palmetea los quitamiedos del escenario con gesto de «Esto está hecho», y sus gafas de Harry Potter volviéndose imponentes por efecto de los focos. Sus gestos son eléctricos y su mirada, cálida es decir poco.
John Adams toma el micro y dice ‘Ahorita’. Explica qué viene luego, después de interpretar con solvencia la obertura en mi mayor del Fidelio (Op. 72c), una pieza rara para empezar: la única ópera que compuso Beethoven, a la que fue sumando hasta cuatro oberturas distintas, genuina work in progress dentro del repertorio compositivo del maestro; la primera versión está justamente truncada y olvidada, la tercera se considera la mejor, pues funciona como elemento expresivo independiente, y la segunda me parece la más adecuada cara a los motivos románticos del libreto, aunque no contenga los ecos de trompeta de Florestán como otras y sea despreciada por los intérpretes contemporáneos porque incurre en silencios incómodos de flauta travesera y clarinete sobre chelo, pero de todas las variantes posibles va John Adams y elige la cuarta —ortodoxa y rococó donde las haya— a modo de carta de recomendación y presentación en sociedad beethovenita.
Este gesto de respeto hacia la decisión (quizá fallida) del maestro muestra mejor que mil palabras el carácter de lo que venía ‘Ahorita’, pero John Adams hizo bien explicando en público los orígenes de su Absolute Jest, una composición que desde el mismo titulo tiene ecos (inconsciente o deliberados) de David Foster Wallace; esta ‘Broma Absoluta’ de 2010 comparte con aquella, la ‘Infinita’ literaria de 1996, algo más que etimología: en ambos casos las referencias cruzadas y las citas cobran protagonismo. En el caso de Adams, el intertexto sonoro proviene de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, que el americano samplea dejando fuera los instantes de gravedad apelmazada y haciendo suyos los gráciles scherzos, reforzando la concepción que tenemos de Beethoven como sumo virtuoso y —voy a tirarme a la piscina— neobarroco avant la lettre que abofetea sin piedad el romanticismo papanata de sus seguidores. John Adams llama al Attacca Quartet, quienes responden a la convocatoria y suben al escenario llegados desde Nueva York, prestos a tocar a modo de ilustración unos pasajes del Opus 131 y del 135, para que veamos los madrileños cómo pilotaba el abuelo Ludwig van (sordo, viejo y fucker) hacia 1826. La gracia está en que los cuartetos originales tienen extractos propios y extraños (la Missa Solemnis, por ejemplo) puesto que todo lo que no es tradición es plagio y esto del apropiacionismo no lo inventaron los posmodernos sino que viene de lejos, como poco desde Stravinski extractando una commedia dudosamente atribuida a Pergolesi y que parece escrita por van Wassenaer, Monza, Gallo y quizás Parisotti, un trabajo colectivo hecho entre varios siglos que culmina con el estreno de Pulcinella, motivo de inspiración citacionista para John Adams.
      Fue una delicia la ejecución de Absolute Jest. Estaba sentado cerquísima del escenario, en 3ª fila, con medio teatro vacío por culpa del hambre y las ganas de comer, los precios ciertamente prohibitivos sobre los asientos y la publicidad deficiente de la institución, sumados al concepto equivocado que tienen acerca de su casta los ricos: tanto monta que la opera sea el arte plebeyo por excelencia, que las composiciones sinfónicas suelan remover nuestros sentimientos elementales, que algunos libretos encarnen los enredos del populacho mejor que cualquier telenovela (Betty, la fea es un aburrido tratado académico junto a las tórridas batallas amorosas de Rossini), los ricos dirán que los músicos muertos les hablan a ellos. Perfecto. Desde mi modesta localidad apenas podía atisbar los rostros de algunos intérpretes (atriles y partituras se interponen en mi ángulo de visión) pero tampoco parecía importarme demasiado, pues los miembros de la orquesta nacional suelen poner cara de poker; se caracterizan por tener gestos funcionales y funcionariales mientras realizan entre aburridos y eficientes su trabajo, como restando mentalmente los minutos que quedan para finalizar la jornada laboral, así que mi atención estaba puesta sobre los recién llegados, el cuarteto neoyorquino.
      A la derecha, el violista Luke Fleming tocaba con la nariz respingona encendida de varios colores, sus ojos estaban ora nostálgicos ora infantiles, ora de pura locura saliendo de sus cuencas, culminando cada intervención de su instrumento con aspavientos teatrales que ni el miliciano de Robert Capa y cerrando ipso facto los ojos para seguir las notas con ladeos de cabeza y sonrisas ahogadas, pues su boca estaba a punto de arrancarse tarareando; a la izquierda, la violinista Amy Schroeder parecía una sargento cuando, durante las secciones difíciles de la partitura, fruncía toda la cara y exhibía los músculos del antebrazo derecho al mismo tiempo que apretaba ambos labios en una 'o' cerrada, que no entren moscas ante todo, y mientras tanto todos los tendones y las venas subían a marcarse en la epidermis del cuello; a la violinista Keiko Tokunaga y al chelista Andrew Yee no pude verles más que los pies, firmes y en su sitio.
      Dichosa localización proletaria: la próxima vez me costeo un asiento bueno, vendo un ojo de la cara y les describo lo que pueda verse con ayuda del otro. Hasta entonces, si no nos vemos, tengan mis buenos días, buenas tardes y buenas noches. 

24 de febrero de 2014

¿Alternativas a ARCO?

No las busquen en ArtMad; el salón de los rechazados que parecía apuntar maneras hace años y figuraba en todas las porras como eterno opositor a la corona feriante y mercantil se ha vuelto en esta edición pasto de las excursiones de instituto que van a confirmar a los chavales los prejuicios asentados sobre el arte actual, que según dicen murió con Antoni Tàpies o se sobrevivió a si mismo y sigue zombi como Miquel Barceló. ¿Algún pintor fuera de la edad de jubilación, por favor? Haberlos haylos, pero son tan malos que merecen sufrir el formato expositivo de moda en ArtMad, que consiste en acumular movidas hasta la claraboya, no menos de cinco piezas por metro cuadrado, como si aquello fuera una Wunderkammer y sus clientes, nobles que compran obra al peso.
      En algo aciertan los expositores, algunos de los cuales tienen la cortesía de colaborar con Intermon Oxfam; en general todos los One Proyect, que simplifican trayendo un solo artista, o bien aciertan con nuevas apuestas (no es mi rollo, pero hay que reconocer la solvencia de Anna Taratiel y sus trabajo abstracto-espacial; entrar en el espacio CiS Art es como hallar un oasis de seriedad galerística en mitad de aquello), o bien arman una sala del terror para niños a mitad de camino entre L’Oceanogràfic y una disco cuando encienden las luces (peores bichos he visto yo nell mezzo del cammin di nostra vita, pero nunca peor escultura que la que tienen montada en Fontanar: Océano Plástico, una reflexión sobre los desechos marinos donde Javier Ayarza aspira a Ben Clark del circuito escultórico y se queda en Charles Bukowski, poeta de lo patético).
      ¿Alternativas? Buscadlas en el propio Arco. Allí tenéis pared con pared las galerías Malborough, Leandro Navarro, Dan, Guillermo de Osma y Levi, que son tan alternativas que llevan al espectador de vuelta al Museo Arqueológico solo con pisar esos suelos bien acolchados y ver esa iluminación ultratenue. A diferencia de años previos, esta vez nadie puso techo a su stand, ni siquiera los que llevan a Miró como joven promesa; craso error porque en verdad todos buscamos cobijo en el amplio seno del modernismo. Hablando de senos, ¿esperan que critique el Congress Topless de Yann Leto? No caerá esa breva; me decía Eugenio Merino, otro que tanto monta: «Lo raro sería que no haya sexo en Arco». Vivimos más obsesionados que los victorianos con infringir el noveno mandamiento mosaico («No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno») y sin embargo nuestros artistas hablan de todo menos de quien-tú-sabes.
      Ahora en serio, espacios que mantienen ciertas formas: (a) Max Estrella, que es como una domus romana, que recibe en el pórtico de entrada con un Carlos León poderoso y geométrico (el ostium), tiene la salita de estar llena de Marlon de Azambuja (el atrium) y ofrece como refrigerio la frescura que destila la traducción de la escala de grises en intensidad sonora cortesía de Almudena Lobera (el impluvium); (b) Ángeles Baños, que sabe combinar el detallismo y lo vendible, las maquetas de casas en lugares como Michigan o Ohio hechas por Ignacio Bautista y la geopoppolítica a factura de Manuel Antonio Domínguez, entre otras cosas, coronadas por la Depression View de Daniel Martín Corona, una cartografía psicológica de profundis; (c) ADN, que cojea igual que yo del pie izquierdo, y que no requiere ulteriores comentarios, porque aquí estoy siendo parcial con lo que me gusta en términos ideológicos, salvo decir que trayendo a Nuria Güell, Adriana Melis y Carlos Aires, entre otros, el galerista muestra ser único en no avenirse a componendas desideológicas metaferiales
No se puede decir lo mismo de otros, y aunque sea habitual callar de lo que no puede hablarse, reconocer a los buenos y otorgar ante los malos, hay varias galerías que merecen un tirón de orejas; yo llevo yendo a esta feria desde antes de tener edad de razón y hay peña que antes molaba (expositivamente hablando) pero que este año no tiene su ‘Progresa Adecuadamente’: (α) Espacio Mínimo sorprende con fotografías de gente en apuros y con monadas high tech, un video de un juego de manos que parece encarnar el espíritu trilero (te la clavan by the face) de lo contenido en ifema; (β) Nogueras Blanchard incurre en la bobada, graffiti sobre lienzo con el título de Philosopher (quien juega con Platón, se quema) y un chasis rollo fluxus con láser verde sobre pared; (γ) Helga de Alvear pierde la noción del espacio propio, su stand toma unas dimensiones que ni los establos de Augías, donde caben desde metales abollados hasta obra gráfica con rótulos cínicos y un Thomas Ruff. #CristoMal
A nivel individual descuella sobre el conjunto, varias cabezas por delante en la carrera, el performance de Hector Zamora, documentado para Luciana Brito, donde unos peones de la construcción se lanzan ladrillos formando circuitos de cadenas humanas cerradas cerrados con formas geométricas de divertido atletismo y cuyo título, Material Incostancy - Istambul, incorpora una reflexión sobre las últimas revueltas populares exitosas; pienso de inmediato en Gamonal, claro está, donde el objetivo del sujeto colectivo violento era el mismo que estaba siendo peleado en la plaza Taksim: parar las obras de especulación inmobiliaria arrojando sobre los perros policías el material de construcción de la infamia.
Y para que luego no digan «Pero Ernesto, es que eres el mamporrero de los izquierdistas en el mundo del arte», aquí tienen mi granito de arenisca, mi contribución personal a esa otra burbuja especulativa, la de la pintura y de la obra gráfica; hubo mucha y mala hasta decir basta en Arco, pero ahí va una listilla razonada de cuadros vistos en la feria que (de tener dinero) colgaría en la Hacienda Castro-Córdoba a juego con las cortinas: (i) Iceberg de Santiago García, porque el título de esta forma vale tanto para su forma como para su fondo, pues vemos nada más que la puntita de un proceso de trabajo por estratos, que parece inofensivo pero en verdad esconde un talento salvaje para la sorpresa y la catástrofe (en Moises Pérez de Albéniz); (ii) Jacques Lacan de Dora García, porque en mi casa todos son felices lectores de Jacques Lacan salvo un servidor de ustedes, pues tengo en nada la retórica del analista parisino, y sin embargo aprecio en silencio a Dora García, una suerte de vade retro en mi familia, y todo sea porque los amigos estén cerca pero aún más los demás (en Projestesed); (iii) y 41 ways de Nacho Martín Silva, porque plantea una inflexión sugestiva a partir de la Lección de anatomía, convirtiendo en una suerte de tribunal público la refutación primigenia del empirismo —en el Rembrandt original, los discípulos miran el libro que el cadáver tiene a sus pies, en el borde del cuadro, paradigma de abstracción filosófica, en lugar de verificar los hechos brutos que el maestro indica— y parcelando muchísimo la escena de modo que cada una de las cuarenta y una vías (o formas) de acceso a la verdad tengan su propio ambiente pictórico y, si se me permite esta cuña plebeya, su propio filtro de Instagram (en Nuble).
¿Y las ventas? ¿Qué tal han ido? ¿Cómo saber quién vende cuánto? Bastaría con dejar de mascullar «Estamos petándolo», como me han dicho varios amigos que tengo de becarios a modo de espías y dobles agentes (galerista: vigila tu espalda), y empezar a mostrarme una contabilidad transparente (como algo opuesto a que sea doble, por ejemplo) y que justifique reclamar reducciones sectoriales de impuestos cuando todos sabemos cómo se compraba antes de la crisis, aquellos años dorados, cuando había gente que tenía tachada la palabra ‘factura’ de su diccionario y todo lo demás se lo llevaba la Fundación Coca-Cola. Y no digo más, que ya habló Eduardo Arroyo:

«la verdadera protagonista de la feria es Madrid, que siempre encantará a provincianos y extranjeros porque se pueden emborrachar a buen precio y hacerse servir una paella —pongamos por caso— a las dos de la mañana. Oigo a propósito del IVA al 21 por ciento que los coleccionistas foráneos prefieren comprar obras en el extranjero, porque les cuesta menos que las ofrecidas por las galerías españolas.»

Y solo cabe añadir que yo he visto buenas piezas de Mateo Maté en la Maxweberfriedrich (alemana, natürlich) y en NF (Reino de España); me gusta más La Arqueología del saber que exponen en la segunda, periódicos esculpidos formando montañas, pero quizá el lector prefiera analizar el mercado y la especulación sobre bienes artísticos, pues Kunst = Kapital, y entonces los paisajes que exponen en la primera, hechos con la paleta de los uniformes militares de camuflaje, podría servirle como retrato del coleccionista prototípico: larvatus prodeo, que dijera Descartes.

[Publicado originalmente en SalonKritik. 24 de febrero de 2014.]

23 de febrero de 2014

Una panda de tarados

Subíamos en ascensor hacia JustMAD y alguien observó en un prospecto el término curado. "Y dale con la palabrita de moda. Se repite más que el jamón con melón en los 90." El día previo un servidor de ustedes había escuchado a Blas Matamoro recomendar en la tertulia de Revista de Occidente que sería mejor abandonar la expresión, pues en latín curator significa el legítimo representante de un incapaz o de un inválido, y como nosotros hablamos malamente el neolatín, balbuciendo la lengua de Cicerón damos a entender que las "muestras curadas" exhiben al público obra de tullidos, tarados y dementes. Esta etimología argentina ben trovata nos pone sobre la pista de lo que son en realidad las ferias paralelas a ARCO; la selección de galerías es más reducida y un trabajo mínimo de curación se presupone de antemano, los locos hablan a través de terceros.

¿Cuál sería la tara de JustMAD? El estilo hipster; la feria tiene una terraza con césped artificial y set de DJ, me recuerda a la hierba de postín y el ambiente que nunca falta en las salas VIP de los festivales para modernos: una mezcla entre pretensión y negocios de pacotilla. Situada en un edificio antiguo renovado en plena calle Hortaleza, JustMAD es la más moderna de las tres ferias, con vistas a las bicicletas estáticas de un gimnasio, un jardín a caballo entre la Bauhaus y piedrecitas en el zócalo rollo zen, uno duda si viene a comprar verduras ecológicas o si estás por amor al arte.

Yo lo estuve; mis expectativas están satisfechas: aquellas piezas que en ARCO parecían mera ocurrencia, detalle que termina siendo engullido por el cansancio y las dimensiones del lugar, aquí halla su lugar como monería, uno puede apreciar aquello que carece de pretensión, los artefactos artísticos que terminan incorporando la primera sugerencia de Calvino para el milenio: que os sea leve. La levedad domina sobre varios espacios mínimos contiguos que llamaron mi atención en un estrecho pasillo del recinto: (i) etHALL y Martín Vitaliti, cuyo trabajo sobre el marco del cómic tiene ecos pop y op art, sumando sutileza a las movidas de Derrida en La verité en peinture; (ii) Javier Silva y Amélie Bouvier, cuyas siluetas en folios de Excell por encima de material de relleno son muy cucas y no hay teoría que borre esta impresión; (iii) Blanca Soto y José Luis Serzo, cuyos cuadros oníricos seguramente se encuentran entre la mejor pintura neobarroca del momento, que es como ser el mejor poeta de tu calle, solo que esta vez es cierto y Antonio García Berrio puede reconocerlo.


Un escalón por encima estarían Fernando Pradilla & El Museo, cuyo stand descuella incluso sobre el trasfondo de lo visto en ARCO; tal es la rotundidad del planteamiento expositivo que manejan que sin duda merecen un pin en el pecho. Traen entre otras cosas obra de Santiago Morilla, un personaje singular y ciertamente polifacético; sus dibujos de gente oculta entre las lanas de las ovejas formando el término FIN (véase la imagen que acompaña este texto) yo los leo en sede homérica: Ulises y Polifemo; ya saben. Y qué decir de la figuración translúcida en color blanco sobre fondo negro de Moises Maliques que tienen en la pared opuesta a las extensiones de peluquería avanzada que realiza Ignacio Bautista sobre el césped de los campos de fútbol hasta dejarlos con melenas de Rapunzel, salvo decir de ambos que son buenas piezas y punto pelota. Lo dicho: una panda de tarados.

[Publicado originalmente en A*Desk. 23 de febrero de 2014.]

22 de febrero de 2014

Como si no fuera una feria

Vamos a ARCO como si no fuera una feria; como si aquello tuviera un proyecto general, una curaduría que fuera más allá de lo inmediata y sencillamente vendible. Asistimos a tomarle las pulsaciones a ese viejo llamado arte (Hegel dixit) pero el enfermo lleva años siendo cadáver. Es la crónica de una decepción anunciada, culpa quizás de nuestras elevadas (léase críticas o estéticas) expectativas. Madrid no solo no tiene playa (vaya vaya), tampoco bienales o anuales; aceptémoslo y evitemos multiplicar sin necesidad más entidades comerciales en el futuro.
         Uno de los elementos discordantes dentro del mercadillo de los marchantes que es ARCO y que quizás (solo quizás) podría justificar nuestras exigencias de actualidad y curaduría es la presencia de países invitados; curioso formato, por cierto: juntar bajo un mismo techo a agentes contables de una nación y marchantes. Churras con merinas. Sería como si en el recinto ferial de Medina del Campo, entre carniceros y sacacuartos, hubiera delegados oficiales de la pérfida Albión.
         La diplomacia de las invitaciones, ahora como en tiempos del Cesar Carlos, tiene razones que la razón ignora, pues este año el bienvenido es Finlandia y nadie sabe por qué; hablan de paridad de género, según parece en Helskinki tienen la mayor tasa de mujeres artistas, pero suena a chiste malo: solucionar problemas estructurales del patriarcado importando norteñas como si en estas tierras no hubiera mujeres con problemas dentro del circuito. No jodas. Hablan de atraer coleccionistas escandinavos, pero la táctica de darles a los visitantes del IFEMA lo que ya tienen parece llamada a fracasar.
         Hagamos una prueba: ¿irían hasta Helsinki para comprar chorizo ibérico (léase Mateo Maté)? Y del mismo modo, madrileños: ¿estarían dispuestos a pagar cuarenta euros para ver las mismas galerías llevando las mismas obras, business as usual? Pues eso.
         El muestrario de artistas foráneos no está --con todo-- mal y se agradece que haya uno solo por galería. En Arhava me llamó la atención Forest Square, el trabajo medio cubista que plantea Antti Laitinem haciendo geometrías con materia prima natural. Son comerciales, en el mejor sentido del término, los lienzos de gran formato que Leena Nio decora con motivos animales; si hubiera pasta y lugar, yo mismo me haría con el Excaparate Routes que expone Forsblam. No podían faltar las locuras vikingas variadas, cortesía este caso de Mia Hamari, una chavala con una navaja en la mano, reduciendo un tronco de madera a virutas y serrín; a su alrededor, en Forum Box, esculturas que parecen muñecas jugadas y usadas por niñas hasta el báquico desmembramiento: sayonara, piernas y brazos.
            El premio a la obra de riesgo se lo lleva, sin embargo, Anna Rokka y su tremenda instalación a base de moluscos, junto con cristales quemados y ecos del Norte, hecha site specific para Sinne, una fundación sin ánimo de lucro destinada a promocionar la trayectoria de jóvenes creadores finlandeses (Rokka es de 1986). Un escaparate como ARCO tiene cierta gracia por estos momentos de visibilidad, la transparencia del artista que apunta maneras, un nombre que escuchas por vez primera o las copas con amigos; la luminosidad del ricachón comprando, talonario el mano, la cultura plástica ajena, no merece tanto la pena verla.

[Publicado originalmente en A*Desk. 22 de febrero de 2014.]

21 de febrero de 2014

Bajo el asfalto de ARCO, las galerías

Hace unas semanas las galerías de Madrid renovaron vestuario; a fin de cuentas el ambiente expositivo en torno a ARCO fomenta ponerse las mejores galas en vista a todos aquellos visitantes de la ciudad que, además de recorrer los recintos feriales, tengan tiempo y ganas de pasearse por las calles de la ciudad. Febrero constituye un momento propicio para el deshielo y abundan las muestras con cierto riesgo. Los espacios de la calle Doctor Furquet volvieron a hermanarse (es un decir) para inaugurar todos juntos, mientras que hacía escasos sábados algunos se sumaron a la propuesta de los desayunos donde pudiera tomar parte la milieu hipster; atrapar público a través del estómago es una estrategia viejísima del mundo galerístico, nuevamente parece que exitosa. El espíritu de mercadillo tira salvas y vítores de felicidad, vendiendo las tripas del zorro antes de haberlo siquiera atrapado, porque el gobierno ha reducido los impuestos sospechan que las ventas irán a mejor; ahí aparece el concepto de tendero barrigón y utilitarista marginalista que todo galerista lleva por fuera: puesto que hemos tocado fondo y llevan varios años fuera de lista los agentes que acaparaban y engullían masivamente el género expuesto (el café y el arte para todos) solo cabe de aquí en adelante ser optimistas.
¿Qué propuesta hacen las galerías madrileñas en paralelo a ARCO? Una apuesta política. Abundan las muestras cargadas de inteligencia y sensibilidad hacia nuestro urgente momento económico. Es el caso de Capitalismo Anal, la vuelta de tuerca que imprime Txomin Badiola sobre sus movidas de siempre, Jean Luc Godard y Pier Paolo Pasolini, planteando las relaciones entre bienes de capital y lo escatológico: mierda, boñiga y zurullo son varias formas de llamar lo inapelable, cualquiera diría que componen el cogollo del llamado Sistema; las escenas impresas de Saló o los 120 días de Sodoma (Pasolini, 1975) recuerdan la pregunta que subyace a su realización: ¿cómo ser comunista hoy día y no suicidarse en el intento?
No es cosa fácil; tampoco parece sencillo introducir en el circuito artístico documentos de rebeldía (que son documentos también de urbanidad: carteles, panfletos, etcétera) sin restarles potencial político, pero los Espacio Mínimo han hallado un artista mexicano, Joaquín Segura, cuyo Estado de excepción despliega una panoplia de intervenciones revolucionarias sobre la opinión público, desde declaraciones de guerrilleros hasta artículos de la gacetilla libertaria Tierra y Libertad (1907) traducidos al idioma de signos para sordomudos; aquí tenemos el reverso de Thamsanqa Jantjie, el traductor que la lió en el funeral de Mandela vertiendo los discursos a un lenguaje imaginario. El pasado resulta elocuente tanto en el caso de Segura como en el de Badiola, y también en la intervención de Iván Candeo sobre el pladur de Casa Sin Fin, un dibujo de la llegada de Colón a las Indias golpeado con martillo sobre las junturas. ¿Título? Identidad y ruptura.
Estas tres apuestas artísticas establecen una relación crítica con el pasado, tal vez solo igualada por Prontuario, las fotos de lugares de la Guerra de Independencia Española (1808-1814) que Bleda y Rosa han combinado con textos de la época (ojito a la sintaxis barroca del oficial que informa de la derrota en Trafalgar al alto mando naval) en la imponente galería Fúcares. Atención también a la colección de pedruscos lanzados en manis, marchas y okupas que recoge Avelino Sala en su Locked-in syndrome, cortesía de Ponce + Robles, donde además puede verse un vídeo del artista grabando los artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en un bolígrafo a modo de chuleta; el antídoto perfecto a la carnaza artística de venta fácil que sin duda nos espera en el interior del recinto ferial.
A modo de contrapunto recomendamos la exposición de Marlon de Azambuja, un artista polifacético y siempre cambiante —basta echar un vistazo a su trayectoria para encontrar varios estilos en un solo artista—, que esta vez se inclina por el formalismo y por cuestionar la hechura estructural de la propia obra. En la galería Max Estrella, Brutalismo se llama la exposición, y su lema cualquiera podría atribuir a Le Corbusier: «The veracity of materials: concrete, bricks and stone, shall be maintained in all buildings, constructed or to be constructed». Sin embargo, la precariedad de las estructuras arquitectónicas levantadas con gatos de hierro, sumados a los adoquines que suenan bajo las pisadas de los visitantes, quizá hablen de viejos asertos políticos: la inestabilidad de las instituciones pretendidamente puristas y la mentada hasta la saciedad arena que —según decían en mayo del 68— nos espera bajo el asfalto. También bajo el sarcófago comercial de ARCO, que nos pillen confesados, hay material para escarbar y justificar la función del arte, no solo como metacultura del capitalismo, sino también como su potencial opositor desde dentro. 

[Publicado originalmente en A*Desk. 21 de febrero de 2014.]

15 de febrero de 2014

A capella en los Goya (del arte).

Resulta difícil tomarse en serio los premios a la cultura española cuando su concesión se sostiene sobre un viejo principio mimético: yo también me tiro, si todos lo hacen, por un puente. A falta de una cultura oficial del Estado, bueno pinta el puenting mediático sin red de Holanda 0 - España 1, asumiendo que esto no es Francia o Reino Unido, que por muchas poesías que reciten nuestros políticos (¿recuerdan los piropos de José María Aznar a Rafael Alberti?) los poetas patrios jamás ostentarán medallitas de caballero templario o membresía vitalicia en la Cámara Alta del Parlamento. Ministerio de Educación, Cultura y Deportes se llama nuestro invento, el marco de la marca España para cuadrar la raqueta de Rafa Nadal y los gotelés de Miquel Barceló sobre un mismo escudo de armas, aceptando que eso que los cursis llaman Cultura de la Transición, montarte chamizos artísticos provinciales y la maldición de cuartos, no termina siendo rentable mientras la roja lo gane todo.

Bajo este marco están los Goya, una gala cuyo quid estriba en premiar cosas que nadie ha visto en cines, pero que todos damos por malas y caras. Dando por descontado también la naturaleza deplorable del evento, la necesidad de emascular a los advenedizos del mundillo audiovisual que aprovechan sus veintidós segundos para recalcar demandas sectoriales, hacer brindis en nombre de la progresía y poner las cejas bajo los focos, quizá debiéramos mirarnos en el espejo del cuarto de baño, nosotros partícipes de esa industria cultural llamada arte, y formularnos el lema de Media Markt con interrogante: ¿yo no soy tonto? O mejor dicho: ¿estás dispuesto a perderte el espectáculo pantagruélico del año? Esta es la pregunta lanzada por Miguel Cereceda, presidente del Instituto de Arte Contemporáneo (IAC) y principal promotor de los Reconocimientos Arte Contemporáneo (RAC), unos premios que quizá debieran volverse a bautizar como Buñuel para subrayar el amor de este don Quijote hacia aquél, su Amadís de Gaula.

Algunos comparan esta atlética imitación con la parábola del patito feo, el complejo de inferioridad del hermano pequeño que finalmente consigue el cuarto del mayor cuando éste se va a la universidad, pero yo creo que viene más al pelo un pasaje del Rey Lear, ya saben: un loco guiando a un ciego hasta el borde de un abismo que no está ahí porque todo es ficción, una mentira entre un padre y un hijo. La polémica de los RAC llevaba desatada desde la selección de los candidatos, cuyos nombres puestos en ristra sonaban como esos chistes donde un francés, un alemán y un español entran en un bar. La lista llegaba a incluir, variando según la versión que tuvieras entre manos, a un premio Velázquez de 72 años (Antoni Muntadas) en la sección de artista revelación. Aquello que parecía broma devino en realidad efectiva cuando Joao Fernandes recogió el galardón para Cildo Meireles, el artista brasileño premiado (a sus 66 años) por una exposición retrospectiva en el MNCARS. Si esto se considera productor cultural emergente latinoamericano, ¿dónde estarán los sumergidos?

Si Eminem confirmó en la batalla de gallos final de 8 Millas (Curtis Hanson, 2002) que la mejor ofensiva dialéctica consiste en insultarte hasta dejar mudo al oponente, ser tu peor enemigo como condición de posibilidad de volverte invulnerable, Cereceda pronunció una proclama impecable, quemando las naves de su particular aventura platónica en Siracusa, serrando la rama de su cargo al grito de «No es tiempo para galas». Magritte siempre presente en nuestros corazones. El hombre que hace escasos minutos esbozaba una sonrisa mientras contaba a cámara la enésima milonga sobre la fiesta del arte, la persona que había vendido el aspecto lúdico del evento parecía entonces convertido en su aguafiestas número uno, el enemigo público del gintonic posterior. Nada de citar el Homo ludens de Huizinga y las cuatro paridas teóricas que todos sabemos de memoria, sino a reclamar impuestos menores sobre el consumo de cultura se puso Cereceda. Haciendo ejercicio de una retórica militante que ni Pablo Iglesias, les pisó el elemento de discrepancia a todos los que decían venir por obligación hacia su galerista o solo para probar el canapé, cuando en verdad se morían de ganas de figurar delante del photocall con el puño zurdo en ristre, esa contradicción preformativa que tantos vítores cosecha siempre.
 Se tocaron niveles esdrújulos de certeza, para que negarlo, cuando las artes fueron tachadas de «factor de cohesión entre pueblos, un genuino lenguaje universal»; intuyo que Cereceda apelaba entonces a un concepto ampliado de Bildung que abarca desde los Globetrotters y su foreign basketball policy en Corea del Norte hasta el pobre artista urbano que estuvo dos horas y media encima del escenario del MNCARS sumando capas de brocha gorda a su mural en blanco y negro, una alegoría poderosa sobre la infancia, el amor y el horror vacui hecha a base de rodillo. Toda batalla merece su Guernica y cuando el grafitero finalizó el suyo, Topacio Fresh todavía estaba allí, como el dinosaurio de Monterroso, a diferencia de un público primero aletargado, después revoltoso y finalmente ausente durante la pausa musical repartida entre un pianista y un aprendiz de Santana con muchas tablas que pisar por delante. El problema de los mejunjes de elevada graduación, avisaba el nada traidor Peio H. Riaño, son las resacas que a menudo anticipan.

Los Goya del arte tenían el debate servido. Algunos mencionaron de pasada la extraña división de los galardones entre género neutro y solo para mujeres, cuando una traducción de los premios que concede la industria fílmica, apegada ella a estructuras narrativas del tipo «chico conoce a chica», hubiera requerido dividir a los premiados por géneros, los que sean, con todos los quebraderos y múltiplos de diez que ello supone en una tribuna de la queer theory como es el MNCARS. Así nos hubiéramos ahorrado, decían algunos tuiteros, los agravios categóricos y comparativos que dimanan de amalgamar en una sola gala varios mecanismos distintos de votación y hasta tres instituciones que posaban en el mural, sumados los patrocinadores financieros. Si me pidieran resumir el resultado en un enunciado, diría que el verdadero retrato luminoso del mundo del arte tuvo lugar cuando el primer premiado de la noche, el coleccionista Jaime Sordo (también llamado Mister Cerdo por Pieter Vermeersch), detalló el futuro que todas las noches sueña para sus nietas: una gestionará el patrimonio familiar heredado, otra tendrá puesto de mando en alguna institución museística, la última hará trapis con cuadros que valen mucho. El problema de reconocer a los coleccionistas en el mundo del arte, que sería idéntico a reconocer a los recaudadores de impuestos o a los dueños de Filmin en los Goya, es que la gente que mueve pasta tiene unos sueños de casta, máxime si forma parte del 1% on top of the world, tremendamente monótonos.

Entre los patrocinadores del acontecimiento figuraba, junto a la habitual conjunción de seguros de todo tipo y marcas de coches, una corporación llamada Taxo, cuyos múltiples negocios recuerdan al idioma analítico de John Wilkins y anunciaban, en su abigarrada acumulación de menesteres, el encuentro entre discursos opuestos que tendría lugar sobre el escenario. Allí donde Taxo se dedica a Startups, Franquicias, Periciales, Patentes, Mobiliario, Licencias, Empresas, Farmacias, Maquinaria, Caligrafías, Inventarios, Embarcaciones, Aeronaves, Intangibles, Pruebas Genéticas y —last but not least— Arte, las personas que subieron a la palestra hablaron de la Constitución, Hannah Arendt, Jacques Rancière, Pablo Picasso y Gustave Flaubert, entre invocaciones a la transparencia, el feminismo de la igualdad y también el de la diferencia. Hasta fueron mentados los policías que abrían fuego sobre inmigrantes exhaustos, todo ello cruzado con los asertos sobre San Valentín y morirse del hambre como ejecución estética que Topacio Fresh y compañía, chivos expiatorios del mundillo artístico, entresacaron procelosamente de las tarjetas de cartón que el malévolo guionista había escrito, seguro que para reírse desde casa a pierna suelta. ¿Por qué llamamos ‘gente vieja’ a los viejos y sin embargo a los jóvenes nunca se les pone el ‘gente’ delante?, se preguntaba en un momento la presentadora; cruzo los dedos por que fuera improvisadamente.

2 de febrero de 2014

Así Naufraga El Arte Técnicamente Puntero

El triste caso del Polizone.


Hay barcos que solo valen para estar en tierra. Es el caso del Vasa, el buque de guerra mandado fabricar entre 1621 y 1625 por órdenes de Gustavo II Adolfo de Suecia, quien buscaba añadir en su flota el mayor galeón jamás hecho, armado con 64 cañones y una dotación de 30 marineros y 300 soldados, siendo su triste destino escorarse y hundirse durante su bautismo a escasos metros del puerto de Estocolmo. ¿El motivo? Llevaba demasiada carga. Los ingenieros calcularon adecuadamente las magnitudes para un puente de cañones; Gustavo tuvo que pedir doble ración para enviar esta mala bestia a pique. Si hoy quieres verlo en acción, procede a revisar Piratas del Caribe II (el Holandés Errante que lleva el mitad hombre, mitad pulpo es igualito) antes de volar hasta el Vasamuseet; un museo de barcos es un crimen en el altar del savoir faire.

Lo mismo podría decirse de Polizone, la instalación interactiva con que culmina la iniciativa Huesped, propuesta por INTACT Project y alojada en Medialab-Prado, cuyo objetivo consiste en utilizar la tecnología para simular una travesía marítima. Los creadores advirtieron a la concurrencia que asistieran listos para contribuir activamente en una experiencia metacreativa que involucraba la participación semipresencial del Matralab (Montreal, Quebec) y del Arteleku (Donostia, Euskal Herria). Según Roberta Bosco y Stefano Caldana, teníamos ante nosotros «una apuesta muy atrevida y quizás la obra basada en técnicas de telepresencia más compleja que nunca se haya realizado». Fui a ver con mis ojos aquello tomando por bandera el espíritu del naufragio con espectador según cuenta Lucrecio:

Es suave mirar cuánto trabajan otros desde tierra
cuánto les sacude el viento la superficie del mar;
no porque la agitación ajena sea contenta y alegre,
sino aún más suave discernir los males que no tienes.

Una vez allí, veo que el propósito de la interacción comienza a fracasar una vez el público, tras esperar quince minutos de retraso como ovejas en un corral, es incapaz de entender las repetitivas indicaciones de la organización, quienes insisten por favor sitúense detrás del proyector, en ningún caso delante. Podría traer aquí a colación la llamada Ley de Zinc de las Masas, según la cual dos cráneos piensan juntos mejor que solo uno, pero a partir de veinte la cosa se hace como nadie, como nadie piensa en absoluto; adquirimos un encefalograma plano común. Sería cruel, sin embargo, llamar tontos a un público que me incluye a mi en compañía de multitud de ingleses y alemanes, símbolos vivientes de la distinción internacional y de no entender media papa también. Peor para ellos: pudimos escuchar por Skype a los contertulios euskaldunes y quebequenses quejarse en perfecto castellano de «Los fallos de último momento», suponiendo entonces que programa requería saltarse las diferencias idiomáticas, esto es, contar cuentos de buques en el idioma de Miguel de Cervantes, quien seguro los odiaba a muerte porque perdió un brazo a bordo de uno.
Y así fue. La orquesta rasgaba la banda sonora de alguna película de terror, instrumentos de cuerda columpiando notas agudísimas, la percusión que oscila entre lo repentino y lo monótono, mientras una voz desgrana una narración cargada de lirismo y la segunda persona del verbo. Nada de Unai Velasco o Miqui Otero, cuyos En este lugar (Papel de Fumar, 2012) y La cápsula del tiempo (Blackie Books, 2013) considero respectivos referentes, auténticos tótems de la poesía y del tuteo. Lejos de estos, Polizone gasta un estilo Carne Cruda, el programa de Radio 3 que tantas veces ha decidido tirarse a la piscina del simbolismo de cantimpalo atravesado por invocaciones de ¡Vive al límite! que cualquiera juzgaría saqueadas del Twitter del poeta argentino Carlos Salem, quien además satisface un requisito para nada baladí: calzarse el pañuelo del Capitán Sparrow a sus sesenta años de edad

Los videos que pretendían reproducir las luces del oleaje, todo sea dicho en favor de Polizone, estaban hasta tal punto conseguidos que hacían recordar los versos de Juan Ramón Jiménez sobre la alta mar como una sábana blanca que los muertos empujan desde abajo. Pero esta vez sin el como: una sábana blanca arrugada fue todo lo cerca que los artífices de Polizone estuvieron de alcanzar su objetivo mimético. Supongo que el grueso de la financiación estuvo destinado a construir el faro, un foco de luz que —según parece— controlaba un personaje en streaming desde vete tú a saber dónde. O si no expliquen que estaba haciendo ese tipo acercándose a una webcam con el parche del malo de Waterworld (Kevin Reynolds, 1995) en el ojo. La gente estaba confusa. A la orquesta les faltaba la guitarra y parchearon el asunto con una batukada. Como oyen: en mala hora aceptamos los palillos chinos que los ujieres del Medialab amablemente repartieron entre el público. En principio solo valían para hacer que remabas, pero ahora que tocaba seguir el ritmo golpeando unos pasamanos de acero hasta los cabeza de familia, que iban con niños y tenían que reforzar el entusiasmo, quedaron helados cuando su prole entre cinco y nueve años dijo pero papa, ¿dónde está el barco?
Publicado originalmente en A*Desk. 1 de febrero de 2014.